jueves, diciembre 22, 2011

Incredulidad

Ayer recordé que llevaba mucho tiempo sin imaginar una historia, aterido de realidad como estoy, con todas las noticias en la primera plana de los periódicos pateándonos la cara con fuerza a la vez que tejen en segundo plano una invisible maraña de desesperanza que todo lo agarra. No me gustaría palmarla, que dijo Boris Vian. Y menos en estos tiempos, diría yo, después de cotizar tanto tiempo a la seguridad social y no haber estado en paro ni un solo día desde hace veintidós años. ¡¡Que me devuelvan mi dinero!!, dan ganas de gritar aunque no sepamos ante quién. O mejor: ¡¡Que me devuelvan a los años noventa!!, aquella época donde el optimismo del mundo, tan infundado como este trágico pesimismo, parecía conducirnos a todos al fin de la historia, a la felicidad perpetua, al paraíso, entendido tal y como lo hacían los primeros cristianos, es decir a la inmovilidad profunda y feliz de los iluminados por el resplandor de Dios. O algo así.

El caso, que me disperso, es que no escribo. Escamado como estoy con la deriva del mundo y con la maraña invisible que está surgiendo al amparo de la crisis. Pero más aún con mi miedo, sobre todo al futuro. Y, claro, me doy cuenta que ese es el primer síntoma de que me hago viejo: el miedo al futuro. Hacerse viejo es eso y el cese de las esperanzas, dejar de creer en las certezas que nos han acompañado durante mucho tiempo. Incluso dejar de creer en escribir, dejar de imaginarnos escribiendo cosas que zarandeen al lector y lo emocionen: un lector como yo, admirado en mi butaca de la librería con los relatos de Alistair MacLeod, por ejemplo.

Releo mis relatos antiguos y en algunos me sigue pareciendo que hay algo que tal vez merezca la pena, así que llego a la conclusión de que el problema no es ese (aunque haya aprendido a sobrellevarla, mi desconfianza hacia mi propio talento para escribir no me abandonará nunca), el problema es pensar que las historias hayan dejado de servir para algo. La realidad es demasiado compacta como para que las palabras puedan arañar la superficie, puedan hacer algo de luz. Su complejidad, que me fascinaba no hace mucho, ahora se me antoja inabarcable.

Sí, lo sé, todo depende del punto de vista y de la atención con la que se observa, de acuerdo, pero hay tantas cosas bajo el sol, tanta inteligencia e ingenio acumulados en cualquier faceta de la vida que se hace difícil pensar que las historias consigan mejorar su inteligibilidad (ya ves, Foster Wallace, la erudición extensa tampoco te ayudó).

¿Han pensado en la cantidad de ingenio, talento y cálculo necesarios para que en cualquier hipermercado las estanterías estén repletas y a la vez los comestibles de la cámara frigorífica no se echen a perder? Piensen en Almería, un desierto hace 30 años y probablemente el lugar más pobre de Europa y ahora el principal productor de frutas y verduras del conteniente, con hasta tres y cuatro cosechas al año, con invernaderos que utilizan un sistema de riego controlado por un sistema inteligente y cuyo resplandor puede verse desde el espacio. Piensen en el inmigrante sudando bajo el plástico, viviendo de cualquier manera, en su sudor; piensen en su historia, en lo que debe pasar por la cabeza de alguien que debe cruzar un desierto a pie y demás desgracias. En las pobres putas rumanas que vinieron engañadas. Piensen ahora en el tomate que recoge el emigrante, rojo, perfecto, sano, sin parásitos y por completo insípido, como son las verduras que nos hemos acostumbrado a comer, como es la vida que nos hemos acostumbrado a llevar. Ahora en el camionero que lleva la carga de Almería a Madrid o a Bruselas y en sus inmensas jornadas en la cabina, en sus manos recias y en su espalda jodida por pasar demasiado tiempo sentado. Y por último, en la cámara frigorífica del Alcampo de Bruselas donde ese tomate esperará que alguien lo compre. En el delicado equilibrio que los gerentes del supermercado deben respetar para no tirar más comida de la cuenta y también en los indigentes que esperan para cenar esa comida a punto de convertirse en basura. Y así es todo. Miremos donde miremos hay historias como esta. Un puente me lleva a pensar en largas noches de insomnio con el cálculo de estructuras, una carretera en que no hemos cambiado apenas el método de construcción desde los romanos, una obra de Caravaggio en que los ángeles eran chaperos y las vírgenes putas callejeras de la Roma de la época, un témpano de hielo en que los colores son constructos culturales y la estela de un avión en una frase de una canción de Sr Chinarro (avionetas… son publicitarias o de metralletas). Y lo importante es: ¿ayudan estas historias en algo para comprender el mundo?, ¿nos ayudan en algo a nosotros?

Supongo que sí, supongo que, como nos explicaron en las clases de teoría literaria, más que Homo Sapiens (monosabio, qué gracia, como el mozo que ayuda y socorre al picador en la plaza de toros durante la lidia) somos Homo Logos, el ser con palabra, el ser necesitado de contar historias. O dicho de otro modo, no hay en el hombre un cambio cualitativo esencial respecto al resto de animales excepto la acumulación cultural gracias al lenguaje. Los genes y los memes, ya saben. Es el lenguaje el que nos hace diferentes, es el lenguaje el que nos hace humanos y de ahí que siempre estemos esperando que nos cuenten un cuento, que nos lleven a otro sitio gracias a las palabras. Eso es lo que nos decían en aquellas clases que me fascinaban no hace tanto y que ahora contemplo con cierta vergüenza, con todos aquellos estudiantes iniciándose en la terminología propia e inexpugnable de los estudiosos universitarios de humanidades. Más o menos así. La vergüenza, digo. La inseguridad de que escribir ficción sirva para algo. Incluso la inseguridad de que escribir ficción me sirva para algo a mí, que, a fin de cuentas, es lo que importa.

Y aún así, ya estamos otra vez. Disculpen la parrafada. Supongo que no puedo evitarlo.

martes, noviembre 29, 2011

Viejos

Hay un hombre que recorre los bares vendiendo mecheros y al que llamamos El pingüino, como el personaje de Batman (el de Tim Burton) y que, como él, está medio desquiciado por vivir medio metro por debajo de los demás, lo que le lleva a ser desagradable, maleducado y faltón, tal vez escudándose en el respeto superficial que suele concederse a los viejos. Hace tiempo que ni siquiera intento disimular el desagrado que me produce.
Hay una señora encargada de sacar los cubos de la basura de la calle en la que tengo mi negocio, también arisca, permanentemente dispuesta a considerarse ofendida por cualquier nimiedad, como no haber contestado suficientemente rápido a su saludo por no haberlo oído, por ejemplo, o estar en la calle fumando y hacerle, por tanto, desplazarse treinta centímetros para pasar. Una señora con un gesto permanente de enfado.
Ambos se ajustan muy bien a cierto tipo de habitante del centro de Madrid, ancianos que viven asediados por la miseria y los recuerdos y a quienes, sin embargo, puedo imaginar echando de menos los tiempos en los que el estraperlo era la única posibilidad de conseguir medias de nylon, a quienes puedo ver hablando mal del aspecto de la gente, de las pintadas en las paredes, de los inmigrantes y cuyas noches se consumen ante un televisor anticuado. Ya no recuerdan, por supuesto, que esta era una ciudad gris y mucho más triste hace solo veinte años, que todo estaba lleno de jóvenes con las venas punzadas, de mierdas de perro y de fachadas que se caían a pedazos.
El problema de estos viejos es que el gris de su época les ha calado tan dentro que son incapaces de ver nada bueno en un tiempo que ya no sienten como suyo. Me provocan tristeza y enfado a partes iguales. Aunque no creo que a ellos les importe.

martes, noviembre 08, 2011

Jefes

Miro fijamente los cuatro pelos que le salen de la nariz, algo más gruesos que los que le recubren el dorso de los dedos y de la mano. No puedo apartar la vista. Tiene el pelo muy corto y barba cerrada que rasura a diario pero que a media tarde ya cubre sus mejillas de una sombra azulada. Cuando sonríe, la cara se le contrae en una mueca algo idiota. No cuesta trabajo imaginarlo con un pantalón de lino, unas alpargartas y una azada inclinando reverencialmente la cabeza, con la vista puesta en el suelo cuando el marqués pasa por la calle mayor del pueblo, asustado, vaya a ser que el marqués se fije en él y le pida algo o le pregunte algo que no sepa contestar; siempre resulta mejor ser invisible ante los poderosos y, en caso de que no quede más remedio, obedecer sin rechistar, sin pensar. Se le nota en la cara que aún está demasiado cerca del surco en la tierra, con la carga de embrutecimiento que siempre ha tenido el trabajo en el campo, trabajar como una mula de sol a sol, aguantar la lluvia y el estío, casi poder oír como se va cuarteando la piel quemada de la cara mientras el sudor gotea sobre la tierra, sin tiempo para nada que no sea trasegar unos vinos en la taberna o ir de putas. Demasiado cerca. Demasiado miedo en los genes, demasiadas generaciones bajando los ojos ante el señor, ante el cura o ante el maestro, ante cualquiera con autoridad o cultura. El perfecto sargento chusquero de intendencia que, asustado ante la responsabilidad de rellenar los formularios con las entradas y salidas de material, firma con un garabato ilegible mientras sonríe intentando hacer cómplice de su treta al recluta con estudios.

El otro es gordo y grande, con esa gordura blanda del que hace mucho tiempo dejó de hacer deporte. Resulta igual de servil que el primero pero es más peligroso porque a ese servilismo añade la astucia propia de los calculadores que todo lo hacen pensando en promocionar. Su conversación es una continua queja por la mala vida que le da su mujer y una añoranza constante por sus tiempos de juventud y soltería en la costa, cuando el sexo estaba más disponible que ahora, según cuenta. Parece decir «no te fijes en cómo soy ahora, créeme cuando te digo que tuve una vida más mundana, rodeado de chicas disponibles, cuando era delgado y guapo». Resulta patético con sus consejos: No hagas como yo, no te cases, las mujeres son un coñazo (mujer y dos hijas que tiene el hombre) y aún más cuando cuenta chistes sobre maricones y posturas sexuales. Siempre he creído que los hombres tan marcadamente homófobos y machistas hacen gala de su hombría constantemente porque, en el fondo, les gustaría ser sometidos por otro hombre, aunque no se atrevan siquiera a dejar que ese pensamiento se forme en su cabeza. Provocan más tristeza que repugnancia estos hombres.

Uno es tonto. El otro además es malvado.

Alberto Olmos lo decía muy bien en su blog hace algún tiempo:

«En Castilla (supongo que en otras partes también) perdura aún la denominación "amo" referida al dueño de una empresa, negocio; referida, sobre todo, al terrateniente. "Lo que diga el amo", "ahora viene el amo", "lo tendrás que hablar con el amo": he oído yo toda mi vida.

El amo, en nuestros días, es el jefe (sobre todo si es "empresario"), el profesor y el político en funciones de gobierno.

Mi relación con el amo (me propongo ahora desarrollar) no es ajena a este escozor de sentirse más válido e inteligente. Respecto a los profesores, que son mis amos más numerosos, he visto claramente que les perdí el respeto al llegar a la universidad. Fue allí cuando noté por primera vez que, con perdón, yo era más inteligente que ellos. No era difícil, no se apuren, porque yo he tenido profesores que no sabían, y así lo decían abierta y alegremente, escribir con precisión "por qué", "porque" "por que" y "porqué", ni sabían hablar en público, ni sabían pensar por sí mismos, ni sabían más allá de cuatro cosas de la materia que impartían; ni sabían, en ocasiones contadas, absolutamente nada de nada.

Esta inteligencia demediada en el maestro nunca me irritó. A fin de cuentas, era más fácil aprobar los exámenes, más llevadera la clase, más llevadera la autoestima.

Sin embargo, el amo "empresario", el jefe, sí me ha supuesto una amargura considerable. Ser mandado por alguien al que no respetas, duele; pero ser mandado por un imbécil, desquicia. Si bien es cierto que resulta enormemente subjetivo determinar la inteligencia de otra persona, y más de alguien que, hablemos claro, cobra más que tú y viene dos horas más tarde a la oficina, no lo es tanto si en su caso concreto concurren circunstancias tan obvias (¡volvemos!) como ser hijo del dueño del tinglado, ser novia del dueño, ser primo del dueño, ser amigo del dueño o ser la persona que tiene el contacto exacto que el dueño necesita para algún negocio prometedor.

Nada tan violento (lo habrá, pero por alguna parte hay que atacar la idea) que verse haciendo algo que sabes erróneo por mandato de un imbécil. El amo beocio violenta tu inteligencia, la degrada, te degrada y te hace sentir vergüenza de ti mismo, aparte de una insufrible sensación de estar malgastando tu vida y empeorando el mundo.»

Amén, Alberto, Amén.

lunes, noviembre 07, 2011

Ficción

Hay días, a veces incluso semanas, en los que la ficción no dispone de ningún crédito. Con la tragedia griega en el periódico y el aire de catástrofe que se percibe en el ambiente, cada día más cargado, leo reportajes que hablan de gente inmensamente rica que deja de serlo (“¿Cómo le digo yo ahora a mi mujer que no puede coger el avión para ir de compras a Milán?”) o que sigue siéndolo (“Creo que cuando compré el Chelsea eso tuvo un impacto significativo en mi modo de vida”) y todo me parece tan absolutamente increíble que me tranquiliza saber que lo que está sucediendo, lo está haciendo de verdad y no en una novela en la que hubiera que respetar las reglas de la verosimilitud.
El mundo real (Rubalcaba y Rajoy intentando aparentar que pueden cambiar algo, sea lo que sea; Alemania dictando el futuro de Grecia; Sarah Palin confirmando el absoluto declive del mundo occidental; China diciendo que con sus ahorros ya pensará lo que hace pero que, por ahora, la UE debería buscar ella misma una solución a sus problemas) se ha llenado de historias tan buenas (trágicas o tragicómicas, todas ellas) que no echo de menos la ficción. ¿Para qué la quiero? ¿Por qué leer una historia inventada justo ahora cuando el mundo se está yendo al carajo?

Nerón contemplaba arder Roma y tocaba la lira (al menos así era en aquella película) pero cuando el incendio es de verdad, ¿quién queda con ganas de recordar la melodía o de pedir a los poetas laureados que glosen el resplandor dorado de la destrucción?

martes, octubre 25, 2011

Extrarradio

El agua salpica el costado de la moto mientras los coches pasan a mucha velocidad por la izquierda. La lluvia y la noche lo confunden todo. El viento la empuja y las manos del conductor se agarran con fuerza al manillar, atento a no pisar las líneas de la carretera. Trata de ver algo a través de la visera del casco, entreabierta para evitar la condensación. Su ropa de agua negra está empapada y brillante. Tiene cara de acojonado, la verdad, como si estuviera deseando llegar a su destino, sea el que sea.

Y yo en mi coche nuevo, no como este idiota. No hay olor como el de un coche alemán de gama alta recién sacado del concesionario. Ese olor a cuero mezclado con el de la electrónica y los paneles de madera. Ni el de los bebés, qué coño. Además, el agua que cae debe de estar llena de mugre. El hongo de contaminación que rodeaba la ciudad hasta anoche se ha deshecho gracias a ella. Estoy seguro de que el cáncer, o más bien, su posibilidad, chorreaba esta mañana desde el cielo.

Hay que ser desgraciado para llevar una moto un día como hoy, para ser un hombre hecho y derecho —lo es, se le ven las canas de la barba— y no haber podido ganar el suficiente dinero para tener un coche. No hace falta tanto, para un coche. Ahora los hay muy baratos y, se mire como se mire, no se puede vivir sin él en una ciudad como esta. Hay que ser anormal para ser capaz de meterse con una moto como esa en una gran vía de circunvalación, bajo un aguacero, a setenta por hora, bien pegadito a la derecha y confiar en que todo el mundo ha tomado su café y está lo suficientemente despierto para esquivarte si no te ven. Imbécil.

Con el último coche me equivoqué y dejé a la gente fumar dentro. A los dos meses olía a cenicero. No me pasará lo mismo con este. Terminantemente prohibido encender un pitillo dentro del coche, se lo digo a todo el mundo. Los compañeros bromean con mi cambio de opinión. Me toman el pelo y me recuerdan que no hace mucho yo defendía mi derecho a fumar en mi propio coche si me daba la gana. Incluso a tomar una copa de vino por mucho que digan las leyes. Ya, pero ¿y el olor?, ¿cómo conservar el olor si dejas a la gente fumar? Nada, que ya no se fuma en mi coche.

Míralo, qué idiota. Y bueno, tiene suerte porque con la cantidad de coches que hay, no podemos pasar de setenta y más o menos se mantiene a la velocidad adecuada. Si ni siquiera es una moto de verdad, es una escúter de esas de 125 que te dejan llevar con el carnet. Bah, ya son ganas, la verdad. Ponerte chorreando, pasar frío… 23 grados ahora mismo en el asiento del conductor y 26 si quiero en el del copiloto. Y sonido envolvente. De 0 a 100 en 6 segundos y seis airbags. Te caes por un barranco con este coche y ni siquiera te enteras. Ya ves. No como este capullo. Si se fuera al suelo, habría que ver si se levanta.

Ahora, a la izquierda, ya. Ja. Lo siento, colega. Ya, ya, pita lo que quieras. Haber andado más listo. Eso te pasa por dejar dos metros en un atasco como este. Y otra vez. Bien. Joder, me queda una hora en la carretera. Mierda. Puta ciudad esta en la que caen cuatro gotas y parece el Apocalipsis. Todos los años igual. Cuatro gotas y todo el mundo en coche a trabajar, a hacer cola en el atasco. Como idiotas todos. Una hora para llegar. Y luego buscar aparcamiento, que esa es otra. Tardaré dos horas pero por lo menos son dos horas sin tener que aguantar a la mujer. Eso ya es algo.

sábado, octubre 15, 2011

Baudelaire

(Para Nano)

He visto hoy un retrato de Baudelaire en un suplemento cultural. Parece un contable el hombre, con esas ojeras marcadas y la frente despejada, con la corbata de lazo en el cuello y ese gesto serio, adusto. Un perfecto oficinista. También lo fue Kafka, a quién descubrí en su etapa de jefe entregado a una correduría de seguros en su museo de Praga. ¿Por qué tendremos esa imagen suya de escritor torturado? Un hombre de ciudad perfectamente adaptado a su entorno pequeñoburgués, ese es Baudelaire. Más tarde he leído que fue el primero de los modernos, el hombre que lo cambió todo, el primero de los nuestros. Vale. He pensado entonces que la imagen que proyectamos está normalmente tan alejada de lo que realmente somos que solo aquellos que no tienen más que ofrecer aparecen realmente en las fotos. Victoria Beckham y Baudelaire. He buscado en Google, interesado por saber cuántas entradas aparecen de cada uno. Resultado: 90.300.000 y 26.800.000: sí, la Beckham supera al primero de nosotros en 65 millones de entradas. La gente prefiere la verdad sin envés, lo evidente, la imagen, la representación. Me ha parecido importante sin saber exactamente por qué, toda esa gente pendiente de la imagen que proyectan las estrellas sabiendo que no hay más, sabiendo que si rascaran la superficie lo que encontrarían sería aún más superficie. He mirado por la ventana y he visto a la vecina. He de reconocer que esa chica me gusta. He vuelto al artículo y no sé, Baudelaire parecía un desgraciado, esa es la verdad. Tal vez la felicidad estribe en la frivolidad y la estupidez. No sé qué pensar. Releo este texto y me parece un texto de Fernández Mallo. Espero que él no tenga una viuda que vele por sus derechos. De ser así, tendría que retirar este texto del blog y no me apetece. Sobre todo, teniendo en cuenta que la Beckham tiene muchos abogados.
Me da igual, si quieren guerra, aquí me encontrarán.
Leyendo.

jueves, octubre 06, 2011

Croacia

«Eres el extranjero que llega a una ciudad desconocida por completo. Ignora su lengua, el trazado de sus calles. No tiene allí ni amigos ni interlocutores. Se aloja en un hotel cuya tarjeta guarda en el bolsillo porque ni siquiera sabría decir la dirección en caso de perderse. Tumbado en la cama, con la mirada fija en el techo, oye voces infantiles a través de la ventana. No entiende ni una palabra. De pronto es consciente de su extranjería absoluta: no conoce a nadie, no tiene raíz alguna. El futuro se extingue en la puerta de la habitación y el pasado agoniza junto a las luces del crepúsculo que colorean una fea reproducción que cuelga en la pared. El pánico roza su alma. Está a punto de ser tragado por el remolino. De pronto, no obstante, se invierte el curso de los acontecimientos y el remolino lo expulsa hacia fuera. Experimenta un enorme alivio: bajará al vestíbulo, saldrá a la noche de la ciudad. ¿Hay en el mundo alguien más libre que él?»

Visión desde el fondo del mar. Rafael Argullol.



Creo recordar que fue Wallace Stevens el que dijo que es imposible citar palabras que no sean las propias o algo así.


Una habitación fea desde la que contemplas la esquina de una calle con un nombre impronunciable, que además ni siquiera eres capaz de escribir, en una ciudad —Perûsić, Gospić, alguna de las ciudades del interior de Croacia, por ejemplo—, de la que no sabes apenas nada. Dejas el coche en un lugar que más tarde no consigues encontrar y das la vuelta a la muralla de la ciudad un par de veces hasta que consigues ubicar el lugar en el que lo has dejado. Buscas un alojamiento en una ciudad sin hoteles, preguntando en inglés a jóvenes amables por una habitación y acabas llegando a un hostal en la segunda planta de una plaza peatonal en la que no se puede aparcar y te haces entender mediante gestos por una vieja de mirada codiciosa. Piensas que tal vez su avaricia venga de una época de necesidad, como un reflejo, como lo que sucedía con nuestros abuelos que siempre insistían en ofrecer comida —¿quieres un yogur?, ¿te frío un huevo?— y recuerdas los tiempos duros que vivió el país no hace tanto. Hace nada, en realidad. Es todo eso, sí. Dejas la habitación y sientes esa libertad salvaje de la que habla Argullol, esa absoluta falta de raíces que te hace pensar que serías capaz de ser otra persona porque, a fin de cuentas, somos, en gran parte —aunque no nos guste pensarlo— lo que hacemos, somos los lugares que habitamos, las personas que saludamos a diario, el café con dos de azúcar —americano, por favor— que tomamos en el bar donde se reúnen todos los gitanos del barrio madrileño donde vivimos, eso y poco más, el despertador sonando a las seis de la mañana para ir a hacer algo que no queremos hacer y que pensamos que no es importante, que no es nosotros, cuando lo es mucho más de lo que nos gustaría. Y ahora estamos aquí en una ciudad croata y nadie nos espera y no conocemos a nadie y no nos importa y al sentarnos en la terraza de una cafetería en los alrededores de una muralla —romana, como todas las de la zona, zona antigua en la que muchos pueblos aún conservan el nombre de vía augusta para sus calles principales— y pedir una cerveza sientes que —casi— podrías quedarte aquí para siempre y aprender croata y montar una academia de inglés o de informática y dedicar las tardes a escribir o a pasear o a navegar o a pescar, a cualquier cosa, piensas por un momento que serías capaz de todo.

En fin, creo recordar que fue Wallace Stevens el que dijo que es imposible citar palabras que no sean las propias o algo así.

lunes, septiembre 12, 2011

Tedio

Sucede que cuando más necesitamos el lenguaje más nos rehúye. Por ejemplo, cuando más deseamos reflejar el tedio infinito que nos causa el trabajo de oficina, un estado más sólido que el aburrimiento, más desesperado, ese goteo del tiempo sobre nosotros, más complicado es intentar reflejar este vaivén, ese murmullo inaudible de consunción, ese estar atados a una silla, esa pereza que provocan los lunes, no tanto por el trabajo sino porque el tiempo de la semana hasta la verdadera vida del fin de semana parece interminable. Una compañera de trabajo juega a una variante del tetris con su ordenador, varias personas vienen del extranjero a una reunión, algunos correos electrónicos nos recuerdan gestiones y tareas por realizar, las mesas perfectamente alineadas parecen preguntarnos algo, el camino repetido desde el hogar, con sus curvas y sus zonas verdes, el interminable manto de luces traseras rojas subiendo una cuesta al salir del túnel, la atmósfera desinfectada, las piezas de colores cayendo sin recato en el ordenador profesional de la compañera, blip, blip, blip, las conversaciones inanes, los resultados de la bolsa, las tareas pendientes, y aún quedan cinco días para el fin de semana. Cinco días.
Las palabras casi nunca lo consiguen, la verdad. Supongo que el mérito está en intentarlo. Creo.

jueves, septiembre 08, 2011

Hurtarse

«¿Cuántas veces nos hemos sentado a escribir, y cuántas ha resultado vana esa ansiedad, por más que fuera la nuestra una tentativa diligente y enamorada? Y cuántas otras, sin pretenderlo, resistiéndonos casi, en el momento más inoportuno, nos hemos visto obligados a poner oído y manos a la obra. Entonces todo resulta sencillo y diáfano, entonces todo cuadra gozosamente más allá de nuestro control. No es que no podamos o no debamos sentarnos a propiciar el poema, porque no hay reglas en cuanto al modus operandi, pero el resultado de la búsqueda dependerá siempre de la voluntad soberana de la poesía, no de la calidad de nuestro esfuerzo. El poema puede aterrizar por fragmentos, o de un solo impulso, o puede revelarnos su final antes que el comienzo. El poema, muy a menudo, se complace en jugar al escondite con nosotros, se nos muestra y se esfuma, para volver a sorprendernos con su presencia acuciante en cualquier revuelta del camino.
El poeta, si ha entendido algo de su condición, no puede comprometerse, no acepta encargos y, desde esa perspectiva, resulta un tanto presuntuoso afirmar que es el único responsable de su obra. Un buen artesano será capaz de modelar, uno tras otro, veinte o treinta estupendos platos de cerámica, los que hagan falta; un artista, en cambio, dependerá siempre de la asistencia de ese otro poder —llámesele como se prefiera— para llevar a buen término su cometido. Del mismo modo que ningún hombre puede asegurar que estará vivo al minuto siguiente, un poeta ignora si el poema que acaba de escribir será el último que escriba, por eso, cuando le preguntan acerca de sus intenciones y proyectos, se siente como un potro al que interrogaran sobre la dirección que tomará cuando comience a galopar. Un potro corre y brinca sin importarle a dónde va, disfrutando del trote y de la carrera porque sí, ya que esas actividades forman parte de su misma naturaleza. Vida y poesía nos atañen como un don, se resisten a nuestro deseo de gobernarlas.
A partir del romanticismo, se ha querido ver en el artista a un ser superior, a una persona, digamos, de altura; sin embargo, el autor no es nada en absoluto separado de su obra. ¿Quién fue Shakespeare en realidad, quiénes Velázquez o Mozart? Importa poco; como individuos todos somos la misma siembra de humo, igual cosecha de ceniza.
Pero ahí están Hamlet, Las Meninas, La flauta mágica. Esas criaturas viven su vida inmortal sin saber nada en absoluto de sus autores. Para mí, el apellido Quevedo es poco más que un modo —muy querido— de nombrar algunos de los sonetos más prodigiosos que he leído en castellano; por eso, si pasado mañana se descubriera que esos versos se deben a cualquier otro, nada sustancial se perdería. Un apellido es poca cosa.»



Vicente Gallego. Sobre el arte de hurtarse.

martes, septiembre 06, 2011

Norte

Después de años sin frecuentarlos, los barrios y pueblos ricos del norte de Madrid me han afectado de una forma extraña, profunda. Llevo pensando en ellos desde hace unos días y mientras más reflexiono más me parecen la representación de todo lo que de fake tiene el mundo contemporáneo.
Dentro de la ciudad hay barrios ricos y barrios burgueses con un alto nivel de ingresos. Pienso, por ejemplo, en el barrio de Salamanca, un barrio de clase alta de toda la vida o en Chamberí, un barrio más burqués que pijo, pero también con un alto poder adquisitivo, aparte de islas como Austrias, Pintor Rosales o Ferraz que también son lugares donde el dinero se ha mantenido durante generaciones, esa característica diferencial de las grandes ciudades que llama tanto la atención a los recién llegados: el dinero rancio, las familias que llevan siendo ricas muchas generaciones y que, por tanto, tienen una relación diferente con él, más utilitaria, si quieren, menos reverencial. Gente que frecuenta el Casino de forma habitual y que saluda a los camareros por su nombre, que tiene su propio palo de billar (de caoba, por supuesto) en la sala, que su abuelo grabó poco a poco con una navajita cuando era oficial en Annual, justo antes de escapar a todo correr de aquellos desiertos de salvajes. Algo así. Dinero antiguo, del de toda la vida.
Los barrios del norte, aún estando habitados por muchos de los descendientes de los primeros, también cuentan con la infiltración de lo poco que ha dado de sí el ascensor social español: ingenieros, arquitectos, directivos de multinacionales a solo dos generaciones del campo y de las alpargatas de labriego. Sin embargo, se muestran mucho más impermeables a la vida. Son como gigantescos paisajes cubiertos de media esfera de cristal, pero sin nieve. Nunca se ven mendigos, los jardines están perfectamente cuidados, no hay basura en las calles, no hay pintadas, la vegetación lo abraza todo y casi todo el mundo es sorprendentemente (y al menos para mí, sospechosamente) similar. Los colores oscuros de piel siempre aparecen justo al final de un uniforme en blanco y negro, en las manos de alguien que atiende tras una barra. Por tanto, no se trataría solo de la tendencia natural que tienen los ricos a relacionarse entre ellos (y los pobres también, aunque por razones diferentes), es decir, no se trataría de clasismo sino, creo, de algo más, de algo más inquietante, si quieren. Es como si las fronteras invisibles que delimitan esos barrios mantuvieran fuera todo lo que no se ajusta a cierta idea preconcebida de la vida. Como en aquel cuentecito oriental de un príncipe al que evitaban toda visión desagradable. Los ricos del centro de Madrid, al menos para ir al Casino, pueden haber visto pobres y putas, mendigos y borrachos. Los habitantes del solo habrán visto gente así en sus viajes de búsqueda espiritual a La India.
Viven en un país diferente al mío. En el que apenas compartimos el idioma, la verdad.

lunes, septiembre 05, 2011

Documento 1

El capitalismo está basado en la creación de expectativas, en la gestión del deseo. En realidad se trata de un sistema económico basado en el amor, me digo, y me creo inteligente o ingenioso (que no es lo mismo pero se parece mucho) y pienso entonces en que tanto leer "sobre" libros para no perder el norte, para saber donde apuntar, tratando de afinar el tiro ahora que todo resulta tan complicado y nadie está dispuesto a gastar dinero en algo que no sea alcohol (es la verdad, siempre hablamos de Irlanda y su fama dipsómana pero nadie nos gana a la hora de trasegar un gin-tonic tras otro, solo estamos dispuestos a gastar el dinero en los bares) está acabando con el escritor que yo pensaba que vivía dentro de mí y que algún día afloraría, que algún día vería alguna obra suya publicada; pienso que tantas noticias, tantos textos, tantos artículos glosando la última obra maestra de literatura mundial, la última obra imprescindible, está acabando con mis ganas de contar, con mis ganas de poner una palabra detrás de otra porque ya hay demasiadas, y casi todas manchadas de marketing, o de amor, que como decía al principio viene casi a ser lo mismo.
Escribo y no guardo los archivos.
Cuando Word me pregunta si quiero guardar el Documento 1 mi respuesta siempre es No.
Para qué.

jueves, septiembre 01, 2011

Bip (fragmento)

El sonido repetitivo te devolvía poco a poco la conciencia, ese bip insistente que, en un primer momento, era parte de la ensoñación en la que estabas metido y más tarde algo externo, que atacaba la ensoñación como si se tratara de una navaja afilada entrando en un pastel o rajando de arriba abajo una pelota de playa o algo así, algo ajeno que reclamaba tu atención, que te señalaba de forma repetitiva que existía un nivel de conciencia externo a todo aquello, a la sensación que te había invadido en la última media hora y que no sabías como identificar, aprensión y miedo, mezcladas con un deseo intenso, que relucía en la base de la columna vertebral, como un pez abisal que hubiera ascendido por equivocación y se hubiera desintegrado emitiendo destellos de luz fluorescente en el mar negro.
Aquel ruido venía de una máquina cuya función principal no era la de generar sonidos, aunque hiciera bip, bip, bip cada cierto tiempo, sino indicar que estaba midiendo una función corporal repetitiva, la vida como una constante reproducción de las células, la constante muerte de otras muchas, el levantarse, el respirar, los riñones filtrando la sangre sin parar, el corazón bombeando en su armazón de costillas, incansable, la glucosa descomponiéndose en energía. La vida consiste en esa complejidad y esa repetición y no hay mucho más, a pesar de nuestra permanente conciencia de que alguna vez nos iremos y ya no estaremos aquí ni en ningún sitio, sin este olor a vainilla que ahora se filtra entre el disolvente y el olor de yodo y del alcohol medicinal y el de aquel otro del hombre que pasa y que viene de fumar en la puerta y que desplaza a todos los demás, y ahora, poco a poco, la presión de la cama sobre los talones, sobre los glúteos y la conciencia leve pero firme de estar agujereado, de tener varios cuerpos extraños alojados en la venas, punciones, cánulas, agujas que gotean líquidos reparadores e incoloros sobre tu sangre, dentro de tu sangre, dentro de ti. Y, a medida que la conciencia vuelve recuerdas las tres veces anteriores en las que te has despertado de la misma manera, en la cama de un hospital, en un ambiente blanco y metálico en el que sonaba un bip repetido que llevaba la cuenta de tus latidos, que contaba con una alarma por si acaso tu corazón estallaba o simplemente dejaba de funcionar, sin ni siquiera emitir un inaudible clic, como algo exhausto y acabado.
—Sí, me temo que la palabra que a todos nos aterroriza es la que habría que emplear justo en esta situación —te está diciendo el doctor mientras sonríe con empatía, como alguien acostumbrado a dar estas noticias, como alguien que pretende quitar hierro al asunto, como acostumbrado a ofrecer la verdad sin adornos.
—Pero habrá que estudiar el caso más profundamente para poder seguir hablando de él, ya sabes que hoy en día existen muchos tratamientos, algunos de ellos experimentales y que están dando muy buen resultado, nosotros aquí, por ejemplo, somos la única clínica del país en la que estamos utilizando...
Y qué más da, te dices después en tu casa, no se trata de algo tan grave, la vida es en sí misma algo tan incomprensible, algo tan extraño que esta noticia ni siquiera cambia su cualidad, sino su cantidad, su velocidad. Ahora lo único que sucede que es mueres más rápido de lo que suele ser normal con esta edad, y si lo piensas, ni siquiera sabes dónde han ido todos los años, no tiene mayor importancia dejar el mundo, no duele, pensamos que es imposible, sí, que no puede ser que el mundo siga sin nosotros porque nosotros somos el mundo, porque el mundo está en nuestra cabeza y cuando ella desaparezca, todo lo hará, pero bien sabes que no se trata de eso, sino de a qué dedicas el tiempo que estás aquí y qué haces con él, ni más ni menos que eso.
—Creo, aunque tendría que esperar el resultado de algunas pruebas, que podemos confinar el tumor e impedir la metástasis, la nueva quimio que estamos probando se ha demostrado muy eficaz en estos casos.
Te dijeron no abandones y tú intentaste no hacerlo, no abandonar, no dejarte ir, a pesar de que era lo más sencillo, pero cómo lidiar con la desaparición. Y tu memoria demostrándose tan poco fiable con las imágenes acumulándose de cualquier manera a medida que despiertas, tu cabeza como material de aluvión, recuerdos confusos, sin orden, imágenes que deberían parecerse a fotografías de un álbum anotadas con la fecha y el lugar, con el nombre de todos los que aparecen en ellas en perfectos globos, hechos con cuidado y escritos con letra pulcra justo al lado de sus caras, y que sin embargo son escenas evanescentes e inaprensibles que se te aparecen con una sensación de urgencia que no comprendes, como llamando la atención sobre sí mismas, como si los propios recuerdos fueran conscientes del poco tiempo que les queda, como si estuvieran pidiendo a gritos que alguien los registrara y dejara constancia de la efímera existencia de alguien igual a todo el mundo, de alguien que no hizo grandes cosas, que no fue importante, a pesar de los ruegos de su madre, que se dejo llevar y que nunca apareció en la prensa, del que nunca hablaron más que un grupo de conocidos. Tu existencia. Tu vana, efímera existencia.

lunes, agosto 29, 2011

Sabiduría

Las vacaciones no pueden justificar por sí solas la falta de textos en el blog. Creo que he emprendido el camino de la sabiduría, que no es más que el camino del desprendimiento. Poco a poco voy dejando atrás las cosas que yo pensaba que me constituían, que creía fundamentales. Acabaré por retirarme al campo a meditar sobre la vida observando una brizna de hierba.

Ja.

martes, julio 05, 2011

Medio oeste

Ayer un amigo me contó una historia que le había sucedido y en la que aparecía una ciudad sin nombre en el medio oeste americano. Mi amigo está haciendo el doctorado en aquel país y me dijo que, como todas las ciudades de esa parte del mundo, su centro lo ocupaba una plaza con un edificio neoclásico, los juzgados. La cuadrícula de calles sin nombre se extendía hacia el horizonte a partir de allí: calle 1, calle 3, calle 5 y así.
Habían ido al pueblo por una despedida de soltero. Pasearon durante un rato, comprobando con sorpresa que no parecía haber nadie en la calle. Bebieron un par de tequilas en un bar desocupado (y nada hay más triste que un bar vacío durante el día, dibujo de costuras desventradas) y, tras media hora, decidieron dirigirse al bar de striptease en el que se celebraría la despedida.
Aquí me permití imaginar calles muy parecidas las unas a las otras, furgonetas pickups, casas unifamiliares con jardincito y bicicletas de niños. Ya saben, la visión de la inquietante felicidad del suburbio de clase media, epítome de la civilización norteamericana. Mi amigo me corrigió y me dijo que no, que más bien el pueblo estaba desierto y que, sin llegar al otro extremo del imaginario norteamericano —la villa polvorienta y prácticamente abandonada en la que solo viven retrasados producto de la consanguinidad— era un lugar un poco deprimente.
El bar, en las afueras, no era más que un gran galpón con un aparcamiento inmenso atestado de coches, me dijo, una especie de establo desvencijado de una sola planta, muy grande y deteriorado. Todo el pueblo parecía concentrarse allí, en el bar de striptease que su amigo había elegido para celebrar la despedida de soltero. Al menos, parecía ser el único lugar con gente dentro de todo el pueblo.
Yo le conté que la única vez que había ido a los Estados Unidos acababa de terminar Fahrenheit 451, de Ray Bradbury y que pensé que, efectivamente, era la novela de un norteamericano y que entendía su recreación del futuro: aquella falta de aceras, en la que cualquier paseante podía ser víctima de un atropello a toda velocidad, y esos salones con paredes pantalla como las de los bares, con su flujo ininterrumpido de imágenes deportivas.
Dentro del local, continuó él, había unas cuantas barras verticales alrededor de las que las bailarinas se contoneaban torpemente y, lo más sorprendente, familias enteras tomando cerveza, como si estar en un bar en el que mujeres desnudas bailan fuera el mejor pasatiempo familiar después de la iglesia. Padres y madres jugando a las cartas y bebiendo cerveza, algunos de ellos con sus hijos mayores de edad.
Le dije: creo que la falta de historia convierte a la norteamericana en una sociedad sin densidad, sin sustancia. Cuando estuve allí, en Charleston, una de las ciudades más antiguas del Sur, todo me pareció cómodo, bonito, agradable, muy bien pensado para una vida muelle en la que casi todo puede hacerse en coche, con casas bonitas con jardín y un alto nivel de vida, es cierto. Pero también lo era que se echaba de menos cierta variedad, cierta imprevisibilidad, como si la constitución hubiera desterrado definitivamente a la muerte. Como si pensar en ella se considerara de mal gusto y provocara miradas de conmiseración, como las que se ganan los vecinos que no tienen el césped cortado y el porche limpio.
Al menos tres bailarinas estaban enganchadas a la metanfetamina, me dijo mi amigo, porque les faltaban dientes y tenían la barriga prominente. La metanfetamina es la droga de la white trash: es barata, permite no pensar y resulta muy adictiva. Aparte de que cualquiera con conocimientos de química puede cocinarla en su casa. Las bailarinas pretendían contonearse de forma insinuante pero no acababan de conseguirlo, como si lo hicieran pidiendo disculpas.
Yo solo he estado tres semanas en los Estados Unidos, le dije, y tú llevas viviendo allí casi dos años, seguro que estoy simplificando. No, no. Fíjate en la literatura, por ejemplo, le decía yo, creo que los escritores norteamericanos han sido tan importantes a lo largo de todo el siglo XX porque no tienen el peso de la tradición sobre los hombros. Si Proust y Joyce cambian la literatura a principios de ese siglo es precisamente porque subliman la tradición y la convierten en otra cosa, Joyce con Homero, nada menos, y Proust con Balzac y la novela psicológica. Pero los americanos se atreven a hacer cosas diferentes precisamente por no sentir la presión de la tradición sobre ellos.
Un chico con camisa de cuadros y tal vez unos veinticinco años, con cara de no ser muy listo, siguió con su historia mi amigo, cogió sonriendo un billete que le ofrecía su padre. Aquella escena, decía mi amigo, me pareció fascinante, la familia jugando a las cartas, el niño tonto que va con ellos al bar de striptease con su camisa a cuadros y el padre alcanzándole el billete de dólar. Imaginé que habían parado en la gasolinera para conseguir cambio antes de entrar.
Es que cuentas la escena y no parece cierta, dije yo, parece más bien la escena de una serie de televisión. Una de las que tienen buenos guionistas y en las que hay sutileza y oficio para contar con un solo plano un montón de cosas. Como The Wire, por ejemplo, o A dos metros bajo tierra. Aunque creo que parece una escena porque eres un buen observador. La escena es buena porque la estás contando tú.
El chico, continuó por fin mi amigo, se dirigió contento a poner el billete en el tanga a unas de las bailarinas tatuadas. Parecía el hombre más feliz del mundo, un adulto cumpliendo con las expectativas que habían depositado en él, un hombre responsable encargándose por fin de su propia vida. La bailarina llevaba un dragón tatuado en la espalda y, afortunadamente, era una de las chicas que no eran adictas, una de las sanas.

viernes, julio 01, 2011

Casualidades (relato del taller)

Un grito me sacó de la duermevela sudorosa de la siesta y me hizo levantar la persiana. Tras el deslumbramiento, descubrí al vecino de enfrente tirado en una posición antinatural en la acera, justo en la puerta de su edificio, con una mancha roja en el pecho y un charquito brillante, granate y casi apetitoso bajo los rayos del sol. No quise creer que lo que estaba viendo tenía lugar realmente y en un primer impulso lo achaqué a un sueño violento de los que tengo a veces después una comida copiosa. Pero el vecino tirado de cualquier manera no desaparecía sino que se empeñaba en permanecer allí en aquella posición descuajaringada, como tratando de demostrar una flexibilidad en las articulaciones por completo fuera de lugar. Cerré la ventana, miré la pared blanca y situé la cabeza ante el ventilador para tratar de despejarme, aún incrédulo de que el hombre delgado, al que nunca había saludado pero al que, sin embargo, había visto infinidad de veces sin camiseta inmerso en sus tareas diarias, estuviera tirado en la calle de aquella manera tan antinatural mientras el charquito granate iba conquistando centímetro a centímetro la acera.
Una mujer salmodiaba mientras movía rítmicamente arriba y abajo la cabeza, negando todo el tiempo, con la cara congestionada, segura en ese momento de que si negaba con suficiente ímpetu, si cabeceaba con la suficiente violencia, el tiempo volvería por dónde se acababa de ir y todo sucedería hacia atrás y el hombre se levantaría agarrándose el pecho, el ladrón dejaría de forcejear con ella por su bolso y guardaría la navaja en el bolsillo y caminaría con nerviosismo hacia atrás y ella y su marido cerrarían la puerta, justo antes de abrirla y decidir dar un paseo. Pero el tiempo no parecía hacerle demasiado caso y el hombre seguía allí tirado mientras su sangre manchaba la acera lenta, viscosamente.
Tenía los ojos muy abiertos pero, extrañamente, no la miraba a ella sino a mí. Lo noté con ganas de grabarlo todo en su memoria, como si entonces, precisamente entonces, cuando esos recuerdos tenían tan poco futuro, se tratara de algo fundamental. Me pareció distinguir en su mirada alguna clase de pregunta, pero no estoy seguro, era la primera vez que contemplaba a un moribundo. Nunca antes había sentido la muerte tan cerca y tuve un escalofrío en la base de la espalda que me puso el vello de punta hasta el cuello. Más tarde pensé que habían sido imaginaciones mías pero en aquel momento sentí su mirada en mí, dentro de mí, como si el agonizante, ya muerto pero aún consciente, aferrado a su último instante, estuviera escrutándome, como si en ese momento crucial dispusiera de la capacidad de mirar dentro de la gente y estuviera revolviendo de cualquier manera en mi cabeza. Tuve la impresión de que me daba algo que antes no estaba ahí. Sé que es absurdo y que tuvo que tratarse de una falsa sensación provocada por la mirada, cada vez más ida, que me dirigía el hombre tirado en el suelo. La mente se comporta de forma rara ante situaciones extremas y nada hay más extremo que la muerte, pero sigo sin poder entender cómo su asesino se me figuró tan nítido, real y definido que incluso alguien como yo, que jamás he tenido talento para el dibujo, hubiera sido capaz de esbozarlo sin esfuerzo.
No sé cómo sucedió aquello pero durante más de un mes, noche tras noche, en esos momentos en los que mi conciencia se deshilachaba, lo último que podía contemplar eran los rasgos de aquel desconocido al que nunca había llegado a ver y del que solo me había quedado la impresión de cierta agilidad fibrosa, del que apenas había podido distinguir unos pantalones vaqueros, de color azul claro, unas zapatillas deportivas con muelles y un destello blanco, probablemente de una camiseta de manga corta con algún letrero, tal y como dije en mi declaración a la policía.

Dentro de cinco años encontraré mi muerte en un accidente de coche. Iré en un coche y me empotraré con uno de los pilares de un puente en la autovía por un volantazo por culpa de un pobre hombre, muy delgado y probablemente adicto a las drogas, que aparecerá de improviso en la curva del kilómetro 56,62, exactamente. En ese momento no pensaré lo suficientemente rápido y reaccionaré mal, no decidiré entre su vida y la mía, no haré lo necesario para sobrevivir que hubiera sido, probablemente, agarrar con fuerza el volante y confiar en los frenos y en la seguridad del coche, no. Lo que haré será girar bruscamente el volante hacia la izquierda, lo que provocará que las dos ruedas delanteras giren y queden en un ángulo casi horizontal, con lo que el coche derrapará y las ruedas traseras comenzarán a dejar una marca negra de asfalto en la carretera que permanecerá allí durante mucho tiempo. El coche parecerá saltar cuando los frenos hagan también su trabajo y se estrellará a medio girar contra el pilar. Un impacto sin ninguna posibilidad para el conductor, una muerte asegurada.
En una milésima de segundo saltará el airbag y en la siguiente reventará ante la presión de mi cuerpo contra él, mi pobre cuerpo desmadejado pero aún entero y a punto de dejar de ser, proyectado a cien kilómetros por hora contra una mole de hormigón construida sobre inmensas barras de hierro. Tendré medio segundo de conciencia absoluta y todo se hará nítido, perfecto. El tiempo parecerá detenerse. Veré el salpicadero del coche deformándose poco a poco, como si se estuviera derritiendo bajo la acción de un lanzallamas, las astillas del parabrisas saltando en diferentes trayectorias que me parecerán ajustadas a alguna clase de diseño general y observaré como el metal que solo medio segundo antes parecía algo tan sólido como el hormigón contra el que se está estrellando se dobla con la facilidad con la que un cuchillo caliente penetra en la mantequilla. Veré que la puerta del copiloto se estira de forma sorprendente y, aunque no sentiré nada todavía, contemplaré cómo un largo trozo de metal se me clava en el estómago a la vez que tal vez imaginaré un ruido como de chapoteo surgiendo de mi cuerpo. En ese instante comprenderé de forma absurda, cuando ya no sirva para nada, el extraño mecanismo que rige el tiempo y que es capaz de adensarlo hasta convertirlo en una especie de melaza espesa que apenas te deja avanzar o en algo tan leve que su roce se advierte menos que el del aire.
Lo entenderé perfectamente justo medio segundo antes de que esa compresión pierda su sentido y el tiempo se convierta en otra cosa.
En ese breve intervalo que marcará mi muerte, recordaré que la cara del hombre delgado que me ha matado, el rostro del adicto que ha aparecido de repente en la carretera y que me ha matado, coincide con aquel que durante más de un mes se me apareció a la hora de conciliar el sueño, aquella cara que durante tanto tiempo habré olvidado, sepultada bajo toneladas de poderosas razones que la negaban insistentemente, olvidada a la fuerza tras descartar la posibilidad de que hubiera sido aquel vecino moribundo el que la hubiera puesto ahí, dentro de mi cabeza aquel día en el que me miró profundamente mientras la vida se le iba a chorros. Pensaré entonces en que la cosa tendría gracia si no se tratara de un momento tan melodramático.

jueves, junio 30, 2011

Rutinas

Volvió la semana pasada después de una baja laboral de casi medio año por una rotura de fémur, un accidente de esquí. Hoy, como ayer, se ha preparado un té, que siempre toma en la taza que nos regaló la empresa con su nueva imagen hace unos años, ha cogido tres galletas con fibra, solo tres, y las ha masticado con cuidado mientras miraba la pantalla. Cuando hace eso emite unos ruidos casi imperceptibles, de cuerpo satisfecho con el orden, de conciencia tranquila. Hoy, como ayer, ha pasado media hora hablando al teléfono con alguien del departamento de sistemas, instalando de forma remota todas y cada una de las últimas versiones de los programas de su ordenador. Ha ido mirando la versión de cada programa, abriendo la ventanita de ayuda y comprobando con su interlocutor que la versión de la que disponía era la última. Si no era así, pedía al operador que se la instalara, como si el hecho de no tener su ordenador todo lo actualizado posible le impidiera hacer su trabajo.
Ha revisado sus carpetas, una a una, con parsimonia, seleccionando los papeles antiguos que no quiere conservar. De vez en cuando mira hacia mi mesa, como comprobando que nada se introduce en su terreno, en su mesa pulida y limpia, sin papeles viejos, sin vasos usados de café. Lo hace a menudo. Cuando uno de mis documentos se introduce unos centímetros en su mesa, lo mira como al descuido varias veces, dejándome advertir esa mirada, una especie de aviso mudo. Si, tras intentarlo varias veces, yo sigo sin darme por aludido, hace un ligero movimiento con el que devuelve el documento a mi mesa.
Ha consultado durante más de media hora el manual de su teléfono móvil de última generación, es de esas personas que saben utilizar a conciencia los aparatos que compran, que saben programar el vídeo, que saben configurar la clave de acceso a la red wifi, que saben cambiar la orientación de la antena parabólica del tejado. Un hombre habilidoso, que compra coches de buenas marcas de segunda mano que arregla él mismo, para presumir más tarde de los años que le duran para lo baratos que le salen. También se ha levantado varias veces para cambiar de sitio los papeles de su mesa, cada cuadernillo y cada legajo a su carpeta contenedora. Cuando coge los papeles, parece la suya una tarea fundamental, como si la caída de un papel al suelo pudiera provocar un cataclismo. Agarra cada papel como pela cada manzana de su comida a media mañana, intentando economizar los gestos, siendo preciso.
En su armario, que mantiene bajo llave cuando no está en su puesto de trabajo, tiene algunas bolsas con cremalleras, de color verde botella, granate y azul marino. En una de ellas guarda varias herramientas: destornilladores de precisión, una pequeña llave inglesa, cables de red, incluso un voltímetro. En otra algo de ropa. Las cajas de tés naturales se alinean perfectamente en el estante superior de ese armario, junto a las infusiones. Siempre hay dos paquetes de galletas en la esquina superior derecha. Cuando uno de los paquetes se le acaba, compra otro. Siempre come tres galletas pero, a veces, yo acepto su ofrecimiento y también me como unas cuantas. Tal vez por eso prefiera no arriesgarse a quedarse sin desayunar, tal vez sea yo quien lo obligue a mantener dos paquetes de galletas en su armario, uno empezado y otro intacto.
Cuando he trabajado con él en algún proyecto, he advertido que concede más importancia al procedimiento que al trabajo en sí. Si le he preguntado en qué consistía un trabajo del que, durante sus vacaciones, debía encargarme yo, ha puesto mucho énfasis en explicarme cómo hace él ese trabajo: tienes que abrir este archivo, tienes que ordenar así la hoja de cálculo, tienes que irte a esta página y descargar estos datos, tienes que escribir a esta persona, tienes que marcar esto de rojo, o de verde, o de amarillo. En cambio, nunca me ha dicho este trabajo consiste en esto y lo importante es aquello, nunca ha dado por supuesto que yo sería capaz de hacerlo con otro método.
Por la tarde, un compañero le ha traído varias plumas estilográficas y las ha mirado con interés un buen rato, mientras el otro le comentaba las excelencias de un modelo u otro. Agarraba una y la giraba, la contemplaba con mucha concentración y luego hacia lo propio con la siguiente. Al rato lo he visto midiendo las plumas con una regla gris sobre un papel en blanco y me he preguntado a qué tanto interés. Más tarde, me ha hablado de la suya y de cómo la utiliza tanto en casa que es normal que quiera informarse ahora de la bondad de las plumas estilográficas que el compañero vende. He pensado en que para qué querría este hombre con su querencia por la mesa limpia y sus maniáticas rutinas —esos pequeños gestos que hace, pretendiendo mantener fuera el desorden del universo, tal vez la muerte, quién sabe—, para qué querría una pluma un hombre tan prosaico, tan apegado a la realidad más pequeña e insignificante. Al terminar el día lo he visto, consultando fotografías ampliadas de plumines y páginas especializadas en el tema en Internet.
Creo que tiene la necesidad constante de emplear sus manos en algo, como si al detenerse pudiera asomarse a alguna clase de abismo con algo terrible en el fondo, alguna clase de verdad definitiva e incuestionable. A veces me pregunto qué se verá allá abajo, que es tan terrible que lo empuja a no parar, a no detenerse, que lo empuja a emplear su tiempo en nimiedades, a estudiar el manual del teléfono móvil, a asignar un género a todas y cada una de las cinco mil canciones en MP3 que tiene grabadas en su disco duro, a pasar horas consultando los mejores precios de cualquier cosa que haya pensado comprar. Me lo pregunto y no tengo ni la más remota idea.

lunes, junio 27, 2011

Siestas

El verano, mi verano, son un par de cosas: los árboles de la piscina meciéndose, agitándose suavemente en la brisa y el sonido del ventilador en la penumbra de mi casa a la hora de la siesta.

En la piscina nado un largo tras otro mientras noto mi cuerpo cada vez más y más adaptado, como si le salieran escamas y se fuera estilizando a medida que caen los metros y más tarde, tumbado en la toalla, miro los árboles y pienso en la absoluta e incomprensible complejidad del mundo; siempre vuelvo sobre lo mismo pero como ya me conozco y sé el curso que tomarán mis pensamientos, no les hago mucho caso, dejo que se formen como una neblina, al fondo de mi conciencia y no les presto atención. Es una rutina que consigue relajarme, es comenzar a pensar en los árboles y notar como mi cuerpo cada vez hace más presión sobre el suelo, el aviso de que me estoy quedando dormido. La mente funciona de forma extraña. Escucho el rumor de los árboles, como de costa cercana, el viento entre las miles de hojas que cambian del verde claro al oscuro dependiendo de la cara que nos toque ver en ese momento, los rayos de sol pasando intermitentemente entre las hojas, los gritos lejanos de los que se lucen en la piscina, siento todo eso y, poco a poco, pierdo la conciencia sin ser consciente de estar haciéndolo. Poco a poco, los gritos de los demás dejan de ser inteligibles y todo, los gritos, el rumor de las hojas, los chapoteos, se funden en una amalgama, en el rumor sonoro que acompaña a mi siesta después de nadar.

En casa, el esfuerzo de los ciclistas subiendo el Tourmalet o cualquier otra pendiente en una carretera francesa, sus caras desencajadas, su transpiración, sus brazos fibrosos agarrados al manillar consigue un efecto similar. Oigo la cháchara de los presentadores, que deben rellenar varias horas de animado cotilleo y presto atención a las floridas expresiones de los periodistas: serpiente multicolor, la ronda gala, a la leve exasperación que dejan traslucir en sus comentarios sobre el doping, más conscientes que nadie sobre lo poco honorable que resulta ahora un deporte que representaba la esencia misma del esfuerzo y la superación hasta no hace mucho, veo los planos aéreos de los helicópteros y escucho el ventilador moviéndose en la penumbra, apenas rota aquí y allá por los pequeños huecos de las persianas, los papeles levemente agitados por la corriente de aire, que noto en la piel, siempre a punto de arrancar a sudar y, poco a poco, los comentarios de la televisión, el zumbido del ventilador y los ocasionales gritos en la calle, se convierten en un todo mullido y amable que me abraza, en un todo fresco y umbrío que me cubre como si se tratara de una manta de descanso.

jueves, junio 16, 2011

Miedo

El día que íbamos al cementerio para hacer una sesión de espiritismo siempre nos levantábamos con una inquietud especial, sabiendo ya de mañana que la noche nos traería miedo, inquietud y risas nerviosas. Saberse a salvo en medio de un miedo más imaginado que real, como en el cine de terror, era la mejor manera de ir abandonando la niñez poco a poco y de introducirnos en la adolescencia, una etapa en la que el miedo dejaría de ser imaginado para convertirse en algo real, en algo que nos acechaba en cada esquina o en cada beso.
En realidad, aprender a vivir, pienso ahora, es aprender a convivir con el miedo y envejecer es lo contrario, olvidar como se hace eso y dejar que el miedo te venza. Una más de las extrañas simetrías que forman parte de la vida: la adolescencia nos hace valientes y la vejez cobardes. No es difícil llegar a una conclusión de ese tipo desde esta ventana, mirando las colinas suaves y sin poder moverme de mi silla, cada día un poco más cerca de aquel niño incapaz de andar que fui alguna vez.
A las siete de la tarde se hacía de noche y aunque todos teníamos que estar en casa sobre las diez las horas entonces eran mucho más largas que ahora. Sabíamos que a las ocho se cerraba y que los vigilantes se quedaban en su caseta cenando algo y viendo la televisión despreocupados. Aquella televisión, panzuda y beige, tenía dos antenas de cuerno que había que girar todos los días hasta que la recepción mejoraba. Una rueda les permitía cambiar de canal. En ello pasaban quince minutos y cuando comenzaba el telediario los dos ya estaban comiendo una tortilla francesa en unos platos de cristal verde, en una pequeña mesa con hule de plástico de flores, grandes y rojas, lo recuerdo como si lo estuviera viendo en este momento. Cuando abrían la botella de vino, nos agachábamos y sin levantar la cabeza rodeábamos el cementerio hasta llegar al agujero.
Una vez dentro, discutíamos en voz baja cuál era el mejor lugar para el juego de la ouija. Yo siempre prefería la zona de los panteones, con los ángeles de piedra y las vírgenes pero el Antoñín, en cambio, prefería quedarse cerca de la salida, en una zona más iluminada. Siempre daba la misma excusa: si nos metemos ahí dentro no podremos ni siquiera ver la copa y no sabremos lo que nos quieren decir los espíritus. Bah, lo que te pasa es que eres un cagueta, le decíamos para tomarle el pelo, si quieres irte, por nosotros no pases un mal rato. Y se quedaba, claro.

jueves, junio 09, 2011

Trajes

—Joder, cuánto tiempo, ¿qué tal?
—Muy bien, muy bien —contesta el hombre del traje caro, cuerpo delgado, aspecto deportivo y calva reluciente.
—¿Dónde estás ahora?
—En multinacionales, me pasé al corporativo. ¿Sabes algo de Pedro?
—Qué bien, me alegro por ti. Sí, Pedro se fue a la sección internacional, ahora está en Washington, viajando mucho. Está feliz —repone, quitándose las gafas de sol, la mujer delgada y elegante, de larga melena rubia.
—Joder, algo había oído. Supongo que no se puede quejar —dice el hombre calvo del traje caro y mocasines hechos a mano. Bueno, a ver si desayunamos...
—Claro, cuando quieras dame un toque.
Y ambos hacen como si no siguieran a dos metros y retoman las conversaciones que tenían con los acompañantes y miran hacia delante esperando su comida para evitar el momento incómodo que supone volver a cruzar las miradas cuando ya se han saludado de manera ritual.
En ese momento, pienso que me encantan las multinacionales y la gente que se mueve por ellas con facilidad, tan seguros de vivir en el mejor de los mundos. Ejecutivos de trajes caros y colegios de pago que se sienten a salvo, que se saben del lado seguro de la frontera, en la cúspide de la pirámide social. Ejecutivos que no se plantean absurdos dilemas morales, cuestiones propias de la juventud. Son reconocibles por la ropa, no solo por su buen corte sino por lo bien que les queda. El deporte forma parte de sus vidas de forma habitual. La gente no se fía de un ejecutivo gordo, eso es algo del siglo XX, los ejecutivos del nuevo siglo apenas tienen un 5% de grasa en su masa corporal. Solo los presidentes pueden ser gordos y calvos. Los presidentes y los trabajadores, quienes, por muy cualificados que estén, siempre serán descartables, sustituibles y computables como recursos: horas hombre mes.
Si algún resentido social, dispuesto a acabar con la vida de los triunfadores, lee esto, que recuerde que siempre están en buena forma y siempre llevan traje y zapatos caros. Ah, y que sus gafas de sol siempre están a la última.

lunes, junio 06, 2011

Atasco

Supongamos un día nuboso y de color gris claro, algo metálico, veteado de blanco, lluvioso y primaveral pero con el color de los días de nieve de mitad del invierno, un día extraño en el que el color del cielo no se corresponde con la temperatura ni tampoco con la sensación de la piel al bajar a la calle; y varias filas de coches en un atasco, como hormigas persiguiendo el rastro hormonal de las congéneres, emitiendo destellos tras el aire enrarecido; y supongamos a los conductores tamborileando con sus dedos al volante mientras escuchan la radio y piensan, casi de forma inconsciente —como suele hacerlo el cerebro si no se le presta atención, como una gimnasia mental para cuando lo necesitemos—, sin reparar demasiado en ello, en una ambulancia que pasa a toda velocidad por la vía de servicio dejando un rastro de frecuencias cambiantes, camino del próximo hospital —con la prisa de la gente cuyo tiempo es en verdad significativo y dos minutos pueden marcar la diferencia entre la vida y la muerte, ya se sabe, esa línea que nos separa de forma definitiva de ellos, los muertos—, sin ser muy conscientes, digo, de esa ambulancia que pasa y del tiempo y de los miles de iguales que en el atasco, como ellos, están recordando cualquier cosa mientras los dedos hacen tap tap en el volante y la radio emite las opiniones furibundas de un locutor, o música ligera o un programa de variedades al que la gente llama a quejarse y entonces la ambulancia zumbando al lado, mientras el aire vibra y se desplaza a su paso y la corriente que entraría en los coches despeinando a los conductores si las ventanillas no estuvieran cerradas, esa ambulancia tal vez llevando en su interior la vida casi extinguida de alguien a punto de pasar al lado de los que ya no pertenecen a este mundo. Supongamos, además, que en ese momento los conductores recibieran una llamada en el móvil, una llamada inesperada, por ejemplo del número de la esposa o del marido, sabiendo como saben que están en el atasco porque ese atasco es habitual a esa hora, el atasco de todas las mañanas para ir a trabajar —qué extraño se ha vuelto el mundo cuando los atascos son a horas fijas y todo el mundo se mete en uno para ir a un trabajo que no le gusta—, una llamada inesperada que pone nervioso al conductor, que descuelga el móvil o habla al manos libres del coche o lo que quiera que haga cada uno para contestar las llamadas cuando conduce y están en la mitad del atasco diario y supongamos que todas las llamadas son iguales y en todas una voz intenta confirmar el nombre de la persona que ha contestado y tras lograrlo da la noticia de que la persona que llamaba, la mujer, el esposo, acaba de sufrir un accidente y está grave y va camino del hospital en un ambulancia pero que a esa hora de la mañana siempre hay un gran atasco y no están seguros de que la ambulancia pueda llegar a tiempo al hospital. ¿No habría, de pronto, en todas esas personas que, momentos antes, tamborileaban despreocupados con los dedos, sin prestar atención, una especie de enfoque simultáneo del recuerdo de esa ambulancia, el recuerdo de ese vehículo blanco que, estridente, ha pasado por la vía de servicio y que podría llevar a la persona querida, tal vez moribunda, tal vez a punto de convertirse para siempre en algo diferente, en algo destinado al olvido, en algo y no alguien, de esa ambulancia que tal vez lleve en su interior a alguien muriendo, alguien querido, alguien cuya pérdida corte la vida por la mitad de forma incuestionable?

jueves, junio 02, 2011

Tergal

Hace veinte años, la primera vez que salí al extranjero me sorprendió la variedad de aspectos que la gente de mediana edad tenía fuera. Había gente con el pelo largo, con vaqueros rotos, con pinta de roqueros, señoras mayores con el pelo blanco muy corto y muchos abalorios, etc. Supongo que se hacen una idea. Entonces pensé que en España los hombres y las mujeres se uniformaban cuando pasaban de los cuarenta. Ya saben, pantalones de tergal, faldas por la rodilla, zapatos cómodos para ellos, medio tacón para ellas, como si a partir de cierta edad perdiera importancia por completo el aspecto o, peor aún, como si la historia personal de cada uno fuera exactamente igual a la de los demás.
La generación del uniforme de persona mayor, la de mis padres, fue joven en los setenta y siempre me ha puesto muy triste que además no tuvieran el más mínimo interés en la música, precisamente en la década en la que casi todos los géneros se perfilaron, que no tuvieran discos de Hendrix, de Joplin, de Marley, de los Stones, de los Beatles, de Led Zeppelin. Aquí sonaba Juanito Valderrama, es la verdad, una generación perdida para la música.
Los que escriben en los periódicos, los intelectuales de este país recuerdan una historia diferente, claro. Recuerdan escapadas a París, viajes clandestinos, la revolución de los claveles, vinilos comprados en Londres con el último éxito de los Animals, cuestiones históricas, míticas, que les permiten considerarse coetáneos de los demás europeos, de los que tienen ahora la edad de la jubilación. Y no digo que no fuera así para una minoría de gente con dinero, de gente ilustrada que vivía en Madrid o Barcelona pero la verdad general es otra. Por lo que yo sé, por las historias de mis padres, de mis tíos que tenían mi edad en los noventa, más o menos, ser joven en el franquismo les imprimió unos esquemas mentales en los que, bueno, cualquiera que sacara los pies del plato era automáticamente mal visto por los demás, especialmente en cuestiones estéticas. Ya saben: melenudos, ye-yés, esas cosas que sucedían en España a la vez que Jimi Hendrix prendía fuego a una guitarra y agitaba aquellas manos de dedos largos animando las llamas, en una especie de oración pagana, mientras que aquí sonaba Jeannette y vivíamos en un paraíso de seguridad, y, afortunadamente y excepto en las bases americanas, no había negros desagradables como aquel, no sé si me explico.
Hay que reconocer a la generación de mis padres que ha realizado un gran esfuerzo y que se ha adaptado a todo lo que ha venido después, a los hijos gays, a los hijos punkis, a las parejas que vivían sin casarse, a los nietos fuera del matrimonio, a los divorcios y a compartir a los nietos con varias parejas de abuelos, a los ojos rojos de sus hijos a las siete de la mañana, al volumen atronador de la música en la habitación. Hay que reconocerlo. Pero muchas veces me pregunto que queda de aquel franquismo sociológico en la sociedad que sigue llevando a mucha gente de mi edad a ponerse los pantalones de tergal, los zapatos cómodos y a pasarse media vida silbando una copla cuando pasan de los cuarenta. Tal vez sean los años, no lo sé, pero me escama, la verdad.

martes, mayo 31, 2011

Recortes

Y cuando llegaban a cierta edad había gente que salía del barrio y que montaba un taller y gente que empezaba a trabajar en el negocio de su padre, sabiendo ya que no se movería de allí jamás, que allí compraría un piso cuando encontrara una novia o cuando dejara embarazada a su chica del instituto, otro piso en un bloque de ladrillo visto con las terrazas cerradas con persianas de aluminio. Algunos, los menos, estudiaban en la universidad, otros se hacían aprendices de cualquier cosa y otros dejaban pasar el tiempo con la mirada ausente y fija en el río de coches, casi todos blancos, que pasaba día tras día más lleno, allá abajo en las vías de circunvalación.
Y los años caían con saña encima de la espalda de los que se quedaban, los chavales, ahora con sus barrigas cerveceras y sus hígados un poco afectados por los pelotazos de whisky de después de trabajar, con su colesterol y sus transaminasas altas, con sus incipientes calvicies y sus capilares rotos en la cara y en la nariz. Y uno tras otro iban abandonando los vicios más juveniles y solo se metían una raya en alguna boda y solo fumaban marihuana los fines de semana, justo después de acostar a los niños y antes de poder gemir algo más alto de lo habitual con la mujer. Y acababan por abandonar del todo el hábito cuando eran los propios chavales los que salían a darse una vuelta de noche y los que venían con los ojos rojos del parque, seguro que con demasiada hambre. Y envidiaban a los que no lo hacían, a los que seguían comportándose como si tuvieran veinte años, pero solo superficialmente porque, a pesar de los chistes, a pesar de las bromas sobre la última mujer que pasó por la cama del amigo soltero, sabían bien que sus domingos por la mañana habían sido mejores, al menos mientras los críos fueron pequeños.

jueves, mayo 26, 2011

Evolución

Existen varias ideas que se repiten dentro de mí desde hace tiempo y que siento como ciertas. Aquí utilizo siento con pleno conocimiento de su significado, lo que quiero decir es que, de forma intuitiva, sin explicación racional, las creo verdaderas.
Una de ellas es que el funcionamiento del mundo debe de estar regido por muy pocas leyes muy básicas, tal vez una única ley. Esta idea se ha ido decantando dentro de mí a lo largo de los años, la he ido extrayendo poco a poco de aquí y de allá, del estudio de la gramática realizado por Chomsky, por ejemplo, en el que su teoría minimalista no es sólo más elegante y más avanzada que su teoría original sino que, de alguna manera, más verdadera (otra vez la intuición) o de las opiniones de investigadores (recuerdo un par de entrevistas con físicos teóricos) en las que afirmaban que, cuanto más conocimiento acumulaban, más advertían que las leyes más simples son las que son capaces de explicar más cosas. Ya digo que de aquí y de allá, no pretendo ser sistemático. Solo se trata de intuición.
La otra idea tiene que ver con esta primera y consiste en que esa ley fundamentalmente simple que explica el mundo, o que lo explica en la medida en que los humanos podemos entenderlo, tiene que ver con la cantidad. Creo que el aumento de la cantidad cambia la cualidad. Me explico. Creo que existe un límite numérico a partir del cual, la combinación de elementos iguales genera algo nuevo. Por ejemplo, creo que a partir de un número de reacciones químicas entre elementos surge la materia que se autoorganiza y se replica, es decir, la vida, y que, a partir de la combinación de elementos vivos, en algún momento surge la inteligencia y a partir de la inteligencia, la conciencia de ser inteligentes, el yo, por así decir. Creo que, simplemente, el mundo se comporta así, es cuestión de aumentar la cantidad.
No es que tenga la menor importancia todo esto, la verdad, pero esas ideas se repiten dentro de mí de una manera extraña. He vuelto a recordarlas observando a alguien que se sienta cerca en el trabajo. Me sorprende y me fascina la capacidad de algunos de no plantearse nada profundo, nada que les lleve a contemplar, siquiera un instante, las dos eternidades que flanquean nuestra vida, ese breve paréntesis. Nada que les haga reflexionar sobre el tejido de la realidad, sobre la trama del mundo. Seres ligeros, de conciencia alada, que pasan por la vida sin entender nada y, lo que es mejor, sin necesitarlo. Personas de risa fácil a menudo, de ánimo liviano, personas que se sobreponen con más facilidad que los demás a las desgracias. Hombres y mujeres más preparados para el futuro, más evolucionados.
Si la evolución de la humanidad fue primero física y más tarde cultural, si existen los genes y los memes, si, en realidad, la historia del ser humano es la historia de un aumento progresivo de la complejidad de nuestro conocimiento, un conocimiento que a su vez cambia la propia esencia de esa humanidad (de nuevo esa idea: la cantidad cambia la cualidad), a veces me pregunto si la curiosidad y la necesidad de conocimiento no son en realidad sino una tara genética. Si los dos primeros párrafos no son la prueba de mi absoluta incapacidad para evolucionar como humano en la dirección hacia la que humanidad parece encaminarse. Si, en realidad, el futuro de la humanidad es la estupidez.

A fin de cuentas, todos tenemos derecho a ser felices.

jueves, mayo 19, 2011

Acampadas

Algunas palabras dan la impresión de no decir nada: democracia, unidad, pueblo, libertad, justicia, dignidad. Y la verdad es que poco dicen porque nos las han quitado, nos las han robado los genios del marketing que han convertido cualquier cosa en una revolución, aunque sea un descuento en las tarifas del teléfono móvil o un nuevo bronceador, porque la democracia que conoce más la gente es la del teléfono móvil a 1,5 euros el mensaje, porque el pueblo es el lugar donde siempre has pasado las vacaciones tú que eres de Madrid, porque la justicia es un suplicio de años que ojalá no te toque nunca (pleitos tengas y los ganes), porque la dignidad se ha olvidado cuando tanta gente está dispuesta a vender su intimidad a cambio de cuatro perras y a su madre porque la sacaran en la televisión. Así que parece que lo primero que tenemos que hacer es recuperar el valor de las palabras. Ya ves, a mí que me decían que estudiar letras no servía para nada, a mí que me decían que por qué no estudiaba un máster de administración de empresas.
No quiero caer, a mis años, en la alabanza fácil de lo que está sucediendo en las plazas. El cínico que me habita y que se ha ido construyendo tras muchos años trabajando en una gran empresa y dedicándome a la vez a muchas otras cosas, me lo impide. Y hay muchas cosas criticables: la reunión de intereses dispares, la dificultad de articular un discurso, y también los malabares, las flautas y los perros, a qué negarlo. Pero yo no quiero ser cínico, yo quiero pensar que la avaricia alguna vez dejará de ser el motor que mueve nuestro mundo aunque esto suene pueril. Los genios del marketing también han conseguido que suene pueril cualquier discurso que hable de cambio. En Occidente el único cambio que se mira con buenos ojos es el cambio de teléfono móvil.
He vivido como adulto los últimos 20 años en España y lo he visto, he trabajado y estudiado con ellos, los que son diez años más jóvenes que yo, y los entiendo. Los últimos para los que se cumplió aquello de que estudiando tendríamos un futuro mejor que el de nuestros padres tenemos cuarenta años. Fuimos la primera generación española verdaderamente europea, los primeros Erasmus, aprendimos idiomas, viajamos, trabajamos desde jóvenes, estudiamos. Para algunos de nosotros sí que funcionó aquello que nos decían, funcionó y tenemos buenos trabajos aunque hayamos ido viendo cómo nos aprietan cada vez más, como nos hacen pensar en un futuro de viejos desamparados, como nos meten miedo. Pero tenemos buenos trabajos. Somos la generación del poder, los que militamos en partidos políticos, los que nos sentimos más o menos protegidos por los sindicatos, los que conseguimos llegar.
Decimos que la crisis provocada por la inflación mundial de la codicia la hemos acabando pagando nosotros, los que no nos enriquecimos, los que tenemos una nómina y pagamos la cuarta parte en impuestos, no los que gestionan su patrimonio a través de sociedades, esos no. Nosotros. Es cierto. Pero para una persona con un puesto de trabajo estable lo único que ha hecho la crisis es reducir su cuota de la hipoteca. Así que no nos quejemos tanto. Para una persona con un puesto de trabajo estable lo único que ha pasado es que ya no nos sale tan barato viajar a los Estados Unidos. Tenemos miedo, sí, y gastamos menos, pero hay mucha gente como yo. Repito: no nos quejemos tanto.
Los que vienen detrás, sin embargo, hablan más idiomas que nosotros, han viajado más y se han preparado más, y tienen un muro delante, un muro o una mochila y un adiós a este país miserable que gasta miles de euros en formar a gente que tiene que emigrar para conseguir un sueldo digno. Dignidad. Otra de esas palabras.
Los conozco bien, ya digo, he trabajado con ellos, he estudiado con ellos y ha sido una suerte haberlos conocido y tenerlos como amigos. No porque sean más jóvenes sino porque han conseguido que la esclerosis de las ideas que acompaña a la edad (esa mirada de conmiseración que se nos pone a las personas maduras cuando los jóvenes proponen cosas idealistas) se me haga más ligera.
Y creo que llevan mucha razón en los motivos de su protesta, creo que están consiguiendo algo que ningún partido había conseguido en los últimos años, que es hablar de política sin que esa palabra suene pringosa y sucia. Otra palabra recuperada más.

Yo no sé ustedes pero yo preferiría que se quedaran aquí. Que no se fueran a Alemania o a los Estados Unidos. Aunque los vuelos sean baratos.

lunes, mayo 09, 2011

Minimalismo

He vuelto a escuchar hoy música minimalista, que me gustaba cuando era adolescente y escuchaba a Wim Mertens y a Michael Nyman, iba a sus conciertos, llevaba traje, fumaba tabaco negro y hablaba de filosofía con amigos que aún siguen siéndolo tantos años después, ya ves.
Cuando era adolescente mi profesor de Ética, en una época en la que aquello de la Ética todavía era algo novedoso, se burlaba de mí por llevar traje al instituto y me decía si ahora llevas traje qué harás cuando trabajes, lo que no deja de ser gracioso porque a mi primera entrevista de trabajo fui con un aro en la oreja y larga melena recogida en una cola, con unos pantalones de faena con muchos bolsillos y unas botas Doc Martens negras de costuras amarillas.
Cuando era adolescente tomaba cervezas de litro sentado en un sitio que se llamaba La pochinga, en un banco que era nuestro porque siempre estábamos allí después de clase, y después recogíamos los cascos de las cervezas y los tirábamos a una papelera metálica de color verde que por entonces no tenía el logo del ayuntamiento, ni siquiera el escudo antiguo de Córdoba con leones y castillos, antes de que fuera la albolafia del río la que ocupara su lugar, y charlábamos interminablemente sobre la vida y el amor y la libertad y la muerte.
Cuando era adolescente veíamos pasar a los yonquis en sus afanes, en sus largas caminatas a toda velocidad de un lugar a otro, moviendo droga o buscándola o qué se yo, aunque sabíamos que cuando se ponían demasiado nerviosos eran peligrosos porque podían hacer cualquier cosa, incluso pincharte porque estaban con el mono y un yonqui con el mono era capaz de todo. Veíamos caminar a los adictos mientras hablábamos de Sartre sin tener ni idea, sin haber leído un libro, sin saber nada, mientras perorábamos sobre el determinismo o la libertad. Ya ves qué petulante y estúpido fui y menos mal que la vida me ha hecho saber después que creerse especial y original es, precisamente, una pulsión adolescente que se supera con el tiempo.
Siempre he tenido buenos amigos que no han tenido empacho en reírse de mí, lo que ha sido un remedio contra uno de los muchos que me habitan y que resulta ser un tipo estúpido, ridículo, pretencioso y pagado de sí mismo que se cree más listo que los demás y que tiene tendencia a mirar por encima del hombro. Ese que escuchaba música minimalista en la época de Mecano.
Y sin embargo, al escuchar un tema de Wim Mertens con 25 años de antigüedad, The Fosse, en el que las notas se repiten obsesivamente y que consigue transportarme a aquel tiempo en un parpadeo, todavía me emociono. Un tema perfecto para la nostalgia. Ya saben, esa tristeza suave y satisfecha que sentimos cuando evocamos las buenas épocas de nuestra vida, signifique eso lo que signifique.

martes, mayo 03, 2011

Descanso

No podríamos apreciar lo que nos gusta estar en casa si no tuviéramos que pasar días y días a la intemperie, buscándonos la vida, ni disfrutaríamos de un paseo sin prisas por el Rastro si no hubiéramos tenido que trabajar los domingos durante tantos meses a las doce de la mañana, ni tampoco nos gustaría tanto ver una película, incluso española, acompañados y sin ningún plan posterior. Nada para apreciar el tiempo libre como no tenerlo nunca. Nada para apreciar la tranquilidad amable de los días que haber vivido un período turbulento durante una temporada. Supongo que, en realidad, lo que quiero decir es que todo es cuestión de contraste. Que necesitamos vivir a un lado y otro de la línea para hacerlo intensamente.
Y que no necesitamos mucho más.

martes, abril 12, 2011

Martes

Ahora que los martes tienen esa cualidad de lunes, repito una rutina diaria que se retuerce sobre sí misma, extraña y compartida. Si no fuera porque sabemos que el tiempo no transcurre sino que está imbricado con el universo (y no me cansaré de repetirlo, no), si no fuera porque hemos vivido otras épocas en las que un lunes era tan parecido al siguiente que ambos parecían indistinguibles para un observador situado a suficiente distancia, si no fuera porque sé que esa falsa ilusión de continuidad puede quebrarse sin esfuerzo, producto de una grieta minúscula que se va agrandando con el tiempo o de un golpe contra el suelo que deja nuestra casa hecha una mierda, si no fuera, a fin de cuentas, por el tiempo que ha pasado ya y que poco a poco encorva mis hombros, y por lo vivido hace tanto ya, hace tanto, diría que estoy bien.
Sé que el cambio es lo único que permanece. Pero ¿y qué?, ¿a quién le interesa seguir siendo el mismo?

jueves, abril 07, 2011

Primavera

Dice Carlos Marzal:

Cuatro gotas de aceite
sobre un trozo eremita de pan blanco,
o sobre el obsequioso corazón
de un tomate maduro en sacrificio,
nos aleccionan con su desnudez,
con su absoluta falta de consejo.

La belleza del mundo es tan frecuente,
tan desinteresada de sí misma,
que hasta se desvanece en certidumbre,
y acaba por nublarse a nuestros ojos.

Por eso es un pecado
de extrema ingratitud no dar las gracias
en alto con la voz del pensamiento
y con la muda fe de los sentidos.
En la desposesión está la esencia,
en la simplicidad, lo permanente.

Para ungir con lo bello nuestra carne
hay que buscar lo bello en donde ha estado
despierto en claridad desde el principio.

El hecho de verter las cuatro gotas,
cuatro lágrimas densas de oro humilde,
sobre las migas cándidas, supone
un acto elemental
contra la ruina
una rúbrica más
contra la muerte.

Y yo no digo nada. Yo digo que es primavera. Yo digo que hace buen tiempo. Yo digo que toda la ciudad parece desperezarse. Y que estoy contento. Que ya es bastante.

lunes, abril 04, 2011

Americana

Yo le preguntaba al cielo, sin disimular el miedo, ¿cómo voy a vivir cuando te canses de mí?, ¿cómo voy a vivir cuando te canses de mí?
Nacho Vegas


Mama, mama, talk to your daugther for me.
John Lee Hooker


Basta una llamada telefónica para que el tiempo haga una curva, un meandro, un extraño y, de repente, seamos capaces de recuperar la idea que teníamos de nosotros hace cuatro o cinco o diez años, seamos capaces de recordarnos y ese que ya no somos nosotros, pero que lo sigue siendo, nos habite, nos posea y se permita pensar por nosotros durante un rato.

Ese extraño que éramos dice algo como: es cierto, ha pasado mucho tiempo, o algo como: sí, lo recuerdo, fueron buenos tiempos, o algo como: no tengo ni la más remota idea, y durante el tiempo que dura la llamada, durante el tiempo que nos vemos asaltados por el otro que éramos pero que ya no somos, por ese intruso temporal, vemos las cosas exactamente como si el tiempo que ha transcurrido entre él y nosotros no hubiera pasado, como si nunca hubiera existido.

Y tal vez no lo haya hecho y sigamos allí de algún modo, en aquella ciudad, con aquel trabajo que era nuestro primer trabajo, en el que creían que nos quedaba por delante un futuro brillante de chalet y parejita y armanis. Puedes creer por un momento que te acabas de despertar de un sueño extraño que te proyectaba hacia un futuro que no era el tuyo, un futuro incierto en otra ciudad, más grande, más llena, más estimulante y más cruel. O puede que sí y seamos otros y estemos viviendo una vida que no nos habíamos atrevido a intuir pero que siempre permaneció con nosotros como un anhelo secreto que acabó haciéndose realidad y forzó una curva, una marcha atrás, un salto a ciegas. Puede que seamos muy conscientes de cómo hemos cambiado y además estemos orgullosos de ello y nos sintamos más a gusto en nuestra piel ahora que entonces.

En realidad no tiene importancia si seguimos allí o estamos aquí porque durante el intervalo en el que te ves poseído por el que fuiste, eres el que fuiste. Y espacio y tiempo tienen poco que ver con eso. Aquí, allí, entonces, ahora. En realidad tampoco somos los mismos de ayer ni de anteayer y no por eso pensamos ser personas diferentes a cada instante, la ilusión de continuidad es básica en la construcción de la identidad, yo soy yo en la medida que me puedo recordar siéndolo.

Un viejo amigo, una ex esposa, una antigua amante y el que eras entonces se apodera de ti aunque no quieras y a pesar de que trates de evitarlo aparece ante ti un abismo, el del tiempo desaparecido para el otro, ese tiempo en el que has crecido, amado, penado a solas, convirtiéndote en el que eres, que no es exactamente el que fuiste, ese que ahora te utiliza como si fueras un muñeco de ventrílocuo, ese que habla desde un tiempo ido. Allá a lo lejos, haciendo señales con los brazos al otro lado del precipicio. Ya no soy ese y no tengo manera de explicártelo porque mientras me he estado convirtiendo en otro, tú no estabas. Y no puedes evitar sentir un escalofrío cuando ese intruso, ese que eras, se pone tu cuerpo como si te estuviera probando una americana.


Resulta tan extraño mirarnos como si fuéramos los protagonistas de un guión cinematográfico, como si fuéramos los protagonistas de una historia con planteamiento, nudo y desenlace.


La historia de nuestra vida no es nuestra vida. La historia de nuestra vida solo es una historia más.

viernes, abril 01, 2011

Lesbiana

Tengo pinta de lesbiana desde los trece años. Tuvieron que pasar tres más hasta que mi madre se atrevió a preguntarme si me gustaban las chicas. Le dije que no, que siempre me habían gustado los chicos y que el pelo corto, los pantalones y los juegos de niños que siempre había preferido se debían a que tengo dos hermanos mayores. Además, prefiero la compañía de los hombres, mejor el trato directo del que hacen gala a la falsa untuosidad de algunas mujeres.
Durante mucho tiempo no gusté ni a unos ni a otras. También tuve que rechazar muchas proposiciones de mujeres durante mi primera juventud. Pero nunca he estado con ninguna mujer y nunca estaré con ninguna. No me gustan sexualmente. Me sé la teoría, preferida por la mayoría de mis amigas lesbianas, de que todos somos bisexuales, especialmente las chicas. Yo no. Mi amiga Rita tampoco. Me ponen los tíos. Bueno, tal vez debiera decir que me ponen algunos tíos. En esto no creo ser diferente de otras mujeres, la verdad.
Lo que sí creo es que hay muchas mujeres que acaban teniendo una relación con otra mujer porque están más acostumbradas que los hombres a la intimidad física y, en muchas ocasiones, necesitan una amistad verdadera aunque ello suponga mantener relaciones sexuales. Me parece bien, que conste, no tengo nada que decir al respecto, solo que yo no soy así.
No me gustan las etiquetas, no creo que se pueda caracterizar a nadie por sus preferencias sexuales, ni creo en los estereotipos, pero a mí no me gustan las chicas. Creo que ya lo he dicho.
La mayoría de los hombres a los que gusto no se atreve a intentarlo, tal vez se deba a que se sienten cohibidos o a que tengo pinta de borde, qué se yo. Podría transigir e intentar ampliar mi público pero la verdad es que la mayoría de los hombres son gilipollas, así que, como comprenderéis, tampoco me merece la pena el esfuerzo, algo que no acabo de comprender de muchas de las de mi sexo. Critican sin piedad a los hombres, como un todo, y pierden gran parte de su tiempo intentando agradarles.
A los mismos idiotas que se comportan como adolescentes eternos, a los mismos niños que presumen en público de conquistas, a los mismos machos llenos de inseguridad que no se atreven a reconocer que todos nososotros buscamos lo mismo cuando nos vamos con alguien a la cama por primera (y tal vez única) vez: que nos quieran un poco, que nos acompañen un rato, que el consuelo de la carne acalle por un momento el ruido de fondo que amenaza con anegarlo todo.

No sé a vosotros. A mí todo esto me parece bastante simple. No sé porque tengo que estar explicándolo siempre.

martes, marzo 22, 2011

Penumbra

Hoy mi jefe me ha dicho que lo despiden, que, después de 28 años de dedicación a la empresa, han decidido prescindir de él, ofreciéndole unas buenas condiciones que incluyen la percepción de una paga mensual hasta la jubilación, pero sin posibilidad de decir no. Un despido, no una prejubilación. O una prejubilación forzosa. Llámenlo como quieran. La noticia me ha apenado no solo porque mi jefe sea una buena persona y un buen jefe (cualidades que lamentablemente cada vez van juntas en menos ocasiones) ni tampoco porque, sin familia, la empresa haya constituido para él algo más que un trabajo (una opción vital de la que nadie más que él es responsable), ni siquiera por la estupidez evidente que comete una empresa que prescinde del personal que entiende verdaderamente cómo funcionan las cosas y que se encuentra en la cima de su carrera laboral, no. Me apena por formar parte de ello, por formar parte de la penumbra.

Yo siempre bromeo con la idea de que si las grandes empresas pudieran tenernos atados al puesto de trabajo, sin pagarnos jornal, solo por la comida y el alojamiento y eso fuera legal, no tendrían ningún reparo moral en hacerlo para mejorar la cuenta de resultados. Volverían a abrazar la esclavitud convencidos de estar haciendo lo mejor para los accionistas. El reparo sería legal, que no moral. El reparo siempre es legal, no moral. A fin de cuentas, todos los directivos de las multinacionales del mundo han estudiado en las mismas escuelas de negocios, todos han hecho los mismos casos prácticos en ingles, a todos les han enseñado que una empresa en una máquina de generar valor para el accionista y nada más. Si la empresa se dedica al comercio de armas, bien, si se dedica a la banca, bien, si es la tapadera de un gigantesco negocio de blanqueo de dinero, bien también. Los directivos están por encima de esas minucias, ellos están para generar valor, para aumentar ingresos y reducir costes. Ellos están para hacerse imprescindibles.

Esto es solo una broma, claro.

Y si un día cuarenta indígenas amazónicos son asesinados por paramilitares y da la casualidad de que una gran empresa quería construir en sus tierras un gasoducto y que el poblado indígena retrasaba los planes; y hubiera un periodista lo suficientemente valiente para investigar esa casualidad y, por casualidad, no apareciera con el cuello cortado uno de sus días y pudiera seguir el hilo hasta el ovillo de la multinacional, estoy seguro de que cualquiera de sus directivos diría que no tenía ni la más remota idea del incidente con los indígenas y también estoy seguro de que advertiría al periodista de que se anduviera con cuidado con sus insinuaciones. Y lo peor de todo es que estoy seguro de que sería cierto, de que los directivos no sabrían nada de cuarenta indígenas muertos. A fin de cuentas, ellos se limitan a generar valor para el accionista, a aumentar ingresos y recortar costes, y nadie en su sano juicio podría acusarlos de nada. Aunque todo hubiera comenzado con una llamada en la que el encargado del negocio en Sudamérica hubiera afirmado algo como: "sin ese gasoducto estamos jodidos".

Esto sigue siendo una broma, por supuesto.

La responsabilidad, ya saben, que se diluye a medida que una orden desciende a través de la pirámide jerárquica. Una pirámide que lo llena todo de penumbra.

No me digan que no es para reir a carcajadas.

domingo, marzo 20, 2011

Libros

Acaba de terminar un libro (que ha comenzado sin convicción y con el que ha acabado sintonizando, no tanto por el estilo sino por las cosas que se cuentan en él y por la, digamos, sinceridad que el libro desprende, a pesar de que él siempre ha sido muy partidario de la mentira ingeniosa como combustible de la ficción) y ha mirado como al descuido lo que podía ver en su local, en el sitio en el que lo ha hecho y ha notado una sensación curiosa, entre la satisfacción y la plenitud, para la que seguramente no haya palabra exacta, al contemplar las vigas viejas, el suelo claro, y las estanterías con muchos más libros por leer. Y ha pensado: no es mala manera esta de pasar una tarde de domingo.

El libro es "Cosas que los nietos deberían saber" de Mark Oliver Everett, por si se lo preguntaban.

jueves, marzo 17, 2011

Saint Patrick's

Aunque resultara extraño para una empresa granadina, el día de San Patricio era nuestra fiesta oficial. A fin de cuentas trabajábamos en la sucursal española de una multinacional irlandesa que no abría ese día y en España también aprovechábamos la víspera para hacer una visita al pub, tomar más Guinness de la cuenta y sentirnos un poco más internacionales que la mayoría de jóvenes de la época.
La verdad es que lo éramos, no solo lo pretendíamos. Lo éramos y visto desde ahora, aquella vida nos hizo bien, aquel empezar a hacerse adulto acompañado de amigas que tenían toda su ropa desperdigada por casas desvencijadas del Albaicín, todo escaleras y recovecos, con fantásticas vistas sobre la Alhambra desde la azotea, amigas guapas, listas, libres y cosmopolitas; aquellas escenas en las que uno se descubría bebiendo de más junto a un alemán desconocido, compañero y encargado de enseñarle la ciudad, en un pub de Temple Bar en Dublin mientras alucinaba con la música en directo; aquellas largas jornadas veraniegas de cervezas y tapas y charlas interminables sobre escalones de empedrado, en cualquier callejuela del casco histórico, compartiendo el humo de una hierba fresca y rara, como cantaba El Pele; aquel no darle importancia al dinero, aquellos atracones de Triana y Pata Negra y humo aromático de Ketama, aquella sensación de ser andaluces pero de serlo de forma diferente, aquellos cientos de libros. Sí, aquello nos hizo bien, de la manera que uno solo puede advertir cuando ha pasado tanto tiempo que resulta extraño recordar escenas que tienen quince años, y decirlo así: quince años.

Y aquí estamos. Y ya no somos los mismos pero tampoco hemos dejado de ser aquellos.

martes, marzo 15, 2011

Sardinas

Viajar al mar, mirar el horizonte, escuchar el chillido de las gaviotas, oler el salitre. Comer espetos de sardinas, gordas, frescas y grasientas sardinas, de piel crujiente hecha al fuego de leña. Disfrutar de un larga sesión de sexo a la hora de la siesta. Que después me revuelvan el pelo, por detrás, que me rocen la espalda o me toquen en el brazo y que lo hagan sin darle importancia, sin ni siquiera mirarme, con la calidez habitual, con la calidez de todos los días.

No es mucho pedir, ¿no?

jueves, marzo 10, 2011

Estelas

A veces se apodera de él un extraño sentimiento de tristeza que no sabe bien a qué achacar. Una tristeza difusa, a menudo en los mejores días, en esos en los que ha despertado acompañado y le han besado antes de ir a trabajar, esos días en los que el calor de otro cuerpo parece apresarlo en la cama y todo en la habitación le grita que se quede durmiendo.
Piensa que tal vez tenga que ver con la nostalgia del porvenir, con tener la absoluta seguridad de que todo, lo excelso y lo trágico, pasará por su vida y se irá, dejándole algún surco que otro en la piel y el recuerdo, siempre tan poco fiable, de una sensación, apenas una sombra, el rastro de perfume que alguien deja tras de sí en una habitación vacía. Una nostalgia esta que no sentía cuando todo estaba intacto y creía, cómo no, en ese mismo porvenir, tan extrañamente similar al presente, tan parecido a sí mismo. Cuando todo era nuevo y poderoso y el futuro era una palabra vacía, aún no contaminada de pasado.
Se levanta y mira por la ventana y ve el skyline de su ciudad, la línea por donde comienza a amanecer.
Se ducha con agua muy caliente, observa sus arrugas al espejo, se viste con mimo.
Los faros de los coches trazan estelas allá abajo.