lunes, noviembre 07, 2011

Ficción

Hay días, a veces incluso semanas, en los que la ficción no dispone de ningún crédito. Con la tragedia griega en el periódico y el aire de catástrofe que se percibe en el ambiente, cada día más cargado, leo reportajes que hablan de gente inmensamente rica que deja de serlo (“¿Cómo le digo yo ahora a mi mujer que no puede coger el avión para ir de compras a Milán?”) o que sigue siéndolo (“Creo que cuando compré el Chelsea eso tuvo un impacto significativo en mi modo de vida”) y todo me parece tan absolutamente increíble que me tranquiliza saber que lo que está sucediendo, lo está haciendo de verdad y no en una novela en la que hubiera que respetar las reglas de la verosimilitud.
El mundo real (Rubalcaba y Rajoy intentando aparentar que pueden cambiar algo, sea lo que sea; Alemania dictando el futuro de Grecia; Sarah Palin confirmando el absoluto declive del mundo occidental; China diciendo que con sus ahorros ya pensará lo que hace pero que, por ahora, la UE debería buscar ella misma una solución a sus problemas) se ha llenado de historias tan buenas (trágicas o tragicómicas, todas ellas) que no echo de menos la ficción. ¿Para qué la quiero? ¿Por qué leer una historia inventada justo ahora cuando el mundo se está yendo al carajo?

Nerón contemplaba arder Roma y tocaba la lira (al menos así era en aquella película) pero cuando el incendio es de verdad, ¿quién queda con ganas de recordar la melodía o de pedir a los poetas laureados que glosen el resplandor dorado de la destrucción?

1 comentario:

Anónimo dijo...

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Roxana Quinteros