jueves, noviembre 30, 2006

Clara

Y qué tal algo con olor a orines y con el suelo encharcado, con putas que además son yonquis, con tipos que tienen cicatrices en los nudillos y la cara igual que mapas marcados a navaja, con pobres pringados que venían al barrio para poder darse aires entre sus amigos ricos y que acabaron vendiendo el culo en la parte de atrás para poder comprar una miserable dosis y chutársela.

Con un protagonista escondido en un apartamento, justo debajo de la pensión maloliente donde vegetan los adictos más tirados del barrio, que se dedicara a hacer fotos en secreto a los transeúntes. Enganchado, tanto como los heroinómanos a lo suyo, a la suciedad, a lo más oscuro del alma humana y capaz de alquilar aquel sucio lugar sólo para poder mirar por la ventana y fotografiar aquel paisaje de venas y temblores.

Y, por supuesto, con un final digno del relato. Con este amigo revelando una de sus fotografías y quedando para siempre afectado por la imagen de su novia del instituto, tan dulce y tan educada en aquellos años, con la tez del color de la cera, con cercos de color violeta debajo de los ojos y con una jeringuilla todavía en el brazo, muerta, muerta, muerta y, además, muerta, que se pregunta cómo es que no se dio cuenta en la tira de revelado que aquella pobre yonqui muerta era Clara, su primer amor, aquella chica encantadora de tan buena familia.

¿No?

jueves, noviembre 23, 2006

Futuro

Ya el teclado se ha convertido en una extensión natural de nuestros cuerpos, cumpliendo así uno de los preceptos que todos los escritores de ciencia ficción respetan: la fusión de la carne y la máquina. Ya estamos caminando por el futuro y ni siquiera lo advertimos. Cuando queramos darnos cuenta todas las distopías se habrán entrelazado de tal forma en el mundo que nos resultará realmente difícil distinguir dónde acaba el control absoluto del estado (fueron a por los fumadores, ahora van a por los gordos y pronto se encargarán de los feos), dónde la manipulación genética (por ahora no es necesario crear una raza de esclavos, ya empeñan ellos sus ganancias de años para cruzar el mar jugándose la vida y así poder trabajar para nosotros por algo más que la comida y la cama –cama por turnos, compartida de seis en seis horas-) y dónde la estupidez ha empezado a quemar libros (ya estamos dejando de entender los libros sin imágenes).

Y un día miraremos hacia atrás y comprobaremos que no hemos cruzado por el vado adecuado y que la inundación del futuro nos ha arrastrado, pillándonos por sorpresa cuando pensábamos estar a resguardo.

Y lo peor va a ser la cara de gilipollas que se nos va a quedar a todos.

Silencio

John Cage se encierra en una habitación insonorizada para experimentar la nada y llega a la conclusión de que el silencio es imposible. Cuando no hay ruido en el exterior, los ruidos de nuestro cuerpo atronan nuestros oidos: los latidos, la saliva descendiendo viscosa por la glotis, el vello erizándose como en un sueño lisérgico, el roce de nuestro pene con la ropa cuando se llena de sangre.

El silencio es imposible. Salvo en la palabra "silencio".

Encajar

El mejor boxeador es el que sabe encajar. Le golpean en el hígado, en la mandíbula, en la nariz y apartándose las lágrimas con los guantes, sigue en pie dispuesto. Y devuelve los golpes.
Después, el médico le sutura la ceja rota, le endereza el puente de la nariz y sigue entrenándose para el siguiente combate. Como Muhammad Alí en el combate del siglo contra Foreman: casi todo el combate encajando, su cerebro retumbando contra su cráneo camino del Parkinson y aguantando hasta conseguir colocar un gancho que derribara a su contrincante.

Tal vez encajar sea algo que a lo que todos nosotros deberíamos aprender. A cosernos los puntos mirándonos al espejo, a notar la sangre en la boca, con ese sabor metálico y salobre. A derrumbarnos y ser capaces de apoyar las manos en el suelo, contraer los músculos y volver a levantarnos aunque sea tan sólo para volver a caernos, cegados por la hinchazón de los ojos.

Para que así, cuando suene la campana en el asalto final, poder decirnos que hicimos todo lo que pudimos, que lo intentamos de corazón, que nos cubrimos y tiramos muchos golpes, que mantuvimos el juego de piernas, que nunca perdimos la cara, que fuimos valientes, pero que el contricante era, a pesar de ser un hombre delgado y pálido, demasiado fuerte y estaba muy bien entrenado.

Y además nunca jamás había perdido un combate. Ni jamás lo hará.

viernes, noviembre 17, 2006

Caravaggio

Lena, se llamaba Lena, y si no hubiera sido por los caprichos de la historia nadie recordaría a aquella puta romana. En una época en la que el Vaticano era una de las ciudades más viciosas de Europa, no tenía mucha importancia una puta más que menos. Pero Caravaggio se encaprichó de ella y según dicen los documentos de la época, se la llevó a vivir con él y la utilizó como modelo en algunos de sus cuadros más famosos. Así inmortalizó a una prostituta anónima que todavía hoy nos mira desde algunas de sus pinturas.

Apasionado y pendenciero, duelista y frecuentador de los bajos fondos, el pintor no llegó a viejo. Pero, ¿qué más da? Cuatrocientos años después, su rostro nos mira desde el “David vencedor”, desde la cabeza cercenada de Goliat. Un pintor que se retrata como el gigante vencido por el pequeño David (que tampoco es que luchara con limpieza, las cosas como son) es alguien que cuenta con todas mis simpatías. Pero alguien capaz de utilizar a la puta con la que convivía como modelo para el rostro de la Virgen y a los raterillos y chaperos adolescentes con los que se desfogaba para pintar seráficos personajes bíblicos es mucho más. Alguien así es un artista de la subversión.

Y además un pintor maravilloso.

lunes, noviembre 13, 2006

Paisaje con trenes

En el ocaso rojizo, mientras fumo sentado en el banco de una estación de tren de pueblo, me da por contemplar algunos vagones herrumbrosos, viejos trastos varados en tierra.
Me fijo sobre todo en los vagones de reparación, capaces de adosarse a la maquinaria y prestarle atenciones de médico. En su dignidad de máquinas desechadas.

Allí están, impasibles, viendo como sus hermanos, más modernos y mayores, más rápidos y más redondeados, pasan a toda velocidad por las vías. Pero eso no les importa. Están más que acostumbrados a sentir como el sol y los cambios de temperatura van cuarteando lentamente su pintura, cómo el acero reluciente de otros tiempos se transforma en algo quebradizo; a apreciar como el color anaranjado del atardecer va cambiando imperceptiblemente cada día.

Y en ese rato mínimo en el que he estado observando los trenes, me he sentido tan bien allí, calentado por el sol, que no me ha importado estar seguro de que la misma oxidación que recubre el metal de esos vagones acabará conmigo tarde o temprano.

viernes, noviembre 10, 2006

Cambios

En los últimos tiempos, le sucedía que a veces estaba en casa tranquilamente, leyendo y escuchando música y entonces un recuerdo (“la memoria es como un perro estúpido”, había escrito Ray Loriga en una novela, “le tiras un hueso y te trae cualquier otra cosa”) provocaba que su cabeza tirara del hilo y tirara del hilo hasta adquirir una conciencia casi física de su soledad. En aquellos momentos se quedaba quieto, dejaba de leer, dejaba de prestar atención a la música que escuchaba, se quedaba mirando la pared de enfrente o la ventana sin ser consciente de estar viendo lo que sus ojos enfocaban (un punto muy pequeño que se mueve como el rayo, aquí y allí, arriba y abajo, a la manera de un escáner de retina) y sentía como un hueco blanco o negro en la boca del estómago.
¿Cómo es posible que haya llegado a esto?, ¿en qué momento se fue todo a la mierda? Uno se limita a levantarse a diario, a ponerse con cuidado los calcetines y la ropa interior, a sorber (sip en inglés, una palabra que le parecía más exacta) rápidamente un té templado, a salir con la música puesta y a intentar llegar a casa a una hora razonable. Pero llega un día en que mira hacia atrás y ve una línea, una trayectoria que no había advertido cuando transitaba por ella, a la manera de un camino forestal que no se diferencia de cualquier otro camino entre los árboles y en el que aparecieran las señales una vez que se ha pasado por él. Y esa línea estaba ahora entre dos aguas, justo en una cresta entre valles.
Así era su vida ahora. Una vida con una extraña falta de responsabilidad, que se veía asaltada por recuerdos, por imágenes, por sabores y olores de otro tiempo, de un tiempo en el que había alguien ahí para recoger sus pedazos cuando, debido a la fragilidad de su carácter (siempre había sido un tipo apocado) se hacía añicos por alguna minucia.
Y fíjate ahora. Solo. Solo y acorazado. Con una cubierta de acero que encerraba un corazón de cristal, como si su cuerpo fuera un experimento del siglo XVIII.
Ya no era el mismo, había cambiado como producto de la necesidad, había mutado, se había transformado en otro. Alguien preparado para afrontar los sinsabores. Pero, eso sí, alguien que, recordando los versos de Rosales, a menudo se bañaba con la tristeza propia de un suicida, porque todo es igual y tú lo sabes.
Por eso, porque aunque pretendiera no estar afectado por esa tristeza difusa que se había condensando en su habitación, en su comedor y en su estómago, había acabado por decidir cambiar de casa, de país y de idioma. Y, por supuesto, de plano.

Había decidido irse a vivir a la realidad. Estaba harto de vivir en este relato triste de abandono. Estaba seguro de que la realidad ofrecería otras perspectivas. Incluso, de vez en cuando, podría tener algún buen día, de esos con alegría y carcajadas. ¿Quién sabe? De lo que estaba seguro es que no soportaba vivir ni un segundo más en estas 526 palabras.

miércoles, noviembre 08, 2006

Detalles

En la costa escarpada del día, existen momentos que parecen playas desiertas. Son un poco raros pero llaman la atención.

Como cuando vas caminando bajo la superficie entre cientos de personas sin prestar atención, dejando el gobierno de tu cuerpo al cerebelo, y de repente un olor a bollos recien hechos te despierta o cuando, entre tantos olores desagradables, descubres a una mujer a quien le sienta especialmente bien el perfume que se ha puesto ese día.

Oir carcajadas sin venir a cuento, ver que dos personas mantienen una conversación sin hablar, observar como un gorrión levanta un trozo de manzana del suelo para disfrutar de un menú completo: hormigas y postre.

O disfrutar de una tarde sin teléfono dentro de un libro de esos que se olvidan a la vez que se acaban.

Detalles.

martes, noviembre 07, 2006

Tiempo

Había podido leer hacía meses: "el tiempo no existe, el tiempo es". Es nuestro cerebro el que se empeña en poner un segundo después de otro, en agruparlo en estaciones que reflejan los ciclos de la naturaleza y la vida, en trocearlo y en inventar relojes que lo miden tic y ahora tac, pero en realidad, según los físicos, esa manía tan humana es solo una cuestión de percepción, puesto que los resultados experimentales que nos hablan del mundo que habitamos nos dicen que el tiempo no transcurre. Pues vale.

Eso le hacía sentirse un poco decepcionado con su cerebro porque, a fin de cuentas, que un órgano en el que, de alguna manera, había cristalizado el azar después de un par de miles de millones de años (los organismos unicelulares y los pluricelulares y la complejidad de la vida y el sexo y todas esas cosas, así a grandes rasgos), después de tanta vaina y tantos cadáveres y tanta adaptación y tanta lucha por la vida y tal, fuera un estúpido que no se diera cuenta de que el tiempo no transcurre, de que el tiempo es, le parecía un timo. Daban ganas de pedir explicaciones, la verdad. Pero así era la cosa.

La ventaja, eso sí, era que, después de leer aquello, se había conformado inmediatamente. Se había conformado de todas todas, así que los signos de envejecimiento (sus canas tiesas y más largas que los demás pelos de su barba, sus venas marcadas en las manos, sus arrugas en las comisuras de los labios y en los alrededores de los ojos, sus rodillas doloridas, su vista cansada y sus frecuentes lumbalgias) ya no le importaban en absoluto porque ahora sabía que todos aquellos síntomas solo eran una cuestión de percepción. La verdad teórica, el funcionamiento de la realidad era muy otro. Así era la cosa.

Y por supuesto, pasar casi tres horas diarias en el transporte público yendo de un sitio a otro en una ciudad congelada por la indiferencia, tampoco tenía ninguna importancia. Ni la más mínima.

Así que le había dado por pensar, en uno de esos interminables viajes en metro, que definitivamente la física era mucho mejor que la autoayuda.

Dónde va a parar.

viernes, noviembre 03, 2006

Nódulos

Tiempos de lodo y fango. Tiempos oscuros en los que no es posible ver bajo el agua, apreciar la claridad de la corriente, del mainstream (que diría un norteamericano).
Tiempos de duda, de turbiedad, de confusión, de mezcla. Tiempos en los que el tiempo libre y el de trabajo, la amistad y la desatención, la sequía y las inundaciones se enredan como una bola de pelo que se quedara atorada en el desagüe.

Nódulos, cúmulos, embrollos, tumores, mutaciones, conejos modificados genéticamente para ser fluorescentes, vocales y acentos que se van por la alcantarilla al comunicarnos con los demás, avisos sonoros, la lenta e implacable música de las horas (los ordenadores latiendo dos mil millones de veces por segundo), ingenios difusos que nos analizan a través de lentes de aumento, inteligencia distribuida, imágenes, sexo, violencia y la lluvia ácida corroyendo con parsimonia las fachadas oxidadas de los edificios más nuevos.

Pero todavía hay veces en los que el temblor de la carne caliente nos conforta, todavía hay veces en las que el resplandor de una palabra o de una pincelada nos conmueve, todavía hay veces en las que

el curso de esta tarde tan alejada y lenta,
sin afanes y solo,
esta tarde tranquila en la que amar
lo gris, lo no tan brusco ni glorioso:
perderme en mi interior sin ambiciones,
asumir la penumbra y deslizarme.
Reflexiono en mi cuarto
mientras llueve, parece innecesaria
cualquier exaltación.

Las cosas, lo que exigen.