miércoles, mayo 27, 2009

Danza

Miles y miles de horas de cuidados, de preocupación estética, de interminables series de abdominales, de saunas, peelings, masajes, liftings, inyecciones de botox, liposucciones y demás se amontonan en las inmensas salas de este gimnasio. Considerada como una unidad, esa gigantesca cantidad de no-tiempo, esas miles y miles de personas levantando pesas simultáneamente frente al espejo tres veces a la semana, empeñados en el esfuerzo imposible de intentar detener la vida, me desazona, esa danza me inquieta.
Todos a la vez sintiendo el dolor, las articulaciones, las fibras musculares estirándose y contrayéndose, el corazón bombeando, con la respiración agitada, con la música machacona de fondo, sincronizándose con el ritmo cardiaco para que tu voluntad pueda más que tu cuerpo. Un pie y otro pie y el pie y el otro pie en la cinta, uno, dos, uno, dos, buf, buf, buf, con la misma imagen ante la vista, el mismo espejo en el que alguien corre, alguien que eres tú pero que no eres tú, no puede ser que el del espejo, aparentemente tranquilo, que levanta las rodillas y apoya un pie y luego el otro, seas tú, el que trata de hacer la lista de la compra sobreponiéndose al dolor, a la molestia de la rozadura que está apareciendo en este momento en tu dedo gordo y que se convertirá en una ampolla repleta de un líquido blancuzco, el que siente su cuerpo de una forma extraña, rotunda, no puede ser que ese seas tú, no.
Y no lo eres, de alguna manera no lo eres, por esa sensación de ausencia de ti mismo, como si la atención que puede dedicar el cerebro al mundo estuviera limitada y se retirara de nuestro interior cuando debe ocuparse del cuerpo. Y no lo eres porque el mero hecho de que esté pasando el tiempo —me quedan aún diez minutos de correr, ya casi está, aguanta un poco más y después a la sauna—, ya cambia al cerebro, el órgano en el que estás contenido, aunque sea algo raro de decir de esa manera, porque el cerebro es una cosa plástica que cambia con cada experiencia, con cada sensación.
Somos mucho más mutables y dinámicos de lo que nos gusta pensar, mucho más, y cuando decimos que una desgracia nos dejó una cicatriz en el alma, estamos utilizando una expresión muy precisa porque eso es, efectivamente, lo que pasó, porque la cicatriz es el recuerdo del dolor, la situación de ese dolor en la historia de tu vida y la música de ambiente que lo acompaña, y está localizada en varios miles de neuronas, que han extendido parte de sí mismas para comunicarse con otras miles y el alma, huelga decirlo, está en el cerebro. Por eso es una expresión tan precisa. Todo eso pienso mientras intento mantener mi respiración regular para que no me duela el costado. Todo eso pienso y menos mal que ya solo me quedan cinco minutos de correr, los últimos tres subiendo mucho el ritmo para sudar mucho y tener la sensación de haber llevado el cuerpo al límite.
También yo soy uno más frente al espejo, inmerso en el no-tiempo, también levanto pesas a la vez que otros miles de personas, también miro mis músculos tensos, también participo en la danza de las mancuernas.
Dios, ¡cómo odio los gimnasios!

Tarde

El hombre maduro caminaba entre la gente esperando una llamada telefónica cuando se decidió a entrar en uno de los bares, el más bullicioso.
En el exterior, miles de personas se miraban y se movían de un sitio a otro alrededor de la plaza, con las bocas llenas de dientes blancos y perfectos. Los escotes de las mujeres eran líneas verticales dibujadas con maestría por cirujanos plásticos y los hombres tenían el pecho hipertrofiado y los biceps muy abultados.
Un vistazo pausado y tranquilo a las mujeres del otro lado de la barra le permitió encontrar a una rubia con los labios llenos de botox que le miraba. Se acerco entonces a ella con la sonrisa más falsa que pudo encontrar y le preguntó si le apetecía un mojito, a lo que la rubia contestó que sí. Un grupo de cuarentones en la puerta lanzaba hacia arriba a uno de ellos y gritaba, como si fueran chavales en un viaje de fin de curso.
Él dijo entonces que aquellos eran los mejores mojitos del barrio, que tenían justa fama, que el dueño los preparaba con todo el cariño. Ella asintió y le dijo que solía frecuentar mucho aquel sitio, pero que no le había visto antes por allí.
La plaza, repleta de gente sentada en el suelo charlando, parecía latir con un ritmo particular, más agitado que el de las calles aledañas, más nervioso. Como si todos los que caminaban por allí sintieran alguna clase de urgencia.
Después de un rato de charla intrascendente, se fueron cogidos de la mano y mirándose a los ojos, como si realmente sintieran algo el uno por el otro.

martes, mayo 26, 2009

Necrológica III

Caminaba como sin advertir por dónde pasaba, abstraído en sus pensamientos, con la mirada baja. Era ajeno a las reglas del mundo. Yo lo amaba, era mi padre aunque como padre fuera un incapaz, eso es cierto, completamente ajeno a lo que significaba preocuparse por los problemas de los demás, recluido en su propio mundo que, nosotros, los cinco hermanos, intentábamos compartir para conseguir algo de su cariño, de su atención. Un padre con cara de despistado, de estar siempre pensando en sus cosas, que no podía evitar que se le trasparentara la desgana con la que debía emprender tareas ajenas a sus intereses: cambiar los pañales de los bebés, hablar con algún fontanero, preocuparse porque el frigorífico estuviera lleno de comida. Cosas banales que lo alejaban del destino que él mismo había elegido, un destino que nunca entendimos y que ahora pretenden santificar en los periódicos: el erudito, el ensayista fructífero, la agudeza y la finura personalizadas, el gran estudioso, el hombre culto, el benefactor.
No, mi padre no era como dice la prensa. En realidad, mi padre era un hombre asustado, un hombre que prefería pasar por la vida abstraído, aterrorizado por la dependencia emocional que la propia vida impone en su tránsito. Nunca entendí por qué mi madre se había casado con él, nunca. Ahora que soy un adulto entiendo los amantes y las relaciones secretas que mi madre tuvo que buscarse para poder seguir viviendo con aquel hombre que vivía entre libros y papeles, que era capaz de emocionarse con la ejecución perfecta de una obertura y al que, sin embargo, las lágrimas de sus propios hijos molestaban profundamente, haz que se callen los críos, necesito silencio para trabajar, le gritaba a mi madre a cada rato.
Sé que la semblanza no está quedado demasiado halagüeña, que este texto será algo que me tal vez me reproche algún familiar, no mis hermanos, claro, mis hermanos no, por ensuciar su nombre, por poner a la familia en un brete, qué se yo. Pero ya he dicho antes que lo amaba, que, a pesar de sus defectos, era mi padre y que guardo con ciudado los escasos momentos en los que me miró con afecto, las veces que me revolvió el pelo y en las que me sentí querido. Pero ese amor está entreverado de odio, de rabia y de decepción, sentimientos que me gustaría no haber llegado a albergar nunca pero que mi viejo se ganó a pulso con su indiferencia.
Parecía que alguien le hubiera forzado a elegir una vida que no le gustaba, como si fuera obligatorio tener hijos y aparecer ante la sociedad no solo como investigador, como psiquiatra, como profesor universitario, sino también como marido y padre amante pero, quién sabe, las cosas antes eran diferentes y ser un solterón dedicado tan solo al estudio y la lectura podría haberle creado problemas, la gente podría haber pensado que era un invertido o algo peor.
Tal vez amó alguna vez a mi madre o la necesitó, no lo sé. A nosotros no creo que nos quisiera mucho, la verdad, nunca pareció ser consciente de lo solos que nos sentíamos, de tener en casa a cinco adolescentes que se fueron enseñando unos a otros otra manera de ausentarse del mundo, más rápida y efectiva que dedicar la vida al estudio. A los cinco se nos llevó la heroína, la misma mierda para los cinco. La verdad, los cinco esperamos que el sitio al que vaya mi padre sea diferente, que vaya al infierno del racionalista en lugar de al infierno del yonqui, cualquier cosa para no tener que encontrárnoslo por aquí. Todos estamos de acuerdo en que existen cosas que tenían que haberse resuelto en vida, que la oportunidad pasa y entonces hay que cargar con las consecuencias de los propios actos, que ahora ya no es tiempo de arreglar nada, que se ha hecho demasiado tarde. Que lo sentimos, padre, pero que no queremos verte nunca más. Jamás.

lunes, mayo 25, 2009

El otro

La mujer bamboleaba suavemente las caderas, como una gacela, una pantera, una serpiente, cualquier animal elegante en el que se te ocurra pensar. Un lagarto no, un lagarto no sirve. No, no me parece que el lagarto sea un animal elegante, siempre inactivo y tomando el sol, con explosiones de movimiento fulminantes, como si se hubieran vuelto locos, los lagartos son raros. No, piensa más bien en la elegancia del guepardo y te irás haciendo una idea. Sí, eso, como sin acabar de apoyarse en el suelo. Lo que estoy tratando de decirte, no me interrumpas, por favor, en que en su caso eso no tenía ninguna importancia, no te fijabas en eso, ¿entiendes? Solo podías seguir sus movimientos con los ojos muy abiertos, sorprendido por el regalo de poder mirarlos. No, tú no has visto algo así en tu vida, si lo hubieras hecho, me lo habrías dicho, ¿no? No, no se trata de nuestros gustos, esto no tenía que ver con la belleza, ni con el atractivo sexual, ni, por supuesto, con follar, que siempre estás pensando en lo mismo, joder, que no tienes ni idea de lo que estoy contando. Ya, ya lo sé, pero haz un esfuerzo, hombre, haz el esfuerzo de pensar en una mujer así, ¿podrás? Vale. De acuerdo. Era como si te regalara tu presencia, ese caminar era lo que necesitaba encontrar, lo que llevo buscando desde hace tanto tiempo que corrí hacia ella para presentarme, para intentar balbucir algunas palabras que la hicieran sonreír, no sé, no fue una acción meditada, simplemente la vi y eché a correr, solo eso. No, aquí viene lo más extraño del asunto: la mujer era rara, fea, tenía una cara que no encajaba, como si la hubieran hecho de varios rostros diferentes. Me quedé sin habla. No te rías, cabrón, que no ha acabado la historia. El caso es que creo que dije algo, alguna disculpa por no saber qué decir después de correr tras ella. Yo allí, jadeando levemente y aquel rostro mirándome con extrañeza y algo de esperanza también y bueno, le dije que la había confundido con otra persona y ella me dijo: no pasa nada, no se preocupe y otra vez se me abrió la boca por su voz, ¿sabes? Su voz era la voz de los ángeles, musical, bien timbrada, cristalina. No sabía cómo encarar aquello, no sabía que era posible una mujer con ese cuerpo y esa elegancia, con esa voz y aquel rostro. Sí, eso hice, al final, continué la disculpa y me fui, sin hacer caso de la decepción que pude ver en su mirada pero ha pasado más de una semana y sigo escuchando su voz en mi cabeza y no sé qué hacer. No, no creo que la conozcas, de hecho, no creo que ni siquiera estés interesado en conocerla, sé cómo eres y tú te fijas demasiado en la belleza exterior, pero es que una voz así solo puede ser la voz de alguien bueno, de alguien capaz de preocuparse por las cosas que importan. Sí, eso que dices es cierto, pero su voz, su voz era sorprendente, en serio. Ya, ya sé que tú habrías salido huyendo en la dirección contraria, ya lo sé, como no voy a saberlo, si, de hecho, eso es lo que hiciste, ¿no recuerdas cómo, poco a poco, comencé a sentirme fuera de mí?, ¿cómo me sentí expulsado de repente de mis propias percepciones?, ¿cómo tomaste el control sin hacer caso de mis protestas?, ¿cómo te introdujiste en mí y te colocaste mi cuerpo como si fuera un traje?, ¿cómo comenzaste a caminar a toda velocidad sin volver la cabeza? Eres un hijo de puta, siempre me haces lo mismo. ¿Qué sabrás tú?, que no tienes ni la más remota idea. Estoy empezando a estar harto de las mujeres que te gustan a ti, que son las que siempre nos llevamos a la cama, que lo sepas. Estoy empezando a estar harto de ti. Y cualquier día te vas a llevar una sorpresa, cualquier día voy a arrancarte de mi cabeza y miraré cómo dejas de aparecer en el espejo, como tu imagen desaparece, como si fueras la tinta china de un manuscrito metido en agua. Cabrón.

viernes, mayo 22, 2009

Mujeres

Aún recuerdo sus labios abiertos, su carne roja, sus gafas redondas y cómo daba esquinazo a su novio para acariciarme. Leía poesía y me decía cosas hermosas. De ella me quedó el gusto por los besos interminables, mi odio por Silvio Rodríguez y la seguridad de que el cuerpo es un templo y no un mausoleo. Cuando ahora me la encuentro paseando a sus hijos me parece todavía más dulce que entonces.

Aquella otra mujer tenía un cuerpo breve y sinuoso. Una pequeña venus preshitórica con curvas que eran un altar. Comulgué con gusto en él decenas de veces. Y aprendí que la hostia sagrada de la carne no debe dejarse pegada al cielo de la boca sino tragarse con hambre. Nunca supo quién era Poe pero qué pueden los poetas muertos ante la sangre. Desde entonces se reencarna en otras y de vez en cuando se sigue cruzando conmigo.

Aquella otra mujer reía con ganas y movía la cabeza para que se le airearan los rizos. Disfrutaba de la comida, del sueño y del sexo. Sin embargo, tenía hielo en el corazón. Como una superheroína, era capaz de congelar el ánimo desprevenido de cualquiera que se acercara demasiado. Te tocaba con su mano y un punto muy escondido de tu cuerpo alcanzaba el cero absoluto y se desintegraba para siempre.

Aquella otra mujer era delgada, fuerte y flexible. Sus huesos eran engranajes tan perfectos que pasé media vida mirando cómo caminaba, su elegancia de gato. Pero mirar sus abdominales siempre contraídos me agotaba y me levantaba con la garganta atravesada por las agujetas. Un día nos dijimos adiós y ambos ganamos. Pero hay una cajita en la que se me ocurrió guardar un recuerdo de ella y ahora, por su culpa, la ropa del armario está revuelta.

Aquella otra mujer se defendía del mundo dando amor. Y el amor que daba se había convertido en su coraza, en su traje de adamantium. Ella lo sabía y por eso lo sacaba a diario, cogía el algodón mágico que utilizaba para limpiar la plata y lo frotaba con mucho cariño, con cuidado, sin dejarse ninguna esquinita. Casi siempre acababa con los ojos llorosos porque era alérgica al producto. Y, a veces, se cansaba de frotar sin conseguir arrancar las manchas de herrumbre y musgo que tenían algunas piezas. De vez en cuando saca su propio juego de tacitas de té y las frota sin mucho entusiasmo, sin comprender que si consigue dejarlas brillantes, la luz que reflejan iluminará el cuarto oscuro que tiene en casa y en el que tantas fotografías siguen colgadas, secándose, poniéndose amarillentas lentamente.

jueves, mayo 21, 2009

Hace calor y sudo

(para Risto :-P)
He comprobado que todos los días debo escribir algunas palabras que me gusten para encontrarme bien. Es una estupidez y, probablemente, algo propio de la vanidad esta que compartimos todos los que aspiramos a escribir. Pero he decidido que me da igual.

Hoy voy a escribir esto: «El pasado es un peso que arrastramos».
Esta frase no es mía. Es un verso de Carlos Marzal. Así que probablemente hubiera debido utilizar un verbo más preciso: copiar, transcribir, citar.

Intentémoslo de nuevo: «Hace calor y sudo».
Esta frase sí que es mía. De hecho, parece que es la frase más mía que pueda concebirse pues según varias personas a las que se ha hecho la pregunta: «¿Quién podría escribir una frase así en un cuento?» la respuesta ha sido: él. O sea yo. Este de aquí, de este lado.
Parece que en mis historias una cosa lleva necesariamente a otra, todo está plagado de subordinadas causales, condicionales, adversativas. Como si el universo fuera una inmensa rejilla en la que todo tuviera que estar organizado en categorías, cada cosa en su cajita, y cada cajita en su armario.

Intentémoslo otra vez: «Sudo. Hace calor. He matado a mi mejor amigo por una mujer y el asesinato no es como yo imaginaba, parece que el que ha apretado el gatillo ha sido otra persona. Miro su cadáver y no comprendo lo sucedido. De alguna manera, no me encuentro dentro de mí, estoy en otro sitio.»
Creo que sigue teniendo cierto tufillo. Tal vez tenga que ver con el tema elegido.

Veamos: «Sudo. Acabo de confesar a mi mejor amigo que estoy enamorado de él. No ha sido como yo imaginaba. He pasado mucho tiempo dándole vueltas a esta situación y nunca se me había pasado por la cabeza que mi mejor amigo pudiera mirarme así, con asco. No soporto esa mirada.»
Buf. Creo que sigue teniendo cierto tufillo. No hay manera.

Y ahora: «Las golondrinas ya habían llegado al pueblo el día que murió el alcalde por una indigestión. Siempre había sido comilón pero todos los parroquianos de la taberna de la Antonia estaban de acuerdo en que había tenido una muerte feliz. En la máscara funeraria que le encargaron los intelectuales del casino aún podía contemplarse su sonrisa.»
Este me gusta más pero creo que no hay manera de que un texto mío suene como si no fuera mío. No sé si es bueno o malo.

Estoy preocupado. Hace calor y sudo.

martes, mayo 12, 2009

Espacio-tiempo

El 9 de octubre de 1604 Kepler fue el primer astrónomo europeo en documentar el estallido de una supernova. Duró más de un año y medio. Durante un año y medio la Tierra fue bañada por la luz de una estrella que había empezado a agonizar veinte mil años antes. No es difícil imaginar a Kepler, con su perilla y su vestido de paño negro, contemplando aquella explosión de luz que contradecía el modelo de universo establecido por Aristóteles, preguntándose cuál sería el origen de aquel fenómeno. De hecho, sería posible buscar el lugar exacto en el que se encontraba su observatorio y mirar al cielo tal y como él hizo hace más de cuatrocientos años. Sería posible incluso imaginar su gesto: el ceño fruncido, la concentración en la cara, los papeles en los que tomaba notas con un cálamo. Cuatrocientos años después ocuparíamos en el espacio el mismo lugar en el que Kepler comprobó la muerte de una estrella que había comenzado a suceder veinte mil años atrás.

El 9 de enero de 2008 se observó por fin el estallido de otra supernova diferente a la que ya registró Kepler. Un satélite de la NASA llamado Swift detectó un incremento masivo de rayos gamma. No es difícil imaginar a un astrónomo, con ropa informal y aspecto de científico, encima de algún monte terrestre, observando el universo a través de un telescopio cuando de repente recibe la notificación del estallido. En respuesta al mensaje, el astrónomo cambia la resolución de su telescopio, lo ajusta a una distancia diferente y observa con atención. De hecho, sería posible buscar el lugar exacto en el que el astrónomo trabaja y comprobar que su gesto es parecido al de Kepler. Ese astrónomo, de alguna manera, está viajando en el tiempo. No solo por repetir un gesto con más de cuatrocientos años de antigüedad sino porque, con sus gafas y su barba descuidada, lleva tres horas estudiando una galaxia y ahora está enfocando la explosión de la estrella con un aumento diferente, y ese cambio en la resolución provoca que esté mirando algo que está en un pasado diferente. Si el astrónomo fuera más dado a la metafísica, podría advertir que, de alguna manera, su propio tiempo ha desaparecido.

Si ambas estrellas se hubieran encontrado exactamente a cuatrocientos cuatro años luz de distancia, ambas explosiones podrían haberse producido a la vez. Ambas estrellas podrían haber muerto al tiempo que los últimos Neanderthales se extinguían y que los tigres de dientes de sable iban convirtiéndose en huesos blanquecinos y más tarde en polvo. Desde entonces, la luz de ambas no deja de moverse camino de nuestro planeta. Podríamos imaginar esa luz que viaja, sin descanso ni cambios, como una flecha, como un tubo extensible, como una manguera que gira sin parar pero la física dice que es más exacto imaginar que el universo se retrae a medida que ella pasa, como una ameba. Esa luz viaja, año tras año, siglo tras siglo, sin alterarse, siempre la misma velocidad, segura de que nada en el universo puede viajar más rápido que ella, segura de que la única magnitud que se mantiene inmutable en todas partes es precisamente su velocidad, segura de que, debido a ello, cuando ella se mueve, es el continuo espacio-tiempo el que se deforma. La ameba la que se retrae.

Cuando contemplo el cielo en una noche sin luna, recuerdo que todas las estrellas que vemos se encuentran a una distancia diferente y que esa imagen tan propia de la literatura de todos los tiempos, esa imagen que ha fascinado a la humanidad desde sus inicios y que ha impelido al hombre al estudio de los astros y a la construcción de calendarios (el cielo tachonado de estrellas que diría un clásico) es algo muy extraño, es una instantánea del espacio, sí, pero también del tiempo. Miro allá arriba, mientras la brisa hace un sonido marino entre los árboles, y observo objetos que creo reales pero que tal vez ya no existan porque, en realidad, lo que estoy haciendo es mirar el pasado. Un pasado diferente para cada estrella. Y también recuerdo la seguridad de la luz en sí misma, su constancia, su absoluto convencimiento.

Y Fatboy Slim canta Right here, Right now. Y lo hace justo aquí y justo ahora.

¿Lo entienden?

sábado, mayo 09, 2009

Lisboa

(con cariño)

Y nada más lejano que el mar en un sitio donde el mar se intuye, pero no está allí, allí hay un delta (qué palabra, los sedimentros se disponen con forma de letra griega, lo recuerdo aún de mis libros escolares, sí) y el mar no está tan cerca y el elevador de Eiffel me gusta más que su torre por su modestia, medio escondido entre las calles de la Baixa. Y la luz dota a los edificios de una suerte de solidez que no sabes tampoco qué significa exactamente. Pero sigues caminando y subiendo cuestas muy empinadas, muchas de ellas con escalones (escandinha, se dice escalera en portugués) hasta llegar al Castelo y entonces contemplas la ciudad y la bruma que la cubre, el puerto, los barcos, las grandes plazas a lo lejos, los desniveles, el mirador de Bairro Alto, el ir y venir de los lisboetas, el rastro de espuma que deja el mejor café del mundo, mejor que el italiano, las curvas de las aceras, los coches batallando con la orografía de la ciudad, los amplios jardines y las casas con las fachadas de azulejo. Y alquilas una vespa y la conduces con cuidado, subiendo y bajando, divertidos ambos, qué cuestas más empinadas que tiene esta ciudad y qué complicado conducir por el empedrado.

Y entonces te dices que el mundo puede clasificarse en dos clases de personas: las que aman Lisboa y las que no, las que piensan que la decadencia en las antiguas ciudades imperiales las dota de una atmósfera especial y las que solo son capaces de ver la suciedad y la desorganización y el caos del tráfico.

Y ambos pertenecemos a la primera categoría, claro. Como si hiciera falta decirlo.

jueves, mayo 07, 2009

Enhorabuena

Un día una de sus mejores amigas lo llamó y le contó que se había quedado embarazada. Estaba contenta y asustada, como casi todas las mujeres a las que les sucede por primera vez. Asustada de los cambios que el futuro traería, del empujón definitivo que suponía aquel niño a su titubeante relación de pareja, por la transformación de su cuerpo. Se alegró mucho, claro.

Al día siguiente acudió a una cita con su ex mujer que había fijado una semana antes. Llevaban tres años separados después de un largo matrimonio. Tenían una relación cordial y solían verse una vez cada tres meses, más o menos. Cuando quedaban para cenar charlaban de cómo estaban, de sus respectivas familias, de los amigos comunes.

Aquel matrimonio había tenido lugar para que, en el caso de que ella se quedara embarazada, sus padres no pudieran alegar nada, no pudieran empañar ese momento con ninguna de sus obsesiones sobre el pecado y demás zarandajas. No obstante, a pesar de que él siempre quiso tener hijos, aquella precaución resultó inútil. Solo les sirvió para poder dormir juntos cuando iban a la ciudad de ella.

Aquel día su ex mujer también le contó que se había quedado embarazada. Estaba contenta y asustada, como casi todas las mujeres a las que les sucede por primera vez. Asustada de los cambios que el futuro traería, por la transformación de su cuerpo. Se alegró mucho, claro. Muchísimo. Tanto que, si no hubiera terminado con su chica un par de días atras, la habría llamado alborozado para comentarle la noticia.

viernes, mayo 01, 2009

Marqués

Alrededor de 1890, en un día de verano en el que los jornaleros volvían a casa con las ropas llenas de pajuelas de trigo y el atardecer a la espalda, tras un día segando en las tierras de Rafael Carrillo de Albornoz y Gutiérrez de Salamanca, primer marqués de Senda Blanca, el sonido de las campanas marcó el instante en el que un espermatozoide, uno entre los varios millones contenidos en el líquido seminal de su primogénito, dejó de revolverse nervioso para verse impelido hacia delante por un impulso irrefrenable.
Y una parte de mí iba con él.
Carlos, que así se llamaba el joven hijo del marqués, cuya experiencia con las mujeres se reducía un par de visitas a una mancebía de la capital de provincia, Córdoba, se sintió morir al comprobar que lo que había buscado con tanto ahínco se terminaba tan prematuramente, justo dos torpes embestidas después del comienzo del asalto a la doncella en una estancia aneja a la cocina. Entonces, se subió la ropa interior y se dio la vuelta sin ni siquiera intentar una disculpa, mientras que su semilla ya viajaba lenta hacia las trompas de Falopio de la mujer, en cuyo interior, por una de esas casualidades capaces de cambiar la vida de cualquiera, esperaba un óvulo maduro y listo para ser fecundado.
Y una parte de mí viajaba con él.
Francisco Castro Aguilar nació una primavera de 1891 y cargó toda la vida con el estigma de llevar los dos apellidos de la madre.
Y ahora para describir la infancia de Paco deben aparecer mulas, arrieros y aguadores, alpargatas, vino de Montilla y aguardiente, pequeñas casas blancas, levantadas en los alrededores de un castillo medieval, construido en los tiempos de los moros. Debe aparecer el viento, moviendo dulcemente el trigo y agitando las ramas de los olivos y también los atardeceres de verano, con su brisa fresca; las riadas de barro en mitad de las calles, la noche oscura y casi sin iluminación, los libros de salmos, la misa diaria, la fiesta de la matanza. Y, sobre todo, debe aparecer la vergüenza. La sensación de saberse señalado, de cargar con una culpa de la que no se ha participado, la angustia sorda, el reproche callado.
Y para continuar con su adolescencia —el «abuelo viejo» para mí cuando era un niño—, debe aparecer la sorpresa en su cara cuando el marqués se le acerca y le da un duro para que se tome unos vinos. Y la vergüenza de saberse hijo ilegítimo del noble y los reproches airados de la madre.
Y para seguir con él debe aparecer el orgullo herido en su cara cuando, ya hombre, coge el dinero que el marqués le pone en la mano para montar una taberna y una tienda y deben aparecer las habladurías, los corrillos, las miradas tras los visillos, las conversaciones en la taberna, debe aparecer una pelea con los puños por una insinuación mal traída. Y también debe aparecer su semblante dolido cuando contesta a su madre: «Madre, el hombre solo trata de ayudar, no sea usted tan rencorosa».
Y para terminar, ahora debe aparecer la guerra y la sangre y después, unos años después, el hambre. No hay comida casi en ningún sitio, las mujeres son capaces de prostituirse por un kilo de garbanzos para llevar a sus casas, el odio recorre las calles, las rencillas llevan a los hombres al paredón. Y debe aparecer una tienda de pueblo con las estanterías cargadas de género, con Paco ya maduro detrás del mostrador, una tienda que permite a toda su familia comer bien, incluso a los nietos recién nacidos, a los que no falta la leche en abundancia.
Y todo esto para llegar hasta hoy, hasta aquí, hasta mí que estoy contando esta historia. Solo por culpa de aquel espermatozoide nervioso que fecundó a aquel óvulo. Un hecho tan nimio, tan insignificante, tan cargado de oprobio.

Pero el tiempo llueve lentamente sobre las cosas y suaviza las aristas del dolor y de la traición.

Mi familia no pasó hambre. Gracias, marqués.