miércoles, abril 30, 2008

Pasado

(con cariño)

Qué alegría de veros, ¿cómo os va todo?, ¿tenéis niños?, ¿estáis casados?, ¿seguís dedicándoos a lo mismo?, supongo que ahora la empresa marchará mucho mejor, ¿seguís viviendo en la ciudad?, ¿cómo está tu padre?, ¿y tu hermano?, ¿sigue tocando la guitarra en el grupo?, os acordáis, fue hace ya casi quince años, la hostia, estás estupendo, tío, no has cambiado nada, estás igual, de verdad, te han tratado bien los años.

(Me enfrento al fantasma de alguien que fui alguna vez y que ya no soy, alguien que ya no existe y que curiosamente se me parece mucho pero que, en realidad, se parece mucho más al personaje de una novela que ya no recordaba haber leído. Y lo hago sonriendo.)

Ah, qué recuerdos, hay que ver las cosas que hacíamos, cómo trabajábamos, como vivíamos, cómo éramos. Tampoco hay tanta diferencia, ¿no?, tampoco ha pasado tanto tiempo, no, si quince años no es para tanto, el tiempo no nos ha tratado mal, al menos nos hemos reconocido por la calle, hay gente que cambia tanto...

(Sigo siendo lo que una vez fui, cargo hasta el final con mi pasado, es mejor no tener demasiadas cosas que reprocharse porque se quedan en tu interior y fosilizan igual que las caracolas incrustadas en el mármol rojo que me gustaba contemplar de pequeño.)

Pero ¿te acuerdas?, el cuchitril que compartíamos, las horas interminables trabajando, pero entonces no era un castigo, entonces poder aprender algo nuevo todos los días era cojonudo, y aquel primer proyecto, es curioso ver cómo las cosas fueron encajando de forma natural y aquí estamos, quince años después, hay que joderse.

(Soy una muñeca rusa, llena de infinitas muñecas, que cada año, cada día, cada instante, se recubre de una nueva mientras que las del interior se cubren de polvo.)

Me casé, me divorcié, me casé de nuevo, yo tuve dos niños y estoy encantado, yo no me he casado nunca pero ya voy por mi tercera ex, quién nos iba a decir que íbamos a vernos de esta manera, después de tanto tiempo, es increíble, si no tienes nada que hacer, vamos a comer juntos y así nos ponemos al día.

(El tiempo fluctúa y pierde su consistencia, pierde su naturaleza rectilínea y metálica y hace un arabesco, una curva, se repliega sobre sí mismo y deja de correr hacia delante, deja de pasar, de ocurrir, porque nosotros, en ese momento, no somos nosotros, somos nosotros entonces.)

Nos fueron las cosas bien, cada vez conseguíamos clientes más importantes, nuevo local, más empleados, más trabajo, más facturación, más publicidad. Ya somos una marca muy conocida por aquí y lo mejor es que nos sigue divirtiendo lo que hacemos, que seguimos disfrutándolo. Yo tampoco me puedo quejar, vivo como quiero, o al menos eso me gusta pensar y creo que eso es lo más importante, levantarse todos los días con algo interesante por hacer.

(Quiero creer que me reconocen mucho más de lo que quizá hagan realmente, quiero creer aquello que dijo un premio Nobel de Física hace unos años: el tiempo no pasa, el tiempo es. Y durante un momento, durante un fracción infinitesimal de ese tiempo que no existe, lo consigo. Y sigo sonriendo.)

sábado, abril 26, 2008

Electricidad

A mí, como a los antiguos griegos, la electricidad siempre me ha fascinado.

Se genera en presas, centrales térmicas de ciclo combinado y centrales nucleares donde se transforma cualquier otra energía en energía eléctrica. En una suerte de alquimia del siglo XX.

Se lleva a través de cables (de alta, baja y media tensión) a lugares donde se encamina mediante otros cables. Recorre el mundo circulando por una red de tuberías aéreas.

No se puede almacenar en grandes cantidades y debe consumirse a medida que se produce, por eso su producción se ajusta a voluntad y su distribución hacia un lugar u otro también. Y por eso los sistemas que las controlan son complejos y bellos, como el mundo.

Si se produce de más, se envía a otra parte el caudal sobrante mientras los ingenieros miran las lecturas de las gigantescas pantallas del centro de control, como congelados en una película catastrofista en la que se hubiera desencadenado la tercera guerra mundial.

Si se produce de menos, se acude a otras redes a tomar la que se necesita pero sólo se puede tomar de aquellas redes con las que haya conexión y las conexiones entre las redes de empresas eléctricas dependen además de las inestables leyes del mercado. Las empresas son máquinas engrasadas para aumentar el valor de sus acciones.

Cuando la demanda supera la producción nos quedamos a oscuras, paralizados, mirando como idiotas las pantallas vacías de nuestros ordenadores. Cuando la producción supera a la demanda y no se libera, nos quedamos a oscuras, paralizados, mirando como idiotas las pantallas reventadas de nuestros ordenadores.

Vivimos siempre al filo del apagón, del silencio definitivo de nuestras máquinas, de la muerte de los electrodomésticos y no somos conscientes de ese equilibrio titilante, inestable, a un segundo del caos que nos permite vivir como lo hacemos, rodeados de aparatos eléctricos, atravesados por un constante flujo de electrones. Si, como algunos pájaros y peces, pudiéramos ver los campos electromagnéticos, nos dejaría sin aliento contemplar desde el espacio nuestro planeta, una bola de luz girando toda velocidad brillando intensa contra el negro del cielo.

Ya digo que a mí, como a los antiguos griegos, la electricidad siempre me ha fascinado.

jueves, abril 24, 2008

Cojinete

Hay días en los que me levanto y parece que al mundo le hace falta una pieza minúscula, casi sin importancia (un cojinete de menos, un diminuto muelle) pero que, de alguna manera, es fundamental para que funcione. Esa falta hace que todo parezca ir a trancas y barrancas.

Se atascan los tetrabricks en la cadena de producción y hay que parar la máquina para volver a colocarlos y que cada uno tenga la correspondiente foto del niño desparecido en el lateral. Los coches emiten más dióxido de carbono de lo habitual y los grandes todoterrenos de marca ni siquiera arrancan. El último lince de Sierra Morena muere atropellado por un tractor que siembra la carretera de barro resbaladizo.

Esos días deseo que hubieran fabricado el mundo en una factoría alemana y no en la mierda de nave industrial de los suburbios calabreses donde lo han hecho.

Por ejemplo.

viernes, abril 18, 2008

Sapo

Una princesa de dieciocho años (hoy en día diríamos joven princesa, más bien, pero el tiempo mítico de los cuentos nos permite ser inexactos) caminaba por la ribera del río que pasaba por la inmensa finca de su padre cuando encontró un sapo (de acuerdo, es una estampa tópica pero es lo que tienen los relatos tradicionales, los temas son tópicos y las situaciones previsibles).
Desde luego, lo que no le pasó por la cabeza fue besarlo (cómo besar a un bicho maloliente y lleno de verrugas; las princesas de los cuentos siempre hacen cosas rarísimas, probablemente debido a una falta de atención materna evidente, con todas esas madres muertas y esas madrastras odiosas) sino más bien patearlo (se había criado entre la guardia de confianza de su padre y era un poco chicazo), así que le lanzó una patada que, inexplicablemente, no dio en el blanco. Entonces miró al sapo sorprendida. No entendía cómo era posible que un animal tan lento en tierra hubiera podido esquivar el puntapié. Así que, para no fallar ahora, intentó pisarlo y acabar de una vez con aquel bicho (siempre le habían dado un asco tremendo, aunque evitara mostrarlo en público para no parecer demasiado femenina) pero, una vez más, cuando saltó con todas sus fuerzas intentando aplastarlo, el sapo se escabulló.
La princesa cada vez estaba más enfadada con el sapo y consigo misma (es sabido que la tolerancia a la frustración de los jóvenes ha sido siempre mínima, incluso en el tiempo mítico de los cuentos) así que sacó su espadín (un regalo del teniente Marcial, íntimo amigo de su padre quien, por cierto, últimamente la miraba con ojos raros) para ensartarlo.
Entonces, antes de que sucediera algo irreparable ocurrió la transformación (ya, ya, es demasiado evidente, pero es que en los cuentos las transformaciones tienen el objetivo de mostrar que lo importante está en el interior y que la apariencia externa es lo de menos, aunque ya de mayores comprendamos que los cuentos nunca dicen la verdad y en este tema, menos que en ninguno) y el sapo se convirtió en un príncipe rubio (es importante que sea rubio, los anglosajones, gracias a Disney, han impuesto un ideal de belleza que el cuento debe respetar para ser políticamente correcto).
-¿Pero qué haces? ¿estás loca? -dijo el príncipe.
-No, sólo me dan asco los sapos, nada más -contesto la princesa.
-¿Pero tú no sabes que los sapos pueden ser apuestos príncipes como yo?
-¿Apuesto tú? Pero si pareces una muñequita, si tienes las manos más suaves que las mías. Seguro que no has empuñado una espada en tu vida.
-Por Dios, no sé donde vamos a llegar... Se suponía que la princesa que me besara desharía mi hechizo y se enamoraría perdidamente de mí, que seríamos felices, que tendríamos niños, que comeríamos perdices, lo normal.
-Pues chico, siento decepcionarte, pero es que no me gustas nada de nada. Me pareces una nena. Todavía si fueras moreno y con pelo en el pecho como Marcial... Aunque sí que tengo una prima que igual es tu tipo.
-Gracias por el interés pero déjalo, gracias. Me temo que es demasiado tarde, como no he conseguido que te enamores de mí, estoy a punto de volver a convertirme en sapo.
En ese momento, sóno un chasquido (otra influencia de Disney, casi podemos ver las letras en el aire, dibujadas como en una viñeta remarcando el sonido) y el príncipe se transformó de nuevo en un sapo. Parecía un poco adormilado, como si volviera de un viaje muy largo. Aprovechando la situación, la princesa saltó sobre él. El sapo, despachurrado, le dirigió una última mirada interrogativa cargada de incomprensión.
La princesa simplemente pensó: "Un repugnante sapo menos en el mundo" y después se fue a buscar a Marcial.

jueves, abril 17, 2008

Enviando...

Terminó de escribir un relato en el que no pasaba nada. El protagonista, después de algunas reflexiones sin importancia, se acostaba y se moría. Y casi dos páginas del texto estaban dedicadas a describir lo que sentía y pensaba el moribundo. Nada original: la percepción del tiempo, el último segundo de la vida del protagonista como el más largo de toda su existencia (cuando ve la luz al final del túnel, un fenómeno que según los científicos tiene que ver con la falta de flujo de oxígeno en el cerebro), alguna imagen inconexa, el miedo y más tarde la nada.
Y entre párrafo y párrafo alguna digresión, tampoco demasiado innovadora. La conciencia como el más sorprendente resultado del azar que gobierna el universo; la música de las esferas y los planetas girando en sus órbitas, tan matemáticas; el eterno círculo de la materia, las moléculas del bigote del muerto (la queratina es una proteína con gran contenido en azufre) siendo expulsadas dos millones de años después en una erupción volcánica; la imposibilidad de predecir el comportamiento en sistemas caóticos; en fin, esas cosas. Una especie de reflexión sobre la existencia y lo que supone dejarla para todos nosotros, pobres primates superiores. Y la fantástica complejidad del mundo. Y su belleza.

Entonces, pulsó el botón Enviar del programa de correo electrónico que utilizaba para tener su propio relato en el correo. Así podría leerlo desde cualquier lugar con una conexión a Internet. Como siempre, apareció el mensaje: "Enviando..." en la pantalla. Treinta segundos después el mensaje seguía allí, por lo que parecía claro que el programa se había quedado colgado. En su casa tenía una red inalámbrica y aquello le pasaba de vez en cuando, como si las letras no encontraran el camino correcto a lo largo del pasillo para llegar hasta el router. Volvería a intentarlo y ya está, tampoco era para tanto, los programas se cuelgan constantemente y no pasa nada. Sin embargo, cuando intentó abrir el archivo con el texto, la pantalla se llenó de caracteres incomprensibles. El relato ya no existía.

Desde entonces, cuando va desde su estudio al salón nota un ligero cosquilleo que no sabe a qué achacar y percibe en la retina unos pequeños puntos negros brillantes.

lunes, abril 14, 2008

Última

Un profesor de Ciencias de la Computación de la Universidad Carnegie Mellon va a morir en un plazo no superior a seis meses debido a un cáncer incurable. Como legado para sus hijos decide dar una conferencia llamada "The Last Lecture", es decir, La Última Conferencia. En esta charla, en lugar de hablar de los algoritmos que reducen el ancho de banda necesario para transmitir vídeo de calidad, por ejemplo, va a desgranar consejos vitales para sus tres hijos aún pequeños. El argumento, muy sentimental, ya ha sido aprovechado por Hollywood en algunas ocasiones. Nada que objetar. Hasta aquí no me parece que haya nada raro en el hecho de que alguien a punto de morir desee dejar un legado para la familia que no le conocerá. Supongo que es un impulso muy humano: resolver cuentas pendientes; intentar arreglar lo que ya no tiene arreglo para, al menos, poder decirnos con convicción que lo intentamos; decirle a la gente importante en tu vida que es importante y por qué; decir muchas veces "te quiero"; despedirte de todo el mundo.

Lo que me hace reflexionar de todo el asunto (aparte de la muerte, claro, a quién no le hace reflexionar la muerte, el paso del tiempo y el amor, los tres únicos temas sobre los que merece la pena hacerlo) es que este profesor, además, ha decidido hacer pública su conferencia en Internet. Y su último legado ya lo han visto diez millones de personas. Y no acabo de entender qué necesidad hay de hacer público algo tan íntimo. No comprendo ese afán de notoriedad cuando le faltan sólo unos meses para abandonar este mundo. ¿No sería mejor ir despojándose poco a poco de todo? ¿desembarazarse de lo superfluo? ¿partir ligero?

Y, al otro lado del espejo, tampoco comprendo ese afán por ver el último testimonio de un moribundo. Diez millones de personas quizá han pensado que alguien más cercano al final, a la línea de sombra, alguien cuyos contornos ya se están desdibujando, que se está deshaciendo hora a hora, minuto a minuto, cada vez más cerca de la muerte, puede revelarnos cosas importantes sobre la vida, puede resolvernos algunas de las dudas que nos acompañan desde el principio.

No he visto la conferencia. No pienso hacerlo. No seré yo quién piense que hay una respuesta.

jueves, abril 10, 2008

Lluvia

Los diamantes, el petróleo y los huesos humanos tienen en común el hecho de tener al carbono como uno de sus componentes principales. La niebla cubre el horizonte y el agua cae en una lluvia fina sobre cristales azules.

Otro hombre ha matado a su exmujer y luego se ha suicidado. Una adolescente se quitó la vida después de que su padrastro abusara de ella. Un vagabundo escribe en un blog cómo es la vida en la calle. Tenemos nuevas fotografías en alta definición de Fobos, la luna marciana con nombre de dios griego, personificación del temor y el horror, hijo de Ares y Afrodita. El equivalente romano es Timor, que en malayo significa Este. Cae la lluvia sin prisa y se desliza por las ventanas y si pudiéramos volar como los pájaros y observar suspendidos en el aire desde cinco kilómetros de distancia veríamos las nubes deshaciéndose esponjosas sobre la ciudad.

Las arañas segregan seda, como los gusanos, para atrapar a sus presas. Los pequeños insectos se alegran de acabar desecados sobre tanta perfección geométrica. Si el mar fuera de aceite, los icebergs no existirían. Existen insectos que ponen los huevos en el cuerpo de un animal para que sus larvas tengan alimento suficiente. Existen personas que hacen lo mismo: sus larvas son negras y compactas. Charles Manson ha colgado en Internet su segundo disco; ya no hay vinilos pero si los hubiera, se podría reproducir al revés para escuchar su mensaje salvífico. Llueve sobre el asfalto, sobre los coches, sobre la pintura metálica de la carretera, sobre nuestras cabezas, sobre la fila interminable del atasco de salida de la ciudad, sobre la hierba, sobre los terrones parduzcos, sobre los perros callejeros, sobre las zanjas de las obras paralizadas, sobre nuestros tristes corazones azules.

lunes, abril 07, 2008

Mendigo

Le di alojamiento a aquel mendigo sin esperar nada a cambio, tan solo por la satisfacción de obrar con caridad. Olía fatal y los años en la calle le habían hecho sucio y desconfiado pero esas pruebas sólo fueron un paso más en mi escala hacia la santidad.

Según dicen los descreídos, ya no hay un Dios que nos observe desde las alturas, que lo sepa todo y que conserve en su infinita memoria la lista interminable de nuestros pecados, como el notario que ha sido durante más de dos mil años. No. Según esos manipuladores, los curas dominan como nadie la liturgia de la entrada y la salida de este mundo pero han dejado de ofrecer una explicación convincente a la realidad. Yo no lo creo. Yo sí creo en Él. Pero aún en ese caso, yo seguiría siendo bueno aunque no hubiera nadie para registrarlo. Aunque nadie me observe desde las alturas. En eso consiste la ética, en obrar bien a pesar de saber que no existe recompensa, en apreciar lo humano que compartimos con nuestro prójimo. Me hace sentir bien considerarme una buena persona. Existen muchas almas perdidas sin norte ni dirección: divorciados, abortistas, adúlteros, mendaces, ociosos. Y para todos tengo una mirada de conmiseración.

El mendigo se llamaba Dimitri y era alcohólico. Cuando llevaba tres días en casa le obligué (por su bien) a ducharse, afeitarse y lavar la ropa. También empecé a hablarle de acudir a una clínica de desintoxicación para intentar dejar el alcohol. El no parecía muy convencido pero me dijo que lo pensaría para no perder el alojamiento. La tercera vez que vino borracho le canté las cuarenta muy claramente, le dije que si quería conservar la cama de la habitación de invitados debía comportarse como una persona civilizada. Si quería emborracharse no sería en mi casa, eso estaba claro. Si decidía agarrarse una buena curda, debería dormir al raso esa noche. Estuvo sin venir más de una semana. Cuando al fin apareció, volvía a tener la barba crecida y volvía a oler mal, su ropa estaba manchada de nuevo y su pelo revuelto. Pero estaba sereno. La bondad y la firmeza no tienen por qué estar reñidas. Me dijo que había estado por ahí seis días pero que ahora necesitaba dormir y asearse. Como no había empezado ese día a beber aún, pensó que podría venir a mi casa. Yo le dije que había hecho muy bien, que mi casa siempre estaba abierta para los que son capaces de alejar la tentación, para los que luchan por ser rectos.

Aprovechando que estaba desnudo en la ducha, me acerqué sin hacer ruido, y cuando estaba a su espalda, le clavé una aguja hipodérmica con morfina en el lugar que siempre utilizo y que sé que no entraña peligro para ellos. Cuando se desplomó inconsciente, lo arrastré con dificultad por el suelo y lo subí a la cama. Saqué la cuerda de nylon y lo até, asegurándome de que las ligaduras no le hicieran daño. Cuando acabé, estaba sudando. Cuatro días más tarde, puedo decir que lo peor de su delirium tremens ha pasado ya, tiene mucho mejor color y se le ve cada vez más saludable. Me mira con miedo y no lo entiendo. En mi corazón sólo hay sitio para el amor.

domingo, abril 06, 2008

Marte

"-¿Por qué no utilizamos el fuego químico de la nave en lugar de esa leña?

-¿Qué más da? -respondió Spender sin alzar la mirada.

No estaría bien hacer ruido, en esa primera noche de Marte, introducir un aparato extraño, brillante y tonto como una estufa. Sería una suerte de blasfemia importada. Ya habría tiempo para eso; ya habría tiempo para tirar latas de leche condensada a los nobles canales marcianos; ya habría tiempo para que las hojas del New York Times volaran arrastrándose por los solitarios y grises fondos de los mares de Marte; ya habría tiempo para dejar pieles de plátano y papeles grasientos en las estriadas, delicadas ruinas de las ciudades de este antiguo valle. Habría tiempo de sobra para eso. Y Spender se estremeció por dentro al pensarlo.".

Aunque siga brillando la luna. Crónicas Marcianas. Ray Bradbury.

viernes, abril 04, 2008

Móvil

Cuando Inge se fue de aquel país se llevo el teléfono móvil con ella. Durante un tiempo, recibía de vez en cuando llamadas desde el lugar que había sido su hogar durante más de tres años. Cada vez que recibía una se sentía feliz porque, de alguna manera, recibirla le hacía pensar que no había acabado del todo con su pasado. Pero, claro, un nuevo país siempre implica un cambio de número de móvil porque para la mayoría de los amigos nuevos es muy caro llamar al extranjero a una vecina del barrio. Y cambió de móvil. Empezaba a hacerse de nuevo un hueco en aquel sitio. Después de tanto tiempo empezó a parecerle reconfortante no tener que hacer el esfuerzo de hablar en otra lengua, de tener que estar siempre atenta para entenderlo todo bien, le alegraba haber podido huir de la comida demasiado pesada, de los horarios de locos, de la falta de sueño crónica y de cenar a las diez de la noche. Definitivamente había vuelto a su casa.
Hasta que su tarjeta caducó, todos los sábados por la tarde la insertaba en su nuevo terminal y esperaba. Cuando sonaba el tono que indicaba que había un nuevo mensaje, siempre se le caían las lágrimas. Lágrimas de felicidad.