lunes, marzo 30, 2009

Oeste y Norte

Oeste
Su pequeño cuerpo es un síntoma más que otra cosa porque todo en él es pequeño, ínfimo, minúsculo. Sus aspiraciones, sus aficiones, su curiosidad, todo en él es fiel reflejo de esta época sin impulso, inercial, que se sigue moviendo (algunos piensan ingenuamente que hacia delante) no se sabe muy bien por qué. Llega con su pequeño cuerpo, rematado en una pequeña calvicie y pasa cinco minutos disponiendo toda suerte de objetos de trabajo en la mesa: una botella de agua, un par de cuadernos, un par de bolígrafos, el ordenador portátil. Antes ha abierto el armario que se encuentra a su espalda y ha guardado un bocadillo envuelto en papel de plata que llena la sección de la oficina de un olor a pechuga empanada incongruente con la frialdad de ese lugar de trabajo, de ese espacio de representación. Pasa las horas, esto es, la vida, mirando en Internet las características de nuevos teléfonos móviles, la potencia de coches que nunca comprará o bien estudiando al detalle los manuales de instrucciones de los objetos electrónicos que acaban de enviarle a casa. También participa de vez en cuando en subastas online. Es amable y simpático pero esa amabilidad es solo un caparazón para su inanidad. Se podría afirmar que, en el fondo, es bastante tonto. O demasiado listo para dejarse influenciar por los sucesos de este tiempo prestado, de este tiempo que nos pagan a cambio de asentir de vez en cuando y hacer labores de promoción del inmediato superior, de este tiempo laboral recompensado por una nómina al final de mes. Tiene perilla y su boca está adquiriendo con el tiempo una expresión algo torturada, como si tuviera que hacer un esfuerzo demasiado grande por entender las cosas. Nunca habla de su familia a pesar de que todos sabemos que tiene mujer y dos hijos. También es profesor de tai-chi en sus ratos libres y algo aficionado a las predicciones esotéricas y a las infusiones orientalizantes.

Norte
Es una matrona de casi cincuenta años que no ha advertido que las ropas ajustadas que lleva debieron salir de su vestuario hace mucho tiempo. Llega siempre tarde y protesta por todo aunque no lleve razón. Casi nunca trabaja. Como tantos otros que llevan mucho tiempo trabajando en el mismo sitio, piensa que se ha ganado el derecho a la nómina tan solo por acudir a la oficina (poco y tarde, todo hay que decirlo), pero no trabaja casi nunca. Para ella trabajar consiste en criticar a quien haga falta con el resto de compañeros. Da la impresión de ser una mujer airada, presta a saltar a combatir a cualquiera que se atreva a ofenderla, ya sea la ofensa verdadera o imaginaria. Me da un poco de miedo, la verdad. Procuro no hablar demasiado con ella para no provocar su ira, su animadversión, para no darle motivos, reales o imaginarios, por los que aparecer en su lista de personas non gratas. No quiero que, poco a poco, debido a su sospecha, mis compañeros comiencen a mirarme de manera diferente, sospechando algo, tal vez una vida secreta y vergonzosa. Por eso siempre la saludo y siempre contesto a sus buenos días porque, como todo el mundo sabe, no contestar a los buenos días es el primer escalón para la defenestración pública y para el linchamiento, la lapidación y el sambenito y, por ahora, me encuentro muy bien donde estoy, es decir, lejos de ella y de su cohorte de censores.

viernes, marzo 27, 2009

Sin rumbo

(fragmento)

Me gusta caminar sin rumbo por ciudades desconocidas. Por ciudades en las que las aceras se colocan a mano o en las que hay museos en los que encontrar obras de arte raras o en las que las construcciones son de color gris, altas y picudas, porque nieva todo el invierno, o en las que las casas son todas del siglo XIX porque hubo un incendio. Y siempre hay un castillo en lo alto de un promontorio que data de la época en la que los caballeros llevaban armaduras.

Tom Waits.

Caminar sin rumbo y cruzar un pequeño puente cuajado de bicicletas o lleno de motorinos que transportan a gente trajeada de un sitio a otro o con taxis anticuados que emiten demasiado CO2 o con estatuas de cuatro siglos atrás, con velas encendidas en las imágenes de los santos, puentes que cruzan ríos con renombre, ríos de verdad, ríos por los que los normandos navegaron hasta arrasar la ciudad, o por los que los mauritanos pudieron acceder a ella y saquearla.

The Pixies.

Ríos que se hielan en invierno, ríos que apestan en verano, ríos en los que aún continúan pudriéndose los restos de los patriotas olvidados largo tiempo atrás, ríos de verdad con grandes mezquitas, con grandes iglesias, con grandes edificios al final. Siempre hay un río que parte la ciudad, que hace una ese y la divide en riberas y siempre existe una enemistad profunda y antigua entre los habitantes de una orilla y otra. No esos ríos de los que los poetas satíricos del siglo XVII decían mucha puente para tan poco río, no. Esos no.

Paul Weller.

Caminar por calles empedradas que siempre te llevan a la misma plaza con adoquines y terrazas para turistas en las que degustar un vino o una cerveza o un chocolate o un poco de raki con unas olivas, con un poco de queso, con pepinillos, con chucrut, con mejillones, con patatas rellenas y fritas, con trozos de salmón marinado. Siempre la misma plaza con edificios burgueses con más de tres siglos de antigüedad, de diferentes colores, de grandes ventanales, con tejados a dos aguas o grandes buhardillas o balcones cubiertos de cristal tallado. Siempre las mismas plazas con árboles antiguos, con gruesos troncos retorcidos que dan siempre la misma sombra sobre los mismos bancos puestos ahí por las autoridades para que los turistas puedan contemplar el paisaje. O sea, nosotros.

Iván Ferreiro.

Siempre el mismo paseo hacia grandes extensiones de terreno, hacia plazas que sirvieron para jugar a la pelota y en las que dioses con forma de serpiente aún nos vigilan, plazas con fuentes en el centro y mimos, siempre el mismo mimo omnipotente que te persigue, siempre el mismo idiota con la cara pintada de blanco. Siempre la misma plaza con su lugar de culto, con su iglesia, con su mezquita, con cualquiera de los altavoces que la humanidad ha construido para intentar que Dios escuche, pero Dios está demasiado lejos, demasiado alto y nunca son lo suficientemente potentes.

jueves, marzo 26, 2009

Ellos

Están entre nosotros. Se confunden con nosotros. Van a los gimnasios. Practican natación. Saben patronear un barco. Están bronceados a destiempo. Sus maneras son suaves pero tienen dientes afilados que trituran esperanzas. Se hacen cargo de lo que les han encomendado. Y lo hacen bien. Sea lo que sea. Despedir a la gente. Traficar con esclavos. Blanquear dinero. Nunca se manchan las manos. Son muy parecidos porque han aprendido a hablar utilizando las mismas expresiones en los mismos sitios y, sin embargo, todos se consideran originales. Son suaves con los poderosos y bruscos con los débiles. Eso sí, son trabajadores, muy trabajadores. Tienen dinero, grandes casas, coches caros, mujeres elegantes, niños guapos. Los ve moverse a su alrededor, con rapidez, ocupados en cosas que él, pobre, está seguro de no comprender y mirando con condescendencia a los demás, a todos esos que, según ellos, habría que apretar un poquito para que trabajaran más o, mejor aún, despedir. O matar. Si se mira desde una perspectiva adecuada, despedir a alguien o acabar con él no son cuestiones tan diferentes, ambas son maneras de perderlo de vista.

Le gustaría pensar que en sus casas, se convierten en personas normales que quieren a sus hijos y a sus esposas, que cortan el césped y que disfrutan de los pequeños placeres gastronómicos que pueden permitirse. Que, una vez despojados de sus trajes caros y sus zapatos italianos, vuelven a encontrarse consigo mismos. Pero la verdad es que hace tiempo que sabe que en las casas de todos ellos, unas vainas de aspecto vegetal rezuman líquido y palpitan en bañeras, en camas y en armarios. Esta es la imagen: las vainas laten despacio mientras la música va creando una atmósfera de suspense, de misterio, de una forma algo tramposa. Esta es la imagen: estas vainas tienen en su interior sus copias domésticas, las que tomarán el control cuando deban besar a sus hijos, cuando deban satisfacer sexualmente a sus mujeres. Copias con las mismas caras angulosas, los mismos músculos duramente trabajados o las mismas barrigas algo caídas, las canas y las patas de gallo, los pectorales y los tríceps. Copias que parecen apreciar el cariño, capaces de hacer cualquier cosa por sus seres queridos. Copias que parecen los verdaderos seres humanos.

sábado, marzo 21, 2009

Reflexiones

En China existe una gradación de calidad incluso entre las copias piratas. Según cuentan, es posible encontrar allí copias indistiguibles del original. Me pregunto entonces: ¿qué aporta la marca si una copia que vale diez veces menos resulta igual al original? Y también: ¿la firma del artista es la marca de la obra? Si un pintor decide dejar un cuadro en blanco por primera vez, el hecho de que otro pintor pueda copiar la obra de forma perfecta, ¿qué quiere decir? Si afirmo poseer una instalación original en casa que consiste en una habitación vacía, ¿en qué se diferencia de la que me muestra el museo o la feria de arte contemporáneo? ¿Qué tipo de objeto, de concepto, están amparando los derechos de autor en esos casos?

Y no sé por qué, porque no viene a cuento ni tiene ninguna relación con el arte, también me pregunto por qué casi nadie está preocupado por la cantidad de datos que Internet registra sobre todos nosotros. Porque puedo imaginar un futuro lleno de bots inteligentes que nos sustituirán en la red, construidos con esos datos. Y durante la noche, cuando no estemos conectados, esos bots alimentarán con su comportamiento distintas bases de datos comerciales que, ahora sí y para siempre, nos ofrecerán justo lo que necesitamos comprar para ser absolutamente felices. Aunque sean habitaciones vacías.

Y así.

lunes, marzo 16, 2009

Bits

Uno de los canales musicales de la televisión empieza a interrumpirse a intervalos regulares. En primer lugar pienso que se trata de un fallo técnico, pero la canción tiene un ritmo que me hace quedarme atento y pienso entonces que se trata de la canción misma, que así está escrita. Algo hace clic en mi cabeza. Información más no información, espacios vacíos. Todo es una cuestión de perspectiva. La información digital está llena de recortes, de huecos. E inunda el mundo. Y a nosotros. Está sembrándonos de pequeños orificios diminutos que no alcazamos a percibir. Está digitalizando nuestros cerebros.

Alabado sea el bit.

miércoles, marzo 11, 2009

Alma

Hasta 1512, en el quinto concilio de Letrán, la iglesia católica no reconoció la inmortalidad del alma. Es decir, desde una perspectiva actual, durante un 75,2% del tiempo de existencia del cristianismo, el alma de los hombres no era inmortal ni tampoco individual. Los hombres moríamos, nos descomponíamos y esperábamos el juicio final en nuestras tumbas, callados. Sin juicio a los tres días, sin cielo y sin infierno, sin purgatorio y sin limbo.

Teniendo en cuenta que hasta hace poco tiempo, para la iglesia católica, los niños que morían sin bautizar no iban al cielo sino al limbo (ya que eran culpables del pecado original) pero que, cuando el limbo dejó de formar parte de su doctrina, estos niños han encontrado por fin el camino al paraíso (pues los teólogos confían en la voluntad divina de salvar a todo el mundo), creo que podríamos deducir (y discúlpenme por mi falta de pudor a la hora de razonar sobre cuestiones divinas) que todos aquellos hombres buenos nacidos antes del cristianismo habrán recibido el mismo tratamiento, independientemente de la planta en la que se encontrara su sala de espera.

Como, a pesar de que no existen cálculos fiables al respecto, se puede estimar la población de humanos desde el inicio del homo sapiens en unos 80.000 millones de personas (más o menos), podríamos realizar una aproximación muy burda: si suponemos que mal es parte del 50% de humanos (ignorando la distribución del pecado por zonas temporales e históricas y despreciando los diferentes ritmos de crecimiento de nuestra especie a lo largo de la historia y otras nimiedades estadísticas), podemos concluir que en un instante, en un punto del tiempo, en mucho menos que un microsegundo, Dios tuvo que registrar, almacenar y contabilizar 30.080 millones de nombres, correspondientes a 30.080 millones de personas diferentes.

¿Se imaginan el barullo? ¿Se imaginan la cacofonía de imágenes, de recuerdos, de nombres que invadieron la mente divina? ¿Se imaginan el gigantesco jaleo que debe suponer el juicio final, el final de la historia, ante el cual esta pequeña actualización estadística es una nimiedad?

Suerte que la omipotencia de Dios fue un concepto introducido desde el inicio.

martes, marzo 10, 2009

Mentiras II

La primera vez que besé a una mujer tenía quince años y me gustó tanto que más de veinte años después todavía se trata de una de las cosas de las que más disfruto en el mundo. De que me besen, quiero decir. Aunque ahora ya casi me da igual si lo hace una mujer o un hombre, eso sí es cierto. En todo viaje se ganan y se pierden cosas, según dicen.
El caso es que era una chica medio pelirroja, con los dientes un poco separados, con ojos claros que se llamaba (joder, ¿cómo se llamaba?), Blanca, se llamaba Blanca. Me gustó su beso. Me gustó mucho.
Algún tiempo después, ya en la universidad, descubrí que algunos hombres eran, al menos, tan deseables como las mujeres. Al principio, el sexo con ellos me resultaba torpe y algo violento. Pero, mirándolo con perspectiva, creo que el que era algo torpe y violento era yo. Hoy en día casi lo prefiero al sexo con mujeres. Los hombres somos más simples y las relaciones ocasionales no traen complicaciones. El sexo es rápido, furtivo, morboso y satisfactorio.
Como es natural, también recuerdo la primera vez que besé a un hombre. Se llamaba Antoine y era de Marsella. Apenas tenía diecinueve años (yo no tenía muchos más) y aunque alto y fuerte, todavía tenía cara de niño. Había venido con una beca a aprender español y lo conocí en el verano de tercero de carrera. Lo vi hace algunos años y ya estaba mucho más hecho, más cuajado. Me gustó más esta última vez. También guardo un buen recuerdo de aquel beso suyo.

No sé por qué hoy la memoria me ha traído a la cabeza a Antoine y a Blanca. Estaré haciéndome mayor.

viernes, marzo 06, 2009

Japón

«El ministerio de Exteriores acaba de anunciar el nombramiento de las jóvenes Misako Aoki, Yu Kimura y Shizuka Fujioka, como Comunicadoras de Tendencias de la Cultura Pop Japonesa.
Estas tres chicas representan algunas de las corrientes de moda japonesa que más seguidores tienen en todo el mundo: el estilo Lolita, el de Harajuku (barrio tokiota de la ropa pop japonesa por excelencia) y el de colegiala.»
Fragmento de noticia de El País.

El cristianismo, al establecer una salvación individual, transformó la conciencia del hombre occidental, el concepto de su propia individualidad. Como teníamos un vínculo directo con Dios —un vínculo que, una vez roto, nos ha dejado solos y muertos de frío— los occidentales nos podíamos permitir no tener fidelidad a nada que no fuéramos nosotros mismos. Los orientales no. Los orientales se sienten parte de algo mayor. Aunque sea una tribu urbana.

Definitivamente, los japoneses me desconciertan.

Caso

Según parece, compartía el piso con otros dos hombres. Probablemente no ganaba lo suficiente como poder alquilar una casa a solas o prefería compartir piso y vivir en una casa grande en lugar de en un apartamento minúsculo. Seguro que su madre hubiera deseado que fuera un hombre de éxito, que viviera en un chalé, que tuviera un gran coche, que fuera algo que exhibir, un trofeo. Pero él no era nada de eso. No. Su piso era sobrio y masculino. Algunos libros. Algunas películas. Algunos trajes. Un empleo en una empresa de contabilidad. Viajes de vez en cuando por motivos de trabajo.

Sus colegas de oficina dicen que no notaron nada raro, que salió a la hora de siempre camino de su casa y que, de todas maneras, no era un hombre muy comunicativo. Sin embargo, sus compañeros de piso afirman que debió detenerse en algún lugar porque era bastante maniático y solía volver a casa todos los días a la misma hora. No parecieron muy tristes cuando les comuniqué la noticia, la verdad. Eso no significa nada, claro. En las series de televisión, tras una muerte, cuando alguien no está apenado o se alegra de lo que ha sucedido, normalmente suele ser culpable. Me gustaría que la vida se comportara de esa manera. Nuestro trabajo resultaría mucho más fácil. A veces me pregunto cuánta gente muere a diario en el mundo sin que nadie los vaya a echar de menos. Pero no me hagas caso, perdona. Es que estoy un poco cansado. Llevo demasiado tiempo en esto.

No tenía señales de violencia. La única pista que encontramos en su ropa ha sido la tarjeta de un club de striptease. Hemos preguntado por allí y una chica lo ha reconocido, ha dicho que bailó para él en un pase privado pero que después de meterle un par de billetes en el tanga, se fue, alegando que tenía que ver a su mujer. La chica es mulata y es increíblemente guapa, tiene unas tetas espectaculares, la verdad. Es bastante vulgar pero eso la hace aún más atractiva, qué curioso. Me extraña lo de la mujer. ¿Por qué mentirle a una bailarina? Sí, llevas razón, estoy exagerando. A veces la gente dice cosas sin pensarlas demasiado, sin que detrás haya ningún motivo raro. Tal vez, simplemente, fue testigo de algo ilegal, de algo que no debía haber visto.

Ya te digo que no me hagas mucho caso, estoy hoy charlatán y divago. Ya sabes que a veces me pasa. No, no he discutido con Lola, creo que ya no estamos en esa etapa. Ahora ni siquiera discutimos. Ahora nos callamos lo que nos gustaría decir porque hemos comprobado que ya no sirve para nada. La gente discute cuando cree que hay una razón, cuando aún tiene esperanzas de poder arreglar las cosas. Da igual, qué le voy a hacer. Volviendo al caso, esperaremos los resultados de la policía científica para ver si podemos seguir con la investigación. Creo que aquí ya no hay mucho más que podamos hacer. Un hombre de hábitos fijos, sin amantes, sin amigos íntimos, sobrio, sin vicios. Y fíjate.

Sí, a veces los casos se estancan porque no hay hilos de los que tirar, porque nadie muestra interés en que se resuelvan y la cara del muerto se va difuminando poco a poco, va desapareciendo del mundo y entonces, incluso sus fotografías en los archivos policiales parecen hacerse más borrosas con el tiempo. Es mejor no obsesionarse, hazme caso. No siempre es posible averiguar qué pasó. Forma parte del trabajo.

jueves, marzo 05, 2009

Mentiras I

Lo vi al otro lado de la calle y me alegré. No veía a Luis desde hacía más de diez años, desde la época en la que habíamos compartido grupo de trabajo en primero y segundo de carrera. Pero después de esos dos primeros años, cambió de ciudad y de facultad y no volví a saber de él. Sin embargo, durante el tiempo que fuimos compañeros, pasé muchísimo tiempo en su piso de estudiante, trabajando por la noche y escuchando bandas sonoras de películas de terror. Mientras escribíamos líneas de código, la música nos hacía recordar a Jason con un cuchillo en la mano y una máscara de hockey en la cara, disponiéndose a matar al último adolescente de la película. Durante ese tiempo, además, también compartimos otras aficiones: Twin Peaks y las películas de Linch, la música instrumental de Michael Nyman y los cómics. Cosas así.

Mi amigo era un tipo curioso —la palabra que él siempre utilizaba para describir, sin ofender a nadie, algo que no le gustaba; sí, es algo curioso, decía— que vestía de negro, era aficionado al gore e insistía en que cuando tuviera su propia casa, decoraría la entrada con un espejo deformante. Llevaba gafas, barbita y era rubio aunque ya por entonces se advertía que su pelo era demasiado fino, que probablemente se quedaría calvo antes de llegar a los cuarenta. Tenía una risa estentórea, un poco forzada, como si pretendiera dar un poco de miedo. No creo que se le pueda culpar, teníamos diecinueve años y el afán de originalidad propio de la edad. Esa es una época en la que todo el mundo se comporta como un actor en su propia sitcom y yo también forzaba mi procedencia lumpen —que no era del todo cierta pues mis padres siempre fueron de clase media y el barrio en el que me crié bastante normal— ante los demás.

En el verano del año 91, hubo un trabajo en especial —el trabajo de evaluación de una asignatura denominada análisis numérico— que apenas nos dejó dormir. Debíamos presentar para el examen de septiembre un programa que mostrara como funcionaban varios algoritmos matemáticos de resolución de problemas: ecuaciones diferenciales, integrales, derivadas, etc. Fue un largo verano en el que los dos trabajamos en su casa en agotadoras jornadas de hasta dieciocho horas seguidas. Un verano en el que Cristina, una chica del pueblo de Luis que estaba haciendo el doctorado y que estaba alojada en la casa para poder trabajar, nos cuidó como si fuera nuestra madre y nos hizo la comida y nos dio masajes y se interesó por nuestro estado de ánimo —bueno, no exactamente como si fuera nuestra madre porque, de no haber tenido novio, estoy casi seguro de que se hubiera venido a la cama conmigo— y en el que estuvimos a punto de perder los estribos más de una vez por el estrés, el apremio de la fecha de entrega y los errores que aparecían de forma inesperada en el programa y que nos mantenían con la vista fija en la pantalla del ordenador.

El trabajo duro en compañía une mucho y cuando los ánimos están agotados y el cerebro no da más de sí, se establece una relación especial entre la gente. Recuerdo una noche en la que, tras dos meses trabajando a un ritmo infernal, Luis dijo una tontería y ambos tuvimos un ataque de risa histérica. Llorábamos de risa mientras nos agarrábamos la barriga. De hecho, la estridencia de nuestra risa nos preocupó tanto que cuando acabamos, decidimos tomarnos la noche libre. Estábamos forzando demasiado la máquina y si seguíamos así aquello no podría acabar bien de ninguna de las maneras. Si seguíamos por aquel camino, una noche íbamos a llegar a las manos. Nos vino muy bien aquella noche de descanso. Nos reímos con Cristina —creo recordar que aquella fue la noche en la que intenté llevármela a la cama pero no estoy seguro— que nos explicó cosas sobre su doctorado en botánica y sobre el funcionamiento del mundo científico y las publicaciones de artículos y el impacto de las distintas revistas y esas cosas —yo creo recordar un beso, un buen beso, pero ya digo que no estoy seguro—. El caso es que, después de tanto trabajo, entregamos el programa a tiempo y conseguimos un sobresaliente. Hay pocas cosas que puedan compararse con esa sensación, con la sensación de haber trabajado duro y sentirte orgulloso del esfuerzo y que, además, el resultado se vea recompensado.

Todo esto me vino a la cabeza a la vez, en un instante, cuando identifiqué a Luis en la acera de enfrente. Como un volcado automático de memoria. Como si alguien me hubiera inyectado todos esos recuerdos, sin aire dentro, densos. Así que crucé la calle con una gran sonrisa, con la sonrisa de: colega, cuánto tiempo, me alegro de verte, qué es de tu vida, ¿tú también vives en Madrid? Con la sonrisa de toma mi teléfono y llámame algún día para charlar, ahora vivo en el centro y conozco muchos sitios que están muy bien. Ya digo que me alegré de verlo. Sin embargo, él me miró como si no me reconociera y cuando sí lo hizo y pude verlo en su cara, adoptó una expresión extraña, como si yo fuera una especie de fantasma de su pasado que no esperaba encontrar nunca más, como si toda aquella etapa que compartimos se hubiera borrado de su cabeza. Entonces me dijo que se dedicaba a la publicidad y que trabajaba por allí cerca aunque no me dijo exactamente donde. Vi en su cara que no tenía ningún interés en volver a verme, que yo no acababa de ser real para él. Advertí además que no estaba dispuesto a darme su teléfono ni a decirme donde vivía. Yo, simplemente, era alguien que le estaba obligando a recordar una época que, probablemente, había eliminado conscientemente de sus recuerdos. Aún me pregunto el porqué de su reacción. No tuve tiempo de preguntarle por Cristina tampoco (¿realmente se llamaba Cristina?).

No sé. Yo no recuerdo haber discutido con él. Siempre lo he recordado con cariño y siempre he pensado que nuestro distanciamiento, como ocurre tantas veces, se debió solo a que se fue a otra ciudad a hacer otra carrera y cambió de vida de y de compañías. Pero ya no estoy seguro de nada. Ni siquiera del beso inventado que estoy seguro que nos dimos Cristina y yo.

domingo, marzo 01, 2009

Envidia

(para Eva)


El deporte es así, cariño, tiene la ventaja de que es inapelable. Ganas o pierdes. De alguna manera, simplifica la maraña que es el mundo hoy en día. Es claro. Has corrido más, has marcado más goles, has conseguido más canastas. Está muy claro. Por eso cuando alguien triunfa en el campo, lo hace de forma también inapelable: el mejor goleador de la década, el mejor pívot, el mejor tenista. Y por eso sus fotos nos sonríen desde todos los periódicos. Porque existe un motivo objetivo para que lo hagan, porque nosotros adoramos a los ganadores.

Sin embargo, yo siempre me he preguntado por los lentos años restantes, por el día a día de los exdeportistas que ganaron, por la acumulación de tiempo que abre una vereda cada vez mayor entre el ahora y el entonces. Entre el tiempo en el que las multitudes rugían y el rostro del ídolo era el rostro humano de un dios mítico, y el ahora, tan pálido en comparación, tan anodino, tan gris. Cómo no vivir con la mirada puesta en el instante en el que el himno sonó y en el que la bandera ondeó por encima de las demás. Cómo pretender llevar una vida normal tras el momento en el que nuestro rostro estampó las portadas de todos los periódicos, tras el día en el que borrachos de éxito, aparecimos abriendo una gigantesca botella de champán ante las cámaras.

¿Cómo podemos haber envidiado en alguna ocasión a Fernando Torres? ¿Cómo podemos haber deseado marcar aquel gol?

Ilusos.