lunes, junio 06, 2011
Atasco
Supongamos un día nuboso y de color gris claro, algo metálico, veteado de blanco, lluvioso y primaveral pero con el color de los días de nieve de mitad del invierno, un día extraño en el que el color del cielo no se corresponde con la temperatura ni tampoco con la sensación de la piel al bajar a la calle; y varias filas de coches en un atasco, como hormigas persiguiendo el rastro hormonal de las congéneres, emitiendo destellos tras el aire enrarecido; y supongamos a los conductores tamborileando con sus dedos al volante mientras escuchan la radio y piensan, casi de forma inconsciente —como suele hacerlo el cerebro si no se le presta atención, como una gimnasia mental para cuando lo necesitemos—, sin reparar demasiado en ello, en una ambulancia que pasa a toda velocidad por la vía de servicio dejando un rastro de frecuencias cambiantes, camino del próximo hospital —con la prisa de la gente cuyo tiempo es en verdad significativo y dos minutos pueden marcar la diferencia entre la vida y la muerte, ya se sabe, esa línea que nos separa de forma definitiva de ellos, los muertos—, sin ser muy conscientes, digo, de esa ambulancia que pasa y del tiempo y de los miles de iguales que en el atasco, como ellos, están recordando cualquier cosa mientras los dedos hacen tap tap en el volante y la radio emite las opiniones furibundas de un locutor, o música ligera o un programa de variedades al que la gente llama a quejarse y entonces la ambulancia zumbando al lado, mientras el aire vibra y se desplaza a su paso y la corriente que entraría en los coches despeinando a los conductores si las ventanillas no estuvieran cerradas, esa ambulancia tal vez llevando en su interior la vida casi extinguida de alguien a punto de pasar al lado de los que ya no pertenecen a este mundo. Supongamos, además, que en ese momento los conductores recibieran una llamada en el móvil, una llamada inesperada, por ejemplo del número de la esposa o del marido, sabiendo como saben que están en el atasco porque ese atasco es habitual a esa hora, el atasco de todas las mañanas para ir a trabajar —qué extraño se ha vuelto el mundo cuando los atascos son a horas fijas y todo el mundo se mete en uno para ir a un trabajo que no le gusta—, una llamada inesperada que pone nervioso al conductor, que descuelga el móvil o habla al manos libres del coche o lo que quiera que haga cada uno para contestar las llamadas cuando conduce y están en la mitad del atasco diario y supongamos que todas las llamadas son iguales y en todas una voz intenta confirmar el nombre de la persona que ha contestado y tras lograrlo da la noticia de que la persona que llamaba, la mujer, el esposo, acaba de sufrir un accidente y está grave y va camino del hospital en un ambulancia pero que a esa hora de la mañana siempre hay un gran atasco y no están seguros de que la ambulancia pueda llegar a tiempo al hospital. ¿No habría, de pronto, en todas esas personas que, momentos antes, tamborileaban despreocupados con los dedos, sin prestar atención, una especie de enfoque simultáneo del recuerdo de esa ambulancia, el recuerdo de ese vehículo blanco que, estridente, ha pasado por la vía de servicio y que podría llevar a la persona querida, tal vez moribunda, tal vez a punto de convertirse para siempre en algo diferente, en algo destinado al olvido, en algo y no alguien, de esa ambulancia que tal vez lleve en su interior a alguien muriendo, alguien querido, alguien cuya pérdida corte la vida por la mitad de forma incuestionable?
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