jueves, junio 30, 2011

Rutinas

Volvió la semana pasada después de una baja laboral de casi medio año por una rotura de fémur, un accidente de esquí. Hoy, como ayer, se ha preparado un té, que siempre toma en la taza que nos regaló la empresa con su nueva imagen hace unos años, ha cogido tres galletas con fibra, solo tres, y las ha masticado con cuidado mientras miraba la pantalla. Cuando hace eso emite unos ruidos casi imperceptibles, de cuerpo satisfecho con el orden, de conciencia tranquila. Hoy, como ayer, ha pasado media hora hablando al teléfono con alguien del departamento de sistemas, instalando de forma remota todas y cada una de las últimas versiones de los programas de su ordenador. Ha ido mirando la versión de cada programa, abriendo la ventanita de ayuda y comprobando con su interlocutor que la versión de la que disponía era la última. Si no era así, pedía al operador que se la instalara, como si el hecho de no tener su ordenador todo lo actualizado posible le impidiera hacer su trabajo.
Ha revisado sus carpetas, una a una, con parsimonia, seleccionando los papeles antiguos que no quiere conservar. De vez en cuando mira hacia mi mesa, como comprobando que nada se introduce en su terreno, en su mesa pulida y limpia, sin papeles viejos, sin vasos usados de café. Lo hace a menudo. Cuando uno de mis documentos se introduce unos centímetros en su mesa, lo mira como al descuido varias veces, dejándome advertir esa mirada, una especie de aviso mudo. Si, tras intentarlo varias veces, yo sigo sin darme por aludido, hace un ligero movimiento con el que devuelve el documento a mi mesa.
Ha consultado durante más de media hora el manual de su teléfono móvil de última generación, es de esas personas que saben utilizar a conciencia los aparatos que compran, que saben programar el vídeo, que saben configurar la clave de acceso a la red wifi, que saben cambiar la orientación de la antena parabólica del tejado. Un hombre habilidoso, que compra coches de buenas marcas de segunda mano que arregla él mismo, para presumir más tarde de los años que le duran para lo baratos que le salen. También se ha levantado varias veces para cambiar de sitio los papeles de su mesa, cada cuadernillo y cada legajo a su carpeta contenedora. Cuando coge los papeles, parece la suya una tarea fundamental, como si la caída de un papel al suelo pudiera provocar un cataclismo. Agarra cada papel como pela cada manzana de su comida a media mañana, intentando economizar los gestos, siendo preciso.
En su armario, que mantiene bajo llave cuando no está en su puesto de trabajo, tiene algunas bolsas con cremalleras, de color verde botella, granate y azul marino. En una de ellas guarda varias herramientas: destornilladores de precisión, una pequeña llave inglesa, cables de red, incluso un voltímetro. En otra algo de ropa. Las cajas de tés naturales se alinean perfectamente en el estante superior de ese armario, junto a las infusiones. Siempre hay dos paquetes de galletas en la esquina superior derecha. Cuando uno de los paquetes se le acaba, compra otro. Siempre come tres galletas pero, a veces, yo acepto su ofrecimiento y también me como unas cuantas. Tal vez por eso prefiera no arriesgarse a quedarse sin desayunar, tal vez sea yo quien lo obligue a mantener dos paquetes de galletas en su armario, uno empezado y otro intacto.
Cuando he trabajado con él en algún proyecto, he advertido que concede más importancia al procedimiento que al trabajo en sí. Si le he preguntado en qué consistía un trabajo del que, durante sus vacaciones, debía encargarme yo, ha puesto mucho énfasis en explicarme cómo hace él ese trabajo: tienes que abrir este archivo, tienes que ordenar así la hoja de cálculo, tienes que irte a esta página y descargar estos datos, tienes que escribir a esta persona, tienes que marcar esto de rojo, o de verde, o de amarillo. En cambio, nunca me ha dicho este trabajo consiste en esto y lo importante es aquello, nunca ha dado por supuesto que yo sería capaz de hacerlo con otro método.
Por la tarde, un compañero le ha traído varias plumas estilográficas y las ha mirado con interés un buen rato, mientras el otro le comentaba las excelencias de un modelo u otro. Agarraba una y la giraba, la contemplaba con mucha concentración y luego hacia lo propio con la siguiente. Al rato lo he visto midiendo las plumas con una regla gris sobre un papel en blanco y me he preguntado a qué tanto interés. Más tarde, me ha hablado de la suya y de cómo la utiliza tanto en casa que es normal que quiera informarse ahora de la bondad de las plumas estilográficas que el compañero vende. He pensado en que para qué querría este hombre con su querencia por la mesa limpia y sus maniáticas rutinas —esos pequeños gestos que hace, pretendiendo mantener fuera el desorden del universo, tal vez la muerte, quién sabe—, para qué querría una pluma un hombre tan prosaico, tan apegado a la realidad más pequeña e insignificante. Al terminar el día lo he visto, consultando fotografías ampliadas de plumines y páginas especializadas en el tema en Internet.
Creo que tiene la necesidad constante de emplear sus manos en algo, como si al detenerse pudiera asomarse a alguna clase de abismo con algo terrible en el fondo, alguna clase de verdad definitiva e incuestionable. A veces me pregunto qué se verá allá abajo, que es tan terrible que lo empuja a no parar, a no detenerse, que lo empuja a emplear su tiempo en nimiedades, a estudiar el manual del teléfono móvil, a asignar un género a todas y cada una de las cinco mil canciones en MP3 que tiene grabadas en su disco duro, a pasar horas consultando los mejores precios de cualquier cosa que haya pensado comprar. Me lo pregunto y no tengo ni la más remota idea.

lunes, junio 27, 2011

Siestas

El verano, mi verano, son un par de cosas: los árboles de la piscina meciéndose, agitándose suavemente en la brisa y el sonido del ventilador en la penumbra de mi casa a la hora de la siesta.

En la piscina nado un largo tras otro mientras noto mi cuerpo cada vez más y más adaptado, como si le salieran escamas y se fuera estilizando a medida que caen los metros y más tarde, tumbado en la toalla, miro los árboles y pienso en la absoluta e incomprensible complejidad del mundo; siempre vuelvo sobre lo mismo pero como ya me conozco y sé el curso que tomarán mis pensamientos, no les hago mucho caso, dejo que se formen como una neblina, al fondo de mi conciencia y no les presto atención. Es una rutina que consigue relajarme, es comenzar a pensar en los árboles y notar como mi cuerpo cada vez hace más presión sobre el suelo, el aviso de que me estoy quedando dormido. La mente funciona de forma extraña. Escucho el rumor de los árboles, como de costa cercana, el viento entre las miles de hojas que cambian del verde claro al oscuro dependiendo de la cara que nos toque ver en ese momento, los rayos de sol pasando intermitentemente entre las hojas, los gritos lejanos de los que se lucen en la piscina, siento todo eso y, poco a poco, pierdo la conciencia sin ser consciente de estar haciéndolo. Poco a poco, los gritos de los demás dejan de ser inteligibles y todo, los gritos, el rumor de las hojas, los chapoteos, se funden en una amalgama, en el rumor sonoro que acompaña a mi siesta después de nadar.

En casa, el esfuerzo de los ciclistas subiendo el Tourmalet o cualquier otra pendiente en una carretera francesa, sus caras desencajadas, su transpiración, sus brazos fibrosos agarrados al manillar consigue un efecto similar. Oigo la cháchara de los presentadores, que deben rellenar varias horas de animado cotilleo y presto atención a las floridas expresiones de los periodistas: serpiente multicolor, la ronda gala, a la leve exasperación que dejan traslucir en sus comentarios sobre el doping, más conscientes que nadie sobre lo poco honorable que resulta ahora un deporte que representaba la esencia misma del esfuerzo y la superación hasta no hace mucho, veo los planos aéreos de los helicópteros y escucho el ventilador moviéndose en la penumbra, apenas rota aquí y allá por los pequeños huecos de las persianas, los papeles levemente agitados por la corriente de aire, que noto en la piel, siempre a punto de arrancar a sudar y, poco a poco, los comentarios de la televisión, el zumbido del ventilador y los ocasionales gritos en la calle, se convierten en un todo mullido y amable que me abraza, en un todo fresco y umbrío que me cubre como si se tratara de una manta de descanso.

jueves, junio 16, 2011

Miedo

El día que íbamos al cementerio para hacer una sesión de espiritismo siempre nos levantábamos con una inquietud especial, sabiendo ya de mañana que la noche nos traería miedo, inquietud y risas nerviosas. Saberse a salvo en medio de un miedo más imaginado que real, como en el cine de terror, era la mejor manera de ir abandonando la niñez poco a poco y de introducirnos en la adolescencia, una etapa en la que el miedo dejaría de ser imaginado para convertirse en algo real, en algo que nos acechaba en cada esquina o en cada beso.
En realidad, aprender a vivir, pienso ahora, es aprender a convivir con el miedo y envejecer es lo contrario, olvidar como se hace eso y dejar que el miedo te venza. Una más de las extrañas simetrías que forman parte de la vida: la adolescencia nos hace valientes y la vejez cobardes. No es difícil llegar a una conclusión de ese tipo desde esta ventana, mirando las colinas suaves y sin poder moverme de mi silla, cada día un poco más cerca de aquel niño incapaz de andar que fui alguna vez.
A las siete de la tarde se hacía de noche y aunque todos teníamos que estar en casa sobre las diez las horas entonces eran mucho más largas que ahora. Sabíamos que a las ocho se cerraba y que los vigilantes se quedaban en su caseta cenando algo y viendo la televisión despreocupados. Aquella televisión, panzuda y beige, tenía dos antenas de cuerno que había que girar todos los días hasta que la recepción mejoraba. Una rueda les permitía cambiar de canal. En ello pasaban quince minutos y cuando comenzaba el telediario los dos ya estaban comiendo una tortilla francesa en unos platos de cristal verde, en una pequeña mesa con hule de plástico de flores, grandes y rojas, lo recuerdo como si lo estuviera viendo en este momento. Cuando abrían la botella de vino, nos agachábamos y sin levantar la cabeza rodeábamos el cementerio hasta llegar al agujero.
Una vez dentro, discutíamos en voz baja cuál era el mejor lugar para el juego de la ouija. Yo siempre prefería la zona de los panteones, con los ángeles de piedra y las vírgenes pero el Antoñín, en cambio, prefería quedarse cerca de la salida, en una zona más iluminada. Siempre daba la misma excusa: si nos metemos ahí dentro no podremos ni siquiera ver la copa y no sabremos lo que nos quieren decir los espíritus. Bah, lo que te pasa es que eres un cagueta, le decíamos para tomarle el pelo, si quieres irte, por nosotros no pases un mal rato. Y se quedaba, claro.

jueves, junio 09, 2011

Trajes

—Joder, cuánto tiempo, ¿qué tal?
—Muy bien, muy bien —contesta el hombre del traje caro, cuerpo delgado, aspecto deportivo y calva reluciente.
—¿Dónde estás ahora?
—En multinacionales, me pasé al corporativo. ¿Sabes algo de Pedro?
—Qué bien, me alegro por ti. Sí, Pedro se fue a la sección internacional, ahora está en Washington, viajando mucho. Está feliz —repone, quitándose las gafas de sol, la mujer delgada y elegante, de larga melena rubia.
—Joder, algo había oído. Supongo que no se puede quejar —dice el hombre calvo del traje caro y mocasines hechos a mano. Bueno, a ver si desayunamos...
—Claro, cuando quieras dame un toque.
Y ambos hacen como si no siguieran a dos metros y retoman las conversaciones que tenían con los acompañantes y miran hacia delante esperando su comida para evitar el momento incómodo que supone volver a cruzar las miradas cuando ya se han saludado de manera ritual.
En ese momento, pienso que me encantan las multinacionales y la gente que se mueve por ellas con facilidad, tan seguros de vivir en el mejor de los mundos. Ejecutivos de trajes caros y colegios de pago que se sienten a salvo, que se saben del lado seguro de la frontera, en la cúspide de la pirámide social. Ejecutivos que no se plantean absurdos dilemas morales, cuestiones propias de la juventud. Son reconocibles por la ropa, no solo por su buen corte sino por lo bien que les queda. El deporte forma parte de sus vidas de forma habitual. La gente no se fía de un ejecutivo gordo, eso es algo del siglo XX, los ejecutivos del nuevo siglo apenas tienen un 5% de grasa en su masa corporal. Solo los presidentes pueden ser gordos y calvos. Los presidentes y los trabajadores, quienes, por muy cualificados que estén, siempre serán descartables, sustituibles y computables como recursos: horas hombre mes.
Si algún resentido social, dispuesto a acabar con la vida de los triunfadores, lee esto, que recuerde que siempre están en buena forma y siempre llevan traje y zapatos caros. Ah, y que sus gafas de sol siempre están a la última.

lunes, junio 06, 2011

Atasco

Supongamos un día nuboso y de color gris claro, algo metálico, veteado de blanco, lluvioso y primaveral pero con el color de los días de nieve de mitad del invierno, un día extraño en el que el color del cielo no se corresponde con la temperatura ni tampoco con la sensación de la piel al bajar a la calle; y varias filas de coches en un atasco, como hormigas persiguiendo el rastro hormonal de las congéneres, emitiendo destellos tras el aire enrarecido; y supongamos a los conductores tamborileando con sus dedos al volante mientras escuchan la radio y piensan, casi de forma inconsciente —como suele hacerlo el cerebro si no se le presta atención, como una gimnasia mental para cuando lo necesitemos—, sin reparar demasiado en ello, en una ambulancia que pasa a toda velocidad por la vía de servicio dejando un rastro de frecuencias cambiantes, camino del próximo hospital —con la prisa de la gente cuyo tiempo es en verdad significativo y dos minutos pueden marcar la diferencia entre la vida y la muerte, ya se sabe, esa línea que nos separa de forma definitiva de ellos, los muertos—, sin ser muy conscientes, digo, de esa ambulancia que pasa y del tiempo y de los miles de iguales que en el atasco, como ellos, están recordando cualquier cosa mientras los dedos hacen tap tap en el volante y la radio emite las opiniones furibundas de un locutor, o música ligera o un programa de variedades al que la gente llama a quejarse y entonces la ambulancia zumbando al lado, mientras el aire vibra y se desplaza a su paso y la corriente que entraría en los coches despeinando a los conductores si las ventanillas no estuvieran cerradas, esa ambulancia tal vez llevando en su interior la vida casi extinguida de alguien a punto de pasar al lado de los que ya no pertenecen a este mundo. Supongamos, además, que en ese momento los conductores recibieran una llamada en el móvil, una llamada inesperada, por ejemplo del número de la esposa o del marido, sabiendo como saben que están en el atasco porque ese atasco es habitual a esa hora, el atasco de todas las mañanas para ir a trabajar —qué extraño se ha vuelto el mundo cuando los atascos son a horas fijas y todo el mundo se mete en uno para ir a un trabajo que no le gusta—, una llamada inesperada que pone nervioso al conductor, que descuelga el móvil o habla al manos libres del coche o lo que quiera que haga cada uno para contestar las llamadas cuando conduce y están en la mitad del atasco diario y supongamos que todas las llamadas son iguales y en todas una voz intenta confirmar el nombre de la persona que ha contestado y tras lograrlo da la noticia de que la persona que llamaba, la mujer, el esposo, acaba de sufrir un accidente y está grave y va camino del hospital en un ambulancia pero que a esa hora de la mañana siempre hay un gran atasco y no están seguros de que la ambulancia pueda llegar a tiempo al hospital. ¿No habría, de pronto, en todas esas personas que, momentos antes, tamborileaban despreocupados con los dedos, sin prestar atención, una especie de enfoque simultáneo del recuerdo de esa ambulancia, el recuerdo de ese vehículo blanco que, estridente, ha pasado por la vía de servicio y que podría llevar a la persona querida, tal vez moribunda, tal vez a punto de convertirse para siempre en algo diferente, en algo destinado al olvido, en algo y no alguien, de esa ambulancia que tal vez lleve en su interior a alguien muriendo, alguien querido, alguien cuya pérdida corte la vida por la mitad de forma incuestionable?

jueves, junio 02, 2011

Tergal

Hace veinte años, la primera vez que salí al extranjero me sorprendió la variedad de aspectos que la gente de mediana edad tenía fuera. Había gente con el pelo largo, con vaqueros rotos, con pinta de roqueros, señoras mayores con el pelo blanco muy corto y muchos abalorios, etc. Supongo que se hacen una idea. Entonces pensé que en España los hombres y las mujeres se uniformaban cuando pasaban de los cuarenta. Ya saben, pantalones de tergal, faldas por la rodilla, zapatos cómodos para ellos, medio tacón para ellas, como si a partir de cierta edad perdiera importancia por completo el aspecto o, peor aún, como si la historia personal de cada uno fuera exactamente igual a la de los demás.
La generación del uniforme de persona mayor, la de mis padres, fue joven en los setenta y siempre me ha puesto muy triste que además no tuvieran el más mínimo interés en la música, precisamente en la década en la que casi todos los géneros se perfilaron, que no tuvieran discos de Hendrix, de Joplin, de Marley, de los Stones, de los Beatles, de Led Zeppelin. Aquí sonaba Juanito Valderrama, es la verdad, una generación perdida para la música.
Los que escriben en los periódicos, los intelectuales de este país recuerdan una historia diferente, claro. Recuerdan escapadas a París, viajes clandestinos, la revolución de los claveles, vinilos comprados en Londres con el último éxito de los Animals, cuestiones históricas, míticas, que les permiten considerarse coetáneos de los demás europeos, de los que tienen ahora la edad de la jubilación. Y no digo que no fuera así para una minoría de gente con dinero, de gente ilustrada que vivía en Madrid o Barcelona pero la verdad general es otra. Por lo que yo sé, por las historias de mis padres, de mis tíos que tenían mi edad en los noventa, más o menos, ser joven en el franquismo les imprimió unos esquemas mentales en los que, bueno, cualquiera que sacara los pies del plato era automáticamente mal visto por los demás, especialmente en cuestiones estéticas. Ya saben: melenudos, ye-yés, esas cosas que sucedían en España a la vez que Jimi Hendrix prendía fuego a una guitarra y agitaba aquellas manos de dedos largos animando las llamas, en una especie de oración pagana, mientras que aquí sonaba Jeannette y vivíamos en un paraíso de seguridad, y, afortunadamente y excepto en las bases americanas, no había negros desagradables como aquel, no sé si me explico.
Hay que reconocer a la generación de mis padres que ha realizado un gran esfuerzo y que se ha adaptado a todo lo que ha venido después, a los hijos gays, a los hijos punkis, a las parejas que vivían sin casarse, a los nietos fuera del matrimonio, a los divorcios y a compartir a los nietos con varias parejas de abuelos, a los ojos rojos de sus hijos a las siete de la mañana, al volumen atronador de la música en la habitación. Hay que reconocerlo. Pero muchas veces me pregunto que queda de aquel franquismo sociológico en la sociedad que sigue llevando a mucha gente de mi edad a ponerse los pantalones de tergal, los zapatos cómodos y a pasarse media vida silbando una copla cuando pasan de los cuarenta. Tal vez sean los años, no lo sé, pero me escama, la verdad.