jueves, diciembre 18, 2014

Sic tibi terra levis



Una compañera de trabajo está muriendo en el hospital. Le diagnosticaron un cáncer hace un par de años que no era operable y aquí está acabando todo. La última vez que la vi fue en mi barrio, tenía buen aspecto y parecía muy animada. Me estuvo contando que le habían cambiado la medicación y que tenía más energía. 

No es que fuéramos, exactamente, amigos, era más bien esa clase de cordialidad que se desarrolla entre compañeros de trabajo con cierta afinidad. Le gustaban los libros, su marido era filósofo y escritor, se interesó lo suficiente por mí como para conocer mi librería y comprarme algunos libros. Me caía bien, la verdad, y he sentido mucho hoy enterarme de la noticia. La esperábamos, pero eso no cambia la sorpresa. Ella pensaba durar mucho más tiempo, hablaba de sobrevivir diez años a la enfermedad, según me han contado, pero, al final, han sido dos, solo dos. Había nacido en el mismo año que yo y eso también me ha afectado, no deja de ser un espejo en el que mirarse aunque uno no quiera. Cuarenta y tres. 

La noticia se ha transmitido en voz baja entre los compañeros, como si hablar de la muerte en el trabajo pudiera atraer la mala suerte o, lo que es peor, como si mencionarla solo convocara lugares comunes y obvios. Es delicado, es mejor no hablar de, a todos nos tiene que tocar y qué pena. Generalidades. A fin de cuentas, la relación entre compañeros de trabajo es una relación incompleta, algo impostada. Puedes odiar a tu compañero de trabajo, pero solo lo ves ocho horas al día y luego deja de tener influencia alguna en tu existencia, así que puedes olvidarlo por completo durante otras dieciséis. Qué más da entonces. Por qué traer la muerte a la conversación. 

Más tarde, la gerente ha dicho que nos invitaba a una caña por las fiestas. He bajado esperando, al menos, que hubiera algún brindis, alguna palabra cariñosa, algún recuerdo. Pero mi gerente parecía predispuesta a olvidar el tema. Se ha puesto a hablar de las vacaciones, como si no hubiera pasado nada, como si no nos hubiéramos enterado esta mañana de que teníamos una compañera agonizando. Repito, agonizando. 

Me ha parecido indecente y esclarecedor. Dedicas un tercio de tu vida a trabajar con gente que no quiere ni mencionar algo como esto. Esclarecedor. Y he sacado el tema conscientemente, he mirado a la gerente a los ojos y he dicho: ¿Te has enterado de lo de...? Llevo todo el día triste. Es antinatural morir a esa edad. Joder, tenía mi edad. Estoy muy afectado. Eso he dicho. Y, de repente, ha vuelto la humanidad al grupo. La hemos recordado, la hemos compadecido, hemos hablado de padres y abuelos seniles, hemos recordado historias familiares de cáncer, he vuelto a explicar mi teoría del círculo de olvido que nos lleva de nuevo al mismo lugar del que hemos salido, hemos hablado de muerte, de dolor y de pena, joder. He deseado sinceramente que haya tenido tiempo de despedirse de lo que amaba, de irse bien, y lo he dicho en voz alta. Todos nos hemos puestos a hablar de lo que haríamos en su lugar. Hemos sido ella un poco. Solo un poco. Y, por un momento, un momento tan solo, le hemos rendido homenaje. Tal vez no el que se mereciera, pero al menos ha sido algo. 

Me he sentido orgulloso de haber obligado a todo el mundo a hablar del tema. Y muy triste a la vez por el mundo de mierda este en el que nos hemos acostumbrado a vivir.

Que la tierra te sea leve, querida.