miércoles, enero 23, 2019

Raro



Es raro el tiempo. No el espacio-tiempo (para un físico, una dimensión comprensible, han estudiado las ecuaciones), sino, siendo precisos en la expresión (la mot juste), su percepción. 

Épocas hay en la vida en la que se estira y se adensa, en las que el cerebro tiene que procesar las sensaciones nuevas una tras otra y se atora y parece no dar de sí, atascarse ligeramente, y entonces tenemos la sensación de que dura mucho más de lo que dura, al igual que cuando vamos caminando a un sitio que no conocemos nos parece el paseo mucho más largo a la ida que a la vuelta. Épocas que, mucho más tarde, cuando apenas recordemos los hechos y nos conformemos con ser capaces de convocar cierta sensación sobre ellas, se recubrirán de un aura mítica que no tendrá importancia más que en la historia de nuestra vida que nos contamos. En nuestra identidad, quiero decir. 

También las hay en las que parece fluir demasiado rápido, como si hubiera disminuido su viscosidad y la miel se hubiera transformado en aceite y luego en agua y circulara por las tuberías de la realidad a una velocidad inesperada, normalmente cuando los afanes cotidianos se enmarcan en una rutina, en una repetición de las cosas buena y adecuada para nuestra salud mental o algo así. Y damos brazadas en la piscina (una tras otra tras otra y así durante una hora completa) pensando en lo que tarda el tiempo en pasar para acabar descubriendo al día siguiente que ya lo hizo y nuestros hijos han crecido treinta centímetros. Y nosotros sin enterarnos.

Y días en los que, como un buceador que, de repente, es consciente del peso de la columna de agua que tiene sobre sí y comienza a respirar de forma irregular y a acumular dióxido de carbono en la máscara, te golpea así sin más. Una buena hostia con la mano abierta, de esas más humillantes que dolorosas. Ubi sunt, ya saben. 

Algo bueno tiene el tiempo, eso sí. Todo acaba por pasar.

miércoles, enero 16, 2019

Futuro



Ayer estuve con un amigo cenando y charlando y salió en la conversación una entrevista que había leído en un diario en la que un columnista decía algo así como que la clase media está formada, realmente, por pobres en excedencia y que, desgraciadamente, gran parte de los que formamos parte de ella volveremos a la pobreza que históricamente siempre nos ha correspondido. 

No es que sea la idea más optimista del mundo, pero estoy bastante de acuerdo con ella a mi pesar. No sé si es falsa conciencia de clase, el pesimismo propio de los tiempos o alguna otra cosa, pero mucho me temo que mis hijos van a tener menos oportunidades de las que yo tuve. Aquello de estudia, trabaja duro y demás, aquello que me funcionó a mí (que subí un par de peldaños en la escalera social, que he ganado más dinero que mi padre casi desde el comienzo de mi carrera laboral) no creo que les funcione a ellos. 

La clase media con la que me relaciono habitualmente en el trabajo combate esa preocupación de una única manera: con dinero. Con educación privada, idiomas, estancias en el extranjero, carreras, másteres. Creo que es una aproximación válida. Si se trata de competir por unos pocos puestos de trabajo bien remunerados (para tener una vida libre de las preocupaciones más inmediatas, para poder hacer planes a medio plazo), es lógico intentar contar con la mejor preparación. También cuentan con una tradición familiar de títulos universitarios que yo no tengo. Entiendo que para ellos lo más natural es pensar sobre la formación de sus hijos tal y como sus padres pensaron en la suya.

Hay otro vector, claro. La herencia. Dejar a tus hijos dinero o propiedades también puede garantizarles una vida más plácida, con menos preocupaciones prosaicas, al menos. Yo también pienso a menudo en hacer el esfuerzo de mantener mi piso en el centro de Madrid para dejárselo a mis hijos, ahorrándoles así el principal problema de las grandes ciudades, la absurda cantidad de dinero que hay que dedicar a la vivienda. La falta de tradición familiar en títulos universitarios también influye en el patrimonio, qué le vamos a hacer.

Ahora bien, tal vez el dinero y la competitividad no sea la única manera de preparar a tus hijos para el futuro. Tal vez haya llegado el momento de potenciar también en ellos la austeridad. De hacerles entender que no hacen falta tantas cosas para vivir con plenitud, que el conocimiento es un bien en sí mismo, independientemente de la aplicación práctica que podamos darle, que no hace falta tanto para poder vivir una vida digna, a pesar de lo que nos cuenten, a pesar de las nuevas vidas de santos que nos ofrecen los medios, en las que se nos cuentan con pelos y señales las trayectorias de todos esos genios de Silicon Valley y que siempre acaban mencionando los miles de millones que tienen. Que hay gente feliz que no juega a eso de ganar más dinero a toda costa, que la sociedad ha llegado a un extremo en que le resulta imposible concebir el éxito vital más allá de la cuenta bancaria. 

Prepararlos para vivir con poco. Hacer de la necesidad virtud. 

Aunque tal vez esta reflexión, en el fondo, lo único que esconda sea la aceptación de una derrota. 

martes, enero 08, 2019

Iberismo



Si, después de cierto tiempo, vuelvo a escribir es porque, como en otras ocasiones, una obra literaria y una película me llevan a hacerlo. La novela es Los asquerosos de Santiago Lorenzo, la película, Tiempo después, de José Luis Cuerda. Creo, además, que como siempre ha ocurrido en el arte, las obras cuentan con una suerte de gravedad intrínseca que les hace acabar convergiendo entre ellas por afinidades que, en muchos casos, no resultan evidentes (Homero, Joyce y Dan Simmons, por ejemplo). 

En el caso que nos ocupa, lo que provoca que ambas obras recorran trayectorias similares (piensen en una canica girando dentro de un cono, tal y como recomiendan para comprender de forma intuitiva el espacio-tiempo) es la búsqueda voluntaria de un idioma diferente, un idioma al margen de los convencionalismos y estupideces que los distintos medios de comunicación de masas han ido introduciendo en el lenguaje poco a poco, como una lluvia fina (decía Nacho Vegas que ha cambiado el significado de algunos verbos como disfrutar).

En ambos casos, los autores utilizan un idioma castellano pleno de arcaísmos, localismos y repertorios léxicos poco comunes (mucho más en el caso de Los asquerosos, que para eso es una novela y no cuenta con más recursos que el idioma para el escenario, la tramoya y la trama). En ambos casos, hay una crítica (nada de crítica feroz, creo que esa expresión jodería a ambos autores por manida y me pondrían por vago la cruz encima sin dudarlo) al sistema imperante: este neoliberalismo de coaching y autoexplotación que todo lo pringa con sus feas patitas.

Y, lo más importante, en ambos casos, el humor absurdo es el recurso utilizado, el humor como última línea de defensa ante la sandez, un humor ibérico lleno de mala leche, pero que, precisamente por eso, parece ofrecer cierta esperanza. No sé de qué, pero esperanza. 

Háganme caso. Lean la novela. Vean la película. Empiecen bien el año.