martes, octubre 25, 2011

Extrarradio

El agua salpica el costado de la moto mientras los coches pasan a mucha velocidad por la izquierda. La lluvia y la noche lo confunden todo. El viento la empuja y las manos del conductor se agarran con fuerza al manillar, atento a no pisar las líneas de la carretera. Trata de ver algo a través de la visera del casco, entreabierta para evitar la condensación. Su ropa de agua negra está empapada y brillante. Tiene cara de acojonado, la verdad, como si estuviera deseando llegar a su destino, sea el que sea.

Y yo en mi coche nuevo, no como este idiota. No hay olor como el de un coche alemán de gama alta recién sacado del concesionario. Ese olor a cuero mezclado con el de la electrónica y los paneles de madera. Ni el de los bebés, qué coño. Además, el agua que cae debe de estar llena de mugre. El hongo de contaminación que rodeaba la ciudad hasta anoche se ha deshecho gracias a ella. Estoy seguro de que el cáncer, o más bien, su posibilidad, chorreaba esta mañana desde el cielo.

Hay que ser desgraciado para llevar una moto un día como hoy, para ser un hombre hecho y derecho —lo es, se le ven las canas de la barba— y no haber podido ganar el suficiente dinero para tener un coche. No hace falta tanto, para un coche. Ahora los hay muy baratos y, se mire como se mire, no se puede vivir sin él en una ciudad como esta. Hay que ser anormal para ser capaz de meterse con una moto como esa en una gran vía de circunvalación, bajo un aguacero, a setenta por hora, bien pegadito a la derecha y confiar en que todo el mundo ha tomado su café y está lo suficientemente despierto para esquivarte si no te ven. Imbécil.

Con el último coche me equivoqué y dejé a la gente fumar dentro. A los dos meses olía a cenicero. No me pasará lo mismo con este. Terminantemente prohibido encender un pitillo dentro del coche, se lo digo a todo el mundo. Los compañeros bromean con mi cambio de opinión. Me toman el pelo y me recuerdan que no hace mucho yo defendía mi derecho a fumar en mi propio coche si me daba la gana. Incluso a tomar una copa de vino por mucho que digan las leyes. Ya, pero ¿y el olor?, ¿cómo conservar el olor si dejas a la gente fumar? Nada, que ya no se fuma en mi coche.

Míralo, qué idiota. Y bueno, tiene suerte porque con la cantidad de coches que hay, no podemos pasar de setenta y más o menos se mantiene a la velocidad adecuada. Si ni siquiera es una moto de verdad, es una escúter de esas de 125 que te dejan llevar con el carnet. Bah, ya son ganas, la verdad. Ponerte chorreando, pasar frío… 23 grados ahora mismo en el asiento del conductor y 26 si quiero en el del copiloto. Y sonido envolvente. De 0 a 100 en 6 segundos y seis airbags. Te caes por un barranco con este coche y ni siquiera te enteras. Ya ves. No como este capullo. Si se fuera al suelo, habría que ver si se levanta.

Ahora, a la izquierda, ya. Ja. Lo siento, colega. Ya, ya, pita lo que quieras. Haber andado más listo. Eso te pasa por dejar dos metros en un atasco como este. Y otra vez. Bien. Joder, me queda una hora en la carretera. Mierda. Puta ciudad esta en la que caen cuatro gotas y parece el Apocalipsis. Todos los años igual. Cuatro gotas y todo el mundo en coche a trabajar, a hacer cola en el atasco. Como idiotas todos. Una hora para llegar. Y luego buscar aparcamiento, que esa es otra. Tardaré dos horas pero por lo menos son dos horas sin tener que aguantar a la mujer. Eso ya es algo.

sábado, octubre 15, 2011

Baudelaire

(Para Nano)

He visto hoy un retrato de Baudelaire en un suplemento cultural. Parece un contable el hombre, con esas ojeras marcadas y la frente despejada, con la corbata de lazo en el cuello y ese gesto serio, adusto. Un perfecto oficinista. También lo fue Kafka, a quién descubrí en su etapa de jefe entregado a una correduría de seguros en su museo de Praga. ¿Por qué tendremos esa imagen suya de escritor torturado? Un hombre de ciudad perfectamente adaptado a su entorno pequeñoburgués, ese es Baudelaire. Más tarde he leído que fue el primero de los modernos, el hombre que lo cambió todo, el primero de los nuestros. Vale. He pensado entonces que la imagen que proyectamos está normalmente tan alejada de lo que realmente somos que solo aquellos que no tienen más que ofrecer aparecen realmente en las fotos. Victoria Beckham y Baudelaire. He buscado en Google, interesado por saber cuántas entradas aparecen de cada uno. Resultado: 90.300.000 y 26.800.000: sí, la Beckham supera al primero de nosotros en 65 millones de entradas. La gente prefiere la verdad sin envés, lo evidente, la imagen, la representación. Me ha parecido importante sin saber exactamente por qué, toda esa gente pendiente de la imagen que proyectan las estrellas sabiendo que no hay más, sabiendo que si rascaran la superficie lo que encontrarían sería aún más superficie. He mirado por la ventana y he visto a la vecina. He de reconocer que esa chica me gusta. He vuelto al artículo y no sé, Baudelaire parecía un desgraciado, esa es la verdad. Tal vez la felicidad estribe en la frivolidad y la estupidez. No sé qué pensar. Releo este texto y me parece un texto de Fernández Mallo. Espero que él no tenga una viuda que vele por sus derechos. De ser así, tendría que retirar este texto del blog y no me apetece. Sobre todo, teniendo en cuenta que la Beckham tiene muchos abogados.
Me da igual, si quieren guerra, aquí me encontrarán.
Leyendo.

jueves, octubre 06, 2011

Croacia

«Eres el extranjero que llega a una ciudad desconocida por completo. Ignora su lengua, el trazado de sus calles. No tiene allí ni amigos ni interlocutores. Se aloja en un hotel cuya tarjeta guarda en el bolsillo porque ni siquiera sabría decir la dirección en caso de perderse. Tumbado en la cama, con la mirada fija en el techo, oye voces infantiles a través de la ventana. No entiende ni una palabra. De pronto es consciente de su extranjería absoluta: no conoce a nadie, no tiene raíz alguna. El futuro se extingue en la puerta de la habitación y el pasado agoniza junto a las luces del crepúsculo que colorean una fea reproducción que cuelga en la pared. El pánico roza su alma. Está a punto de ser tragado por el remolino. De pronto, no obstante, se invierte el curso de los acontecimientos y el remolino lo expulsa hacia fuera. Experimenta un enorme alivio: bajará al vestíbulo, saldrá a la noche de la ciudad. ¿Hay en el mundo alguien más libre que él?»

Visión desde el fondo del mar. Rafael Argullol.



Creo recordar que fue Wallace Stevens el que dijo que es imposible citar palabras que no sean las propias o algo así.


Una habitación fea desde la que contemplas la esquina de una calle con un nombre impronunciable, que además ni siquiera eres capaz de escribir, en una ciudad —Perûsić, Gospić, alguna de las ciudades del interior de Croacia, por ejemplo—, de la que no sabes apenas nada. Dejas el coche en un lugar que más tarde no consigues encontrar y das la vuelta a la muralla de la ciudad un par de veces hasta que consigues ubicar el lugar en el que lo has dejado. Buscas un alojamiento en una ciudad sin hoteles, preguntando en inglés a jóvenes amables por una habitación y acabas llegando a un hostal en la segunda planta de una plaza peatonal en la que no se puede aparcar y te haces entender mediante gestos por una vieja de mirada codiciosa. Piensas que tal vez su avaricia venga de una época de necesidad, como un reflejo, como lo que sucedía con nuestros abuelos que siempre insistían en ofrecer comida —¿quieres un yogur?, ¿te frío un huevo?— y recuerdas los tiempos duros que vivió el país no hace tanto. Hace nada, en realidad. Es todo eso, sí. Dejas la habitación y sientes esa libertad salvaje de la que habla Argullol, esa absoluta falta de raíces que te hace pensar que serías capaz de ser otra persona porque, a fin de cuentas, somos, en gran parte —aunque no nos guste pensarlo— lo que hacemos, somos los lugares que habitamos, las personas que saludamos a diario, el café con dos de azúcar —americano, por favor— que tomamos en el bar donde se reúnen todos los gitanos del barrio madrileño donde vivimos, eso y poco más, el despertador sonando a las seis de la mañana para ir a hacer algo que no queremos hacer y que pensamos que no es importante, que no es nosotros, cuando lo es mucho más de lo que nos gustaría. Y ahora estamos aquí en una ciudad croata y nadie nos espera y no conocemos a nadie y no nos importa y al sentarnos en la terraza de una cafetería en los alrededores de una muralla —romana, como todas las de la zona, zona antigua en la que muchos pueblos aún conservan el nombre de vía augusta para sus calles principales— y pedir una cerveza sientes que —casi— podrías quedarte aquí para siempre y aprender croata y montar una academia de inglés o de informática y dedicar las tardes a escribir o a pasear o a navegar o a pescar, a cualquier cosa, piensas por un momento que serías capaz de todo.

En fin, creo recordar que fue Wallace Stevens el que dijo que es imposible citar palabras que no sean las propias o algo así.