Vuelvo a hablar de literatura, porque, al final, después de
tantas idas y venidas, después de tantas cosas, sigue gustándome hacerlo,
aunque ya me lo piense mucho antes de ponerlo por escrito (hay tantos
escritores en Facebook diciendo sus cosas, tantas editoriales anunciando la
última obra maestra, tantos poetas de baratillo glosando el atardecer, que se
me hace cuesta arriba ponerme con las palabras escritas: una hormiga tras otra
tras otra).
Otra de Chirbes, (“Los viejos amigos”), una película (“La
gran belleza”), alguna conversación que otra (“no creo que Sandman, de Gaiman,
sea adaptable al cine”) y de nuevo las ganas de escribir y no solo ficción, (siempre
agazapado ahí el deseo, contenido en su jaula), también este ir escribiendo
pequeños ensayos, si es que eso no ha dejado por completo de tener
sentido hoy en día, en esta inundación.
Chirbes y el estilo. Sorrentino y el estilo. Gaiman y el
estilo. Las narraciones que más me intrigan o interesan, llámenle como quieran,
son las que no se pueden adaptar de un medio a otro sin despojarlas de una
parte esencial. Hablo de un arte, digamos narrativo, claro, porque la poesía o
la pintura son otro deporte. Son obras tan intrínsecamente ligadas al medio en
el que han nacido, tan entrelazadas el contenido y la forma en ellas que
cualquier adaptación está destinada al fracaso o, en el mejor de los casos, a
la amputación (piensen si no en la serie “Crematorio”, fantástica como serie y
tan alejada de la novela en todos los sentidos).
El estilo, la forma y el contenido, un tema antiguo como el
mundo (al menos desde que el mundo es mundo y registra por escrito las cosas).
No eso solo el estilo libre indirecto propio de Chirbes, o la extraña alegoría
de Sorrentino o los mitos y tiempos entremezclados de Gaiman con todas sus
referencias, es la impresión de asistir a algo más que una historia, a algo más
que planteamiento y nudo y desenlace, es descubrirse días más tarde pensando
(soñando incluso) en esas obras, en esos mundos.
Nuestra impedimenta mental. No es poco eso.