martes, junio 06, 2017

Uriarte



De los diarios de Iñaki Uriarte: “En conjunto, de la vida se recuerdan pocas cosas. Los mayores nos repetimos mucho, pero es que no nos acordamos de nada más. Schopenhauer dice en algún sitio que uno se acuerda de su propia vida solo un poco más que de una novela que haya leído”.

No sé por qué no he leído este libro antes. Lo he vendido, lo he recomendado (gracias a las alabanzas de gente en la que confiaba, lo que me trae de nuevo a la cabeza Cómo hablar de libros que no se han leído de Pierre Bayard, un ensayo serio, que dice cosas interesantes, a pesar de que siempre provocaba una sonrisa en los clientes de la librería), pero no lo había leído hasta que lo compré este domingo en la Feria del libro. 

A veces, los libros te alcanzan en el momento preciso. Un vórtice de circunstancias inesperadas puede acabar haciendo llegar un libro a tus manos cuando tiene que hacerlo. Este ha sido el caso. Hace tiempo que no encuentro una novela que me guste mucho. La última que me gustó bastante fue Stoner de John Williams, la vida de un profesor universitario nada memorable, llena, como todas, de pequeñas cuitas y minúsculos éxitos que, sin embargo, consigue transmitir humanidad, sientes que compartes lo fundamental con ese hombre gris, enamorado de la literatura medieval inglesa. 

Bien, pues con los diarios de Uriarte me pasa algo parecido, pero mejor. Transmiten algo verdadero, no impostado ni forzado, como ocurre en muchas novelas cuyos autores nunca olvidan que están escribiendo para alguien. Hay algo en el libro que recuerda un poco a “El esnobismo de las golondrinas”, de Mauricio Wiesenthal. Supongo que se trata de su condición común de personas que no tienen que ir a una oficina a trabajar para vivir, pero que con su tiempo libre hacen justo lo que me hubiera gustado hacer a mí en otra época de mi vida: levantarme tarde, leer varios periódicos y muchísimos libros, viajar con comodidad alojándome en sitios maravillosos y antiguos que aún mantienen la ilusión de una Europa refinada y centenaria en la que la cultura es importante, perder el tiempo, cultivar con elegancia la pereza, ridiculizar las actitudes fatuas, tomar el pelo a los pedantes, beber, conversar, salir con amigos, acostarme tarde.

Yo leía mucho. Hace diez o doce años compraba tres periódicos todos los días y cuatro los fines de semana. Dedicaba la mañana del sábado a leerlos, a tomar café y a fumar. Leía constantemente, hablaba de libros, estudiaba las obras de otros. Me parecía importante. Creo recordar que solía pensar que si me esforzaba intelectualmente, tendría mejor vejez. También pensaba que la gente muchas veces olvidaba que, con suerte, iba a ser vieja mucho tiempo y que merecía la pena prepararse para ello.

Mis circunstancias actuales me impiden hacerlo tanto como me gustaría, pero sé que ya no sería tan obsesivo. Porque he comprendido que, a pesar de lo que nos decían de pequeños por televisión, no todo está en los libros. Ni mucho menos. 

Además, si soy sincero, no recuerdo gran cosa, tal y como dice Uriarte que dijo Schopenhauer.

jueves, junio 01, 2017

Escala



Ayer, mientras fumaba y miraba por la ventana observando el paisanaje (y recordaba cómo mi amigo Pablo solía hacerlo durante horas en su barrio cuando era joven porque, gracias a su trabajo de intérprete, le bastaban cuatro jornadas de trabajo para vivir cómodamente todo el mes) sonó una escala en la escuela de canto que está enfrente de mi casa (cantera de cantantes de musicales, sobre todo) y, casi de forma simultánea, un hombre maduro y bien vestido que iba acompañado de la que parecía su mujer, hizo cantando la misma escala, de forma perfecta y con una voz de tenor preciosa (la, la, laaa, laaaaa) y sin decir nada, siguió caminado junto a su pareja (que ni siquiera puso cara de sorpresa), como si lo que acababa de hacer fuera lo más normal del mundo. 

Yo me sorprendí, claro, y pensé (sin poder evitarlo) que para vivir en el centro de una gran ciudad como Madrid hay que lidiar con muchas incomodidades (el olor a orines, el ruido, los vecinos incívicos, los coches inundándolo todo, los turistas, los borrachos), pero que, en ningún otro sitio puedes asistir a una escena como esa. Si miro por la ventana siempre hay gente nueva pasando frente a casa (a diferencia de las urbanizaciones donde los desconocidos provocan inquietud) y si uno está el tiempo suficiente sin hacer nada, solo observando, puede ver escenas en las que casi nadie repara porque todo el mundo está demasiado ocupado con su puto teléfono móvil. 

Se lo comenté a mi mujer, que lo primero que me dijo es que eso solo era posible en el centro (¿entienden por qué es mi mujer?) y luego me contó que una pareja de vecinos de unas amigas íntimas, que viven a cien metros, eran cantantes de ópera y que seguramente serían ellos. Por supuesto. Cómo, si no, se explica la falta de sorpresa de la mujer ante el arranque irrefrenable de su marido, sin darle importancia, como si cantar de esa forma fuera algo tan común como escuchar mala música saliendo de los coches. 

Y pensé, bueno, espero que mis hijos sepan mirar cuando sean mayores, espero que no se pierdan la inmensa cantidad de historias, de conflictos, de trágicas nimiedades y leves alegrías que constituyen la amalgama de nuestra especie. Porque, entre otras muchas cosas, también estamos hechos de historias. 

Y luego vi un rato la televisión.