martes, julio 05, 2011

Medio oeste

Ayer un amigo me contó una historia que le había sucedido y en la que aparecía una ciudad sin nombre en el medio oeste americano. Mi amigo está haciendo el doctorado en aquel país y me dijo que, como todas las ciudades de esa parte del mundo, su centro lo ocupaba una plaza con un edificio neoclásico, los juzgados. La cuadrícula de calles sin nombre se extendía hacia el horizonte a partir de allí: calle 1, calle 3, calle 5 y así.
Habían ido al pueblo por una despedida de soltero. Pasearon durante un rato, comprobando con sorpresa que no parecía haber nadie en la calle. Bebieron un par de tequilas en un bar desocupado (y nada hay más triste que un bar vacío durante el día, dibujo de costuras desventradas) y, tras media hora, decidieron dirigirse al bar de striptease en el que se celebraría la despedida.
Aquí me permití imaginar calles muy parecidas las unas a las otras, furgonetas pickups, casas unifamiliares con jardincito y bicicletas de niños. Ya saben, la visión de la inquietante felicidad del suburbio de clase media, epítome de la civilización norteamericana. Mi amigo me corrigió y me dijo que no, que más bien el pueblo estaba desierto y que, sin llegar al otro extremo del imaginario norteamericano —la villa polvorienta y prácticamente abandonada en la que solo viven retrasados producto de la consanguinidad— era un lugar un poco deprimente.
El bar, en las afueras, no era más que un gran galpón con un aparcamiento inmenso atestado de coches, me dijo, una especie de establo desvencijado de una sola planta, muy grande y deteriorado. Todo el pueblo parecía concentrarse allí, en el bar de striptease que su amigo había elegido para celebrar la despedida de soltero. Al menos, parecía ser el único lugar con gente dentro de todo el pueblo.
Yo le conté que la única vez que había ido a los Estados Unidos acababa de terminar Fahrenheit 451, de Ray Bradbury y que pensé que, efectivamente, era la novela de un norteamericano y que entendía su recreación del futuro: aquella falta de aceras, en la que cualquier paseante podía ser víctima de un atropello a toda velocidad, y esos salones con paredes pantalla como las de los bares, con su flujo ininterrumpido de imágenes deportivas.
Dentro del local, continuó él, había unas cuantas barras verticales alrededor de las que las bailarinas se contoneaban torpemente y, lo más sorprendente, familias enteras tomando cerveza, como si estar en un bar en el que mujeres desnudas bailan fuera el mejor pasatiempo familiar después de la iglesia. Padres y madres jugando a las cartas y bebiendo cerveza, algunos de ellos con sus hijos mayores de edad.
Le dije: creo que la falta de historia convierte a la norteamericana en una sociedad sin densidad, sin sustancia. Cuando estuve allí, en Charleston, una de las ciudades más antiguas del Sur, todo me pareció cómodo, bonito, agradable, muy bien pensado para una vida muelle en la que casi todo puede hacerse en coche, con casas bonitas con jardín y un alto nivel de vida, es cierto. Pero también lo era que se echaba de menos cierta variedad, cierta imprevisibilidad, como si la constitución hubiera desterrado definitivamente a la muerte. Como si pensar en ella se considerara de mal gusto y provocara miradas de conmiseración, como las que se ganan los vecinos que no tienen el césped cortado y el porche limpio.
Al menos tres bailarinas estaban enganchadas a la metanfetamina, me dijo mi amigo, porque les faltaban dientes y tenían la barriga prominente. La metanfetamina es la droga de la white trash: es barata, permite no pensar y resulta muy adictiva. Aparte de que cualquiera con conocimientos de química puede cocinarla en su casa. Las bailarinas pretendían contonearse de forma insinuante pero no acababan de conseguirlo, como si lo hicieran pidiendo disculpas.
Yo solo he estado tres semanas en los Estados Unidos, le dije, y tú llevas viviendo allí casi dos años, seguro que estoy simplificando. No, no. Fíjate en la literatura, por ejemplo, le decía yo, creo que los escritores norteamericanos han sido tan importantes a lo largo de todo el siglo XX porque no tienen el peso de la tradición sobre los hombros. Si Proust y Joyce cambian la literatura a principios de ese siglo es precisamente porque subliman la tradición y la convierten en otra cosa, Joyce con Homero, nada menos, y Proust con Balzac y la novela psicológica. Pero los americanos se atreven a hacer cosas diferentes precisamente por no sentir la presión de la tradición sobre ellos.
Un chico con camisa de cuadros y tal vez unos veinticinco años, con cara de no ser muy listo, siguió con su historia mi amigo, cogió sonriendo un billete que le ofrecía su padre. Aquella escena, decía mi amigo, me pareció fascinante, la familia jugando a las cartas, el niño tonto que va con ellos al bar de striptease con su camisa a cuadros y el padre alcanzándole el billete de dólar. Imaginé que habían parado en la gasolinera para conseguir cambio antes de entrar.
Es que cuentas la escena y no parece cierta, dije yo, parece más bien la escena de una serie de televisión. Una de las que tienen buenos guionistas y en las que hay sutileza y oficio para contar con un solo plano un montón de cosas. Como The Wire, por ejemplo, o A dos metros bajo tierra. Aunque creo que parece una escena porque eres un buen observador. La escena es buena porque la estás contando tú.
El chico, continuó por fin mi amigo, se dirigió contento a poner el billete en el tanga a unas de las bailarinas tatuadas. Parecía el hombre más feliz del mundo, un adulto cumpliendo con las expectativas que habían depositado en él, un hombre responsable encargándose por fin de su propia vida. La bailarina llevaba un dragón tatuado en la espalda y, afortunadamente, era una de las chicas que no eran adictas, una de las sanas.

viernes, julio 01, 2011

Casualidades (relato del taller)

Un grito me sacó de la duermevela sudorosa de la siesta y me hizo levantar la persiana. Tras el deslumbramiento, descubrí al vecino de enfrente tirado en una posición antinatural en la acera, justo en la puerta de su edificio, con una mancha roja en el pecho y un charquito brillante, granate y casi apetitoso bajo los rayos del sol. No quise creer que lo que estaba viendo tenía lugar realmente y en un primer impulso lo achaqué a un sueño violento de los que tengo a veces después una comida copiosa. Pero el vecino tirado de cualquier manera no desaparecía sino que se empeñaba en permanecer allí en aquella posición descuajaringada, como tratando de demostrar una flexibilidad en las articulaciones por completo fuera de lugar. Cerré la ventana, miré la pared blanca y situé la cabeza ante el ventilador para tratar de despejarme, aún incrédulo de que el hombre delgado, al que nunca había saludado pero al que, sin embargo, había visto infinidad de veces sin camiseta inmerso en sus tareas diarias, estuviera tirado en la calle de aquella manera tan antinatural mientras el charquito granate iba conquistando centímetro a centímetro la acera.
Una mujer salmodiaba mientras movía rítmicamente arriba y abajo la cabeza, negando todo el tiempo, con la cara congestionada, segura en ese momento de que si negaba con suficiente ímpetu, si cabeceaba con la suficiente violencia, el tiempo volvería por dónde se acababa de ir y todo sucedería hacia atrás y el hombre se levantaría agarrándose el pecho, el ladrón dejaría de forcejear con ella por su bolso y guardaría la navaja en el bolsillo y caminaría con nerviosismo hacia atrás y ella y su marido cerrarían la puerta, justo antes de abrirla y decidir dar un paseo. Pero el tiempo no parecía hacerle demasiado caso y el hombre seguía allí tirado mientras su sangre manchaba la acera lenta, viscosamente.
Tenía los ojos muy abiertos pero, extrañamente, no la miraba a ella sino a mí. Lo noté con ganas de grabarlo todo en su memoria, como si entonces, precisamente entonces, cuando esos recuerdos tenían tan poco futuro, se tratara de algo fundamental. Me pareció distinguir en su mirada alguna clase de pregunta, pero no estoy seguro, era la primera vez que contemplaba a un moribundo. Nunca antes había sentido la muerte tan cerca y tuve un escalofrío en la base de la espalda que me puso el vello de punta hasta el cuello. Más tarde pensé que habían sido imaginaciones mías pero en aquel momento sentí su mirada en mí, dentro de mí, como si el agonizante, ya muerto pero aún consciente, aferrado a su último instante, estuviera escrutándome, como si en ese momento crucial dispusiera de la capacidad de mirar dentro de la gente y estuviera revolviendo de cualquier manera en mi cabeza. Tuve la impresión de que me daba algo que antes no estaba ahí. Sé que es absurdo y que tuvo que tratarse de una falsa sensación provocada por la mirada, cada vez más ida, que me dirigía el hombre tirado en el suelo. La mente se comporta de forma rara ante situaciones extremas y nada hay más extremo que la muerte, pero sigo sin poder entender cómo su asesino se me figuró tan nítido, real y definido que incluso alguien como yo, que jamás he tenido talento para el dibujo, hubiera sido capaz de esbozarlo sin esfuerzo.
No sé cómo sucedió aquello pero durante más de un mes, noche tras noche, en esos momentos en los que mi conciencia se deshilachaba, lo último que podía contemplar eran los rasgos de aquel desconocido al que nunca había llegado a ver y del que solo me había quedado la impresión de cierta agilidad fibrosa, del que apenas había podido distinguir unos pantalones vaqueros, de color azul claro, unas zapatillas deportivas con muelles y un destello blanco, probablemente de una camiseta de manga corta con algún letrero, tal y como dije en mi declaración a la policía.

Dentro de cinco años encontraré mi muerte en un accidente de coche. Iré en un coche y me empotraré con uno de los pilares de un puente en la autovía por un volantazo por culpa de un pobre hombre, muy delgado y probablemente adicto a las drogas, que aparecerá de improviso en la curva del kilómetro 56,62, exactamente. En ese momento no pensaré lo suficientemente rápido y reaccionaré mal, no decidiré entre su vida y la mía, no haré lo necesario para sobrevivir que hubiera sido, probablemente, agarrar con fuerza el volante y confiar en los frenos y en la seguridad del coche, no. Lo que haré será girar bruscamente el volante hacia la izquierda, lo que provocará que las dos ruedas delanteras giren y queden en un ángulo casi horizontal, con lo que el coche derrapará y las ruedas traseras comenzarán a dejar una marca negra de asfalto en la carretera que permanecerá allí durante mucho tiempo. El coche parecerá saltar cuando los frenos hagan también su trabajo y se estrellará a medio girar contra el pilar. Un impacto sin ninguna posibilidad para el conductor, una muerte asegurada.
En una milésima de segundo saltará el airbag y en la siguiente reventará ante la presión de mi cuerpo contra él, mi pobre cuerpo desmadejado pero aún entero y a punto de dejar de ser, proyectado a cien kilómetros por hora contra una mole de hormigón construida sobre inmensas barras de hierro. Tendré medio segundo de conciencia absoluta y todo se hará nítido, perfecto. El tiempo parecerá detenerse. Veré el salpicadero del coche deformándose poco a poco, como si se estuviera derritiendo bajo la acción de un lanzallamas, las astillas del parabrisas saltando en diferentes trayectorias que me parecerán ajustadas a alguna clase de diseño general y observaré como el metal que solo medio segundo antes parecía algo tan sólido como el hormigón contra el que se está estrellando se dobla con la facilidad con la que un cuchillo caliente penetra en la mantequilla. Veré que la puerta del copiloto se estira de forma sorprendente y, aunque no sentiré nada todavía, contemplaré cómo un largo trozo de metal se me clava en el estómago a la vez que tal vez imaginaré un ruido como de chapoteo surgiendo de mi cuerpo. En ese instante comprenderé de forma absurda, cuando ya no sirva para nada, el extraño mecanismo que rige el tiempo y que es capaz de adensarlo hasta convertirlo en una especie de melaza espesa que apenas te deja avanzar o en algo tan leve que su roce se advierte menos que el del aire.
Lo entenderé perfectamente justo medio segundo antes de que esa compresión pierda su sentido y el tiempo se convierta en otra cosa.
En ese breve intervalo que marcará mi muerte, recordaré que la cara del hombre delgado que me ha matado, el rostro del adicto que ha aparecido de repente en la carretera y que me ha matado, coincide con aquel que durante más de un mes se me apareció a la hora de conciliar el sueño, aquella cara que durante tanto tiempo habré olvidado, sepultada bajo toneladas de poderosas razones que la negaban insistentemente, olvidada a la fuerza tras descartar la posibilidad de que hubiera sido aquel vecino moribundo el que la hubiera puesto ahí, dentro de mi cabeza aquel día en el que me miró profundamente mientras la vida se le iba a chorros. Pensaré entonces en que la cosa tendría gracia si no se tratara de un momento tan melodramático.