Haciendo un ejercicio de imaginación, imaginemos. Creamos por un momento que alguien está escribiendo el Quijote hoy en día. Y que lo hace desde la parte del mundo que más se parece a los Siglos de Oro españoles: Latinoamérica.
Y en su historia esto es lo que pasa. En su historia, un loco con el seso seco por los libros de conspiraciones, de esos que hablan de sectas secretas que han gobernado el mundo desde el tiempo de los templarios, decide descubrir los trapos sucios de la Iglesia Católica brasileña. Se echa al monte como el subcomandante Marcos pero, después de unos cuantos episodios cómicos en un meublé de mala muerte guatemalteco, en la selva mexicana acaba trabajando de bufón para un coronel del ejército metido en temas de narcotráfico, que vive como un marqués. Más tarde, y una vez que ha asistido a una nacionalización en Venezuela en la que todo el mundo alzaba el puño y cantaba emocionado el himno nacional, acaba probando la ayahuasca en el Amazonas, algo que contribuye definitivamente a la pérdida absoluta de su sentido de la realidad y a que todo lo relacione con una conspiración que lo persigue para evitar que desvele los grandes misterios que ha aprendido. Por el camino es maltratado por los guerrilleros y los paramilitares colombianos, por los mercenarios recién llegados de Irak de las multinacionales norteamericanas, por los miembros de las maras, sobre todo la SalvaTrucha, y por la DEA estadounidense. De regreso en su casa en la frontera mexicana, recupera su lucidez y muere renegando de esos libros, engendros del demonio. Y para añadir un toque de realidad al relato, el protagonista podría además, ser de rasgos indígenas o mestizo.
Este relato, escrito con el estilo desatado y lleno de términos fronterizos de la literatura de McOndo y el Crack y publicado en una editorial tejana preocupada por las nuevas voces narrativas tex-mex, se convertiría inmediatamente en un éxito de ventas.
Y al cabo del tiempo (sigamos imaginando) cuando hubieran pasado un par de décadas, las universidades norteamericanas crearían cursos semestrales que pretenderían analizar la novela como el epítome de la voz del excluido y del loco, como el producto de las corrientes culturales de la frontera, como un ejemplo de la labor predatoria de las empresas en la selva, como el advenimiento del mestizaje globalizado a la literatura chicana. Un departamento especializado en “gender studies” se encargaría de diseccionar aquellos pasajes de la novela en los que el erotismo y la sexualidad estuvieran más presentes. Y alguien conseguiría un doctorado escribiendo sobre “El palimpsesto posmoderno: técnicas fragmentadas de discurso en la estructura de la novela chicana contemporánea” utilizando el libro en cuestión.
Y el autor, que sólo pretendía divertirse, que sólo pretendía contar una historia lisérgica con narcocorridos y persecuciones por las carreteras latinoamericanas, alguien que, al fin y al cabo, escribía sobre la literatura pop y sobre la influencia de la Tribu de los Brady en la falta de orgullo latino, no podría creer que realmente fuera su cara la que apareciera en televisión cuando, vestido con ropas que hace doscientos años ya eran antiguas, recogiera su título de Doctor Honoris Causa en la Universidad Autónoma de México
Y después de recoger el título, se vería con sus amigos del barrio y se tomaría dos botellas de tequila a la salud de todos los envarados doctores que se creen que la seriedad y la literatura están hechas del mismo material.
Que creo que es lo que hizo Cervantes cuando consiguió acabar su obra con una sola mano. Sólo que en lugar de tequila, se las bebió de vino. Y en lugar de dos, fueron cuatro.
Que se me da un ardite, que diría el nuestro. O no mames, güey, que diría el suyo.