jueves, febrero 25, 2010

Salvación

Tuvimos mala suerte al hacer caso a los alucinados seguidores de aquella teoría. Una respuesta ecológica a la destrucción que estábamos provocando en el mundo, un cambio en nuestras conciencias. Algo que nos haría diferentes.
Alzamos alborozados los brazos, con la mirada brillante de los creyentes, cuando las primeras pruebas científicas nos demostraron que era posible. Los primeros en probarlo volvían del viaje con los ojos más profundos, cambiados para siempre. Aquellos que la habían sentido en su interior nunca más se atrevían a hacer nada que pudiera alterar su equilibrio. Aquellos que habían mirado con otros ojos se convertían en algo más que hombres.
Y nos fuimos. Y el asfalto se abrió como la tierra húmeda bajo la fuerza de las raíces. Y los puentes se cayeron y los coches se cubrieron de hiedra y las centrales nucleares fueron conquistadas poco a poco por una naturaleza inédita. Nos fuimos y nos declaramos derrotados por el bien de todos. No solo el nuestro, el de todos.

Añoro la sangre bombeando en mi cuerpo y en mi miembro. Y el deseo que nos conducía, el sabor del chocolate suizo, el frescor de la cerveza helada. Echamos de menos tantas cosas que seríamos incapaces de recordarlas todas.

Ahora es tarde. Ha pasado nuestro tiempo.

martes, febrero 23, 2010

Casavella

La realidad está encerrada en una serie infinita de muñecas rusas que la esconden, cada una de ellas un punto de vista. Eso y un cuento. Rashomon, que decía una profesora mía, Rashomon. Y tan bien que queda la referencia para iniciados. Lo siento.Y hay gente que me dice: debe de ser interesante el libro porque no lo sueltas. ¿Interesante? No tienes ni puta idea. ¿Qué creéis que es la literatura? ¿Entretenimiento? Ni puta idea, lo que yo te diga. Bastante tengo yo ya con intentar poner una palabra detrás de otra sin dejarme vencer por el desánimo tras leer mil páginas maravillosas de Casavella.
Y ahora suena Lobo López de Kiko Veneno y esa canción tan triste y sutil tampoco me hace considerar con mejores ojos mi talento.

*****

Días después, el hombre del segundo dijo a los policías, hablando de la mujer que tenía el cuello roto y que, desmadejada, quedaba oculta por la sábana que alguien piadoso había puesto sobre ella, que no sabía nada, pero que a él la chica siempre le había parecido algo ligera de cascos. Vamos, que creía que era puta, y lo decía bajando la voz, para que nadie pudiera pensar que encontraba satisfacción en criticar a los muertos. Eso sí, nunca había oído que la chica llevara allí a los clientes ni había visto a hombres subiendo a su casa. Se trataba más bien de una impresión, de que él, y lo decía bajando un poco los ojos, con una humildad fingida, tenía un sexto sentido para darse cuenta de esas cosas.
El portero, que presumía de estar enterado de todo lo que ocurría en su finca y que, tras su cara de pánfilo, demostró un agudo sentido de la observación, según los detectives que lo interrogaron, dijo que creía que la señorita Andrea había estado deprimida porque ella era una mujer que normalmente cuidaba mucho su aspecto, que daba gusto mirarla con esas faldas tan bien cortadas y tan discretas que siempre llevaba y con esos zapatos buenos de tacón, que se veía que eran buenos a la legua, pero que en la última semana se la veía salir a la calle de cualquier manera, incluso con un chándal, decía aquel hombre con el terror pintado en el rostro, como si llevar ropa deportiva fuera el peor de los pecados. Un hombre, por cierto, muy bien vestido para ser portero de una finca, con un atildamiento casi excesivo, anotaron los interrogadores por si aquello servía de algo en el futuro.
La mujer del piso de enfrente no salía mucho de su casa y no pudo ayudar en casi nada a la detective que intentó ganársela utilizando su condición de mujer y madre. La mujer vivía en un piso atestado de libros, llevaba gafas de concha y no veía la televisión ni oía la radio. Tampoco tenía internet. Tal y como le dijo a la detective, no le gustaba mucho el mundo de hoy y hacía ya quince años que había tirado su televisión, un aparato que le quitaba demasiado tiempo, enfrascada como estaba en la relectura de los clásicos alemanes. Trabajaba de profesora en una universidad privada dos días a la semana y el resto del tiempo lo pasaba en casa leyendo y tomando notas. Una vez al mes hacía la compra por teléfono en un supermercado que ofrecía el servicio a domicilio y, bueno, ni salía con hombres ni tenía más amigos que los escritores muertos en los que empleaba el tiempo. Su aspecto era el de una persona que no se preocupaba en absoluto por lo que los demás pudieran pensar. Una belleza destruida por los libros, anotó alguien con precisión en una libreta.
La chica llorosa, madre soltera y traductora de profesión que vivía en la puerta de al lado, afirmó haberla conocido muy bien, y, tras tragarse la lágrimas que se empeñaban en acumularse en los salientes de su cara, dijo que la iba a echar de menos, que Fátima era una mujer maravillosa que le ayudaba siempre que se lo pedía, que su hijo también la iba a echar de menos —junto a esta afirmación el encargado del interrogatorio había anotado entre paréntesis la expresión: tiene seis meses— y que para una buena persona que había encontrado en la vida, para un persona limpia de corazón que no buscaba nada de ella, ni pretendía nada, ni aparentaba necesitar nada, excepto, tal vez, algo de cariño y de compañía masculina de vez en cuando, algo a lo que ella había renunciado con gusto tras su experiencia con el padre del niño, que para una persona buena y desinteresada que había encontrado ya era mala suerte, que la vida era una putada y que qué iba a hacer ella ahora, sola como estaba y sin nadie que le pudiera echar una mano.
El padre del niño de la chica llorosa confesó haber estado viendo a Fátima a escondidas, y, tras lo que pareció un verdadero acceso de llanto, dijo que se había enamorado de ella y que le había propuesto que se fueran a vivir juntos lejos de su casa y de su ex mujer, a pesar de que escuchar las risas y el llanto de su hijo tras los tabiques lo llenaba de algo parecido al consuelo, ahora que su ex se había empeñado en no dejarle verlo nada más que los fines de semana alternos y estaba dedicando toda su energía a intentar borrarlo de la vida del niño. También dijo que estaba seguro que el hombre del segundo miraba mal a Fátima, vete tú a saber por qué. Según parecía, aparte de los hechos evidentes y de la tristeza cierta, nada más se podía anotar en su expediente.

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Se agita, se remueve, se desarrolla, se le busca un final, se centra el punto de vista en cada capítulo en un personaje diferente y ya tenemos una novela con un crimen. Algo de recuerdo, algo de atmósfera, algo de oficio y ya está.
Llamar a eso novela sería análogo a llamar esquiar a lo que yo hago cuando me deslizo por la nieve. Una trampa del lenguaje. Solo eso. Un defecto propio de la generalización. Un error en nuestra manía por encontrar patrones, ese comportamiento incontrolable de nuestros cerebros.

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Y además, seguro que Casavella se revolvería en la tumba. Homero lo tenga en su gloria.

lunes, febrero 22, 2010

Ejemplo

Su sobrina le reprochó que llevara varias horas leyendo sin hacerle demasiado caso y le preguntó que por qué hacía aquello. Él le contestó que, en aquel momento, no estaba en el mundo real sino en otro mundo imaginario que se encontraba dentro de libro. Ella lo comprendió perfectamente como, de hecho, comprenden los niños todo lo que se les cuenta y dijo, claro, lo entiendo, como cuando yo leo los libros de Jerónimo Stilton. Además, en mis libros vienen dibujos que te ayudan a imaginar ese mundo. Él contestó entonces que cuando fuera mayor, preferiría que no existieran los dibujos, para tener la libertad de imaginar las cosas como ella quisiera. La niña volvió a entenderlo con facilidad y se dispuso a imitarlo, intentando hacer algo que todavía no puede, leer con la voz de la mente, sin necesidad de mover los labios.

A él le gustó pensar que ese intento estaba creando en este momento conexiones neuronales inéditas en su cerebro, que ese intento estaba cambiando a su sobrina en aquel mismo instante. Le gustó pensar que, de alguna manera, era un ejemplo para una niña. Uno bueno, se entiende. Le gustó el ceño fruncido de la niña, intentando hacer como el tío, leer sin necesidad de utilizar la voz, sumergirse en un mundo de fantasía que nunca ha existido, que está en un sitio tan raro como dentro un libro. Y esperó, de una forma tal vez egoísta, que nunca se le pasara ese interés, que nunca dejara de amar los libros, que, al menos en algo, siempre lo considerara un buen ejemplo.

El amor tiene mucho de egoísmo, pensó después.

lunes, febrero 15, 2010

Jugar

Si alguien pudiera escribir sin pensar en lo que está haciendo, sin pararse a reflexionar sobre cómo aparecen los pensamientos cuando vamos de izquierda a derecha leyendo palabras (o de derecha a izquierda o de arriba a abajo, ¿cómo será leer en esos idiomas en los que todo se hace al revés?, ¿o cómo será leer en alemán y no saber de qué estamos hablando hasta que llegamos al verbo, allá al final esperando completar la frase?; los sintagmas alemanes deben florecer como arbustos en el aire, sin raíz, hasta encontrar por fin la acción, el verbo que finalmente penetre en la tierra) (qué rara y extraña me ha quedado esa frase, llena de oquedades, qué extraña frase me ha salido), si alguien pudiera hacer eso, es decir, escribir sin pensar en lo que hace, tal y como iba diciendo, sería mucho más fácil esto de escribir, supongo. Creo.
Como en algunas películas norteamericanas, en las que he visto a protagonistas grabar sus pensamientos, protagonistas que dicen que son escritores de ficción que van siempre con una grabadora, por si acaso se les ocurre una idea genial, escritores siempre dispuestos a registrar pensamientos fugaces y brillantes pero probablemente tan inanes como cualquier otra cosa. Siempre me ha gustado lo de la grabadora, de hecho, una mujer que fue mía y que ahora ya es de otro me regaló una para que registrara mis pecios verbales (sí, es un homenaje a Ferlosio, ¿qué pasa?) pero, claro, yo no soy Ferlosio, ya me gustaría, ni tengo su talento ni tampoco su gusto por las anfetaminas, aunque creo que no me costaría trabajo aficionarme a las anfetaminas, eso es cierto. El caso es que esos escritores que creen tener una idea genial cada media hora son unos idiotas porque nadie es genial todo el rato, ni siquiera Casavella, ya ves, y eso que es lo más parecido que he encontrado.
Y en fin, yo, que no aprecio especialmente la metaliteratura, aquí estoy hablando del lenguaje, de sintagmas, citando a Ferlosio y llamando la atención sobre el idioma, esto es, cumpliendo con la función poética del lenguaje tal y como definía Jakobson, haciéndome el interesante, hablando de cosas que serán incomprensibles para la mayoría, sacando la cabeza por encima del texto para que todos los lectores se fijen en mí, el pedante idiota que a este lado de la pantalla escribe sobre cosas que casi nadie entiende. Sí, lo confieso, ese soy yo. O soy yo en una medida cada vez más incontrolable. Pero, entiéndanlo, he conocido a una mujer que me dijo que le perdían los escritores. Déjenme presumir. Cada uno tiene que utilizar sus armas como puede.

Por otro lado, es posible que lo anterior sea mentira, es posible que lo anterior esté contado por el narrador, ese ente de ficción que se han sacado de la manga los universitarios y que no corresponde exactamente con el autor, que tampoco (dado el medio en el que estoy publicando) coincidirá exactamente con la persona (en el caso de la que la identidad exista realmente y no cambie veinte mil veces por segundo, como si se tratara de un fragmento de cuarzo) que está escribiendo esto. Por ejemplo.

Y ahora un cuento:
«Un hombre nace en un desierto helado en Mongolia. En toda su vida no ve otro paisaje que la tundra helada, no habla sino a gritos, sus oídos inundados por el sonido del viento ártico. Caza animales para comer. Vive con una mujer desde mucho antes de llegar a la veintena. Tiene varios hijos, de los que al menos uno muere de pulmonía antes de cumplir el año. Vive lo suficiente para conocer a la mayoría de sus nietos. En un viaje de caza contempla extasiado la aurora boreal. Al regresar al hogar muere recordando esos colores. En el último instante piensa convencido: he tenido una buena vida.» FIN.

Pues eso. Que aquí estoy. Que me llames.

miércoles, febrero 10, 2010

Ambiente

Si a un cuento le quitamos lo que sucede, queda el ambiente. Un hombre con una cara poco confiable, alto y delgado como un poste, intentando convencernos de algo. Otro de cara cuadrada y ligero acento sudamericano que se presenta como John. El frío hiriente del enero madrileño. Las luces en la falsa oscuridad de la noche de la ciudad. Cuatro policías corriendo hacia una concentración de coches con sirenas, en la que varios municipales intentan tranquilizar a alguien con la cara ensangrentada y sin camiseta. La espera. Más coches de policía. Más espera. La curiosidad de los vecinos. Una casa con calefacción y aire acogedor. Una botella de vino, cabernet sauvignon, Ribera del Duero. El ruido que hace el corcho al salir. El canturreo del líquido contra el cristal de la copa. El sabor. El recuerdo de la frase de un libro: «Solo los mamones hablan de vino». La escritura. Este texto.

Solo ambiente.

lunes, febrero 08, 2010

Cigarrillos

Los cigarrillos son armaduras contra el tedio: el hecho de coger un cigarrillo, deslizarlo entre los dedos y encenderlo (cómo se nota cuando alguien no está habituado a coger el cigarrillo, qué impostura más tonta, cada vez más habitual en estos tiempos de actores veganos y desnatados, algo que, según un test que hice el otro día, he hecho unas 150.000 veces a lo largo de mi vida), el hecho de cogerlo y encenderlo, iba diciendo, protege contra el tedio porque permite mirar las volutas de humo (siempre un pasatiempo fascinante), permite tomarte un tiempo para pensar cuando te hacen una pregunta comprometida, permite pasar el tiempo en un desierto, por ejemplo, sin gente a la que mirar, sin gente pero con cigarrillos (uno tras otro siendo transformados en humo, hermoso humo que se va a la atmósfera y se confunde con el azul del cielo, hermoso humo gris o azulado, circonvolucionando de forma caótica en nuestra habitación).
Cuando no fumamos echamos de menos la nicotina, pero sobre todo echamos de menos la imagen de nosotros mismos con un cigarrillo en las manos, protegidos del tedio, nuestra imagen de hombres más resueltos, más capaces, más atrevidos, hombres que podrían mirar a una mujer y dar una calada profunda a un cigarrillo antes de decir que no a una invitación, hombres que no se arredran ante nada. Eso es lo que echamos de menos, la imagen que hemos creado asociada al cigarrillo, la imagen que entendemos que los demás perciben cuando nos ven fumar.

El Ministerio de Sanidad, en cambio, nos cuenta la verdad verdadera para que abandonemos el hábito, nos cuenta de dientes podridos, de pulmones agujereados, de úlceras sangrantes para que dejemos de hacernos daño y, sobre todo, de hacérselo a los demás (como si eso no fuera una soberana tontería y como si no matara más la contaminación que el humo de los fumadores en los bares). Vivimos en una época tonta, una época en la que no sería posible un personaje como el interpretado por Charles Laughton en Testigo de cargo, que engaña a su enfermera para poder seguir bebiendo y fumando sus puros y que aún así nos cae bien, estamos en una época en la que ese viejo abogado aparecería en cualquier película como un desconsiderado, como un maleducado, como alguien que no piensa en su familia ni en sus nietos, alguien que prefiere morirse a pensar en ellos, alguien que, a fin de cuentas, se merece lo que le pase. La conquista definitiva de la sociedad de la estupidez en la que habitamos. Alguien que se muere siempre podría no haber fumado, haber hecho más deporte, haber comido más sano, haber bebido menos, haber meditado más. Se lo merecía, eso es lo que nos susurra el sistema al oído, se lo merecía.

Después de tanto tiempo de civilización dedicado a reflexionar sobre el fin, dedicado a buscar un sentido, al menos ya tenemos un culpable. Hoy en día morirse es indudablemente culpa del muerto.

viernes, febrero 05, 2010

Sauna

Estoy cansado, el sudor comienza a caer a grandes chorros por todo mi cuerpo, la temperatura es de casi 90 grados. La respiración señala el tiempo que cada uno de nosotros lleva en este infierno y, a medida que los granos caen en el reloj de arena, se hace más entrecortada y el tiempo se estira, tiempo de chicle por encima de las leyes físicas. Acabo de entrar y sé que me quedan todavía diez minutos antes de empezar a sentir esa opresión tan característica del pecho. Durante este tiempo, mi sangre se condensará, mi corazón latirá más lento, la temperatura de mi cuerpo ascenderá, los poros de mi piel se abrirán. Me aparto el sudor que se me mete en los ojos. Apenas puedo distinguir las caras de los otros hombres, la luz artificial entra por un pequeño ventanuco. Hay algo de útero materno en este lugar, en esta sala apenas desvelada por la poca luz que entra del exterior.
Cuando llega el apagón quedamos con ojos muy abiertos en la verdadera oscuridad, solos ante la respiración de los demás. Un par de hombres dicen oh con sorpresa y se apresuran a dejar la sauna, se les oye caminar con cuidado, el ruido acolchado de sus pies contra el suelo, el torpe tanteo de las manos hasta que dan con la puerta. Yo me quedo. Por un momento pienso en irme, en buscar mis cosas y salir de allí, al resplandor de las cinco de la tarde de un día de invierno en Madrid. Sin embargo, me encuentro cómodo, acariciado por un calor que aún no es insoportable, y pienso que será mejor esperar a que los que antes me acompañaban hagan lo que tengan que hacer. Entonces noto una respiración suave, oigo sus movimientos, cómo se levanta. Noto en la madera de mi asiento que se sienta a mi lado. No dice nada. Yo tampoco. Apoya una mano en una de mis piernas y la deja ahí, sin acariciarme, sin pretensiones. Y yo sigo sin decir nada, no sé muy bien por qué.

jueves, febrero 04, 2010

Contenedor

Imaginemos a alguien que, llegado a una encrucijada, deja de elegir, deja de pensar en qué hará cuando se levante mañana, deja de ejercer ningún tipo de presión sobre su propia vida, se deja llevar, deja de trabajar, deja de preocuparse por la catástrofe inminente que se le viene encima. Imaginemos que acaba durmiendo en un contenedor sin que le importe, seguro de haber alcanzado algún tipo de verdad metafísica por encima de la realidad, o bien encerrado en su propia casa, empecinado en una posición que le conduce definitivamente al desastre. Alguien que no hace lo que debe en el trabajo, sabiendo que le despedirán, ni lo que debe con su familia, sabiendo que acabará solo.

Ese hombre eres tú. Ese hombre soy yo. Ese hombre está en nuestro interior, envuelto en su crisálida, bien escondido. Y a diario tenemos que hacer un esfuerzo para no dejarlo salir, para que siga moviéndose inquieto dentro de su hilo de seda. A diario nos levantamos y hacemos lo que debemos. A diario nos decimos mil veces que no. A diario.

Sabemos que nos acecha esperando un síntoma de debilidad. Espera sin descanso. Y tal vez algún día seamos nosotros los que acabemos durmiendo en un contenedor, fascinados por la materialidad de los brillos del neón en el aluminio maloliente que ahora se ha convertido en nuestra casa.