viernes, junio 28, 2013

Películas

Ayer recordé la impresión que me había causado una película, A tumba abierta — de 1994, la primera película de Danny Boyle antes de Transpoitting—, en la que, antes de que el dinero se llevara por delante la amistad y el buen rollo y lo llenara todo de sangre, la manera de vivir de los treintañeros protagonistas me había llamado mucho la atención. Recordé vivamente haber deseado tener una vida parecida alguna vez. Yo no tenía pareja, era estudiante por entonces y la expectativa de acabar viviendo como aquellos jóvenes ingleses, en una casa compartida, llena de detalles primorosos, con una banda sonora de blues suave todos los días a la hora de la cena, me agradaba particularmente.

Lo curioso es que a la película de Boyle me llevó otra película, muy alejada en todo de ella, El pájaro de la felicidad, de Pilar Miró, del año 1993, más o menos de la misma época. Me vino a la cabeza que la primera vez que la había visto me había gustado mucho, a pesar de ser una de esas películas españolas intensas, de sentimientos y pérdidas. Salía El cabo de Gata antes de que el reflejo metálico del mar de plástico pudiera verse desde el espacio pero no me gustó por eso sino porque creo que no me costó trabajo imaginar para mí una madurez parecida a la de los protagonistas, con varias ex parejas y buscando la soledad en una casa frente al mar. Casi todos los protagonistas de la película eran profesionales liberales —una restauradora, un antiguo médico que se dedicaba a criar perros, un profesor universitario que vivía en Estados Unidos— y supongo que no me costó trabajo imaginarme de esa guisa en un par de décadas.

Ambas películas son de una época similar y ambas son muy diferentes. Ambas me hicieron desear un cierto tipo de vida entonces —treintañero urbanita en casa compartida y maduro solitario en casa frente al mar— y no entiendo por qué. Ahora han pasado las dos décadas y no he cumplido con casi nada de esas dos vidas previstas, excepto en lo de la ex esposa. No sé si significa algo. Cada vez entiendo menos cómo funciona el tiempo. Aparte de algunos detalles, ni siquiera puedo recordar cómo era yo por entonces.

martes, junio 18, 2013

Biespaña

Disculpen la chapa. Avisados quedan.

Vivimos en un país de chiste. Niños pasando hambre y Rubalcaba dice que el pacto que ha alcanzado con Rajoy es como cuando Ramos se pone de acuerdo con Iniesta en la selección. Esa afirmación se parece a esos anuncios en los que resulta más interesante analizar el subtexto que el anuncio en sí, como aquel de coches en el que dos hermanos compiten desde pequeños, sin importarles qué trampa utilizar para ganar, o los de Coca Cola, que ahora se muestran preocupados por que la gente haga ejercicio, como si no fueran ellos responsables en gran parte de que los norteamericanos sean inmensas masas de carne.

Lo interesante de la afirmación de Rubalcaba, ese hombre especializado en pasillos que nunca ha trabajado en nada que no sea la política es, precisamente, el subtexto. La política en España es justo así, una cuestión de fútbol, de aficiones, de banderías.

Hay mucha gente que jamás dejará de votar al PP, por mucho que estén desmontando, no ya los servicios públicos —puedo entender que haya gente con dinero que se niegue a pagar los servicios a los demás, pensando que no se los merecen, que son unos vagos, que deberían haber trabajado tan duro como ellos, (o al menos tener cuatro apellidos), y no chupar de la teta del Estado, esas cosas que piensan estos liberales nuestros, a pesar de ser los primeros en tirar de subvenciones— sino el Estado en sí, el Ejército y la propia idea de país —y esas cosas sí que interesan mucho a las personas rectas y decentes—, sin hablar de la famosa marca España.

Hay mucha gente que jamás dejará de votar al PSOE por mucho que no ofrezcan alternativa o no propongan nada que pueda sacarnos de esta injusticia, por mucho que su ex presidente preferido esté cobrando de una energética. Gente que, aunque mostraran un vídeo de Rubalcaba devorando un niño pequeño y sin ninguna duda fuera cierto y, además, la policía lo detuviera —más tarde, claro, saldría de la cárcel por cualquier cuestión de forma y se volvería a presentar a las elecciones porque, claro, dónde va a ir alguien que nunca ha trabajado en otra cosa— seguirían votándole y aclamándole y afirmando que el vídeo es un montaje de la derecha y que, bueno, que tampoco es para tanto, que para malo, malo, el otro.

Por eso es imposible debatir de política —bueno, la verdad es que en España es imposible debatir de casi nada—, por eso todo se contamina de ideología—los colores del forofo— y, por eso, es imposible alcanzar acuerdos en nada, a pesar de que hay algunas cosas en las que podíamos empezar a trabajar.

A mí me parece claro que el poder debe ejercerse por un máximo de ocho años, porque el poder tiende a pensar que es imprescindible cuando lo imprescindible es que se vayan cuando hayan cumplido. No sé por qué no se discute de ese tema, que no creo que sea ideológico: a ambos partidos les parece mal, qué curioso.

Me parece claro que los partidos políticos deben organizarse en torno a la democracia y que las elecciones primarias deberían ser obligatorias en su organización. Obligatorias. No se puede pretender defender la democracia cuando la organización de la que emanan los dirigentes es como el partido comunista chino —pero con menos sonrisas—. También están de acuerdo ambos partidos en que eso es imposible: qué curioso.

También me parece claro que hay que reformar la ley electoral. No es justo que los partidos minoritarios nacionales estén penalizados de esta forma y que con el doble de votos que los partidos nacionalistas, consigan la mitad de escaños. Tampoco están de acuerdo, cómo no, los dos partidos.

Y eso para empezar. Y sin hablar de ideologías. Solo medidas que reforzarían la democracia.

Así que creo que, como principio general, lo que habría que hacer en España sería intentar casi, casi, casi cualquier cosa —legal, claro— en la que ambos partidos políticos se mostraran en desacuerdo. De esa manera, casi, casi, casi seguro que acertábamos.

miércoles, junio 12, 2013

Lagartos

Cuando era pequeño quería ser arquitecto, no sabía por qué, pero sus padres siempre se lo recordaban. En el caso de haberse dedicado a esa profesión y según el destrozo de la costa española en los últimos treinta años, por una mera cuestión de estadística, probablemente se hubiera convertido en un arquitecto de los que construyen urbanizaciones clónicas en segunda línea de playa para venderlas a un montón de jubilados del norte de Europa, que esperarían a la muerte aquí, al sol, como lagartos con cáncer de piel. Todas las casas estarían construidas en un estilo falsamente español, con arcadas y pórticos, como si las viviendas coloniales de Latinoamérica hubieran sido reinterpretadas por arquitectos californianos, pues ese es el estilo reconocible en las series de televisión que marcan tendencia y un jubilado es un jubilado, por mucho que sea danés. Por la mañana, los mayores, activos y juveniles, irían a la playa a primera hora y ocuparían con sus toallas cuatro metros de arena. A la hora del aperitivo comprarían camisetas divertidas, con lemas como “FBI”, Female Body Inspector, y tomarían mojitos a media tarde. Por las noches, de sus apartamentos idénticos, surgiría el ruido de las discusiones estúpidas o las deliberaciones de los jurados de los programas de televisión por satélite de sus respectivos países. Un pequeño murmullo, miles de consonantes fricativas sonando al unísono, sustituiría a los grillos. Lo más probable, de nuevo según la estadística, es que el arquitecto que pudo haber sido, el responsable de diseñar esos planos, ese montón de nichos espaciosos en los que esperar la muerte, hubiera estado además implicado en algún lío de recalificación de terrenos, pues es normal hartarse de ver a gañanes sin preparación ganando dinero a espuertas y considerarse digno de algo mejor, después de tanto trabajo y estudio. Así que, por mucho que a sus padres les gustara imaginarlo con dinero y construyendo un proyecto señero —uno de esos edificios que la gente visita en las ciudades para comprobar que el futuro por fin ha llegado—, lo más probable, en el caso de haber triunfado en la profesión y, de nuevo según las estadísticas, hubiera sido acabar contribuyendo a la cementación del litoral español. O peor aún, llenándolo de rotondas. Así que, bueno, tampoco estaba tan mal ser científico, al fin y al cabo. Eso les decía a sus padres mientras hacía la maleta. Además, ahora tenemos Skype.