El sonido repetitivo te devolvía poco a poco la conciencia, ese bip insistente que, en un primer momento, era parte de la ensoñación en la que estabas metido y más tarde algo externo, que atacaba la ensoñación como si se tratara de una navaja afilada entrando en un pastel o rajando de arriba abajo una pelota de playa o algo así, algo ajeno que reclamaba tu atención, que te señalaba de forma repetitiva que existía un nivel de conciencia externo a todo aquello, a la sensación que te había invadido en la última media hora y que no sabías como identificar, aprensión y miedo, mezcladas con un deseo intenso, que relucía en la base de la columna vertebral, como un pez abisal que hubiera ascendido por equivocación y se hubiera desintegrado emitiendo destellos de luz fluorescente en el mar negro.
Aquel ruido venía de una máquina cuya función principal no era la de generar sonidos, aunque hiciera bip, bip, bip cada cierto tiempo, sino indicar que estaba midiendo una función corporal repetitiva, la vida como una constante reproducción de las células, la constante muerte de otras muchas, el levantarse, el respirar, los riñones filtrando la sangre sin parar, el corazón bombeando en su armazón de costillas, incansable, la glucosa descomponiéndose en energía. La vida consiste en esa complejidad y esa repetición y no hay mucho más, a pesar de nuestra permanente conciencia de que alguna vez nos iremos y ya no estaremos aquí ni en ningún sitio, sin este olor a vainilla que ahora se filtra entre el disolvente y el olor de yodo y del alcohol medicinal y el de aquel otro del hombre que pasa y que viene de fumar en la puerta y que desplaza a todos los demás, y ahora, poco a poco, la presión de la cama sobre los talones, sobre los glúteos y la conciencia leve pero firme de estar agujereado, de tener varios cuerpos extraños alojados en la venas, punciones, cánulas, agujas que gotean líquidos reparadores e incoloros sobre tu sangre, dentro de tu sangre, dentro de ti. Y, a medida que la conciencia vuelve recuerdas las tres veces anteriores en las que te has despertado de la misma manera, en la cama de un hospital, en un ambiente blanco y metálico en el que sonaba un bip repetido que llevaba la cuenta de tus latidos, que contaba con una alarma por si acaso tu corazón estallaba o simplemente dejaba de funcionar, sin ni siquiera emitir un inaudible clic, como algo exhausto y acabado.
—Sí, me temo que la palabra que a todos nos aterroriza es la que habría que emplear justo en esta situación —te está diciendo el doctor mientras sonríe con empatía, como alguien acostumbrado a dar estas noticias, como alguien que pretende quitar hierro al asunto, como acostumbrado a ofrecer la verdad sin adornos.
—Pero habrá que estudiar el caso más profundamente para poder seguir hablando de él, ya sabes que hoy en día existen muchos tratamientos, algunos de ellos experimentales y que están dando muy buen resultado, nosotros aquí, por ejemplo, somos la única clínica del país en la que estamos utilizando...
Y qué más da, te dices después en tu casa, no se trata de algo tan grave, la vida es en sí misma algo tan incomprensible, algo tan extraño que esta noticia ni siquiera cambia su cualidad, sino su cantidad, su velocidad. Ahora lo único que sucede que es mueres más rápido de lo que suele ser normal con esta edad, y si lo piensas, ni siquiera sabes dónde han ido todos los años, no tiene mayor importancia dejar el mundo, no duele, pensamos que es imposible, sí, que no puede ser que el mundo siga sin nosotros porque nosotros somos el mundo, porque el mundo está en nuestra cabeza y cuando ella desaparezca, todo lo hará, pero bien sabes que no se trata de eso, sino de a qué dedicas el tiempo que estás aquí y qué haces con él, ni más ni menos que eso.
—Creo, aunque tendría que esperar el resultado de algunas pruebas, que podemos confinar el tumor e impedir la metástasis, la nueva quimio que estamos probando se ha demostrado muy eficaz en estos casos.
Te dijeron no abandones y tú intentaste no hacerlo, no abandonar, no dejarte ir, a pesar de que era lo más sencillo, pero cómo lidiar con la desaparición. Y tu memoria demostrándose tan poco fiable con las imágenes acumulándose de cualquier manera a medida que despiertas, tu cabeza como material de aluvión, recuerdos confusos, sin orden, imágenes que deberían parecerse a fotografías de un álbum anotadas con la fecha y el lugar, con el nombre de todos los que aparecen en ellas en perfectos globos, hechos con cuidado y escritos con letra pulcra justo al lado de sus caras, y que sin embargo son escenas evanescentes e inaprensibles que se te aparecen con una sensación de urgencia que no comprendes, como llamando la atención sobre sí mismas, como si los propios recuerdos fueran conscientes del poco tiempo que les queda, como si estuvieran pidiendo a gritos que alguien los registrara y dejara constancia de la efímera existencia de alguien igual a todo el mundo, de alguien que no hizo grandes cosas, que no fue importante, a pesar de los ruegos de su madre, que se dejo llevar y que nunca apareció en la prensa, del que nunca hablaron más que un grupo de conocidos. Tu existencia. Tu vana, efímera existencia.
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