Leo La uruguaya de
Pedro Mairal y me gusta tanto que me dan ganas de escribir, que es lo que
siempre me sucede cuando leo una novela que me gusta, un deseo tal vez
pretencioso (quién soy yo) pero que me parece natural tras tantas palabras
escritas (sin publicar, voy a ser el escritor inédito más grande de la
historia).
Me gusta la novela, porque el escritor consigue armar
(argentinismo, inevitable tras la filtración de la voz de Mairal en mi cabeza)
un texto que, sin contar apenas nada más que una anécdota consigue quedarse
ahí, permanece durante un tiempo. Y eso, a estas alturas, para mí es
suficiente, sabiendo cómo sé que la olvidaré como todo lo demás.
Pero me ha gustado mucho y ahora que he decidido emplear mi
tiempo de forma enriquecedora (estoy a punto de fundar un movimiento llamado digital downshifting, ya saben ustedes
que los títulos en inglés venden mucho más entre aquellos interesados en aprender
a vivir gracias a los consejos de los gurús), me parece un buen comienzo.
Espero que la próxima (Clavícula,
de Marta Sanz) me guste tanto como esta. Si no, siempre puede uno volver a los
clásicos. Y así me convierto definitivamente en lo que, llegada cierta edad,
todos deberíamos ser: el viejo cascarrabias al que el mundo ha pasado por la
derecha que presume de solo leer a los clásicos.
En ello estoy.