Asumir que los años han pasado y aceptar las consecuencias (todas)
que las decisiones que tomaste en su momento hayan tenido, saber que ya no eres
un proyecto de adulto sino un adulto hace ya mucho tiempo, que nadie te mira
pensando en el hombre en el que te convertirás (tal y como muchos de mis
coetáneos parecen esperar con su patético miedo a crecer, pensando que siempre
hay tiempo, que siempre se está a tiempo de cualquier cosa, cuando no hay nada
tan falso como eso, maldito pensamiento hueco moderno: siempre se puede cambiar
de vida, siempre se puede cambiar de trabajo y de país, siempre se puede. Y no,
no siempre se puede, por mucho que digan los psicólogos de suplemento dominical).
Los demás te mirarán y decidirán si has utilizado bien tu
tiempo o no, si has vivido, si has hecho algo con él. Decía un escritor en su
blog hace poco que no tener hijos era el único fracaso definitivo y no creo
estar de acuerdo: todos los fracasos son definitivos a medida que pasa el
tiempo, todas esas vidas posibles que podríamos haber llevado y no hemos
llevado, todos esos caminos que podíamos haber tomado y no hemos tomado (aquel
trabajo en el extranjero que no te atreviste a aceptar, aquella mujer con la
que no quisiste estar o aquella otra que no quiso estar contigo, aquel ascenso
al que te negaste), todas las decisiones, todas ellas, (tus compañeros de promoción
con puestos de responsabilidad y tú no, otros con negocios propios que
funcionan bien y tu no, otros con trabajos extenuantes y mal remunerados y tú
no, otros muertos y enfermos, y tú no)
¿Cómo no pensar en las vidas posibles, cómo no tener
curiosidad por conocer a todos tus dobles que, en universos paralelos, están viviendo
esas vidas que nunca llegaron a ser la tuya? Sus mujeres, doctas o prácticas,
(casi siempre hay que elegir entre ambas cualidades); y sus trabajos, en oficinas o en casa, en este
desgraciado país o en otro más amable; sus aficiones y sus días, ocupados con
niños o sin ellos. ¿Cómo no imaginarlo, al menos?