martes, enero 31, 2017

Ruido



El ruido del mundo, la cacofonía incesante de estos tiempos, sin jerarquías (los reportajes de New Yorker o las noticias de The Guardian ocupan el mismo nivel que el último injerto de culo de la actriz de moda) será el gran problema de nuestros hijos. Cómo conseguir que los jóvenes tengan el suficiente criterio para discriminar lo que merece la pena ser leído o visto de lo que no, de lo que no es más que basura de las reflexiones medianamente interesantes que pueden configurar un opinión con criterio sobre el mundo. Esa será la cuestión.

O al menos, será mi cuestión. Cómo garantizar la procedencia, no ya de los hechos, sino de la reflexión sobre ellos. Cómo conseguir que los jóvenes puedan sustraerse al sentimentalismo idiota que lo domina todo (todos esos gatos haciendo monerías) y piensen por sí mismos sobre el mundo. Un pensar que necesita existir en un contexto que cada vez más se hace más difícil de conseguir, con todas esas versiones contradictorias sobre todo. Hasta sobre los mismos hechos. Hechos alternativos los llaman ahora. Como si los hechos no fueran comprobables.

Yo no digo qué hay que pensar ni opinar sobre las cosas. Tengo mis ideas (faltaría más) y tengo el derecho de educar a mis hijos según mis creencias, pero he pensado mucho en por qué las tengo, he escarbado la superficie de las cosas hasta roer el hueso, he intentado tener una visión global (por supuesto, como todas, llena de contradicciones). Y ese es un esfuerzo inevitable si queremos tener la sensación de entender algo. Que no es mucho, que no vale para casi nada, pero reconforta. 

Entender algo. A grandes rasgos, al menos. Ser capaz de valorar la importancia del azar, la naturaleza (tal vez) fractal del universo. Comprender que las emociones humanas siguen siendo básicamente las mismas que en la época de Montaigne (háganse un favor y lean sus Ensayos), que lo que tenemos en común como especie (la conciencia de la mortalidad, resumiendo mucho) es lo que enfrentamos cuando nos dejamos invadir por una obra de arte, (la línea de sombra de lo inefable resaltada en colores chillones). Entender que, como humanos, no somos solo orgánicos, sino también culturales. Que lo que ha hecho posible abrir un grifo y que salga agua caliente (se nos olvida lo fascinante que es algo así) ha sido mantener la memoria del conocimiento, el recuerdo de la reflexión. 

Pero solo hasta cierto punto. Solo hasta el momento en que abandonamos el estudio porque la complejidad del proceso en sí nos lleva a implicarnos tan profundamente en entenderlo que deja de merecer la pena, pues por el camino perdemos de vista el todo, el sistema completo. Piensen si no en todos esos ingenieros que están modelando hoy el mundo del porvenir y que tienen ideas como, por ejemplo, inventar un preparado alimenticio para no tener que parar a comer. 

Este difícil equilibrio, este criterio, es lo que me gustaría transmitir a mis hijos. Y luego, si quieren, que sigan viendo vídeos estúpidos en  Youtube. 

Pero que al menos sepan que son estúpidos, coño.

jueves, enero 19, 2017

Montaña

(a mis amigos)

Lo más difícil de cumplir años no es contemplar cada vez más cerca nuestro horizonte de sucesos (el interior de nuestro agujero negro personal que nos espera allá, sin ninguna prisa, con toda la tranquilidad que ofrece la eternidad a la espalda), sino mantener la esperanza, no convertirse en un cínico por el camino, apreciar la hermosa complejidad del mundo, rendirse al azar, aceptar que casi todo depende de la suerte (sors, sortis, las cuentas de cerámica con las que leían el destino las videntes romanas y también sorteo de las tierras a los soldados cuando acababan el servicio, respectivamente). 

Está siendo una buena semana. He visto a mucha gente que aprecio y que no suelo ver a menudo. He hablado y me he reido de cosas que normalmente me guardo para mí. Ayer, alguno de ellos dijo que tal vez el secreto de la felicidad fuera aceptar la propia mediocridad y dejar de perseguir grandes sueños. Lo dijo con mucha gracia, que conste, porque ese lenguaje de manual de autoayuda solo podía ser en broma (si lo conocieran, lo comprenderían). Siguiendo la broma le dije que sí, pero que tal vez habría que darle una vuelta al significado de la palabra mediocridad y tal vez para ello bastara con recurrir de nuevo a la etimología: mediocris, considerado por muchos un compuesto de medius (medio, intermedio, de en medio, central) y ocris, palabra arcaica que significa montaña o peñasco escarpado. 

Ser la montaña central no está tan mal.

Piensen en todas esas rocas a la deriva en el espacio que, de repente, entran en una atmósfera (que existe porque el núcleo del planeta está formado por hierro y eso creó un campo magnético capaz de mantener los gases sobre la superficie) y arden iluminando el cielo del verano. O en la sonda Philae, capaz de aterrizar sobre un cometa diez años y medio después de su lanzamiento mostrando que, como especie, tal vez (y solo tal vez) merezcamos la pena. O en la fascinación que provoca observar a un niño aprendiendo tan rápido que casi se oyen crepitar sus neuronas a medio metro de distancia. O en la sensación de ingravidez que tienen los buceadores, empequeñecidos ante el mar cuando muestra una porción de su inmensa profundidad. O en los pequeños destellos de calidez que a veces tienen los desconocidos con nosotros.

O en la amistad, posiblemente la manifestación más desinteresada del amor.

Mi homenaje
Vicente Gallego

Por cuanto ya he leído,
me permito afirmar que a nuestro gremio
le parece arriesgado dedicarte un poema.
Tememos un exceso de emoción
y nos asusta el tópico, sin reparar, tal vez,
en que es sentimental y tópica la vida,
y en que no hay sentimiento
más sobrio y menos huero
que aquel al que rehuye la cobarde retórica
de nuestra recelosa tribu.
Pocas veces encuentras, amistad,
el lugar que mereces en los versos de un hombre:
te lo usurpa el amor, ese afecto inconstante,
sentimental y tópico que se dice tu hermano.
No pretendo cargarte de adjetivos,
compararte con nada ni sumar tus virtudes;
solamente quisiera, aunque sea una vez,
certificar mi asombro ante tu gran ausencia
y rendirte homenaje.
Yo te canto, amistad,
sosegada pasión que bendices mi vida.

El mundo es un lugar que no deja de sorprenderme.
 

martes, enero 03, 2017

Futuro



Reflexiono mucho últimamente sobre el mundo que viene, observo que, dependiendo del día, me muevo entre la utopía y la distopía, entre el optimismo tecnológico y el pesimismo antropológico, no sé realmente lo que me lleva a tener un estado de ánimo o el otro y no me importa mucho tampoco, la verdad. Si uno no fuera capaz de contradecirse acabaríamos siendo como esos robots del futuro especializados en tareas muy concretas que cada vez hacen mejor su trabajo, pero son incapaces de saber qué están haciendo (no por qué lo están haciendo, pues eso es común a los humanos, ¿alguien sabe realmente por qué hace las cosas? O, mejor aún, ¿alguien sabe para qué las hace?) y no creo que nadie quiera parecerse a un programa especializado en jugar al ajedrez incapaz de reconocer la belleza de la palabra “alborada” o “boronía” (ambas de raíz árabe, qué eufónico el dialecto andaluz del español gracias a su influencia). 

El caso es que, como iba diciendo, reflexiono sin llegar a ninguna conclusión, porque precisamente tal vez (y solo tal vez) no haya conclusión posible a la que llegar. Y después lo dejo. Y después vuelvo sobre el tema (tal vez el hecho de tener dos hijos pequeños tenga que ver con esa querencia de mi cabeza a reflexionar sobre el futuro y esa obligación, diría casi moral, de imponerme el optimismo como contrapartida al cinismo).

Reflexiono, como les decía e, imitando las técnicas de los estudios de mercado, preveo dos escenarios, digamos, plausibles que resumen muchas de las ideas que uno puede leer en la red.

En uno de ellos, los humanos hemos dejado de existir dentro de, pongamos, quinientos años. No pasa nada. La vida es mucho más poderosa que la especie Homo y, además, íntimamente creo que forma parte de la organización de la materia: la materia acaba generando vida que acaba generando inteligencia autoconsciente que acaba preguntándose sobre cómo es posible que, siendo polvo de estrellas como somos, seamos capaces de pensar sobre el universo que nos rodea. Una catástrofe, ya saben. Nuclear, ambiental, astronómica. O la codicia, que lleva a la mayoría de la humanidad a vivir en condiciones tan absolutamente lamentables que los humanos están dispuestos a la autoaniquilación si con eso consiguen destruir a los mandarines.

En otro escenario, los humanos hemos dejado de existir dentro de, pongamos, quinientos años. Pero no hemos desaparecido, nos hemos convertido en otra cosa, en algo mejor. Hemos trascendido nuestro destino, nos hemos convertido en viejos olmos centenarios que contemplan con distancia los acontecimientos del mundo, hemos alcanzado la inmortalidad, hemos aprendido a volcar nuestra conciencia a un ordenador, hemos evolucionado gracias a la ingeniería genética y ahora volamos como los pájaros o somos capaces de pensar como las piedras, ese viejo sueño. Hemos viajado a las estrellas. Nos hemos vuelto seres pentadimensionales que observan con curiosidad esta obsesión que tenemos por el tiempo, cuando el tiempo no es más que otro plano en el que movernos. 

Siempre me muevo entre un extremo y el otro y, al final, creo que lo único que concluyo, lo único que puedo concluir es que estamos justo en el eje de una bisagra, en un punto de inflexión, en un atractor fractal. Todo está cambiando tan rápido que no sabemos hacia dónde nos dirigimos.

Y lo mejor de todo es que lo que quiero de verdad es tener tiempo de leer. Solo eso. Ya ven.