martes, marzo 22, 2011

Penumbra

Hoy mi jefe me ha dicho que lo despiden, que, después de 28 años de dedicación a la empresa, han decidido prescindir de él, ofreciéndole unas buenas condiciones que incluyen la percepción de una paga mensual hasta la jubilación, pero sin posibilidad de decir no. Un despido, no una prejubilación. O una prejubilación forzosa. Llámenlo como quieran. La noticia me ha apenado no solo porque mi jefe sea una buena persona y un buen jefe (cualidades que lamentablemente cada vez van juntas en menos ocasiones) ni tampoco porque, sin familia, la empresa haya constituido para él algo más que un trabajo (una opción vital de la que nadie más que él es responsable), ni siquiera por la estupidez evidente que comete una empresa que prescinde del personal que entiende verdaderamente cómo funcionan las cosas y que se encuentra en la cima de su carrera laboral, no. Me apena por formar parte de ello, por formar parte de la penumbra.

Yo siempre bromeo con la idea de que si las grandes empresas pudieran tenernos atados al puesto de trabajo, sin pagarnos jornal, solo por la comida y el alojamiento y eso fuera legal, no tendrían ningún reparo moral en hacerlo para mejorar la cuenta de resultados. Volverían a abrazar la esclavitud convencidos de estar haciendo lo mejor para los accionistas. El reparo sería legal, que no moral. El reparo siempre es legal, no moral. A fin de cuentas, todos los directivos de las multinacionales del mundo han estudiado en las mismas escuelas de negocios, todos han hecho los mismos casos prácticos en ingles, a todos les han enseñado que una empresa en una máquina de generar valor para el accionista y nada más. Si la empresa se dedica al comercio de armas, bien, si se dedica a la banca, bien, si es la tapadera de un gigantesco negocio de blanqueo de dinero, bien también. Los directivos están por encima de esas minucias, ellos están para generar valor, para aumentar ingresos y reducir costes. Ellos están para hacerse imprescindibles.

Esto es solo una broma, claro.

Y si un día cuarenta indígenas amazónicos son asesinados por paramilitares y da la casualidad de que una gran empresa quería construir en sus tierras un gasoducto y que el poblado indígena retrasaba los planes; y hubiera un periodista lo suficientemente valiente para investigar esa casualidad y, por casualidad, no apareciera con el cuello cortado uno de sus días y pudiera seguir el hilo hasta el ovillo de la multinacional, estoy seguro de que cualquiera de sus directivos diría que no tenía ni la más remota idea del incidente con los indígenas y también estoy seguro de que advertiría al periodista de que se anduviera con cuidado con sus insinuaciones. Y lo peor de todo es que estoy seguro de que sería cierto, de que los directivos no sabrían nada de cuarenta indígenas muertos. A fin de cuentas, ellos se limitan a generar valor para el accionista, a aumentar ingresos y recortar costes, y nadie en su sano juicio podría acusarlos de nada. Aunque todo hubiera comenzado con una llamada en la que el encargado del negocio en Sudamérica hubiera afirmado algo como: "sin ese gasoducto estamos jodidos".

Esto sigue siendo una broma, por supuesto.

La responsabilidad, ya saben, que se diluye a medida que una orden desciende a través de la pirámide jerárquica. Una pirámide que lo llena todo de penumbra.

No me digan que no es para reir a carcajadas.

domingo, marzo 20, 2011

Libros

Acaba de terminar un libro (que ha comenzado sin convicción y con el que ha acabado sintonizando, no tanto por el estilo sino por las cosas que se cuentan en él y por la, digamos, sinceridad que el libro desprende, a pesar de que él siempre ha sido muy partidario de la mentira ingeniosa como combustible de la ficción) y ha mirado como al descuido lo que podía ver en su local, en el sitio en el que lo ha hecho y ha notado una sensación curiosa, entre la satisfacción y la plenitud, para la que seguramente no haya palabra exacta, al contemplar las vigas viejas, el suelo claro, y las estanterías con muchos más libros por leer. Y ha pensado: no es mala manera esta de pasar una tarde de domingo.

El libro es "Cosas que los nietos deberían saber" de Mark Oliver Everett, por si se lo preguntaban.

jueves, marzo 17, 2011

Saint Patrick's

Aunque resultara extraño para una empresa granadina, el día de San Patricio era nuestra fiesta oficial. A fin de cuentas trabajábamos en la sucursal española de una multinacional irlandesa que no abría ese día y en España también aprovechábamos la víspera para hacer una visita al pub, tomar más Guinness de la cuenta y sentirnos un poco más internacionales que la mayoría de jóvenes de la época.
La verdad es que lo éramos, no solo lo pretendíamos. Lo éramos y visto desde ahora, aquella vida nos hizo bien, aquel empezar a hacerse adulto acompañado de amigas que tenían toda su ropa desperdigada por casas desvencijadas del Albaicín, todo escaleras y recovecos, con fantásticas vistas sobre la Alhambra desde la azotea, amigas guapas, listas, libres y cosmopolitas; aquellas escenas en las que uno se descubría bebiendo de más junto a un alemán desconocido, compañero y encargado de enseñarle la ciudad, en un pub de Temple Bar en Dublin mientras alucinaba con la música en directo; aquellas largas jornadas veraniegas de cervezas y tapas y charlas interminables sobre escalones de empedrado, en cualquier callejuela del casco histórico, compartiendo el humo de una hierba fresca y rara, como cantaba El Pele; aquel no darle importancia al dinero, aquellos atracones de Triana y Pata Negra y humo aromático de Ketama, aquella sensación de ser andaluces pero de serlo de forma diferente, aquellos cientos de libros. Sí, aquello nos hizo bien, de la manera que uno solo puede advertir cuando ha pasado tanto tiempo que resulta extraño recordar escenas que tienen quince años, y decirlo así: quince años.

Y aquí estamos. Y ya no somos los mismos pero tampoco hemos dejado de ser aquellos.

martes, marzo 15, 2011

Sardinas

Viajar al mar, mirar el horizonte, escuchar el chillido de las gaviotas, oler el salitre. Comer espetos de sardinas, gordas, frescas y grasientas sardinas, de piel crujiente hecha al fuego de leña. Disfrutar de un larga sesión de sexo a la hora de la siesta. Que después me revuelvan el pelo, por detrás, que me rocen la espalda o me toquen en el brazo y que lo hagan sin darle importancia, sin ni siquiera mirarme, con la calidez habitual, con la calidez de todos los días.

No es mucho pedir, ¿no?

jueves, marzo 10, 2011

Estelas

A veces se apodera de él un extraño sentimiento de tristeza que no sabe bien a qué achacar. Una tristeza difusa, a menudo en los mejores días, en esos en los que ha despertado acompañado y le han besado antes de ir a trabajar, esos días en los que el calor de otro cuerpo parece apresarlo en la cama y todo en la habitación le grita que se quede durmiendo.
Piensa que tal vez tenga que ver con la nostalgia del porvenir, con tener la absoluta seguridad de que todo, lo excelso y lo trágico, pasará por su vida y se irá, dejándole algún surco que otro en la piel y el recuerdo, siempre tan poco fiable, de una sensación, apenas una sombra, el rastro de perfume que alguien deja tras de sí en una habitación vacía. Una nostalgia esta que no sentía cuando todo estaba intacto y creía, cómo no, en ese mismo porvenir, tan extrañamente similar al presente, tan parecido a sí mismo. Cuando todo era nuevo y poderoso y el futuro era una palabra vacía, aún no contaminada de pasado.
Se levanta y mira por la ventana y ve el skyline de su ciudad, la línea por donde comienza a amanecer.
Se ducha con agua muy caliente, observa sus arrugas al espejo, se viste con mimo.
Los faros de los coches trazan estelas allá abajo.

lunes, marzo 07, 2011

Contraataque

Desde que mi alter ego decidió abrir una librería, me tiene abandonado, a pesar de saberme su fuente, su nube negra, su lluvia permanente, su, en definitiva, parte más fecunda. Mi alter ego cree que ahora le toca a él haberse hecho por fin con las riendas de su vida y tal y tal. Cosas así como de librito de autoayuda, cosas así, digamos, felices (ya saben, el sol iluminando las extensiones de cereal que se ven mecidas por el suave viento mientras... lo que sea, da igual, ya saben que no se escribe literatura con los buenos sentimientos).
Me resisto a dejarme invadir y, como cualquier dictador con demasiado botox en la cara, contraataco y bombardeo las ciudades rebeldes del este y el oeste. Reivindico mi mera existencia como heterónimo haciéndome con el control de vez en cuando y dando algo de color a las reflexiones del idiota.
El otro día, por ejemplo, al ver a tres chicas inglesas pasando por el escaparate de la librería, imaginé al idiota en algún lugar extranjero, en Londres, y no pude por menos que advertir que, a pesar de leer y escribir razonablemente en inglés, ese idioma nunca será el suyo y siempre se sentirá como un impostor al utilizarlo y que las librerías inglesas (tan venerables, tan de madera, tan de polvo centenario flotando en el ambiente, tan de novela de Javier Marías ellas) solo le servirían para sacar fotos y comprar un libro de un autor clásico tras consultar las contraportadas de algún que otro volumen y dejarlo con la sensación incómoda de estar perdiéndose la música del idioma, una sensación que siempre tiene cuando lee en inglés. Entonces el idiota imaginó las librerías como embajadas o algo así. Ya saben, la patria es el idioma que decía Carlos Fuentes, ese dandy mexicano, el territorio de La Mancha y eso. Obviedades. Desde aquí te lo digo, idiota, obviedades. Piensa más y mejor. Las librerías son lugares en los que se venden libros. Los libros son objetos que contienen algo llamado texto. El texto resulta tan curioso que tiene vida independiente del soporte que lo aloja, aunque sea algo inmanente a él. Esas sí son ideas interesantes. Imaginar una librería como una embajada no lo es. Eso es una idiotez porque, como sabe todo el mundo que haya asistido a clases de teoría literaria, el primero que dijo que el cielo estaba tachonado de estrellas fue un genio y el segundo un imbécil.
El idiota también miró el cielo de Madrid (ese cielo sobre el que se han escrito decenas de obviedades, cuando su azul metálico se debe precisamente a la contaminación que nos vuelve alérgicos y acorta nuestra vida, a ver si os enteráis). Andrajos de nubes grises sobre las chimeneas inútiles de las fincas del siglo XIX de un barrio del centro, una luz azul oscura, un atardecer y pensó escribir algo con eso. Últimamente siempre recorre las mismas calles en moto, calles que ya existían hace doscientos, trescientos años y en las que si se realizara una cata arqueológica se conseguiría un muestrario de piedra, adoquín, asfalto, tuberías de plomo, asfalto, cable telefónico, más asfalto, cable eléctrico, más asfalto, conducciones de pvc y fibra óptica. Y él puede que entre en éxtasis contemplando el azul del cielo pero yo siempre pienso lo mismo cuando paso por alguno de los múltiples socavones que motean las calles arregladas con adoquines: "¿Quién cojones será el ingeniero que ha diseñado unas calles que no son capaces de aguantar el tráfico que pasa sobre ellas? ¿Quién será el responsable de una chapuza así? ¿No habría que haberlo hecho bien desde el principio y no tener que andar rellenando con arena y asfalto los agujeros?".
Lo sé, lo sé, el idiota es mejor persona que yo. Menos negativo, no llena el mundo de ira y mala vibra (sí, es un neologismo pero me gusta como suena, ¿qué pasa?). Pero yo también tengo derecho a existir. Y me tiene hasta los huevos. Que conste.