martes, abril 23, 2013

Embarazo

Hijo de puta hay que decirlo más.
Joaquín Reyes

El ministro de las cejas blancas y el pelo oscuro, el de las gafas, el de la pinta de ser el más empollón de la clase y de no haberse nunca levantado al lado de una desconocida, y muchísimo menos de un desconocido, el que pasó lo mejor de su alocada juventud en su cuarto, en casa de sus padres, preparándose para ser el primero en sus oposiciones, mientras sus amigos salían de juerga por ahí, por los bares del barrio de Salamanca y conocían los placeres del sexo con señoritas de familia bien, el que era capaz de recitar todos los artículos de la Constitución de memoria porque su padre le había dicho que esa era la ley que debía saberse de memoria si quería progresar en la nueva época; ese ministro que, como muchos de sus amigos, había unido los dos apellidos de su padre en uno solo, para que todos supieran que era hijo de alguien importante, ese ministro, en fin, llevaba unos días con náuseas por la mañana.

Se levantaba de la inmensa cama que compartía con su mujer con el cuerpo revuelto, como si hubiera comido algo por la noche que le hubiera sentado mal y eso era imposible, la verdad, pues llevaba más de veinte años comiéndose un yogur, una fruta y unas nueces para cenar, veinte años corriendo diez kilómetros todas las mañanas y haciendo estiramientos por las tardes, mirando por su corazón, veinte años de disciplina y deporte, que solo había que ver a muchos de sus compañeros de promoción de la facultad para darse cuenta de lo diferente que era él, que daban pena, ancianos, débiles, gordos, ajados, sin fuerza de voluntad. El caso es que no sabía por qué pero se levantaba revuelto, con la sensación de tener el estómago en la boca y se preguntaba, casi sin ser consciente de hacerlo, si no estaría incubando algo.

Su mujer le preguntaba solícita por su salud y todos los días le decía que tenía que ir al médico, sobre todo por las náuseas, sin expresarlo claramente, sin atreverse casi a pensarlo, pero preocupándose por la gran enfermedad que últimamente estaba atacando a tantos de sus conocidos, que si quimio que si radio, que si confía en Dios, que si todas las familias con el corazón en un puño, maldita sea, que parece un castigo del Señor, la enfermedad esta. En cuanto se daba cuenta de que esos pensamientos la atravesaban, los apartaba rápidamente, y ellos, obedientes, se alojaban en una zona recóndita de su cabeza para aparecer de nuevo cuando menos los esperaba.

Un día, su mujer le dijo al ministro-ceja: “Deberías ir al médico. Estoy preocupada. ¿Y si tienes lo mismo que la ministra-buitre?” Y él, claro, le hizo caso. Fue al médico, una bonita consulta en la zona norte de la ciudad, con maderas nobles y el Época y La Razón entre las publicaciones de la sala de espera y esperó, porque no quiso hacer uso del privilegio que le ofrecieron de pasar por delante de los pacientes que ya estaban allí. Él era así, aunque los pacientes hubieran estado encantados de cederle su posición en la cola, él era así, nada de privilegios, por favor, él no estaba en política para forrarse, como algún otro gañán, cuyo nombre todo el mundo ha olvidado, sino porque desde pequeño le inculcaron en su casa el gusanillo del servicio público. Era un orgullo servir a los demás españoles de bien, era un orgullo para él llevar un apellido tan ilustre y sentirse parte de la maquinaria del estado. Si trabajaba catorce horas al día era precisamente por gente como aquella, que esperaba pacientemente su turno en la consulta del médico.

El médico lo reconoció y le dijo que, aunque pareciera increíble, porque él mismo tampoco acababa de creérselo y hubiera hecho las pruebas varias veces para descartar cualquier tipo de error, la verdad era que estaba embarazado. Ni más ni menos, embarazado. Y que, a su edad, él recomendaba una interrupción del embarazo porque, de seguir adelante, pondría en peligro su vida. El ministro-ceja no daba crédito y solo lo creyó cuando el médico le mostró una ecografía en la que se veía un movimiento espasmódico sin explicación. La preocupación que afloró en su cara hizo que sus cejas se pusieran completamente blancas. Ahora precisamente no era un buen momento para tener ese niño, ahora que casi había conseguido hacerse con un hueco para postularse a presidente, ahora que casi se había aupado a lo más alto, era profundamente injusto verse en esa situación. Preguntó al doctor si no estaría exagerando, si no podría llevar a cabo algún tratamiento para llevar el embarazo a término pero el doctor se lo quitó de la cabeza: demasiado arriesgado e inviable para un hombre como él, con tantas ocupaciones. La única posibilidad pasaba por un reposo absoluto y, con tantas obligaciones, no era un tratamiento posible.

Cuando se le hizo evidente al ministro que no tendría otra opción que abortar, lamentó haber modificado la ley que lo regulaba, lamentó haber hecho más restrictivo el acceso y no poder ir a su clínica privada favorita, en la que habían nacido todos sus hijos y allí acabar con el problema de manera segura. Ya era tarde, lo sabía, no podía hacer nada y, pensándolo bien, tendría que haber tenido más en cuenta casos como el suyo, seguro que había algunas mujeres que se habían visto en un caso parecido, mujeres de bien, claro, con carreras directivas importantes, con cargos de responsabilidad, con un supuesto así de complicado, no como esas casquivanas que van a la clínica a las primeras de cambio, no como esas perdidas, sino españolas de bien que se veían ante un caso como el suyo. A su mujer no le dijo nada, no estaba seguro de que lo comprendiera, tan estricta como era en cuestiones de moralidad, pero a su secretaria sí que la llamó para que le reservara un viaje relámpago a Londres.

Los miembros de los servicios diplomáticos aún recuerdan el tremendo lío que tuvieron durante tres semanas en la embajada inglesa. No había manera de que los ingleses creyeran que el hombre de las cejas blancas que habían encontrado desangrado en aquella clínica regentada por médicos indios era un ministro del gobierno español, el mismo que había modificado la ley española al respecto. Afortunadamente, en los periódicos se habló de un ataque al corazón y su mujer pudo llorar con la cabeza bien alta en el entierro, detrás de la mantilla negra y transparente, mientras todo el gobierno le daba el pésame.

lunes, abril 01, 2013

Expediente de Regulación de Empleo

Hijo de puta hay que decirlo más.
Joaquín Reyes

El hombre que se encargaba de la gestión de los dineros públicos para subvenciones apuró el quinto gin tonic con arándanos antes de decir a su chófer que medio más, Antonio, que esto se va volao…, como todas las tardes. Antonio se levantó con cierta pesadez y corrió al coche para volver a hacer el camino que esa semana ya había hecho un par de veces, a las Tres Mil y volver, y cuidadito con quién mira el coche y con los muertos vivientes que van de un lado con la vista en el suelo. En el bar lo conocían bien y sabían que invitaba casi siempre que entraba un conocido y, de hecho, estaban a punto de colgar un foto suya justo encima de la cafetera, como en esas casas nobles en las que hay fotografías de los dueños con los reyes, de tan buen cliente como era, que daba gusto verlo despachar con unos y con otros, siempre con los ojos brillantes y el verbo rápido, pues era verdad eso que decía de que no se había emborrachado nunca, que era bebedor, sí, pero que borracho no se había acostado nunca, por estas.

El hombre siempre tenía un chiste en la boca para el primero que le diera pie, o que le dijera eso de “el otro día me contaron uno buenísimo”. Los camareros, además, los festejaban con ganas, por lo de acabar con el tedio y, sobre todo, porque, según se desprendía de sus expresiones cuando subían los ojos al cielo del bar como diciéndose que aquel hombre no tenía remedio, el ser andaluz está hecho así. Es inevitable. Los chistes forman parte de su idiosincrasia y basta que alguien abra la boca con acento del sur para que en el resto del país estén esperando una cuchufleta. El hombre despachaba todas las tardes, entre ida y venida al baño, que hay que ver qué jodido es el tema de la próstata para los hombres con cierta edad, con gente muy variada, gente con trajes italianos de temporada y zapatos hechos a mano y gente con trajes viejos y gastados por los codos, ya anticuados cuando se compraron; con mujeres de perlas, maquillaje y bótox y con señoras de arrugas en la cara marcadas como con cincel; con unos y con otros.

Y siempre que uno de estos personajes ajados se iba del bar, deshaciéndose en elogios, contaba una historia trágica: fíjate en esta pobre mujer, toda la vida trabajando sin cotizar y, ahora, que tiene 67 años no tiene ni para irse a vivir debajo del puente… Yo, como digo siempre, si puedo echar una manita… Y luego decía que había conseguido apuntarla para que le quedara una jubilación decente, qué menos, hombre, si además era la portera del edificio en el que vivía su hija mayor y, a veces, hasta se había quedado con la nieta. Nada, nada, si puedo echar una manita… Después de estos momentos en los que parecía enjugarse alguna lágrima, le decía a su chófer: “esta noche acabamos tú y yo por todo lo alto, por estas, que me han hablado de un nuevo sitio que vas a alucinar. Te lo juro.”. Y luego decía que al poder le faltaba el contacto con los electores, coño, que parece mentira que vivamos de la política y los miremos por encima del hombro, si son nuestra gente, decía. Y los camareros festejaban las ocurrencias de este hombre tan llano y tan cercano, que tan bien relacionado estaba con la Junta y que tanto trabajo parecía sacar adelante acodado en la barra de aquella coctelería.

El día que murió había soñado que una fotografía suya saliendo de los juzgados aparecía en un periódico de Madrid y que sus palabras citadas eran: “yo soy ningún putero ni ningún drogadicto”. Ese día tuvo una visión en la que aparecía sin barba, tapándose la cara con vergüenza y también otra en la que la gente le increpaba y le llamaba chorizo. Incluso le pareció ver a alguno de los que había ayudado tiempo atrás, hay que joderse, cómo es la gente, pensaba, encima de que los ayudas, a la mínima te la clavan por la espalda. Pero lo que, definitivamente, empujó el coágulo hasta una zona letal de su cerebro fue la llamada de la consultora de su mujer, que le decía que había decidido dejar de pagarles el sueldo, que estaban oyendo cosas muy raras y que no se podían arriesgar a salir en los papeles.

Murió con la cara torcida y un hilillo de baba cayendo de su boca, mojando poco a poco los azulejos limpísimos del cuarto de baño del bar, con la expresión del que está seguro de estar haciendo lo correcto.