lunes, diciembre 29, 2008

Delfín

Estoy cenando en un restaurante. Cuando estoy con los postres, me dicen que el pescado que acabo de comer es delfín. Me pongo meláncolico. Pienso que he saboreado la carne de un animal más listo que yo. Los delfines tuvieron la mala suerte de evolucionar en el agua y no poder dominar la materia a través del fuego. Seguro que a diario nos maldicen en su particular idioma. Hijos de puta monos cabrones de mierda, que no entendéis nada. Los delfines saben ajustar su cuerpo de forma intuitiva a los campos electromagnéticos de la tierra. Los delfines son inteligentes y crueles. Tal vez la inteligencia y la crueldad estén tan inseparablemente unidas que sean la misma cosa, diferentes manifestaciones del mismo fenómeno. Todo eso pienso. También imagino que soy un delfín que viaja a través del océano.

Siento el agua, siento el sónar del barco de la armada que pasa a un par de kilómetros, el retumbar de las explosiones bajo la quilla de un barco pirata somalí. Veo un grupo de cuatro personas caer al agua. Una de ellas está muerta. Pruebo la carne pero no me gusta. Prefiero el atún. El tiburón no, el tiburón solo lo pruebo cuando matamos alguno entre varios, como una manera de hacerme con su fuerza. Porque vosotros creéis que los tiburones son voraces y no, los tiburones lo que son es idiotas. A nuestro lado no tienen nada que hacer por muchas hileras dobles de dientes que tengan, todo músculo y nada de cerebro. Cuando les vencemos, probamos su carne. Según vuestros sociólogos, es una especie de ritual de iniciación.
De las tres personas que quedan en el agua, intento ayudar a una de ellas. Es una persona negra. No sé si es un pirata o un marinero. Me da igual. Es un humano. Y todos los escritores han hablado de la solidaridad que existe entre ambas especies. Así que le doy un golpecito con el morro en el pecho para despertarlo. No parece que funcione. Tiene los ojos muy abiertos. Creo que ya está muerto. El juego ha dejado de ser divertido. Dejo que se hunda para que los retoños se lo pasen bien. Siempre disfrutan. Pero a ellos tampoco les gusta la carne. Voy a por otro que patalea, como si eso fuera a ayudarle. Le doy en el pecho con el morro. Se agarra a mi aleta dorsal. Subo a la superficie con el fardo a la espalda. Cuando llega allí, respira y tose. Me alegro de que esté vivo. Es más divertido. Le agarro del pantalón con los dientes y me hundo.

Salgo de mi ensoñación y pienso que soy yo el que se ha comido el delfín. Y aquí estoy, tomando un café estilo turco en un restaurante del puerto. En una isla de la que dicen las guías turísticas que está situada en el centro geográfico del Mediterráneo.

Tal vez todo esto quiera decir que, en el fondo, todos merezcamos ser el juguete de los delfines. O algo así. Creo. No estoy muy seguro.

Feliz año nuevo.

martes, diciembre 23, 2008

Feliz Navidad

¡Feliz Navidad!, dijo un tipo gordo vestido de rojo, con la ropa raída (la crisis, pensé, la maldita crisis). Y yo contesté, ¡Feliz Navidad!, pero no te voy a dar ni un pavo. Y él dejó la sonrisa falsa que mantenía en su cara (como si no fuera suficientemente siniestro su disfraz) y me miró con ojos de asesino. Paz a los hombres de buena voluntad, dije yo, haciendo el signo de la paz para que no se enfadara. Cabrón, dijo. Dije gracias, me di la vuelta y me fui.

¡Feliz Navidad!, me dijo la frutera cuando fui a comprar una piña muy grande (yo odio la piña, pero en mi casa es tradición, una tradición que a mí me parece un poco ridícula, la verdad) y yo dije ¡Feliz Navidad! Que todo te vaya muy bien el año próximo. Y ella dijo: ¿cómo?, ¿no vas a volver a comprar hasta el año que viene? Era una expresión, mujer, contesté yo.

¡Feliz Navidad!, me gritó el correo electrónico cuando lo abrí al llegar a casa. Redacté una bonita respuesta con una animación en Flash que había hecho el día anterior y se lo envié a todos mis contactos. ¡Feliz Navidad!, decía el mensaje del móvil que me llegaba cada media hora. Compuse un haiku especialmente indicado para estas fechas y se lo envié a todos los números de la agenda. Algunos de los destinatarios de ambos mensajes me habrían olvidado tiempo atrás, pero me dio igual.

¡Feliz Navidad!, digo yo ahora desde aquí a todo el mundo que lee esto de vez en cuando. Que pasen ustedes como mejor sepan estas fechas. Yo voy a bajar a tomar un vino con la familia, si me disculpan.

lunes, diciembre 15, 2008

Jersey

Todo el mundo piensa que el diablo es un hombre con clase. Un hombre vestido de negro, elegante de maneras, con un brillo de inteligencia y maldad en los ojos, que promete cosas muy tentadoras, muy precisas, capaces de convencernos de abandonar el camino recto, de vender nuestra alma. Pero no es así. El diablo es un idiota y un gañán. El aliento le huele a cebolla y lleva la barba mal cuidada y la ropa raída. Sus propuestas son poco imaginativas, son propuestas de mesa camilla, olor a repollo y jersey tricotado por la tía solterona del pueblo en días que se suceden mientras las fotografías se van volviendo cada vez más blanquecinas con el paso del tiempo. El diablo es el más grande perdedor, el eterno segundón, el caído, el equivocado, el que se levantó frente a Dios con soberbia y se opuso a la eterna tiranía del que todo lo ve, todo lo sabe, todo lo apunta, todo lo recuerda. Y sin embargo, cómo lo entendemos. Entendemos su arrogancia, su envidia, su odio. Su búsqueda constante, utilizando medios humanos, tretas y artimañas. Su interés de científico en la maldad. Sus pequeños triunfos, siempre empañados por la omnipotencia de Jehová. Cómo lo comprendemos, cómo lo envidiamos secretamente por ser capaz de desembarazarse de las prescripciones morales que nos acompañan a todos, que nos han moldeado desde pequeños. Lo admiramos por su libertad, por su desobediencia, por su resistencia. Y Él nos mira con tristeza mientras arranca un bolita de lana del jersey gastado con el que siempre viste y nos promete fama y dinero en el pueblo. Y cuándo le pregunto por qué se me aparece de esa guisa, Él sonríe y me dice que hace mucho tiempo que se ha desprendido del amor a las cosas materiales, que no necesita dinero para ser feliz. Entonces le pido exactamente lo mismo que ha conseguido él, le digo que no deseo fama ni dinero, que lo que quiero es la sabiduría, que eso lo es todo. Y entonces me dice que eso es imposible y corre a buscar otra alma dispuesta a dejarse engañar por las apariencias.

miércoles, diciembre 10, 2008

Bobinas

Pienso en los relojes que no necesitan baterías, que funcionan con el movimiento del cuerpo y decido que los generadores de energía eléctrica que utilizan deben de tener unos sensores muy delicados, tan delicados que son capaces de transformar el latido de nuestro corazón en la energía que necesita un circuito para traducirnos el ritmo de la pulsación del cuarzo. El cuarzo vibra. Él es así.

Y ahora imagino que Google es, en realidad, una empresa con un objetivo malvado, que recopila cuidadosamente toda la información sobre nosotros que ponemos a su disposición. Que en alguna remota nave californiana tiene un archivo sobre mí con todo lo que leo, con lo que escribo aquí, con lo que le digo a la gente a través del messenger, con mis fotos y que lo utilizará para crear una réplica de mí en la Red, un bot que podrá sustituirme cuando el mundo se vaya al carajo.

Y leo: Al final de cada enchufe, siempre se esconde un imán y una bobina que gira. Son el alma y el motor de nuestra civilización.

La belleza se encuentra en los sitios más inesperados. La frase anterior es la frase de conclusión de la Unidad 6 de determinado libro de 2º de Bachillerato. La unidad 6 habla del electromagnetismo.

jueves, diciembre 04, 2008

Pregunta

Solo quiero contar un paseo (esta vez sin yonquis ni mendigos, yonquis evidentes quiero decir, porque estoy seguro de que más de uno de los que me crucé por la calle esperan el momento de llegar a su casa y poder atiborrarse de tranquilizantes o de cocaína o de whisky o de cualquier otra sustancia que los humanos utilicemos para perder la conciencia) en el que caminé un día frío como la muerte (y por qué será fría la muerte cuando el infierno es un lugar abrasador, el lugar al que está destinada la inmensa mayoría de la Humanidad si nos atenemos a la letra de las normas católicas [aunque tal vez la confesión sea la contabilidad creativa de la cuenta de resultados de la Iglesia, quién sabe]) y las nubes estaban tan bajas que todos parecíamos sietecuatrosietes cruzando el cielo pero sin luces de posición ni complicados bailes en el aire a diferentes alturas: el mundo es el núcleo de un átomo y los aviones los electrones moviéndose a diferentes alturas, con diferente carga energética, pensé. Y pensé en las sondas que hemos enviado al espacio y en si seguirán circulando por ahí dentro de un millón de años o de diez, cuando ya ninguno de nosotros se cuente entre los vivos, cuando no seamos nada más que polvo de estrellas (qué expresión odiosa y cursi a la que sólo salva el maravilloso disco de Bowie). Y pensé también, mientras la niebla fría se me metía en los huesos, en el amor (ya sé, ya sé que esta imagen no es adecuada porque ya digo que la muerte es el frío, porque fríos se quedan los cadáveres, y el amor siempre es caluroso pero yo no tengo la culpa, yo no tengo la culpa de que mi cabeza funcione de esa manera, tal deba comenzar inmediatamente una cura psiquiátrica que ponga las cosas en su sitio, que me sitúe de nuevo en el mundo como a una persona normal, una persona con los sentimientos en su sitio y con la vida en su sitio y con todo en su sitio, pero qué quieren que les diga, qué quieren que les diga) y, claro, no llegué a ninguna conclusión. Seguí caminando y entonces vi a alguien que parecía dormir en la calle (ya sé también que les he dicho que no aparecerían mendigos pero es que me interesan mucho, me interesan porque constituyen el símbolo de lo que podemos llegar a ser si no controlamos a la bestia que lucha por salir y anegarlo todo, de sangre, de mierda o de lo que sea) pero tenía un traje puesto y un maletín y un cartel que decía: "soy un ejecutivo en paro por la crisis y me ofrezco a cualquier cosa con tal de recuperar el móvil de empresa" y entonces me vino a la cabeza un cabrón en particular al que tengo mucho odio y que espero sinceramente que se muera entre estertores y luego pensé que el odio y el amor se parecen mucho porque ambos consumen nuestra voluntad y pensé que era mucho mejor la indiferencia porque el que odia ocupa su energía y su tiempo en algo inútil y aún así seguí deseándole los estertores al muy cabrón. Pero como el ejecutivo en paro no tenía nada que ver con el hijoputa en el que estaba pensando, me acequé y el tipo me dijo que aquello no era verdad, que él era un artista conceptual y que su obra era una reflexión sobre el miedo y que Marx tenía razón con aquello de que un fantasma recorría Europa pero que el fantasma no era la revolución ni hostias sino el miedo que los que mandan tratan de inocular en la gente (acabo de leer esta frase y, a pesar de que no la he puesto en mi boca, en mis manos, me ha quedado un poco demodé, no sé, como los pantalones de campana y las pellizas y las trencas y el amor libre y el prohibido prohibir y todas aquellas cosas raras que hacían los padres de nuestros amigos europeos, no los nuestros, porque los nuestros escuchaban a Juanito Valderrama cantar "El emigrante"). Entonces miré al artista conceptual y le hice varias fotos con el teléfono móvil y le dije que iba a crear un blog para que la gente pudiera observar en directo como pasaba frío durmiendo por la noche y pudiera hacer comentarios de lo que le parecía la iniciativa y en ese momento el artista me miró con interés y me dijo que yo sí que sabía de que iba la vaina, que yo si entendía lo que era el arte. Y yo le dije que pretendía ganar dinero con ello y el me dijo: lo ves, como sabes perfectamente de qué va esto del arte...
Y como lo sé (eso me dijo el artista, no me miren así) acabo esta locura citando mi soneto preferido de todos los tiempos que pertenecía a un señor con una cara de mala leche que no veas y que se llamaba Góngora:

Mientras por competir con tu cabello,
oro bruñido al sol relumbra en vano;
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lilio bello;

mientras a cada labio, por cogello.
siguen más ojos que al clavel temprano;
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello:

goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, cristal luciente,

no sólo en plata o vïola troncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.

Ya ven a dónde me ha llevado ponerme a escribir sin dirección ni propósito. ¿Alguien sabe de un psiquiatra de confianza?

lunes, noviembre 24, 2008

Museo

Aquel día fui al museo como muchos otros, un día entre semana por la tarde, cuando faltaban dos horas para el cierre. Las paredes blancas de las que colgaban aquellas fotografías en blanco y negro ocupaban muchos metros cuadrados. Se trataba de la retrospectiva de un fotógrafo famoso, fotos con más de treinta años que constituían un retrato de cierta juventud marginal y rockera, muy identificada con los mitos norteamericanos. Algo extraño para los jóvenes españoles de los setenta.
La heroína jugaba un papel importante en aquellas fotos, aparecían muchos jóvenes inyectándosela, un juego con la muerte demasiado común en aquellos años. Una plaga que acabó para siempre con el talento de toda una generación.
Los ojos de los hombres y mujeres drogados eran de lo mejor de la exposición, miradas perdidas, más allá de cualquier pensamiento consciente, sombras que reflejaban un inmenso placer. Me fijé durante mucho tiempo en esas miradas. Recorrí la sala con tranquilidad, deteniéndome en los detalles morbosos, en las expresiones cuando se chutaban —qué droga esa, capaz de arrastrar al fango a chavales de veinte años, chavales que en fotos de seis años después ya parecen ajados y destruidos, con los ojos perdidos, con brillos en la cara, con tatuajes desvaídos— mirando a la cámara desafiantes mostrando sus tatuajes y sus tupés, sus zapatos de charol y sus cazadoras de cuero con las insignias de Harley Davidson.
Fui al servicio y me preparé un par de rayas y, como me ocurre casi siempre, me entraron ganas de cagar. Tarde media hora en hacer todo lo que tenía que hacer y cuando salí, advertí que el museo había cerrado y que no había guardas de seguridad que pudieran ayudarme. No se oía nada. Sólo mis pasos sonaban amortiguados en las salas de la exposición. A diferencia de las salas que contenían cuadros y esculturas, las exposición se cerraba por la noche para ahorrar dinero en seguridad. Tal vez las fotografías fueran menos importantes que las pinturas. Tal vez la existencia de los negativos, que permiten reproducir de forma infinita la imagen, haya devaluado la importancia de las copias. El arte no ha vuelto a ser el mismo desde que se puede reproducir hasta la náusea, pensé. Debe de tratarse de dinero, así ahorran en cámaras y guardias, quién va a querer llevarse una fotografía que será exactamente igual a cualquier otra extraída del mismo negativo.
Los sitios cerrados y desiertos no son un buen lugar para alguien como yo. La única vez que me quedé encerrado en un ascensor, pasé los escasos veinte minutos que permanecí dentro respirando con precaución, controlando el pánico. No es que tenga claustrofobia en sentido estricto, es sólo que no me gusta saber que no puedo salir. Empiezo a imaginar el aspecto que tendrá mi cadáver cuando lo encuentren, con los ojos muy abiertos por el terror, ahogado en un ataque de pánico. Y el pánico es un círculo, a medida que imaginas con más precisión el aspecto de tu cuerpo muerto, más rápidamente respiras y menos oxígeno llega a tus células. Comienzas a sentirte mal y de nuevo la imagen de tu cadáver aparece en tu cabeza, cada vez más enfocada, cada vez más nítida, y eso, a su vez, provoca de nuevo la caída en la hiperventilación, en la náusea, en la inseguridad.
Me pareció entonces escuchar algo en la sala de la derecha, como un roce de pies arrastrados, un rumor. Tuve miedo —cómo no tener miedo en esa situación, solo y encerrado— y me moví rápidamente en dirección contraria buscando un hueco donde resguardarme, dónde nadie pudiera encontrarme. Hallé una puerta, que cedió tras un empujón sin que pareciera activar ninguna alarma, y me metí dentro. Algunos cubos y fregonas se apilaban sin demasiado orden en el interior. Una luz roja me permitía distinguir los contornos de las cosas. Pensé que tal vez una raya consiguiera tranquilizarme, que tal vez atenuara algo mi nerviosismo. Me puse un par —hace demasiado tiempo que nunca me preparo una única línea— y las aspiré. Noté mi corazón bombeando estruendoso, el sudor saliendo y acumulándose en mi frente. Intenté respirar profundamente sin conseguirlo. El rumor de fuera se hacía más y más fuerte y se aproximaba lento hacia mí. Como si algo pudiera olerme, como si una voluntad se arrastrara con dificultad en mi busca.

Transmisión

Una de las cosas que más preocupa a los escritores (a los verdaderos escritores, quiero decir, no a los blogueros, ni a los cronistas sobrevenidos, ni tampoco, como es mi caso, a los aspirantes a tertulianos [porque yo siempre quise ser tertuliano, siempre aspiré a opinar de todo con seguridad y a ganarme la vida con ello, ya ven ustedes que siempre fui charlatán y que, habiéndolo comprobado casi desde la cuna, decidí potenciarlo por ver si el éxito acababa por rendirse, agotado por la insistencia de mi inacabable verborrea que todo lo cubre de vanas palabras]), una de las cosas que más preocupa a los escritores, iba diciendo (antes de que la digresión se moviera independiente de mi voluntad y creciera y creciera hasta llenar varias líneas entre paréntesis dobles) es el legado. Lo he leído por ahí, el legado, que creo que es la obra de toda una vida y eso.
Es decir, los escritores se preocupan de cómo recordarán los hombres su obra, cómo la entenderán los lectores dentro de cien años, cuando el mundo esté ahogado por el derretimiento de los polos (Ballard dixit) o sediento por la falta de lluvia (Ballard dixit), qué sentimientos provocará esa obra, qué lugar ocupará el escritor en el canon occidental, qué perdurará de todo el tiempo empleado frente al papel en blanco y demás.
Y sin embargo, la transmisión cultural está regida, como todo, por las inabarcables leyes del azar y la indeterminación, y no sabemos realmente si las obras de Sócrates que Platón olvidó no eran más importantes que las que transcribió, no sabemos por qué sólo han perdurado en España dos cantares de gesta (cantar de gesta arriba o abajo) cuando en Francia se conservan centenares de la misma época y desconocemos la importancia de las obras escritas en mozárabe aljamiado que están en la Biblioteca de Tombuctú y que salieron de Toledo a finales del siglo XV. Por ejemplo.
Así que, en puridad (no sé por qué esta expresión siempre me recuerda una conocida marca de alimento para mascotas o de abono o algo así), no es posible conocer qué lugar ocupará la obra de alguien dentro de algún tiempo. De hecho, en puridad, no es posible conocer siquiera si ese escritor será una nota al pie en la historia de la literatura (una nota al pie muy técnica y muy rebuscada que sólo un estudiante de doctorado rescataría para tratar de impresionar al tribunal [¡¡iluso!!]), si será aún leído, o, más que probablemente, si el olvido lo habrá cubierto de su manto de invisibilidad. Y si no, piensen que el teatro más visto en el siglo XVIII en España era el teatro de magia (análogo a las películas de efectos especiales del Hollywood de hoy) y que a Jovellanos no iban a verlo más que los amigos y poco más.
Porque la humanidad, a pesar de toda la información registrada, a pesar de la manía actual por dejar constancia de cualquier nimiedad, a pesar de la información magnética y óptica y Google, y las cámaras digitales y los blogs y Facebook y los grupos de personas empeñados en hacerse fotos constantemente y las granjas de servidores alineados en California que se suponen son nuestra memoria cultural, la humanidad siempre ha hecho lo mismo: olvidarse. Se olvidó de cómo se leían los jeroglíficos, se olvidó de cómo se interpretaba la escritura cuneiforme, se olvidó de llamar a los bomberos cuando aquello de la biblioteca de Alejandría, se olvidó de traducir del árabe gran parte de la cultura antigua del mundo occidental, se olvidó de cómo leer los manuscritos de la Edad Media, se olvidó… Hasta se hubiera olvidado de Kafka si no hubiera sido por Max Brod, el amigo que no le hizo caso cuando le pidió que quemara sus manuscritos y que ordenó y corrigió y decidió la imagen que tendríamos para siempre de él.
Lo que quiero decir, la verdad, es que todo lo escrito, todo lo impreso, todos los libros que alguna vez han sido tienen una importancia directamente proporcional al tiempo que han sobrevivido desde que fueron escritos y que eso depende, en gran medida, del azar. Así que tampoco sabemos si, gracias a la conservación milagrosa del manuscrito en algún disco óptico, dentro de dos siglos el escritor más importante y que representará como nadie la literatura de inicios del siglo XXI no acabará siendo, es un decir, John Grisham (que Dios lo tenga en su gloria).

En resumen que a todo, absolutamente a todo, lo cubre el tiempo de polvo y ceniza y que, tras unos siglos, lo que brilla a lo lejos como una estrella en el paisaje gris a veces es un brillante y a veces el cristal de una botella de Coca-Cola.

Y que todo esto no es más que una demostración de conocimiento inútil que espero me sirva para encontrar trabajo de tertuliano. ¿Hay alguien ahí? ¿Alguien quiere que le envíe el C.V.?

martes, noviembre 18, 2008

Mantenimiento

El hombre con rayos X en los ojos miraba el amanecer desde el edifcio de oficinas en el que trabajaba. Nadie de aquel edificio conocía su habilidad porque, como ya he contado en algunas ocasiones, no se fiaba de que aquello no acabara convirtiéndose en su condena. Miraba los armazones de los rascacielos a la vez que el sol iba llenando de claridad el cielo, poco a poco, desde un azul casi negro en las alturas hasta una línea progresivamente más clara detrás de los edificios.

El hombre con rayos X en los ojos lloraba con disimulo por la belleza del espectáculo. Por la sucesión de construcciones geométricas en la ventana, cubos y conos, hechos a su vez de otros cubos y conos, con largas vigas de metal que los atravesaban; por las salas de mantenimiento, que le hacían pensar en los nódulos de un sistema linfático; por los huecos de los ascensores y los aparcamientos, que le recordaban las arterias y venas del sistema sanguíneo, con esas redes de tuberías que llevaban el agua y la electricidad de un sitio a otro.

El hombre con rayos X en los ojos no estaba solo en el mundo. Hablaba a diario en un chat con otras personas con poderes especiales. Y en aquel momento le hubiera gustado compartir sus impresiones sobre el espectáculo con alguno de sus amigos, aún sabiendo que no era posible, que estaban lejos. Por ejemplo, la chica con la que salía ahora era capaz de ver la luz en el espectro de los infrarrojos y él la había visto más de una vez con los ojos muy abiertos ante los incendios forestales. Ella le había contado lo que sentía al mirar las masas incandescentes moviéndose como seres orgánicos.

En esta ocasión, sin embargo, hubiera preferido estar en la oficina con una mujer con la misma facultad que él. Exactamente la misma: rayos X en los ojos. Para poder mirar juntos el amanecer sin tener que recurrir a las palabras.

lunes, noviembre 17, 2008

Aeropuerto

El hombre con rayos X en los ojos esperaba pacientemente en la cola del aeropuerto, dispuesto a las humillaciones necesarias para embarcar en un vuelo transoceánico. Allí estaba, aguardando que le pidieran que se quitara los zapatos o el cinturón. Como todo el mundo. Odiaba los aeropuertos porque estaba seguro de que, en el caso de que supieran de su capacidad, se convertirían en una cárcel para él. Podía imaginarse sin esfuerzo encadenado a una silla, vigilado por un guardia armado, obligado a revisar la cola de entrada por el día y sometido a toda clase de experimentos por la noche. Él también había sido lector de X-Men y sabía el destino que esperaba a las personas con poderes especiales.

La cola avanzaba pausadamente porque la mayoría de la gente que estaba entrando a la zona de embarque del aeropuerto eran ancianos, que se movían con cuidado, poco a poco. Algunos de ellos apenas podían caminar por lo que la operación de despojarse de los zapatos y más tarde volver a ponérselos les llevaba mucho tiempo. Los guardias que revisaban la entrada ni siquiera pretendían parecer amables. Les apremiaban con malos modos, preocupados por el tamaño que la cola iba alcanzando paulatinamente.

Los viejos iban entrando temblorosos y rellenando la sala de embarque del aeropuerto con sus cuerpos flacos, sus muletas y sus medicamentos. Toda la escena le recordó un cuento de Kurt Vonnegut, aquel que se titula: "Bienvenido a la jaula de los monos" en el que existían cabinas de suicidio asistido que los viejos visitaban para despedirse del mundo. En ese cuento, la presión de la sociedad para que se suicidaran era tremenda: los viejos debían soportar los mensajes publicitarios incitándoles a ello a todas horas. Se imaginó, durante un momento, que el avión no sería una máquina destinada a llevarlos a ningún sitio sino una gigantesca cabina de suicidio en la que dispersarían un gas mortal para acabar con todos ellos, jubilados que dejaron de cotizar a la Seguridad Social mucho tiempo atrás. El gas se dispersaría, inodoro e incoloro, y todo el mundo moriría de forma suave. Nada más fácil que deshacerse de los cadáveres desde el avión en marcha.

El hombre con rayos X en los ojos se quitó de la cabeza una idea tan horrible porque, últimamente, su terapeuta le advertía constantemente en contra de la paranoia. Le decía que saltarse la medicación no era una buena idea, que tomarla le ayudaría a mantener un estado de ánimo más equilibrado.

Se fijó entonces en un anciano de casi ochenta años que se mostraba bastante vivaz, más en forma que sus compañeros de excursión. Se estaba quitando los zapatos sin demasiado esfuerzo, sin contraer la cara al inclinarse ni resoplar una sola vez. Cuando pasó por debajo del arco detector de metales, un pitido hizo que el guardia de seguridad se acercara a él con el detector portátil. Él explicó que tenía una placa de metal en el cráneo, una herida de guerra, dijo. El guardia lo miró socarronamente, como si no fuera capaz de imaginar a aquel anciano, setenta años antes, empuñando un arma o tumbado boca abajo en el suelo afinando la puntería para disparar. La batalla de Teruel, dijo el hombre. ¿Qué batalla, abuelo?, preguntó desconfiado el guardia. La de Teruel, y yo no soy su abuelo, respondió el anciano. Disculpe, hombre, sólo pretendía ser amable. Más que amable, me ha parecido usted condescendiente, pero no se preocupe, los viejos estamos acostumbrados a eso. Tengo una placa en el cráneo, justo aquí, dijo el viejo, compruébelo con la maquinita esa que lleva. El guardia de seguridad acercó entonces a su cabeza el detector portátil y éste comenzó a pitar con mucha intensidad. El guardia dijo entonces: Está bien, puede pasar. El viejo caminó un poco con sus zapatos y su cinturón en las manos y se los volvió a poner un poco más adelante.

El guardia civil no había advertido que el viejo no sólo tenía una placa en el cráneo —una mancha luminosa, que destacaba como coloreada de azul para la visión del hombre con rayos X en los ojos—, sino que también llevaba una tobillera con una pistola en ella. El hombre con rayos X en los ojos escrutó la expresión del viejo. No estaba nervioso ni alterado, le pareció que aquella no era la primera vez que burlaba la seguridad de un aeropuerto. Probablemente, gracias a su edad, ningún guardia civil lo contemplaría como una amenaza. Se preguntó que haría a un viejo cargar con una pistola tan grande, qué amenazas —reales o imaginarias— le harían andar armado por el mundo. No supo responderse.

El avión comenzó tomar velocidad para despegar. Las expresiones de los viejos intentaban aparentar tranquilidad pero el viejo de la pistola no dejaba traslucir ninguna emoción. Leía tranquilamente un libro, ajeno al traqueteo del avión, al sonido del motor alcanzado los seiscientos kilómetros por hora, a la fuerza que los mantenía incrustados en el asiento. Cuando el avión se despegó de la tierra, la ciudad apareció abajo como una maqueta de Lego, indistinguible de tantas otras ciudades desde esa altura.

El hombre con rayos X en los ojos pensó por un momento que el anciano armado tendría bastantes posibilidades de secuestrar el avión si se lo proponía. Se preguntó dónde querría que los llevaran en caso de que ese fuera su plan. Sentía curiosidad por saber dónde acabaría todo, en el caso de que el viejo se atreviera a hacerlo. Sin embargo, llevaba varios días sin dormir bien y había tomado un somnífero para el vuelo. Se quedó dormido pensando que tal vez la expresión decidida del viejo fuera lo último que recordaría en su vida.

Cuando el viejo se levantó y se dirigió a la cabina del piloto, él soñaba con la forma del avión, un esqueleto parecido al de una manta raya surcando los cielos en lugar de las aguas más profundas.

martes, noviembre 11, 2008

Molicie

Miro a través de una celosía y veo las paredes blancas y el empedrado del suelo. En la habitación hace calor y un ventilador de techo emite un zumbido suave. El sudor se seca poco a poco sobre mi espalda. A mi lado el cuerpo de una mujer se mueve imperceptiblemente debido a su respiración. Duerme con una expresión tranquila en la cara.
En la calle, un par de turistas con pantalones cortos y gorra caminan pegados a la pared, evitando el sol. El aire vibra por el calor que sale del suelo.
Me recuesto boca arriba en la cama y me acaricio el vientre mojado. Fumo un cigarrillo y el humo hace arabescos. Las partículas en suspensión se iluminan por los dos rayos de sol que consiguen pasar la barrera de madera. Recorro con los ojos la habitación y sigo las grietas en la pintura, el vuelo lento de un par de moscas, el recorrido de una gota de sudor que cae desde el cuello de la mujer, que se desliza blanda y espesa hasta alcanzar la mitad de su espalda.
Un perro ladra. Se oye a alguien llamando chistar. El murmullo de los aires acondicionados es como un sonido justo en el umbral de la percepción. Los muros de las casas dejan salir algunos diálogos de la primera telenovela de la tarde.
En este momento, la mujer me ha olvidado, ya no estoy con ella, ni dentro ni fuera de ella. Ahora ella está en otro sitio al que no puedo llegar. No me parece mal. Me gusta mirarla mientras duerme. Estará soñando. La miro una vez más y entonces hago algo sentimental: la beso en la mejilla, como si fuera la futura madre de mis hijos.
Observo desde la altura la suavidad de las piedras antiguas, redondeadas por el paso del tiempo y descolocadas por el movimiento de las raíces. En esta ciudad ni siquiera se pueden cambiar las losas de la calle sin llamar a un arqueólogo.
Me levanto de la cama. Me visto con ropa ligera y me voy. Cuando salgo a la calle una vaharada caliente y espesa me golpea la cara, así que busco una cafetería que esté abierta y entro. Pido un café solo y comienzo a leer un libro que compré por la mañana.
Cuando termino de leer han transcurrido dos horas y la temperatura ha descendido cinco grados. En la calle comienza a verse a gente que aún guarda en la cara rastros de la somnolencia de la siesta. Vuelvo a la habitación de mi hotel. La mujer ya se ha ido.

lunes, noviembre 03, 2008

Disparos

Al despertar vuelve a sentir la arena en la boca, el frío en los huesos tras una noche a la intemperie. Las pastillas que lleva dos años tomando no le sientan bien pero, como a todos, le son necesarias para mantener la concentración y no dormirse en combate. En una ofensiva no hay lugar para el sueño. En una batalla, un soldado con sueño es un soldado casi muerto. Por eso, cuando esa misma mañana el capitán los reúne a todos para contarles lo que espera de ellos, reparte las pastillas como un camello ante la puerta de una discoteca. Él también bromea cuando las recibe, igual que los demás. «¡¡Vitaminas!!» dice, vitaminas para una larga jornada sin sueño, para una larga jornada de miedo. Lo primero que se altera en la guerra es justo eso, el sueño. Cuando lo licencien va a pasar un mes metido en la cama sin salir, un mes completo entre sábanas.
Pasan las horas apostados tras un montículo vigilando un puesto enemigo. Los cabrones son duros. Se suponía que ya habían ganado esta guerra y, sin embargo, todas las semanas hay bajas en su unidad. Ahora hay una operación en marcha, quieren echarlos de veinte o veinticinco aldeas y aumentar la franja de seguridad en torno a la frontera. Las pastillas le dejan la boca seca. Sin embargo, todos saben que es un efecto que no se disipa con el agua, que deben soportarlo a cambio de permanecer despiertos y no arriesgarse a ser degollados por cualquiera de estos hijos de puta, convencidos de estar haciendo la guerra al mismo diablo. Cabrones. Pedregosos como el paisaje, así son estos hijos de puta. Él mismo vio una vez a un combatiente al que le faltaba el brazo izquierdo y un pie. Un puto lisiado disparándoles. Por el contrario, el setenta por ciento de los nuestros están aquí para conseguir los papeles y el treinta por ciento restante por inconsciencia, por no saber dónde se metían, por idiotas. Como él.
Entonces comienza el tiroteo y siente su hombro palpitando por el retroceso de su arma. Todos tiran. Llega el apoyo aéreo y estallan los gritos de júbilo cuando una defensa enemiga —un refugio excavado en el suelo y protegido por sacos terreros— salta por los aires. Ahora su columna se desplaza en zig-zag, con la cabeza agachada, tratando de conseguir una posición segura. Suenan ráfagas. El sol está empezando a calentar haciendo que la tierra adquiera un tono rojizo, como si recordara la sangre que ha absorbido durante estos siete años de guerra de mierda. Aquí y allá hay destellos, fragmentos de cristal suavizados por el tiempo que quedaron enterrados y que relucen al reflejar los rayos del sol. Sus compañeros se echan cuerpo a tierra y él los imita. Ahora hay demasiado ruido para saber exactamente de dónde vienen los disparos. Parece que les han atrapado entre dos fuegos, que les han tendido una emboscada. No sabe qué está pasando. Ve a Antonio, el dominicano, caer a su lado mientras se agarra el vientre. No cree que tenga ninguna posibilidad, ha podido ver sus ojos, su cara de miedo, su terror. Se arrastra sobre su estómago hasta una barrera natural. Ahora puede observar la situación con algo de distancia. Dos grupos de tiradores les atacan. A órdenes de su sargento, su columna se divide en dos. A él le toca el grupo de la izquierda. Todos cargan los fusiles con munición de mortero y comienzan a disparar. Cuando han transcurrido unos quince minutos, detienen el fuego. Ahora no se oye nada. Una alta columna de polvo se levanta a unos quinientos metros, parece que han neutralizado al enemigo. El famoso silencio tras la batalla no es más que sordera transitoria, demasiadas explosiones, demasiado cerca. Antonio yace con la mirada vacía, boca arriba, un hilillo de sangre la cae de la boca. Su mujer lo esperará en vano. Nunca tendrá hijos.
Cabrones, grita, cabrones... Y sale del refugio para rematar a los que hayan quedado vivos. En ese momento, siente una gran golpe en la espalda. No cree que haya sido nada. Si no duele, seguro que no ha sido nada. Y entonces se desploma como un títere al que hubieran cortado los hilos.

jueves, octubre 30, 2008

Llorar

Cuando una de las tías de la familia se echa a llorar, los demás ríen para quitarle hierro al asunto y, sobre todo, porque la tía siempre ha tenido la costumbre de derramar lágrimas por cualquier nimiedad y es famosa entre sus hermanos por eso. De hecho, comentan con una sonrisa que ahora lo hace todas las tardes, que cuando menos lo esperan la miran a la cara y tiene los ojos rojos y se los está secando con un pañuelo.

Todos los hermanos bromean sobre las manías de la abuela (porque todo es risible, porque todos somos dignos de misericordia, pobres humanos resignados ante nuestro destino), una señora siempre acostumbrada a controlar el devenir de la familia y ahora relegada, por necesidad, en las decisiones relativas a su propia vida. Todos se quejan de su tozudez, de su empecinamiento en ser partícipe de acontecimientos a los que ya no puede asistir por sus problemas en las piernas y su falta de movilidad. Todos se hacen gestos de inteligencia entre ellos cuando la abuela llama por décimotercera vez a uno de sus seis hijos protestando por tener que esperar en casa el resultado de la operación de uno de ellos. Y comentan sus últimas ocurrencias, su resistencia a ser ayudada por una señora ("yo no soy una vieja chocha". dice), sus manías de anciana acostumbrada a la rutina, aferrada a ella un día tras otro, sus lapsus de memoria que la llevan a preguntar ya por la noche, tras un día en el que ha realizado más de veinte llamadas, qué ha pasado esa tarde para no haber recibido la visita de ninguno de sus hijos. Y cuando le cuentan de nuevo que uno de ellos se ha operado y que por eso no ha recibido las visitas habituales, entonces comienza otra vez con una cantinela de protestas, una sarta de lamentaciones. Hasta que vuelve a olvidarlo.

No es que los motivos que la tía tiene para llorar no sean importantes, no es que ver a la abuela perder la cabeza y no recordar el día anterior sea agradable (cuando sin embargo recuerda nítidamente, como en un programa nostálgico de televisión, escenas de un par de décadas atrás). No. Simplemente es que ver a alguien de casi noventa años difuminarse lentamente es muy triste pero también algo que forma parte de la vida, algo normal, es irse yendo poco a poco con dulzura, como en un arabesco de tiempo, como desvivir las horas, desleirlas en agua, hacer que todo alcance el lugar exacto que le corresponde respecto al eje de simetría que fueron sus 87 años, el momento a partir del cual su vida comenzó a ir hacia atrás. Algo triste pero perfecto a su manera, la primera etapa de un viaje que concluye en el mismo lugar del que partió, en el mero mirar y saborear, en el mero deslumbramiento ante los colores y las sensaciones del cuerpo sin la ayuda de un cerebro que moldee esa información o la clasifique en categorías.

Eso es acabar como se empieza, como un niño que, en lugar ir llenando la cabeza de cosas, se fuera desprendiendo de las que ya no le son necesarias. Eso sí, hacia atrás, desandando el camino, haciendo el viaje inverso.

viernes, octubre 24, 2008

Gregorio

No soy, al igual que todas las manzanas, más que un proyecto de árbol. Conscientes de que, en realidad, sólo somos pequeños cigotos lustrosos y brillantes que esperamos enraizar en la tierra para continuar con la cadena de la vida, nos resignamos a ser lo que somos, piezas insignificantes en la estrategia de reproducción de un organismo. Tenemos existencias silenciosas y así debe ser.

Pero si alzo mi voz y deseo hacerme escuchar es porque yo no soy una manzana cualquiera, no. Yo soy la manzana incrustada en la espalda de Gregorio Samsa, ya convertido en insecto y repudiado. Me arrojó contra él su propio padre y, a diferencia de mis hermanas, todas lanzadas con rabia por su propia familia, me incrusté en su caparazón. Mis hermanas rodaron por el suelo —como si estuvieran electrificadas, dice K.—en la historia en la que aparezco.

El dolor fue increíble e insoportable, según parece. Yo no lo sé, claro. Yo me limito a pudrirme poco a poco en su espalda. De hecho, sé que me quedan pocos días para desaparecer por completo, fundida para siempre con el pobre Gregorio. Según K., tardaré un mes en desaparecer del todo porque nadie se molestó en retirarme. También está escrito que el pobre Gregorio quedó lisiado para siempre desde mi intervención en el cuento. El pobre Gregorio se arrastraba como podía por la habitación para contemplar la estampa de su familia charlando en el salón. Sin dejarse ver, claro, sin exponer a la familia a la contemplación del monstruo.

Me siento un poco culpable, es cierto. Pero yo sólo soy una manzana . Me limito a dejar que las bacterias hagan su trabajo, a desaparecer poco a poco, a notar como mis tejidos pierden consistencia y se deshacen ante el trabajo de la naturaleza. Cuando haya desaparecido del todo, el pobre Gregorio seguirá arrastrándose sobre sus patas, seguirá mirando con envidia la vida familiar, seguirá sintiéndose solo y profundamente desgraciado. Pero eso no es de mi incumbencia, la verdad. Yo he hecho lo que debía hacer. Alzar la voz. Eso es todo.

jueves, octubre 23, 2008

Domingo 2.0

Cuando llegué a casa, no necesité abrir la puerta con cuidado para no despertar a nadie porque nadie duerme en mi casa cuando yo no estoy. No necesité recorrer el pasillo atento a los muebles colocados en la pared ni esquivar la mesa del salón para que el ruido no despertara a mis padres o a mi esposa o a mis desprevenidos y durmientes hijos. Tampoco concentrarme ante la puerta intentando que la llave no rascara la madera antes de abrir. Así que entré sin demasiado cuidado y me senté en el sillón. Encendí la televisión, fui a la cocina y volví con un trozo de chocolate que me comí mientras miraba la pantalla. Emitían un publirreportaje de esos en los que el público aúlla cuando sale al plató un actor de tercera completamente desconocido en España.

El mundo es un lugar extraño, escribí en mi cuaderno. La noche está llena de lugares alojados en los huecos de la realidad, continué. Lo releí. Lo taché. Odio encontrar frases así en las notas que tomo. Me hacen sentirme como un gilipollas pedante cuando las releo. Cerré el cuaderno antes de comenzar a anotar cosas que en aquel momento me parecerían deslumbrantes pero que estarían ajadas y rotas cuando las leyera por la mañana. Nadie me lo reprocharía, pero ya es bastante malo levantarse con resaca como para descubrir además que por un momento has pensado, bajo el influjo de los fármacos y el alcohol, que lo que escribías era bueno.

El anuncio presentaba un aparato que servía para endurecer la musculatura de la barriga. Veinticuatro personas dispuestas en cuatro filas de seis ejecutaban una danza rítmica subiendo y bajando con una plancha ergonómica de plástico encajada en su zona lumbar. Todos sonreían. Miré mi barriga. Descarté que aquel aparato me sirviera de algo. Descarté una sociedad en la que veinticuatro personas sonrientes pretenden venderte un aparato para moldear tus abdominales a esas horas de la mañana. Descarté más tarde la importancia de los abdominales. Cambié de canal y descubrí que era tan tarde que incluso las cadenas locales que emiten pornografía toda la noche habían cambiado de programación y empezaban de nuevo con los videntes. Al mirar por la ventana distinguí una línea luminosa detrás de los edificios.

Un gradiente de color que variaba del azul celeste hasta el índigo más oscuro, estaba apareciendo poco a poco. Pensé que el centro de las grandes ciudades parece una fotografía tomada hace ochenta años, con todos esos edificios de tejados rojos amenazados por los rascacielos. Sabía que en aquel momento me rodearían miles y miles de vecinos, todos durmiendo o despertando en ese momento, filas y columnas de personas a la derecha y a la izquierda, arriba y abajo. En torno a mí mis vecinos se desplegabarían en todas direcciones, como si yo, en ese momento mirando por la ventana, fuera el origen de un sistema de ejes cartesianos. Miles de esas personas estarían desperezándose a la vez, abriendo los ojos justo en este momento, despertándose entre caricias, palabras susurradas y roces; o contemplando a sus hijos dormidos. Otras maldecirían su mala suerte, lamentando tener que levantarse y hacer un trabajo odioso y más en domingo. Así es, la vida nos pasa por encima sin tenernos en cuenta. Al igual que el gradiente de azules de la ventana, también existía un gradiente en las emociones de los que despertaban en aquel momento.

Me lavé los dientes y decidí no acostarme. Era demasiado tarde para intentar conciliar el sueño. Durmiendo solo conseguiría levantarme tarde, tener resaca y sentirme mal por haber desperdiciado otra noche. Bajé a la calle y caminé diez minutos hasta llegar al quiosco que vende prensa las veinticuatro horas del día. Por el camino me crucé con algunas personas en retirada que parecían haber batallado durante toda la noche contra el invasor. Compré dos periódicos y les eché un vistazo. Nada digno de mención. Las noticias de una semana parecen reciclarse en la siguiente, como si estuvieran producidas por un ordenador que ha entrado en un bucle del que no sabe salir. Crisis internacional, hambrunas, incidentes raciales en África, políticos europeos sonriendo a la cámara.

Llamé por teléfono y me contestó una máquina. Pulsé el uno y luego el tres y la voz de una mujer sonó al otro lado. La voz de la mujer me preguntó mi número de teléfono para comprobar si era la primera vez que llamaba. No era así. La voz de la mujer comprobó si los datos de los que disponía eran correctos, sobre todo los referentes a la tarjeta de crédito. Sí que lo eran. Me preguntó si seguía interesado en el servicio habitual o quería introducir algún cambio. Sí, lo mismo de siempre. Afortunadamente, me ahorró el texto publicitario que tenían disponible para nuevos clientes. Afortunadamente también, la mujer reconoció mi voz y no insistió en las ventajas de la tarjeta de fidelización del club. La visita tardaría una hora y media.

Me senté a esperar. Cambiando de canal, encontré una televisión local que comenzaba con la emisión de una misa evangélica. El público de la iglesia parecía compuesto exclusivamente por inmigrantes. Parecía más divertida que las misas católicas, la gente sufría espasmos de vez en cuando y gritaba aleluya como si estuviera poseída. La música sacra también era más divertida, incluso más que la música de iglesia de los sesenta. Cuando sonó el timbre de la puerta, yo estaba dormido. A pesar del café que me había preparado y de los periódicos, no había conseguido mantener los ojos abiertos. Abrí la puerta y una mujer de piernas largas y pechos pequeños me sonrió. La hice pasar.

Ella se desnudó, desprendiéndose de la ropa que llevaba, una falda y una blusa discretas y se puso delante de mí un conjunto de ropa interior negro lleno de encajes que realzaba su figura. Tal y como hacía siempre que la llamaba. Siempre se demoraba al ponerse las bragas negras y al colocarse las chinelas de tacón. Me gustaba así y ella lo sabía. Más tarde, yo también me desnudé y nos metimos en la cama. La besé con cariño y le acaricié la cara y los lóbulos de las orejas mientras la miraba a los ojos. Como casi siempre, me quedé dormido en sus brazos mientras me acariciaba el pelo.

Cuando me despertó su beso pude notar el olor del café recién hecho y el del pan tostado, aún caliente. Me senté en la mesa y admiré el mantel perfectamente puesto, los huevos revueltos en su punto y las tostadas doradas. Los periódicos estaban doblados y crujientes a un lado. Había flores frescas en un jarrón en el centro de la mesa. El sol de media mañana entraba en la habitación a través de la ventana, iluminando el suelo de madera. La radio estaba puesta en el programa que suelo escuchar los fines de semana. Entonces, Iliana me dijo: hasta la próxima, cariño, me besó en la frente, me revolvió un poco el pelo, abrió la puerta y se marchó.

domingo, octubre 19, 2008

Terapia 2.0

Mi terapeuta es un tipo amable y profesional que sabe transmitir confianza. La consulta está en su propia casa y es bastante acogedora, con paneles de madera y grandes estanterías donde guarda libros. No todos los libros están relacionados con la psiquiatría, también se pueden ver muchas obras clásicas de la literatura. A mí eso me tranquiliza. No sé por qué, pero me tranquiliza. Tampoco hay diván. Él suele decir que el diván es sólo decorado. Que lo importante es que seamos capaces de comunicarnos. Me gusta el tipo y creo que venir aquí todas las semanas me está ayudando mucho. Aún así, he tardado casi seis meses en tener el ánimo suficiente para hablar de las cosas que me preocupaban. No es fácil remover cosas que llevaban escondidas tantos años. El dolor se suaviza con el tiempo y andar hurgando dentro, despojarlo de todas esas capas que lo cubren, no es agradable. Es como meter un palito en un avispero y esperar que sea una buena idea

En una de nuestras últimas sesiones, el psiquiatra me ha dicho que avanzaré más rápido si escribo sobre mi pasado, sobre las cosas que pretendo resolver. Yo nunca he hecho nada parecido antes, que conste. Ni siquiera fui un adolescente escritor de cartas. Las largas cartas adolescentes siempre me parecieron pueriles. Tantas palabras para qué. Pero ahora todos los días a media tarde, cuando llego de trabajar, tengo que enfrentarme con el famoso miedo al papel el blanco. Una metáfora como otra cualquiera porque queda poca gente que escriba en papel, creo yo. Pero vamos. El terapeuta no me ha dado ninguna indicación concreta sobre cómo debo hacerlo así que he elegido lo más cómodo y he empezado a utilizar el ordenador para llevar un diario. Bueno, no es exactamente un diario, me limito a dejar que las ideas surjan casi al azar de mi cabeza. Miro hacia un punto lejano, vacío la cabeza y escribo. Me dejo llevar.

Según las instrucciones que me ha dado el terapeuta, debo dejar reposar las ideas una semana. Cuando el plazo se ha cumplido, tengo que releer las entradas y anotar en una libreta aquellas ideas que me llamen la atención, que me sorprendan. Y vaya si lo hacen. No sé de dónde salen, de qué recovecos ocultos afloran cuando me dejo ir. De todas maneras, supongo que esa es la idea, que justo por eso él me ha dicho que lleve un diario y que nunca lo relea el mismo día que lo escribo. También me ha advertido de que no me preocupe por la corrección o el estilo de las palabras. No estoy haciendo literatura, los textos que escribo sólo son una forma de terapia. El médico lleva razón, noto que estoy mejorando. Escribir así te obliga a conocerte mejor, a explorar tus sentimientos y recuerdos, a recrear épocas de tu vida que te parecían tan lejanas que no sabías que estaban ahí. La memoria, además, funciona de tal manera que en el momento en el que aparece el primer recuerdo, parece como si un hilo invisible tirara de muchos otros que no pueden separarse de él. Desde que llevo el diario, estoy recordando cosas que había olvidado hace mucho tiempo.

Pero además, según mi terapeuta, escribir te permite imaginar escenas que no ocurrieron pero que debieron haberlo hecho. A través de la escritura puedes mirar hacia atrás y detectar esos momentos en los que tu vida cambió de forma irreversible. Si en esos momentos reescribes tu propia historia, si consigues que la ficción se adueñe de tu pasado, tal vez puedas contemplar tu vida actual de otra forma. Al menos, eso dice él. Yo creo que no lleva razón, porque las cosas ocurrieron tal y como ocurrieron y pretender inventar un pasado inexistente no conduce a ningún sitio. Pero él insiste en que fantasear con algo que no hiciste en la vida real pero que deberías haber hecho es una manera de conjurar todas las consecuencias que vinieron después, una catarsis en su sentido original, tal y como decía Aristóteles.

La semana pasada yo era pequeño y tenía algo de miedo porque tenía que confesar. No había hecho nada malo, nada impropio para un niño de once años pero me esforzaba en encontrar pecados dignos del sacramento. No había hecho caso a mis padres, me había pegado con mi hermana, había mentido a mi profesora. Minucias que se agrandaban a mis ojos, pecados merecedores del castigo y, por tanto, de la absolución. La semana pasada yo llevaba unos vaqueros y una camisa de cuadros roja y blanca y entraba en la iglesia con el resto de la clase, en silencio. La iglesia no era muy grande pero sí esbelta. Olía a incienso y a cera de vela. Aún no se habían puesto de moda las velas electrónicas que se pueden ver hoy en día en muchas iglesias. Mi madre me había pedido que encendiera una vela en memoria de mi tío, que había muerto de meningitis mucho antes de que yo naciera. Eso hice. Recuerdo el sonido que hizo la moneda al caer en el interior de la hucha metálica. La llama de la vela, pequeña al principio y más tarde alta como las demás. El sonido amortiguado de los pasos de los niños, todos vistiendo zapatos con la suela de goma.

La fila iba avanzando y yo no quería entrar en el confesionario, no quería hacerlo. No me gustaba estar allí, no quería mentir para tener algún pecado que confesar. Envidiaba a los niños malos que debían mentir en sentido contrario, que no podían contar que entraron en la escuela por la noche, cuando no había nadie que pudiera atraparlos y robaron cuadernos y bolígrafos, que se habían peleado con la pandilla del barrio de enfrente, que habían fumado por primera vez o habían probado la cerveza. Qué estupidez estar allí imaginando pecados. Recuerdo pensar en aquello como en una especie de competición, en la que lo importante era tener algo medianamente importante que contar. Pero también recuerdo haber pensado que sólo los pardillos tenían que inventar sus pecados en el confesionario. Qué ganas de ir al instituto, de crecer, de hacer las cosas que hacían los chicos mayores.

La semana pasada yo me retorcía las manos, nervioso porque ya me tocaba, porque era mi turno y tenía que ser convincente. No podía decir que no tenía ningún pecado que confesar porque siempre hay pecados, aunque sean de pensamiento, siempre hay cosas malas en nuestro interior, como me había dicho el cura la vez anterior. Pero yo tenía ganas de salir de aquella iglesia, de correr por el cementerio que había fuera con el resto de niños que ya habían acabado. Una de las tumbas tenía la estatua de un ángel cuyos ojos alguien había pintado de rojo y nos gustaba jugar al escondite por allí. Nos gustaba pasar miedo imaginando que el ángel cobraba vida de repente y nos perseguía enviándonos al infierno con los rayos de sus ojos, como si fuera un superhéroe.

La semana pasada entre en el confesionario y confesé que había matado a mi profesor de catequesis. Apreté su cuello hasta que dejó de respirar, como si no importara tener once años y las manos pequeñas y frágiles, como si de repente hubieran crecido, se hubieran endurecido y llenado de callos, las manos rasposas de un hombre habituado al trabajo físico anudándose alrededor del cuello blanco y algo flácido de aquel cabrón melifluo y delicado. Me gustó apretar y notar como la sangre dejaba de latir bajo mi fuerza, notar como aquel hombre dejaba de debatirse contra lo inevitable y ver sus ojos inyectados de sangre horrorizados por una muerte sin confesión —ya inservible el comodín del arrepentimiento católico— ahora que comprendía que no habría una segunda oportunidad, ahora que comprendía que aquello que nos había hecho no iba a quedar sin castigo.

Dejó de debatirse en cinco minutos. Los mejores cinco minutos de mi vida.

martes, octubre 14, 2008

Piscina 2.0

Al principio, apenas podía pensar en nada que no fuera mi cuerpo, sólo en mis músculos y mis tendones latiendo, estirándose, sólo podía sentir la máquina desperezándose, calentándose. Siempre duele al principio. Los pulmones queman y la cara se pone roja por el esfuerzo pero después de una media hora, el cuerpo se relaja, se acostumbra a estar haciendo ejercicio, toma conciencia. Entonces empiezas a sentir el deslizamiento en el agua, empiezas a nadar de verdad y a disfrutar. Yo apenas era humano, yo era un pez, un delfín que había aprendido el secreto para bucear a toda velocidad con un esfuerzo mínimo. Yo era parte del agua que me rodeaba, un ser que no era sólido del todo, alguien con la consistencia de una medusa al que apenas era posible distinguir a dos metros de distancia. Una brazada y otra, una brazada y otra, respirar, no dejar que los pies se paren, mover toda la pierna desde la cadera, observar el borde de la piscina desplazándose hacia atrás, hundir la cabeza en el agua con determinación, deslizar, estirar, deslizar, estirar.

En cada brazada sacaba la cabeza del agua para respirar. En cada brazada dejaba salir el aire de mi boca, dejando así un rastro de burbujas que apenas duraban un instante, bandadas de pájaros inmediatos e instantáneos que desaparecían después de ascender a la superficie. Se había levantado viento, un viento de verano agradable pero intenso, cada vez mayor. Incluso dentro del agua, podía notar el rumor sordo de los árboles, ese sonido tan parecido al del mar que hacen las hojas agitadas por el viento. Los árboles se balanceaban, la costumbre de podarlos los había convertido en largas columnas de madera que se movían suavemente, las ramas de las copas confundiéndose unas con las otras. Infinidad de veces he mirado las hojas agitadas por el viento desde una toalla, pensando en la elegancia de los olmos cuando el aire pretende desplazarlos hacia un lado y ellos apenas mueven sus copas, pensando también que los árboles viven más años que los animales porque no se mueven, porque, de alguna manera, son capaces de mantener la energía durante más tiempo. Como si todos los seres vivos dispusieran de una energía limitada que emplear en la vida. El colibrí muere muy pronto comparado con una tortuga. Pero la tortuga es un ser fugaz frente a un tejo. Los árboles son como santones budistas que miran el mundo sin actuar, limitándose a estar ahí, ignorándonos.

Como en una película experimental, noté como las hojas caían en la piscina, su movimiento ralentizado por la densidad del agua (slow motion con filtros virados al azul, como un anuncio de televisión de finales de los años 90). Una imagen extraña: la piscina convirtiéndose en un estanque y llenándose de restos vegetales. Cada vez que sumergía con fuerza la cabeza en el agua (mi cuerpo tenso, mis músculos contraídos, mis manos entrando en el agua como un cuchillo en la mantequilla) podía observar desde muy cerca las grandes hojas amarillas flotando a un metro de profundidad. Las hojas amarillas contrastaban con el azul del agua de piscina, sus bordes claramente marcados, como si todo lo que estuviera viendo fuera en realidad un fotograma digital tratado con el software adecuado para aumentar la nitidez de la imagen. Noté también como el aire se cargaba de electricidad y como, cada vez más, era mucho más placentero estar dentro que fuera. Sentí el sabor y el olor eléctrico del aire en la boca, la energía ajustándose a las líneas del campo electromagnético, como una leve manta sobre el agua.

Las ramitas flotando me provocaron una ensoñación: flotaba en el agua como en el cuadro prerrafaelita de la muerte de Ofelia. Me deslizaba en el agua boca arriba, tranquila y en paz al fin, después de todo el sufrimiento, después de tomar la decisión de acabar con mi vida, con las manos abiertas sobre el pecho y los dedos unidos como después de arrancar esas flores que, rojas y azules, estaba recogiendo cuando me tiré al agua desesperada por la muerte de mi padre y que ahora nadan junto a mi cadáver. Con el pecho cubierto de brocado y la cara de una persona que no se siente culpable, ni siquiera en el suicidio, tal vez sólo un poco sorprendida del final. En un entorno verde y ocre, sobre el agua habitada por algas verdosas que parecen cabellos. Voy deslizándome muerta hacia el fin de la corriente, hacia el río Lete para diluirme en la eternidad, para olvidarme de lo que he sido, de lo que he amado. Voy al otro mundo y al fin no tengo miedo porque el olvido es la felicidad.

Sentí entonces una descarga, un frío intenso que se convirtió en un instante en un calor abrasador que se movía desde mi interior, como si fueran mis órganos los que estuvieran produciendo la electricidad. Mi estómago y mi corazón desintegrándose como el uranio bajo los electrones, una fuerza cada vez mayor que aumentaba de forma exponencial, del centro hacia fuera. Todo fue tan rápido que no tuve tiempo de sentir dolor. Tampoco recordé mi vida como si se tratara de una película, no hubo túnel con luz blanca al final ni paseo temeroso rodeado de sombras ni espectros, no hubo ascenso ni me sentí inundado por el amor, no atisbé la felicidad eterna, ni tampoco la condena y el sufrimiento, no me sentí juzgado después la oscuridad blanca. Yo no era consciente de estar sufriendo, de estar desvaneciéndome, de estar perdiendo mi conciencia, mi individualidad, yo simplemente estaba pasando a ser otra cosa, algo que no está vivo pero que, sin embargo, sigue formando parte del mundo, sigue existiendo.

Aún sigo aquí. Una brazada y otra, una brazada y otra, respirar, no dejar que los pies se paren, mover toda la pierna desde la cadera, observar el borde de la piscina desplazándose hacia atrás, hundir la cabeza en el agua con determinación, deslizar, estirar, deslizar, estirar.

lunes, octubre 13, 2008

Confidente

—Mírame, ¿tengo cara de psiquiatra o qué?
—Hombre, pues no sé que decirte. No tengo ni idea de la cara que tienen los psiquiatras pero eso sí, tienes una cara que inspira confianza. Pareces una buena persona.
—Pues esa es mi maldición. Parecer una buena persona. Todo el mundo me cuenta sus problemas. Me utilizan y luego me ignoran. Ni siquiera pretenden que les dé un consejo (algo que, por otra parte, yo no me atrevería a hacer) sino que se desahogan delante de mí y más tarde se van y no vuelvo a verlos en semanas. Sobre todo las mujeres.
»Yo no existo para casi nadie cuando las cosas van bien. La gente sólo se acuerda de mí si tienen un problema, si algo les preocupa, si necesitan hablar con alguien. Eso sí, todos me lo agradecen mucho, todos me dicen que sé escuchar, que no es fácil encontrar a alguien que sepa hacerlo.
»Además, lo peor es que casi toda la gente que habla conmigo se conoce entre sí y, claro, al final sé demasiado sobre las personas a las que quiero. No me interpretes mal, no es que me importe, a mí me gusta ayudarles. Simplemente desearía no saber tantas cosas sobre algunos de ellos, en serio. No quiero saber lo que X hace en la cama, que a su pareja le gusta tan poco. No quiero saber lo que Y opina de Z, ni que Y está teniendo un lío con G, ni que E está pensando seriamente en la separación, sin que su mujer sospeche nada. Simplemente no quiero saberlo.
»Cuando eres joven, no acabas de entender que dos personas con las que te llevas bien, no lo hagan a su vez entre sí. Si tienes la oportunidad, intentas mediar entre ellos, intentas que tengan entre ellos la misma relación que tú tienes con cada uno por separado. Cuando te haces mayor, cuando eres una persona madura (qué expresión esa de «madura», ¿no?, parecemos todos a punto de caer de un árbol) comprendes que cada uno elige sus amistades y que tú sólo debes preocuparte por la relación que tú tienes con la gente y de nada más, que no puedes ser responsable de ninguna otra cosa aparte de ti mismo.
»De pequeño, estás ansioso porque cualquiera te cuente su vida, por los detalles. De mayor no. De mayor lo que desearías a veces es que te «descontaran» cosas que ya sabes, no haberlas sabido nunca. En fin...
—Sí, la gente le da muy poca importancia a las cosas que cuenta cuando, en realidad, hay frases que cambian para siempre la imagen que tienes de alguien.
—Eso es, frases que, una vez dichas, ya no tienen arreglo, a pesar de eso de que las palabras se las lleva el viento. Si tu mujer te dice «ya no te quiero» o «te he sido infiel»; si un amigo te cuenta que le dio una paliza a una pobre prostituta porque perdió la cabeza; si otro te dice que se alegra de que a Fulanito le vaya del culo porque siempre pensó que era un idiota cuando Fulanito es uno de tus mejores amigos... ¿Cómo seguir tratando a esas personas de la misma manera, cómo seguir teniéndolas en la misma estima?
—Pues no tengo ni idea. Supongo que no es fácil.
—No, no lo es. Por eso te digo que estoy harto de esta situación. Harto. No puedo más. Que se paguen un psicólogo. Además, ya sabes que para mí éste es un trabajo temporal. Lo hago mientras espero algún papel importante. Voy a pruebas y mientras tanto hago esto para poder pagar las facturas. Pero a mí me pagan por poner copas, no por aguantar los problemas de los demás. Que les den por el culo a todos, hombre.

jueves, octubre 09, 2008

Kawabata

Takako se acerca a mirar a través de la cerca de los vecinos ausentes y ve un macizo de flores, un poco agreste y desordenado. Y entonces, aparece esta frase en el relato: “Parecía un milagro que, estando ausentes tanto Chiba como Ichiko, su esposa, todas esas flores permanecieran así, tan silenciosas en ese día de otoño”. Y yo me quedo maravillado, pensando en cómo hacer tanto con tan poco, envidiando profundamente al autor: Yasunari Kawabata, Nobel en 1968, y también, cómo no, a su traductor: Jaime Barrera Parra. Hay que ser un maestro para convocar con 24 palabras el silencio, el otoño, las hojas moviéndose gracias al viento en el porche de la casa vacía y la belleza de las flores, esos órganos sexuales de las plantas que los japoneses convierten en poesía.

Y en la primera página está escrito:

Yasunari Kawabata

Primera nieve
en el monte Fuji


Traducción directa del japonés de Jaime Barrera Parra

martes, octubre 07, 2008

Duelo

Es el lugar del barrio que no cierra nunca. La entrada siempre está oscura y la música suena demasiado alta. Aunque discretas, por los alrededores siempre hay dos personas que dan el aviso si se acerca la policía. Todos los lugares así son similares, por eso el nombre da igual. El humo es espeso y los ojos de la gente están enrojecidos. El camarero es simpático pero tiene una cara de esas que te hace desear tenerlo de tu parte si se monta una bronca. La gente dice: hey, qué tal, hola, cómo andas, quillo, qué.
Cuando voy siempre pido una cerveza bien fría y siempre digo que no al Negro, que pretende invitarme a una raya en el servicio, solo por tener una excusa para meterse él otra, aunque solo hayan pasado cinco minutos desde la última. El Negro ha perdido parte de la dentadura pero se lo toma con filosofía. Casi no queda gente en el barrio que se meta caballo, solo el Arnold, que no consiguió dejarlo cuando tenía que haberlo hecho y ahora se arrastra de un sitio a otro como un espectro. Ya ni aquí lo dejan pasar porque le da el coñazo a la gente pidiendo dinero. Recuerdo un tiempo en el que el Arnold bromeaba con el tema de su adicción, a la gente que decía "tengo que hacer deporte, que me estoy poniendo fondón", él siempre les aconsejaba: "haz como yo, la heroína adelgaza mucho". Entonces era gracioso.
El barrio siempre será el lugar en el que te criaste aunque tengas una historia de esas que le gustan tanto a los americanos, una historia de superación personal gracias a las becas y el trabajo duro y toda esa mierda. No es mi caso, que conste. Yo apenas logré montar un taller y ganarme la vida como mecánico. Tuve suerte al casarme con Toñi tan joven, aquello me mantuvo con los pies pegados al suelo. Los hijos también ayudaron, supongo que cuando ves sus caras se te quitan de la cabeza muchas tonterías. Aunque no por eso he dejado de divertirme, eso también quiero dejarlo claro. Cuando eres joven, aunque seas padre, siempre encuentras la manera de salir por ahí de juerga. Ahora ya casi ni apetece, ahora ya es el tiempo de los críos, son ellos los que salen y te dejan preocupado en casa cuando vuelven tarde. Ya no suelo venir mucho por aquí, desde que nos mudamos, mi mujer y yo pisamos poco el barrio.
Hoy, de todas formas, es diferente. He venido por aquí a tomar una cerveza a la salud de Jose. Hemos venido los colegas que quedamos. Bebemos y charlamos, fumamos y, de vez en cuando, alguien propone que nos demos un homenaje en honor del Jose, qué cabrón. Ya he dicho dos veces que no. Hoy me bastará con las cervezas y la maría, no quiero llegar a casa completamente borracho a las cuatro de la madrugada y arrastrar la resaca durante toda la semana. Pero al final digo que sí, qué coño, por qué no, si los seis estamos a gusto recordando y charlando. Además, no hay que ir a ningún sitio a buscar nada. Lo bueno de este lugar es que para eso solo hay que levantarse y avisar. Alguien viene y dice: son veinte pavos cada uno. Le damos el dinero y a los tres minutos, alguien me pasa una bandeja con cinco líneas blancas. No está mal. Bebemos. Recordamos aquella de cuando el Jose tenía catorce años y se cagó encima y en lugar de ir a cambiarse a casa pasó de todo y siguió por ahí en la calle hasta la una de la mañana. O aquella vez con quince que robó una moto solo porque estaba cansado y la moto no tenía candado y cuando llegó al barrio le prendió fuego para que no la reconociera la policía, con tan mala suerte que las malas hierbas del descampado en el que estaba comenzaron a arder y los bomberos se presentaron en el barrio a las dos de la mañana y acabó pasando más miedo por el fuego que por el robo. Lloramos de risa recordando. O la otra en la que estaba con otro colega, arriba en el puticlub, follando con tres colombianas cuando aparecieron dos maromos con pistolas y tuvo que escaparse de allí tapándose solo con una toalla de manos. Esa es mítica y tiene tantas variantes como personas la recuerdan. Qué cabrón el Jose. Qué cabrón. Va por ti, decimos, y brindamos con los whiskies que todos estamos tomando ya. Y todos pensamos en el que tiempo que ha pasado y nos sentimos un poco viejos.

viernes, octubre 03, 2008

Moto

Las hojas amarillas vuelan en remolinos a mi alrededor mientras vuelvo a casa en moto desde el trabajo. Es un día de viento, lo noto cuando rachea de costado. Debo tener cuidado con la dirección, debo concentrarme en conducir con cuidado. Miro los retrovisores y observo los coches de delante para prever posibles cambios de carril, para predecir cuando un conductor va a decidir ocupar el hueco hacia el que voy a ochenta kilómetros por hora. Estoy atento al tráfico y nunca miro hacia arriba, recorro calles antiguas mirando la línea discontinua del asfalto, estoy concentrado en moverme de un sitio a otro y en nada más. Es rápido y es aburrido. No sólo sé el camino, conozco cada bache en la carretera, donde debo reducir la velocidad para no correr riesgos cuando llueve, donde frenar mucho antes de lo que parece. Los coches me pasan a gran velocidad y la ciudad se mueve hacia mí mientras pienso en lo que tengo que hacer en casa, mientras organizo la tarde en mi cabeza, siempre atento a los coches brillantes. Y un taxista pone el intermitente y pitas en seguida porque sabes que tienes menos de un segundo para evitar que cambie bruscamente de carril hacia la izquierda, justo hacia el tuyo, pero aunque pitas el taxista lo ignora y entonces debes frenar con fuerza. Cabrón.

La irritación viene veloz y se va enseguida cuando se está conduciendo. La atmósfera emocional de la hora punta, que imagino como un campo electromagnético en tres dimensiones, está llena de pequeños picos de mal humor que duran apenas un instante. Ese es el latido de la ciudad: bocinas y gestos obscenos.

martes, septiembre 30, 2008

Emoción

Pulso el botón "Siguiente Blog” de Blogger, que selecciona al azar uno de los millones de blogs disponibles. Miro blogs que me resultan incomprensibles, escritos en finés o en coreano, que muestran fotos. Pulso y miro rápidamente para ver si se trata del blog personal de alguien, de alguien que pretende vender algo, o bien de alguien que pretende ser creativo. En estos me detengo un instante. No sé por qué lo hago. Internet está tan lleno de palabras, de mierda, de imágenes, de metafísica y de coños que, a veces, cuando llego a casa debo ducharme dos veces. Una inmensa corriente de información nos está desbordando el mundo. Sería mejor que todos calláramos para siempre, como los muertitos amontonados de cualquier fosa común. No pretender decir algo original, no pretender trascender de nuestro destino, aprender a conformarnos con nuestra inanidad, con nuestra insignificancia. Pero no. La gente no se cansa. Una y otra vez lo intenta, una y otra vez intenta versos originales, cuentos emocionantes, fotografías con encuadres raros. Una y otra vez se arroja contra el muro, como las moscas que no aprecian que el cristal está ahí y que no recuerdan que se han estrellado contra él veintitrés veces ya, con la tozudez propia de los organismos muy simples. Todos somos moscas. Todos somos imbéciles.

Sin embargo, a veces encuentro cosas que me remueven algo por dentro, a veces encuentro páginas que me emocionan. Hoy, por ejemplo, he encontrado una mujer que pesaba más de doscientos kilos y que ha colgado las fotos de su transformación tras una operación de reducción de estómago. En una de las secciones del blog aparece un contador de todas las pastillas de jabón que se habrían podido fabricar con la grasa que ha ido perdiendo progresivamente. La semana en la que batió su propio record en el contador aparecían veinticuatro pastillas de jabón con olor a lavanda. Y ayer vi la ejecución de un apóstata en Irán. Me gustó. Se notaba que el realizador había estudiado en Occidente. Parecía un vídeo musical. Creo que deben de haber ensayado la coreografía muchas veces. Todo ha sido tan estético como en una película de Kim Ki Duk.

viernes, septiembre 26, 2008

Vigilante

Veo en la pantalla cómo el hombre se revuelve inquieto en su cama. La imagen aparece con tonos verdosos. No sé cómo se llama. Lo habitual es que nos asignen a alguien durante largo tiempo y que se conviertan en nuestra responsabilidad. En otra ocasión se revolvió así por una mala digestión, recuerdo que se levantó de la cama, en medio de la madrugada y que vomitó agarrado a la taza del retrete. Después de aquello pareció sentirse mejor y su cara se distendió y cuando volvió a acostarse se durmió rápidamente, algo que suele ocurrirle casi siempre. Según me han dicho, eso no es lo habitual. Hay otros hombres que necesitan emplear mucho tiempo para conseguir conciliar el sueño y dan vueltas en la cama y se les ven los ojos abiertos en la oscuridad, inermes ante el paso del tiempo. Me lo han contado.
Él, sin embargo, suele dormir bastante bien aunque hoy no pueda hacerlo. Se acuesta y, normalmente, antes de diez minutos su respiración se relaja y se hace más profunda y tras un par de horas sus ojos comienzan a moverse rápidamente dentro de los párpados cerrados (es curioso observar esos ojos cubiertos por una fina película de carne moviéndose a toda velocidad) y su boca se curva en una sonrisa. Debe de ser bonito soñar, a él siempre se le pone una sonrisa hermosa cuando sueña.
A veces viene a la casa una mujer, pero eso no suele suceder muy a menudo. En esos casos, el hombre, en lugar de llegar a casa, ponerse el pijama, ver un rato la televisión y masturbarse delante de la pantalla del ordenador antes de acostarse, abre una botella de vino, sirve un par de copas, pone algo de picar y elige música alegre y confiada. Cuando esto ocurre se comporta de forma extraña y sonríe muchísimo más de lo habitual. Normalmente mira a los ojos de la mujer que lo acompaña y siempre llega un momento en el que su mano acaricia la cara de la mujer y que va siempre antes del remolino de ropa, de la saliva y de los besos. Esas noches, cuando observo su cama en la pantalla veo dos bultos diferentes respirando acompasados pero sólo el hombre sonríe siempre. Las mujeres sonríen a veces y a veces no.
En otras ocasiones vienen varios hombres a la casa y juegan a las cartas. Yo sé que van a venir porque el hombre siempre compra licores fuertes, galletas saladas, patatas fritas y otras cosas y pone un tapete verde en la mesa del salón. Cuando pone el tapete, yo ya sé que cuatro personas aparecerán en la puerta de la casa en cualquier momento. Uno alto y gordo, vestido con un traje inmenso, y tres de la misma estatura del hombre, más o menos. Todos parecen mayores de cuarenta años y van bien vestidos, con chaquetas. Dos de ellos suelen llevar corbata, que siempre se quitan cuando llevan jugando y bebiendo un par de horas. A mí me parece que se divierten bastante, al menos, sus carcajadas resuenan bien altas en la sala cuando alguno de ellos hace un comentario divertido. Pero igual es el alcohol. Me caen bien cuando están jugando a las cartas y divirtiéndose.
A la hora del amanecer debo rellenar un informe en el que daré cuenta de cómo ha pasado la noche. Hoy escribiré que ha estado despierto durante más de cuatro horas intentando dormir. Que se ha revuelto inquieto en su cama sin conseguir concilar el sueño. Que se movía hacia un lado y más tarde hacia el otro, como si todo el peso del mundo estuviera presionadole el pecho.

jueves, septiembre 25, 2008

Corredor

El día en que me levanté con una ligera lumbalgia fue el mismo día que descubrí que llevaba más de tres días seguidos durmiendo con la misma mujer. Me sorprendí muchísimo y pensé: “En este momento, si no fuera por la ligera lumbalgia, estaría corriendo desnudo por la carretera. Huyendo”.
Entonces ella me sonrió y me preguntó si había dormido bien. Yo contesté que sí. Me besó e hicimos el amor pero mientras tanto yo no conseguía borrar de mi cabeza la imagen de mí mismo corriendo por la carretera, con el pene flácido moviéndose arriba y abajo, una ensoñación en la que yo pensaba todo el tiempo que lo único importante era mover una pierna y más tarde la otra y a continuación la otra, lejos, lejos, rápido, rápido. No podía dejar de imaginarme corriendo cada vez más veloz, sin dirección ni horizonte, huyendo y refrenando las ganas de gritar con todas mis fuerzas y de desplomarme en ese extraño paisaje después de haber agotado hasta el último soplo de aire de mis pulmones.

El sexo fue fantástico pero los pulmones me molestan un poco.

lunes, septiembre 22, 2008

Liturgia

Parece que, para subir la escalera, esté siguiendo las instrucciones escritas por Cortázar años atrás. De tan minuciosos pasos como da. Cuando termina de hacerlo, consagra una hostia ante la mirada de los fieles, parte del acompañamiento a un pobre viejito muerto y vestido de domingo, maquillado como un presentador de televisión. El cura, con su sotana y su casulla, con sus latines y su mirada apacible encima del estrado, ofrece algún tipo de consuelo a todos los que lloran en aquella iglesia, desconsolados no por ir a echar de menos al viejito, que además de viejito estaba enfermo y que se fue sin hacer ruido y sin sufrimiento, sino por ellos mismos. Por contemplar el cadáver que todos seremos, encofrado entre seda y terciopelo, con maquillaje bajo las bolsas negras de los ojos y bacterias bajo la piel.

El detalle con el que ejecuta el cura todos los movimientos, aprendidos tantos años atrás, pretende dotarlos de un significado profundo, como si la ejecución lenta y correcta de cada gesto tuviera una importancia esencial. Qué representación, qué dominio de la entrada y de la salida del mundo que tienen los curas católicos, qué fuerza tiene el ritual y las lágrimas y el incienso. En ese momento, dejo de ser un adulto que desprecia la carga de culpa que tiene nacer en esta religión y me convierto en alguien que solo observa con atención. Y la verdad es que el efecto está muy conseguido. Durante dos mil años, el ritual se ha ido decantando, depurándose de lo accesorio. La escenografía y la puesta en escena son impresionantes. Largas ventanas cubiertas de vidrieras permiten que el sol de la mañana bañe la nave de esa iglesia tan antigua, escenario privilegiado del simulacro.

Cuando recupero de nuevo la mirada del hombre que soy, Galileo me sonríe y recuerdo aquello de Eppur, si muove. Y muchas otras cosas. Y me voy de la iglesia a tomar un vino en el bar más cercano, que está, como siempre ocurre en estos casos, justo enfrente de la puerta principal. Y entonces veo como el camarero llena el catavinos de líquido, un fino turbio, y levanto mi copa y la giro suavamente agarrándola de la base con dos dedos. Y entonces digo "Salud". Y noto el sabor amargo y seco y más tarde el calor en el esófago y en el estómago. Y recuerdo aquellos versos de Marzal que decían:

"Cuatro gotas de aceite
sobre un trozo eremita de pan blanco

(...)

El hecho de verter las cuatro gotas,
cuatro lágrimas densas de oro humilde,
sobre las migas cándidas, supone
un acto elemental
contra la ruina
una rúbrica más
contra la muerte."

Y pienso entonces que vivir es nuestra obligación. Y que todos nosotros gustamos de alguna clase de liturgia. Y que, gracias a Dios, en la mía no huele a incienso, ni a polvo, ni a muerto.

jueves, septiembre 18, 2008

Matrimonio

A la hora del almuerzo decidió comprar un bocadillo de una de las tiendas de alrededor de la oficina y disfrutar del buen tiempo comiéndoselo en el banco de un jardín. Caminó unos quince minutos para despejarse y se sentó en una pequeña plaza que ya había utilizado otras veces. El bocadillo era de atún y tenía mayonesa, lechuga y tomate, con pan inglés. A su mujer no le gustaba el atún, decía que le parecía un pescado demasiado grasiento, demasiado sabroso. Él opinaba que su mujer decía eso porque no le gustaba realmente el pescado, que lo comía porque sabía que era muy bueno para la salud y nada más. Nunca comía grasas ni tomaba pasteles, ni pan, ni fritos, ni comía entre horas y siempre estaba intentando convencerle de que hiciera deporte, de que fuera con ella al gimnasio.

Sabía que, en este momento, ella estaría saltándose la comida para poder ir a la sesión de aerobic de Pali, su monitor preferido. Lo hacía de forma religiosa todos los miércoles y viernes. El resto de días iba al gimnasio cuando salía de la oficina. Por eso llegaba tarde a casa y solo tenían un rato para charlar después de que ella cenara. Los lunes, martes y jueves solía quedar con las amigas de un trabajo anterior para comer y tomar un café. Los fines de semana se quedaban en casa, excepto aquellos en los que su mujer tenía que ir de viaje a alguna ciudad europea por cuestiones de trabajo. Él se apuntaba a veces aunque los compañeros de trabajo de ella no le cayeran demasiado bien.

Miró durante un rato a un gorrión que se buscaba la vida por allí. El pájaro había levantado una manzana y se estaba comiendo tranquilamente las hormigas que había debajo. Sonrió. Le pareció un signo de inteligencia que el pájaro supiera que debajo de las manzanas siempre hay hormigas que se están alimentando de ella. Dio otro mordisco al bocadillo y bebió un trago de cocacola. Recordó el tiempo en el que a él le molestaba pasar tan poco tiempo con su mujer. Habían discutido algunas veces por eso pero eran cuestiones de trabajo y poco se podía hacer ante ellas. Así eran las cosas. Y la verdad es ahora creía que era mejor no verse demasiado, que las parejas que duran más tiempo, por desesperanzador que suene, suelen ser aquellas que pasan menos tiempo juntas, las que aprenden a dejarse espacio. Así habían conseguido casi trece años de felicidad conyugal.

Volvió a la oficina y se sentó de nuevo ante el ordenador. Después de veinte minutos, el procesador de textos dejó de funcionar. Tras maldecir por no haber guardado el archivo en el que estaba trabajando, comprobó el alcance del desastre y vio que no había sido para tanto. Sus últimos quince minutos de escritura, sin embargo, se habían volatilizado. Solo eran información perdida en la memoria que el ordenador ya no identificaba como texto. Tendría que volver a hacerlo, ahora que el informe sobre un nuevo servicio de la competencia ya estaba casi terminado. Pulsó el botón izquierdo del ratón y lo dejó pulsado, con el cursor apoyado sobre la flechita de abajo de la barra de desplazamiento. Zuuuuuuuum.

Cuando llegó al final, se encontró con cuatro palabras que no estaban ahí antes, cuatro palabras que tal vez fueran restos de un archivo anterior o de un correo. No recordaba haberlas leído últimamente. Seguramente serían parte de alguno de esos correos con chorradas divertidas que todo el mundo recibe. Los ordenadores a veces tienen comportamientos que parecen extraños pero que son solo azarosos. Probablemente, el procesador, al intentar recuperar la mayor cantidad posible de información de la memoria, había acabado por identificarlas como parte del archivo en el que trabajaba. Aunque no fuera así. De todos los símbolos extraños que podía haber encontrado al final del texto, había ido a encontrar precisamente aquellas palabras. Las palabras decían “Tu mujer te engaña”.

Empezó a notar como la rabia le subía por la garganta desde la boca del estómago, algo viscoso y lento que se acumulaba en los ojos en forma de lágrimas. Subía y subía inundando poco a poco su esófago, su tráquea, su boca y su cabeza. Cuando el sabor metálico en su boca le descubrió que se había mordido la lengua hasta provocarse una herida sangrante, agarró el monitor y lo tiró con fuerza contra la ventana. La ventaba se resquebrajó pero no llegó romperse. Entonces, dejó la oficina dando un portazo.

martes, septiembre 16, 2008

Volver

Con la frente marchita, que cantaba Gardel, y decía Joaquín Sabina (aunque en este caso se deba, más que a los problemas sentimentales, al sol y a la playa).

Y dejar constancia aquí de que se ha vuelto. Y bueno, esperar que no me hayan olvidado y que no me hayan borrado de sus enlaces. Y esperar también tener alguna idea (algún día) lo suficientemente ingeniosa como para volverles a hacer desperdiciar su (sin duda) valioso tiempo con las cosas que me da por publicar (aunque publicar sea un eufemismo vanidoso para esto que hacemos).

Ya se me ocurrirá algo (espero).

viernes, agosto 29, 2008

Crisis

Esta refinada metáfora del papel en blanco, un rectángulo blanco en una pantalla llena de píxeles que trata de hacernos creer que seguimos escribiendo a máquina cuando, en realidad, todo lo que escribimos, todo lo que guardamos aquí, en este soporte magnético, o de estado sólido, o de lo que sea, a diferencia de nuestras antiguas cajas llenas de manuscritos mecanografiados, está al borde de la desaparición, al borde de no haber existido nunca: un pico de tensión, un golpe al ordenador, un susto, un incendio de una central eléctrica, una guerra nuclear, el fin de la humanidad tal y como la conocíamos, cualquier detalle sin importancia, y nuestras palabras se volatilizarían sin dejar rastro, como cuando la corriente de un río bordea una piedra y más tarde vuelve a ser río y cuatrocientos metros más abajo no hay ningún signo, ningún rastro de que la piedra haya estado ahí alguna vez. Así desaparecerían nuestras palabras, sin huella, sin humo, sin signo, sin pisadas, sin ruido, sin que pudiéramos aducir ninguna prueba de que alguna vez existieron.

Y entonces tendríamos un problema porque estas palabras estúpidas y vanidosas o sangrantes y verdaderas, pura morralla que puebla los discos duros de miles de servidores alineados de alguna remota nave industrial de California o aire y alimento del alma, buenas o malas, buenas y malas, con importancia o sin ella, son tan parte de nosotros como los personajes literarios que nos acompañan y que recordamos mejor que a algunos amigos que supuestamente existieron. Estas palabras, gran artificio, base y cimiento de la civilización y de la transmisión cultural, diferencia fundamental con los brutos, existen unas detrás de las otras y crean la ficción de la secuencialidad y del paso del tiempo, crean un universo cerrado sobre sí mismo. Un universo como el de las matemáticas, un universo incompleto pues, como ya Gödel se encargó de demostrar, contiene en su seno al menos una proposición que no puede demostrarse utilizando las propias reglas del sistema.

Y un día te levantas y ese día

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Vacaciones

Cuando otros van llegando, algunos empezamos a irnos. Ahora es mi turno. No publicaré mucho durante las tres siguientes semanas pero supongo que algo escribiré de vez en cuando. Cuídense. No me olviden. Y, sobre todo, no me borren de sus enlaces. :-D

Nos vemos por aquí (signifique eso lo que signifique).

martes, agosto 19, 2008

Gracián

"No ai lisonja, no ai fullería para un ingenio como un libro nuevo cada día. Las pirámides de Egipto ya acabaron, las torres de Babilonia cayeron, el romano coliseo pereció, los palacios dorados de Nerón caducaron, todos los milagros del mundo desaparecieron, y solos permanecen los inmortales escritos de los sabios que entonces florecieron y los insignes varones que celebraron. ¡O! gran gusto el leer, empleo de personas, que si no las halla, las haze."

Gracián, El Criticón, II, iv.

Qué grandes últimas palabras: "si no las halla, las haze..."

lunes, agosto 11, 2008

Ausencia

La mujer sonreía mientras caminaba con elegancia, como si todos sus huesos hubieran sido colocados por un marine que lo hubiera memorizado para montarlo y desmontarlo con los ojos vendados.
Con sus formas rotundas, perfectos trazos armónicos que se movían ligeramente al andar, cruzó la puerta del bloque de apartamentos, soñando con la tarde que pasaría en casa de su amante, recordando otras ocasiones similares, fantaseando con las horas por llegar.
Casi siempre conseguía lo que se proponía, era cuestión de dejar que las cosas siguieran su curso porque los hombres, y sobre todo los hombres inteligentes, siempre estaban dispuestos a complacer a las mujeres hermosas. Y con este hombre no había sido diferente. Tan solo había necesitado dejar que el tiempo pasara, y aquí estaba ella, visitando por fin su casa, un ático en el centro de la gran ciudad. Ya era la cuarta cita y era la primera vez que visitaba aquel lugar. Las veces anteriores habían quedado en un hotel porque era un hombre casado y ella era una mujer discreta que entendía sus resevas. Solía pensar que las cosas maduraban y caían cuando estaban dispuestas, cuando llegaba su tiempo. Y así sería también en esta ocasión.

Llevaba los tacones con elegancia, como si fueran parte de su cuerpo, no como esas mujeres que no saben caminar con ellos y aún así se someten a la tortura de llevarlos. El suelo de madera encerada del suelo del ascensor, tan brillante que costaba trabajo fijar la vista sobre él, reflejaba de forma distorsionada su figura. Se retocó el peinado antes de salir, segura de que ese día tampoco habría nada que su belleza no pudiera conseguir. Llamó varias veces a la puerta y después de cinco minutos esperando que le abrieran marcó un número de teléfono en el móvil pensando que seguramente su amante estaría duchándose, a pesar de había llegado a la hora convenida, y que por eso no oiría el timbre de la puerta. Sin embargo, solo pudo dejar un mensaje en su buzón de voz. Tras otros cinco minutos, volvió a dejar otro mensaje, con un tono más indignado. Después del cuarto de hora de cortesía, cuando le resultó evidente que no había nadie en la casa, se marchó. Sola.

jueves, agosto 07, 2008

Distrito

La red de la empresa desaparece, se esfuma y todos los teléfonos emiten un crujidito, como si fueran animales que se quejan. Uno, y más tarde otro a su izquierda, y luego el que está un poco más atrás en otra fila de mesas iguales, hacen puc, puc, reiniciándose todos en una coreografía acústica y geométrica. Y nadie puede advertirlo porque todo el mundo está fuera y ese sonido cae blandamente al suelo como si el calor le impidiera pasar de una mesa a otra.
Y en el exterior existen doce cubos azules, pretendidamente perfectos, revestidos de planchas de cristal que parecen espejos. Pero debido a las minúsculas variaciones de ángulo en el montaje de las planchas, cuando miras en ellos el reflejo de los edificios de los alrededores, todos parecen estar rotos, como si hubieran sido construidos por Frank Gehry.
Y las caras de los niños que decoran las mesas de trabajo de sus padres sonríen a la cámara sin sospechar que lo que creían los indios era cierto, que las fotos te roban el alma, que detienen el tiempo y lo congelan y cuando esos niños hayan pasado por el mundo y ya no existan, muchos años después de que yo sea polvo (mas polvo enamorado… que diría aquel) seguirán mirándonos sonrientes y despreocupados.
Y muy arriba en el cielo, en la estratofera, esa capa de la atmósfera que empieza justo a 15 kilómetros de la superficie (ni uno más ni menos, ¡qué ridiculez!) algunas nubes con forma de hebras de lana se deshilachan. Y los coches parecen balas de plata sobre el asfalto, derretido y gris.

domingo, agosto 03, 2008

Tiempo

¡Porque en un minuto hay muchos días!
Romeo y Julieta, Acto III, Escena V


El día que Antonio salió de su casa una hora antes de lo habitual no se imaginaba el cambio definitivo que su vida iba a experimentar. El azar, que todo lo malmete, que todo lo embarulla, jugó un papel fundamental en el suceso que acabaría confinándolo en una silla de ruedas. Salió de su casa antes de lo habitual para ir al banco, para solucionar unos papeles sin importancia y acabó tendido sobre el suelo con la columna vertebral rota. Cruzó la calle para dirigirse a la oficina en la que tenía la cuenta corriente, y que abría a las ocho de la mañana, sin sospechar que aquella moto que iba a toda velocidad embestiría contra él a sesenta kilómetros por hora. Miró a la derecha y miró a la izquierda, como hacía siempre, aunque ese gesto no evitó el atropellamiento. Oyó un estruendo que venía de bastante cerca y que no logró identificar, pero no sospechó que aquel estruendo viniera de su propia sucursal bancaria. Se detuvo en mitad de la calle intentando escuchar con la suficiente atención para averiguar de donde venía aquel ruido, sin tener la más mínima idea de que justo aquello acabaría para siempre con la sensibilidad de sus piernas. Vio la moto venir a toda velocidad e intentó apartarse, pero tuvo mala suerte al elegir la dirección, la misma que eligió el conductor de la moto.

Se veía venir que ibas a acabar tumbado en el suelo con la columna vertebral rota. Se veía venir que te iba a atropellar una moto, se veía venir que en aquel segundo, en aquel minuto, en aquel momento, tu vida iba a experimentar un cambio definitivo. Antonio, deberías haber dejado las gestiones en el banco para el día siguiente, deberías haber cruzado la calle con rapidez, deberías haber escogido la izquierda.

Probablemente estarás de acuerdo con la cita que encabeza el texto. Me consta que llevas muchísimos días volviendo a aquel minuto. Pensando en lo que podrías haber hecho para evitar la moto, intentando volver al momento en el que tu vida cambió para siempre.

Antonio, deberías haber leído esto antes de salir a la calle.

martes, julio 29, 2008

Juguetes

Desde hacía algún tiempo, su pareja y él se habían aficionado a los juguetes sexuales. No es que los necesitaran, no, pero hacían el sexo más divertido y mejor, y precisamente por eso se habían convertido en coleccionistas. Su última adquisición había sido un juguetito que vibraba a las órdenes de un mando a distancia. La gracia del asunto era llevarlo puesto en una reunión en la que hubiera más gente que no tuviera ni idea de la situación. El morbo de saber que tu pareja está excitada y que nadie más de la reunión es capaz de advertirlo los ponía a ambos a cien. Ambos fantaseaban con el momento de arracarse la ropa una vez hubieran llegado a casa después de la velada. Ambos fantaseaban con la cara que pondrían cuando estuvieran utilizándolo.

Decidieron probarlo en público por primera vez en una cena con otras tres parejas amigas. Cuando probó por primera vez el mando, notó como la cara de su pareja se ruborizaba ligeramente y eso le excitó mucho. La segunda vez, su pareja ya no mostró ninguna sorpresa por la sensación, tal y como había sucedido antes, pero le miró de una manera que le provocó una erección inmediata. La tercera vez, se fijó en que había otra mujer de la reunión que se comportaba de forma parecida cada vez que él apretaba el botón. La cuarta vez advirtió que cuando el amigo que estaba dos puestos a la derecha miraba fijamente hacia delante, su propia mujer se excitaba, aunque él no hubiera utilizado el mando a distancia. Comprendió entonces que ellos no habían sido los únicos en tener la misma idea. A los cinco usos, los cuatro implicados eran conscientes de lo que estaba sucediendo.

Siguieron charlando de cosas intrascendentes durante la cena, llegaron los cafés, los postres, las copas, los cigarrillos. Ellos, alegando compromisos tempranos al día siguiente, se retiraron pronto. No fueron los únicos. Cuando estaban a punto de entrar al coche, la otra pareja propuso una última copa en su casa.

miércoles, julio 23, 2008

Calor

En verano el cerebro se licúa, incapaz de tener más ideas, y el calor no ayuda, cómo va a ayudar si lo único que nos apetece es estar tirados en la cama dejando pasar el tiempo dulcemente, con el ruido del ventilador de fondo y el esfuerzo de los ciclistas subiendo un puerto de montaña y el sol achicharrando la calle, esto es, llenando de chicharras los árboles (chicharras es como siempre se han llamado a las cigarras en mi tierra, ¿qué ruido hacen si no?) y quemando a los pobres turistas que se empeñan en completar su ginkana particular a las cuatro de la tarde, pobres criaturas blancas y rojas, todas del atlético, dando vueltas como zombies debajo de gorras y viseras.

Y las gotas de sudor se deslizan por nuestro pecho y hace demasiado calor incluso para acariciarse con la lubricidad que crean todos esos cuerpos al aire, incluidos los cuerpos de los pobres turistas, tan blancos, tan blancos como el mármol de los monumentos que parecen titilar en la distancia, sus moléculas moviéndose enloquecidas por todo este calor que salió del sol hace ocho minutos, a millones y millones de kilómetros de distancia, para acabar dibujando, bajo un sol de justicia, la sombra nítida y perfecta de un antiguo rey godo en los jardines que están justo enfrente del Palacio de Oriente y cuyo nombre lee ahora con interés uno de los turistas.

¿Y qué tendrá que ver el sol con la justicia? ¿No se colgaba a los reos –sus pobres piernas ejecutando un tétrico baile– los días de lluvia? ¿No se ajusticiaba a los felones y a los herejes y a los judaizantes y a los ilustrados y a los liberales y a los comunistas y a los anarquistas y a todos aquellos se atrevieron a no estar de acuerdo con las instituciones de este mísero país lleno de orgullo católico, que siempre ha estado seguro de tener razón? ¿Por qué sol de justicia? ¿Acaso Dios, que se sabía protegido por la reserva espiritual de occidente, procuraba los días de sol para ver mejor como se acababa con sus enemigos? Y caes en la cuenta de que lo más importante de una ejecución era que mucha gente pudiera verla para que pudiera observar lo que sucede a los criminales (algo hemos mejorado, ahora las multitudes se reúnen sobre todo para ver fútbol y las cuchilladas ya no vuelan con la facilidad de antes, aunque volar, vuelan, eso seguro).

Se te ocurre entonces que lo mejor sería confirmar lo del sol de justicia con el rey godo que el turista con quemaduras tiene justo enfrente y que me parece que murió devorado por un oso, que es una muerte ridícula incluso para un rey tan antiguo. Aunque tampoco es que sea muy digno morir traicionado y asesinado por la propia familia, que ha sido siempre la manera preferida de morir de reyes y papas. Así que lo haces y no consigues una respuesta, claro, y el turista te mira como si estuvieras loco, algo que podrías disculpar porque lo pareces, con esta temperatura y haciendo preguntas estúpidas a las estatuas.

Pero como eres una persona muy rencorosa, el turista muere de un golpe de calor y tú estás aquí, tan ricamente, a este lado del ventilador, mientras el aire seca poco a poco el sudor que te corre por el pecho, esperando que lleguen las ocho de la tarde para poder abrir la ventana.