jueves, agosto 13, 2015

Dinero



El dinero, últimamente pienso en el dinero, pero no como lo hacía un par de años, de una forma práctica porque había que cuadrar las cuentas y demás, sino de una forma, digamos, antropológica. No reflexiono sobre que hayamos convertido un medio en un fin en sí mismo, ni tampoco en la codicia que mueve el mundo, verdades evidentes que no merecen reflexión sino la mera constatación por escrito. Pienso en el dinero como un hecho incontrovertible, como algo que no admite réplica, como algo absoluto (la belleza física es otra cosa incontestable, todo el mundo la admira y la codicia y gasta, si lo tiene, enormes sumas en mantenerla o en aproximarse a ella pero, a la hora de la verdad, un hombre o una mujer verdaderamente bellos se despojan de la camiseta y todos los ojos miran esa elegancia innata y todas las mentes los desean y la envidia late en todos nosotros cuando asistimos a ese espectáculo). El dinero, decía. Mucho dinero. Cómo debe de ser eso. Levantarse en un palacete, ver cómo visten a tus hijos, ver cómo los bañan, tener varias personas a tu servicio, nunca cambiar una rueda de un coche, nunca conducir, no hacer colas en los aeropuertos, evitar los peores atascos, no pensar en el precio de las cosas, elegir siempre, siempre el mejor hotel del mejor destino, el mejor barco para el verano, saberse protegido de la ley, de la cárcel, del sufrimiento menor (no del mayor, ahí no tiene nada que hacer el dinero por ahora), no tener que preocuparse por el futuro material de los hijos, solo porque no se descarríen y echen a perder las esperanzas que hemos puesto en ellos, vivir en barrios y urbanizaciones donde no hay pobres, donde los únicos pobres van uniformados y limpios y desaparecen cuando han terminado de arreglar los jardines. Ah, el dinero, ese modelo ya tan inherente a nuestra sociedad que leemos con verdadera sorpresa cuando alguien lo desdeña o lo desprecia, cuando alguien decide que no va a dejar que se convierta en lo más importante de su vida y prefiere dedicar sus esfuerzos a cualquier otra cosa. Nos hemos acostumbrado a la falta de discurso alternativo, excepto, si acaso, en las contraportadas de los periódicos en agosto junto con las mejores calas del Mediterráneo en las que fondear el yate y las terrazas más exclusivas en las que codearse con la gente que sale en los periódicos. 

Tanto que decir sobre él y aun así tan inaprensible en sus cualidades últimas. 

El dinero.

martes, agosto 11, 2015

Fresán, Casavella



Conozco a alguien que resulta ser guionista y cuyo último trabajo ha sido traducir La parte inventada de Fresán al inglés (Douglas es británico), un libro que estoy leyendo justo en ese momento y se lo digo y parece que le sorprende y acabamos teniendo una conversación sobre escritores argentinos, sobre el oficio de la traducción, sobre la poca valoración que tiene en España cualquier tipo de trabajo cultural (el gobierno solo quiere oficinistas que vivan en urbanizaciones, lo demás parece molestarles, casi ofenderles, ¡por Dios! ¡Gente que pretende ganarse la vida tocando, actuando, escribiendo! ¡Que trabajen de verdad, qué cojones!) y le digo que lo admiro y que para traducir a Fresán al inglés, incluso para traducirlo al español, hace falta no arredrarse ante nada, le digo que su trabajo ha tenido que ser una epopeya, algo que Douglas me confirma cuando me dice que sí, que casi se vuelve loco en los seis meses que le dedicó al libro, a lo que yo contesto que seis meses viviendo dentro de esa novela pueden acabar con la salud mental de cualquiera y seguimos hablando y hablando (los demás en el bar nos dejan hueco para que nos contemos cosas que no importan a casi nadie) y, a los dos días, hay un fotograma de Burt Lancaster en “El nadador” en la portada del periódico, el cuento que tiene obsesionado al escritor desde pequeño y que siempre aparece, de un modo u otro, en sus novelas, el mismo fotograma que estaba enmarcado en un pequeño bar de Praga en el que fui a dar, con Mantra, la novela del argentino, bajo el brazo, cuando todavía no comprendía que Fresán siempre ha necesitado un editor y cuando esa intensidad de muchas de sus páginas me tenía absolutamente fascinado. 

Y al día siguiente, la editorial Destino organiza un homenaje en León a El día del Watusi, la novela de Casavella (muchas veces me digo que monté una librería preciosa solo para vender esa novela, el mejor envoltorio posible), que no llegó a los tres mil ejemplares vendidos y que ahora resulta que ha ido creciendo en las conciencias, como un virus, poco a poco, boca a boca, sin publicidad, gracias al trabajo de los adeptos, (no se trata de lectores a los que guste una novela, sino una secta secreta, que va extendiendo sus tentáculos sin prisa), que difunden ese preciso e hilarante análisis de la Santa Transición que hizo el autor mucho antes de que se pusiera de moda. Una novela que ya vio lo que venía después, la crisis latente en plena hinchazón de la burbuja, que desnudaba a los que eran reyes y, por tanto, a los que lo serían más tarde. Una pena que Casavella muriera tan joven porque podría haber escrito páginas soberbias con ese Artur Mas envuelto en la bandera, vaya a ser que les metan la mano en las cuentas de resultados, cuando en el fondo piensa lo mismo que el resto del gobierno, que trabajen, conyons, que se dejen de zarandajas, que hagan como yo, no sé, aprobar unas oposiciones o heredar el negocio familiar y dedicarse a la política con el retiro garantizado, que sois todos unos vagos. El Watusi, con esas bandas barcelonesas peleando a muerte en la playa de la Barceloneta y Fernando Atienza contando como el huidizo protagonista se hundió en la arena mientras bailaba el ritmo de moda recién llegado de los Estados Unidos. Cómo olvidar a Fernando Atienza si, a pesar de ser imaginario, tiene más entidad que muchas de las personas reales que me cruzo a diario y que no pasan de ser esbozos de personajes en manos de malos novelistas.

Hace tiempo que dejaron de sorprenderme las casualidades relacionadas con los libros (decía Schiller que las casualidades no existen o algo parecido), pero lo que no deja de hacerlo es la facilidad con la que salen las palabras cuando empiezo a hablar de ellos. 

Hay que joderse.

miércoles, agosto 05, 2015

Planes



La chica hablaba de sus planes de futuro, atropellada, como si las ideas se amontonaran contra el cielo de la boca y salieran de cualquier manera en cuanto la abría. Él sabía que era efecto de las drogas, pero suponía que para ella no sería más que su forma normal de hablar. Su forma normal de pasar las noches. Un discurso a ratos fragmentado, a ratos coherente, ráfagas de lucidez mezcladas con idioteces y obviedades. 

Pensaba para sí que la gente que vive al límite —la gente que si la legalidad fuera la línea que dibuja un electrocardiograma, a veces serían el infarto y a veces solo la arritmia— tenía algo duro y brillante dentro, algo esencial, que siempre le había llamado mucho la atención. Era la desesperación del que no tiene nada que perder, pero no. La valentía del inconsciente, pero tampoco. El aura trágica, tal vez. 

Había que estar atento a la atmósfera de los sitios como aquel. Lugares en los que lo inesperado podía hacer su aparición en cualquier momento, un coche de policía parado en la puerta, una pelea, una conversación destacando entre las demás como un trozo de botella de Cocacola suavizado y brillante entre la arena de la playa, una felación en el cuarto de baño, el próximo golpe. Cualquier cosa. Y nada de lo que podía ocurrir era precisamente aleccionador. En sitios así siempre hay cierta tensión en el ambiente, como el recuerdo de un acorde muy grave de bajo. Algo latente y poderoso. 

No son como nosotros, le decía a su amigo, por mucho que hables con ellos, por mucho que te cuenten anécdotas. Nosotros no tenemos abogado. ¿Para qué queremos un abogado? Pero ellos sí. Nosotros nos lo haríamos encima si la policía aporreara nuestro local a las dos de la mañana, pero ellos no. Ellos presumen de no haber hecho caso, de haberlos dejado allí a la intemperie intentando hacerse oír y molestando a los vecinos. Presumen de haberles callado la boca con los papeles del local y haberles dicho después ahora qué, ahora me vas a tener que pedir disculpas, madero, ¿no te parece?

Dignos de cierto tipo de admiración, pero solo hasta cierto punto, porque esto que hacemos tú y yo, esto que hacemos de observar lo que pasa en este local, de observar a la gente que habla en la barra con desapego, ellos no pueden hacerlo. Entiéndeme, no es que considere que somos mejores que ellos, ni mucho menos. Simplemente, no han vivido nunca fuera de su mundo de escualos. 

A veces dan miedo y, a veces, pena. Pero siempre son fuente de buenas historias si tienes buen oído.