miércoles, noviembre 28, 2007

Bata

Sí, sí, cariño, así me gusta. Hazlo justo así, corazón -decía por teléfono con voz susurrante la señora en bata. Llevaba seis meses con aquel trabajo, una manera de ganarse la vida como otra cualquiera, con la ventaja de poder hacerlo desde casa. Cuando dejaba a los niños en el colegio a las 8.00, desayunaba, se fumaba un cigarrillo y se ponía cómoda en casa. Se vestía con una bata de algodón a la que tenía mucho cariño, pues era de las pocas cosas que conservaba de su época de soltera, se colocaba el manos libres en la oreja y se conectaba. Nunca pasaban más de cinco minutos hasta que algún hombre empezaba a pedir cosas con la voz ligeramente ronca. Qué llevas puesto, quítate el picardías negro, acaricia tu pezón izquierdo, pellízcalo, te gusta, sigue, yo también me estoy tocando.
Normalmente, las fantasías sexuales de la mayoría de los hombres, desde la generalización del vídeo en los ochenta, eran sorprendentemente parecidas. Enfermeras con uniformes ceñidos y escotados, encuentros lésbicos (el oyente pagaba por escuchar a dos mujeres al tiempo), trío con dos mujeres (ahí el cliente pagaba triple), esas cosas. Algunas fantasías eran más elaboradas, tal vez más repugnantes, pero ella era una profesional y trataba a todos los clientes por igual, por extrañas que fueran sus peticiones. Se sentía orgullosa de que quedaran contentos. Sentía la satisfacción del trabajo bien hecho cuando escuchaba sus orgasmos al otro lado de la línea. Su jefe le había dado hacía poco una paga de productividad porque se había enterado de que había recibido ofertas de la competencia y no estaba dispuesto a perderla, estaba claro. Se le daba bien susurrar y decir obscenidades sincopadas al teléfono, conseguía darle el tono justo de procacidad a sus palabras y tenía la suficiente intuición para saber el trato que necesitaba cada uno. Podía comportarse como una chica inocente, necesitada de magisterio, como una mujer segura de sí misma que pedía lo que le apetecía o bien como toda una experta, como una dómina, como el cliente realmente deseara, aunque no se atreviera a pedírselo a su esposa o ni tan siquiera a reconocérselo a sí mismo. Estaba dotada para ello.

Cariño, tenemos que hablar -dijo su marido después de dejar el abrigo en el perchero de la entrada-. Hace tiempo que necesito hablar contigo y no encuentro nunca el momento -continuó-. ¿No me quieres ya? Hace más de seis meses que no hacemos el amor y no entiendo por qué. ¿Ya no te excito? ¿Sales con otro hombre? ¿Qué nos está pasando?

viernes, noviembre 23, 2007

Familia

Yo nunca he querido demasiadas cosas en la vida. Nunca. Una vida familiar normal con las satisfacciones y trabajos propios de cualquiera. Alguien que me amara, bueno, ya sé que lo hace Eva, pero no es lo mismo, a fin de cuentas, ella es mi secretaria y no sé hasta qué punto me ama o lo que siente por mí se parece más al respeto y la admiración, como si yo fuera su mentor o su hermano mayor, no sé si se puede llamar amor a eso.
De todas maneras, ser querido siempre ha sido muy importante para mí porque tuve la mala suerte de nacer en una familia poco afectiva, sobria incluso para lo habitual en Centroeuropa. Es cierto que, si lo pienso, detesto el besuqueo y la gestualidad mediterránea de esas grandísimas familias de tías que acarician y pellizcan y chillan de satisfacción cuando pueden acunar a un niño nuevo del clan. Si soy sincero, los mediterráneos me parecen un poco grasientos, como si estuvieran siempre poco limpios, y además muchos de ellos huelen permanentemente a ajo. A veces me pregunto cómo es posible que los griegos, que inventaron la filosofía y sin los cuales no hubiera sido posible la cultura occidental sean tan parecidos a los árabes de la orilla contraria, y tan parecidos a los judíos. Pero me estoy yendo por las ramas, estaba diciendo que siempre he echado de menos la vida familiar. Incluso cuando intenté dedicarme a la pintura y me imaginaba a mí mismo triunfando en las galerías de París, en realidad siempre quise creer que habría alguien esperándome en casa: la vida familiar, feliz y anónima de cualquier vienés de cultura alemana. Pero los galeristas nunca confiaron en mi talento, nunca me dieron la oportunidad de ganarme la vida con la pintura. Cuando se tienen diecinueve años y te niegan la posibilidad de dedicarte a lo que consideras tu destino es posible que sufras un golpe irreparable. Yo, mirando las cosas con perspectiva, creo que lo superé bastante bien. Si bien es cierto que durante un tiempo estuve rabioso con la injusticia del mundo y creo que esa rabia, ahora puedo verlo claro, me hizo interesarme por la política. Es posible que, en realidad, yo sólo quisiera obtener mediante la política el público que esperaba haber congregado ante mis obras de arte, no lo sé. En cualquier caso, los alemanes hemos sufrido demasiado a lo largo de la historia y ya era hora de que alguien lo gritara bien alto, ya era hora de protestar por el injusto trato que las potencias occidentales nos habían dado después de la guerra, ya era hora de levantarse con la frente bien alta, dejar de humillar la cerviz, dejar las reverencias ante la industria inglesa. Quizá se trató tan solo de que fui capaz de sintonizar con el sentimiento nacional y los que escuchaban mis charlas se sentían identificados con lo que exigía y predicaba: que Alemania se levantara de nuevo con orgullo, que se convirtiera de nuevo en el gran país que siempre hemos sido.
A la gente le gustaba lo que yo decía, y sobre todo, le gustaba cómo lo decía, me di cuenta rápidamente de eso, de que yo tenía algo que era capaz de enfervorizar a cualquiera, de que yo tenía algo en la voz. Lo demás es historia y todo el mundo la conoce. Pero yo nunca he querido demasiadas cosas en la vida. Nunca. A pesar de todo lo que ha pasado, yo sólo quería una vida familiar normal con las satisfacciones y trabajos propios de cualquiera. Aquí en mi bunker berlinés, mientras ya contemplo la vida con cierta nostalgia, al fin conozco al hombre que habita bajo el uniforme.

lunes, noviembre 19, 2007

Reflejos

Por la mañana mira los amaneceres futuristas de su ciudad desde el edificio en el que tiene su oficina, un bloque de cristal en un barrio de las afueras. Toda la visión tiene algo de ensoñación, con las luces de los edificios iluminando el horizonte y los rascacielos metálicos reflejando de forma oblicua los rayos del sol. Durante un instante llega a pensar que una nave va a aparecer entre los rascacielos pilotada por Deckard, el blade runner. Es bonito, se dice, es bonito el amanecer desde aquí, con los coches empezando a acumularse en la carretera en primer plano y la línea del cielo recortada contra el color del alba.
Entonces se pregunta lo que pensarán en ese momento los millones de personas que están despertándose. En ese mismo instante, se estarán deshilachando los sueños de miles, y en el instante siguiente de otros miles, miles acariciarán a la persona con la que comparten la cama, o se despertarán sonriendo porque uno de sus hijos se ha metido en ella. Muchos otros, por su parte, lamentarán haber despertado porque saben que les espera un día de trabajo y de preocupaciones, porque últimamente el hijo no hace más que vagabundear con esos amigos que se ha echado y que lo van a llevar por mal camino, porque no saben cómo van a conseguir pagar la hipoteca este mes, porque ella o él se fueron y la soledad es lo primero en lo que se piensa cuando uno se despierta sin compañía en la cama. Pero casi nadie se demorará en la cama para un encuentro sexual. Los amaneceres de los días laborables no tienen sexo porque casi nadie está dispuesto a arañar media hora al sueño para empezar el día entre caricias.
Mientras toma el café, leyendo los titulares de la prensa, en esa tregua que se concede a diario antes de sumergirse en el trabajo, piensa en todo eso y más tarde lo olvida al dejarse llevar por las prisas diarias de cualquier oficina.
Al día siguiente insiste: es bonito, se dice, es bonito el amanecer desde aquí.

jueves, noviembre 15, 2007

Empecinamiento

Hace tanto tiempo que no sé lo que falta, pero X (qué más da quien fuera, todos somos variaciones del mismo patrón genético, repeticiones autosemejantes), a principios del siglo XXI, grabó en una base de datos toda la información digital que tenía que ver con su vida. Conozco perfectamente su nombre, por supuesto, pero me gusta llamarlo X. Los correos electrónicos, las páginas web que visitaba, sus conversaciones en el móvil, las películas de vídeo que se entretenía en registrar, todo quedó almacenado. Digital Life o algo así llamaba a su proyecto. X siempre fue concienzudo.

Los aparatos digitales de X fueron los testigos mudos de su empecinamiento contra la desaparición. Algo viejo como el mundo. Houellebecq en su novela "La posibilidad de una isla" ya había imaginado una solución parecida. En ella la humanidad había conseguido perfeccionar la clonación pero no la transferencia de conciencia, con lo que cada uno de los seres clonados que nacían debía aprender quién fue su antecesor a través de una "historia de vida" que novelaba la vida original de aquellos genes. "Yo, como tú, no quiero morir. Eso es todo" decía uno de los personajes. X (aunque fuera de forma inconsciente, aunque no fuera capaz de reconocérselo ni a sí mismo, creo) esperaba algo parecido a lo inventado por Houellebecq: la inmortalidad. Aunque fuera coja.

Y ahora estoy aquí, dondequiera que sea eso. Mis datos se encarnaron . Y así, yo, X, alguien que tiene recuerdos en forma de películas de vídeo, resurgí de toda aquella información almacenada. Ahora soy una conciencia sin cuerpo que se mueve por la red y echo tanto de menos el amor que todos los días me lamento de estar aquí. Pero así son las cosas. Probablemente, en mi otra vida debería haberlo pensado mejor.

Ahora ya es tarde.

miércoles, noviembre 14, 2007

Levantarse

El calor del sol en la piel en un día perfecto de playa; el paseo que damos atentos a lo que vemos; la antigua catedral de Madrid, San Francisco el Grande, iluminada al atardecer; el empedrado antiguo de las calles; el placer del estudio; el viento en la cara, con la intensidad justa para no molestar; el cielo azul metálico de invierno; el cigarrillo después del sexo; el sexo, con toda esa piel y esa saliva; la música; la vuelta a casa de los viajes; la literatura; los museos; los cafés agradables con sillas de madera en los que charlar interminablemente con los amigos; una buena carcajada contagiosa; la textura del jamón ibérico en la boca; los atardeceres en avión; los horizontes verdes; sentir el cuerpo cuando hacemos deporte; una cerveza helada en un día caluroso; un vino tinto de crianza con el toque justo de sabor a fruta; la extraña armonía de las cosas minúsculas; los insectos, esos ejemplos de ingeniería orgánica; una película en la que los diálogos merezcan la pena.

A veces caemos. Pero existen motivos para volver a levantarnos. Quién dijo miedo.

jueves, noviembre 08, 2007

Placa

El traje de corte inglés le quedaba como un guante, los zapatos quizá fueran demasiado puntiagudos, pero la cabeza afeitada y la cultura francófila le hacían parecer elegante. De maneras afectadas, en otras épocas de la historia hubiera tenido que soportar bromas sobre su condición sexual. No en esta, por fortuna. Una barriguita, más llamativa de lo normal en alguien tan delgado, indicaba abandono en su programa de ejercicios de pilates. Pese a todo, estaba en forma para alguien que estaba más próximo a los cuarenta que a los treinta.

No despertaba muchas simpatías, eso era cierto. Llegaba al trabajo, se colocaba los auriculares y no hablaba con nadie. Para él, interesarse por la vida de alguno de sus compañeros era una muestra de debilidad. Sin embargo, sí que le importaba conocer el nombre de los directivos. Por eso había dedicado casi un día a copiar a mano el organigrama de la empresa y así aprenderse de memoria los nombres. Así podía fingir una experiencia en la compañía que no tenía. Podía aparecer como alguien con trayectoria y no como el amigo del jefe, compañero de la facultad. Ahora que había encontrado su oportunidad no iba a dejarla pasar. Él no estaba allí para hacer amigos sino para hacer carrera.

No podía descuidarse ni un momento, en cualquier instante alguien podía clavarle un puñal por la espalda: hacer el comentario adecuado en el momento adecuado, conseguir la mirada aprobatoria de los jefes que, en realidad, se merecía él. Estaba rodeado de hienas. Veía el mundo a través de su ambición y, como el lujurioso que cree que todo el mundo está siempre juzgando qué tal polvo tendrán los demás, no veía nada más que competidores. Gente que estaba allí para arrebatarle lo que le correspondía.

Uno de los días en los se quedó a trabajar para preparar una reunión, un coágulo decidió recorrer los casi 3 metros de arterias que van desde el muslo derecho hasta el corazón y lo mató. Murió agarrándose el pecho y quedó desplomado sobre el teclado del ordenador mientras la impresora escupía la última versión de la presentación en la que estaba trabajando. Eran las diez de la noche y hacía más de una hora que el último compañero se había ido a casa.

Al día siguiente, en la oficina no trabajaron. Todos estaban afectados y se dedicaron a intercambiar comentarios sobre la futilidad de las preocupaciones laborales ante los verdaderos problemas de la vida. En una semana, todos volvieron al ritmo de trabajo habitual. Como recuerdo de su labor en el grupo, compraron una placa conmemorativa que fijaron en la pared del vestíbulo. La descolgaron después de que los cuatro últimos contratados protestaran por el ambiente que aquel recuerdo creaba en la oficina.

viernes, noviembre 02, 2007

Ray

Si prestaba la suficiente atención y cerraba los ojos podía oír el sonido que hacían las lombrices excavando la tierra. No se lo había dicho a nadie, claro. Desde la última vez no hablaba mucho de las secuelas porque, tal y como había notado, la gente empezaba a mirarlo con temor. Como si fuera alguien que hubiera escuchado la palabra divina, como a un iluminado o a un elegido. Y eso a él no le gustaba nada. Hubiera preferido no verse señalado, no verse destacado entre sus vecinos. El hubiera querido seguir siendo un hombre anónimo, un vecino normal de los que saludan por la mañana y procura llevarse bien con sus paisanos. Pero el azar o el destino o lo que quiera que se encargue de elegir las víctimas de las desgracias lo había señalado a él.

En el pueblo había mucha gente como él (Ray Sullivan, encantado señor) con el pelo cano y las manos callosas y duras por el trabajo, con la misma cara de intemperie. Para algo era guarda forestal. Pero no conocía a nadie que hubiera sobrevivido a siete rayos. No creía que hubiera nadie más en el mundo que pudiera decir lo mismo, que hubiera tenido esa suerte. Siete rayos y ni un rasguño, tan sólo esa capacidad auditiva por encima de lo normal.

Claro que cuando oyó a su hija concertar una cita secreta con una chica gay neoyorquina recien llegada al pueblo y a su mejor amigo alardear de haberse acostado con su mujer (Dios la tenga en su gloria) veinte años antes, empezó a preguntarse si haber sobrevivido al último rayo era realmente una suerte.