jueves, abril 30, 2009

Diario

Últimamente no podía soportar que las palabras se desvanecieran en el mismo momento de pronunciarlas y por eso, en lugar de hablar, se dedicaba a llevar obsesivamente un diario.
Tras unas primeras entradas en las que intentaba explicar, mal que bien, el motivo para abandonar el habla, el diario ha comenzado a acumular un día tras otro la misma entrada:
«Otro día más sin hablar con nadie.»

lunes, abril 27, 2009

Cita

Saben ustedes que no suelo hacerlo. Por lo de mantener un espacio para la ficción y eso (bueno, no exactamente para la ficción pero ustedes no pueden diferenciar una cosa de la otra, por lo que todo lo que sale aquí escrito se convierte, de alguna manera, en ficción, y bla bla bla). Pero no me resisto a poner esta cita de lector mal-herido:

«El talento es una latitud. Los talentos pequeños hacen poesía y cuento; los talentos grandes hacen novela. Y los talentos gigantes hacen publicidad

Sin más comentarios.

Un saludo a todos.
X.

lunes, abril 20, 2009

Obituario

J. G. Ballard ha muerto. No se sabe si el infierno que le espera estará inundado o reseco por la falta de lluvia. Su mujer lo acompañó en el momento de su muerte. Su cuerpo no estaba retorcido ni perforado por ningún pedazo de automóvil. Solo estaba viejo. Un momento de silencio por el maestro.

sábado, abril 18, 2009

Este y Sur

Este
Es mayor y risueño. Quiero decir que es mayor hoy en día, en estos tiempos en los que en las grandes empresas se prejubila a la gente con cincuenta años, justo en la edad en la que alguien se encuentra más preparado para hacer su trabajo, pero ¿quién entiende a los directivos? (O sí, sí que los entiendo pero preferiría no hacerlo, como Bartleby, está claro que desembarazándose de la gente mayor consiguen gente más joven y más servil, casi agradecida por el mero hecho de tener un trabajo, eso sí que lo entiendo.) Entra silbando y sonriendo ufano, contento, como si la vida apenas le rozara, como si siempre se las hubiera compuesto para no acusar el sufrimiento. Por eso sus arrugas están en las comisuras de los labios y de los párpados. Tiene un curioso caminar satisfecho. Me recuerda a un personaje de un cuento de Murakami (músico de jazz, noctámbulo empedernido, padre del protagonista del cuento que vive en el sureste asiático en los años treinta y cuarenta y nunca tiene ningún problema, un personaje liviano y feliz que nunca se sintió atado a nada y que además no lo echó de menos), y la verdad es que me gusta verlo salir a fumar tan contento. Fuma mucho y sale mucho a la terraza y creo, además, que no se mata a trabajar. No sé nada de él, ni siquiera su nombre, pero (no sé por qué) a mí me cae bien.

Sur
Es una mujer pequeña, muy pequeña, con un corte de pelo a lo paje, con las caderas anchas, de unos cuarentitantos, que se mantiene más o menos en forma con mucho sacrificio en el gimnasio (seguro que sus hermanas envidian su figura, en el caso de que tenga hermanas, que no lo sé) y no parece una mala persona. Tiene a su madre enferma, senil, y habla a menudo con un hermano para decidir qué decisiones tomar sobre ella. Parece divorciada, nunca se la oye hablar con un hombre, decir cariño al teléfono ni tampoco un beso ni te veo luego. Estuvo en Estados Unidos hace tres meses, en un viaje de tres semanas que le encantó y que tampoco le costó mucho dinero. Tiene la fea manía de hablar alto por teléfono (razón por la que sé tantas cosas de su vida) y tiene una costumbre que me saca de mis casillas: cuando habla por teléfono, va subiendo el tono progresivamente al terminar las frases, ¿siiiiIIIIII?, ¿veeeEEERDAAAAAÁ? Últimamente no estoy muy al tanto de su vida y no porque haya perdido el interés (que nunca he tenido, por cierto) sino porque cada vez que coge el teléfono para hablar, de forma automática, mi cuerpo responde colocándome los auriculares de mi iPod y dándole al play para tapar con música el ritmillo que me ataca desde dos puestos más atrás. A veces la mataría.

miércoles, abril 15, 2009

Vídeo

Lo vemos ante la cámara, moviéndose nerviosamente y hablando con cierta inseguridad, como pretendiendo improvisar sin advertir que lo que uno es capaz de hacer con las palabras no tiene por qué tener un reflejo fiel en una grabación. Un vídeo siempre desarma, permite al que lo ve juzgar por mucho más que por las palabras que se dicen, permite que cualquier desaprensivo pueda ver al protagonista poco confiado, sin estar seguro de estar haciéndolo bien, apoyándose en una pierna y más tarde en la otra, saliendo de plano en un descuido, dejando frases inacabadas, permite que cualquiera pueda compararlo con su propio padre, por ejemplo, que cuando habla por teléfono hace algo parecido, juega con los adornos de la estantería, se revuelve inquieto, como si no se contentara con las palabras y echara en falta la gesticulación y la cara de la persona con la que habla, una falta de rostro que sospecha es lo que empuja a ese padre a acabar abruptamente las llamadas telefónicas, a parecer molesto cuando debe atender al teléfono, pero él sigue allí delante de la cámara, intentado contar algo, leer algo que ha escrito antes y moviéndose nervioso, apoyándose en una pierna y luego en la otra, con el skyline de la ciudad tras él, actuando, sintiéndose falso, sintiéndose un actor malo, un impostor, grabarse es una transacción extraña, piensa, lo es, pero no más extraña que esto que pretende hacer: contar un cuento ante la cámara, porque lo escrito también tiene sus trucos y aunque parece algo secuencial, en realidad no lo es, piensa también, los ojos se mueven coordinadamente pero cada uno de ellos enfoca un punto diferente y más tarde el cerebro reconstruye la imagen en la cabeza y a partir de esa imagen se lanza a elucubrar, a descifrar el contenido de las palabras, saltándose muchas de ellas, ignorándolas; la lectura es algo que se realiza a saltos, aunque la primera vez tengamos la impresión de estar leyendo de derecha a izquierda, en realidad, rellenamos constantemente los huecos que dejamos en el proceso y supongo que eso es lo que hacemos nosotros como telespectadores cuando vemos un vídeo, rellenar los huecos, hacer suposiciones, asignar a la persona que aparece determinados comportamientos, extracción social, costumbres, estados de ánimo, personalidad, intereses y amores.

«Esta mañana había un muerto delante de mi casa. Lo he visto tapado por una sábana blanca, rodeado de varias personas vestidas de naranja y un círculo de curiosos que parecían esperar para asegurarse de que no eran ellos los que yacían sin vida en el suelo. Un infarto, seguro que ha sido un infarto, decían, pero seguían allí, como si no estuvieran seguros de seguir vivos, como si tuvieran la necesidad de comprobar que, en el caso de que alguien de la ambulancia desplazara sin advertirlo la sábana que cubría la cara del muerto, el rostro que aparecería no sería el de ellos, el de ellos que estaban vivos y sentían el sol de primavera en los hombros. Y entonces uno de ellos habría dicho: Dios, es Pepe, lo conozco, fuimos juntos a la mili, joder, qué putada con lo joven que era, que tenía mi edad, coño, cómo es posible que estas cosas estén sucediéndonos ya a nosotros, a nosotros y no a nuestros padres ni a nuestros tíos; Pepe, joder, qué te ha pasado, si estabas en buena forma y no tenías colesterol y además recuerdo que no fumabas y eras un gran deportista; no somos nadie, cuando tiene que tocarte te toca y ya está. Pero la sábana no se movió y siguió sobre el cadáver, siguió sobre él y yo solo podía ver la silueta de la cara debajo de ella, solo podía intuir el tamaño del hombre, era verdad que parecía en buena forma y a lo mejor no se trataba de un infarto sino de un accidente, algo que le había caído en la cabeza pero no, no era posible, porque en ese caso también hubiera estado allí la policía tratando de averiguar algo sobre lo sucedido y solo se veía la ambulancia aunque sí que parecía intuirse a lo lejos el sonido de más sirenas y tal vez se tratara de que el muerto delante de mi casa estaba recién muerto, y todavía la policía no había tenido tiempo de llegar o de que algo los hubiera tenido ocupados y no hubieran podido llegar antes, algo más grave aún, un asesinato, un ajuste de cuentas, un tiroteo indiscriminado en la universidad. Y cuando, tras media hora, montaron al muerto en la ambulancia, pude ver su cara y me pareció la de mi hermano y entonces cogí el teléfono para llamarlo, para asegurarme de que todo había sido una tontería, que no había visto bien al cadáver, porque no podía ser él, no podía ser él, eso es lo que piensaba mientras esperaba con el corazón en un puño y entonces mi hermano contestó ¿diga? al teléfono y sentí un alivio indescriptible. Sí, indescriptible.»

martes, abril 07, 2009

Mentiras III

Hace bastante tiempo una mujer me dejó por carta. En ella, según me aclaró después al teléfono, me explicaba que había conocido a otro y que llevaba unos dos meses durmiendo con él a diario. Yo no entendí la carta, por mucho que ella insistiera en que estaba clara. Estaba claro que me dejaba pero no estaba claro por qué. Eso me lo contó luego al teléfono, como he dicho. Como recuerdo de aquel dolor me puse un arito de oro en la oreja izquierda. Tantas ganas tenía de llevar aquel recordatorio que cuando una amiga y yo comprobamos que no había cubitos de hielo para dormirme la oreja y que ella pudiera traspasarla con una aguja, utilicé dos croquetas congeladas para hacerlo. Es una gran anécdota y la cuento siempre porque me parece divertida. Diez años estuvo en mi oreja aquel pendiente.

Doce años después, en otra ciudad, al abrir mi casa la encontré medio vacía porque, tal y como habíamos acordado civilizadamente, la mitad de los muebles se los había llevado mi ex mujer. Por toda la casa podían verse recuadros más claros en la pared. Uno de ellos destacaba especialmente, un rectángulo alargado de más de un metro y medio de longitud que parecía mirar las grandes pelusas que recorrían el pasillo. Donde antes estaba el sofá y la mesa de centro había un espacio vacío, cubierto de polvo, con dos grandes cojines tirados en el suelo. Saqué el móvil y fotografié el estado de la casa. Las fotos me acompañan desde hace tiempo.

Cuando tengo un mal día siempre recuerdo que las cosas pueden empeorar. Entonces, me acaricio la oreja y noto el agujero que aún está ahí y observo los detalles de las fotos de mi móvil.

Papeles

En la novela Liquidación de Imre Kertész, el protagonista (escritor, como en tantas otras novelas, como si muchos escritores solo supieran hablar de ellos mismos, como si no tuvieran nada más que contar fuera del estrecho espacio en el que recluyen conscientemente sus vidas) revisa unos papeles antiguos y se dice a sí mismo: no debería haber sacado la caja con los papeles, no debería haberlo hecho.
A mí me ha pasado algo parecido. Nunca debía haber llegado tan atrás leyendo las entradas más antiguas de mi blog. Casi cuatro años pensando que tengo algo que decir. Hasta los monos aprenden antes.

viernes, abril 03, 2009

Objetos

Miro a mi alrededor en mi salón, ligeramente alterado (solo ligeramente, eh) debido al desalojo de un cuarto que debo pintar y veo libros, muchos libros, ocupando triple espacio en estanterías, doble fila en vertical más fila en horizontal, cómics, muchos cómics pero menos que libros, un juego de mus, de esos que vienen en una caja y que traen garbanzos plateados como amarracos, algunos discos sin rotular, varias figuritas, un teléfono sin batería, una lámpara hecha con pequeños cristales, una lata vacía de tabaco chino que se llama double pleasure, varios marcos con fotos, en las que curiosamente casi siempre salgo yo, varios vasos de té llenos de bolígrafos, estilizados y decorados con pintura plateada, una caja de cuero repujado que me regaló mi madre cuando le dio por los trabajos manuales, no demasiado bonita pero a la que tengo mucho cariño, una matera, con cantos de plata, las piezas de un ajedrez, dos cabos de vela a medio consumir, otra cajita de madera labrada, un cactus enorme, fálico, un toro (¿un toro? ¿por qué tengo un toro en casa?), un acuario hecho de cartón que mi sobrina me regaló hace algunos años y que está ajado y medio roto, consumido por el polvo (la entropía del universo es algo inevitable), un grabado del Quijote, una lámina grande de Corto Maltés, dos plantas bastante saludables, una impresora sobre la caja del ordenador, con varias carpetas encima, muchos clasificadores con apuntes antiguos, con mi letra, mejor dicho, con la letra que tenía hace quince años, dos micrófonos para jugar a la videoconsola, cuatro cuadernos a medio escribir, una mesa de madera (cedro, madera de cedro) con sus cuatro sillas de madera, dos grandes ventanales colocados a principios del siglo XX en la casa, que miran a la casa de mis vecinos, un sofá gris con un puf blanco, que me permite tenderme con comodidad, una mesa de cristal de colores, que me aseguraron se había montado a mano, algo que dudo, dos zapatillas adidas negras, con las listas (las famosas tres listas de la marca alemana) blancas, un atril con un gran libro que muestra toda la obra pictórica de Leonardo Da Vinci, una pared roja, tres paredes blancas, un suelo de madera, dos mantas tiradas de cualquier manera sobre el sofá, varias cajas con todo tipo de objetos en su interior (objetos que no voy a detallar porque sería una tarea que me llevaría demasiado tiempo y es viernes y hace sol y quién quiere andar describiendo las cosas que llevaban cogiendo polvo largos años en el estudio, la habitación que voy a pintar, precisamente), una máscara africana, un cartel que me trajo un amigo de Senegal, muy divertido, de un peluquería que se llama en francés Dios es el único camino, varios puzzles y peluches y demás juguetes (para los sobrinos y demás niños que pasan por casa), fotos familiares colgadas en la pared, una mesilla de noche (vacía), con más apuntes encima (sin clasificar, esta vez de hace solo un par de años), un botella de agua vacía, una lata de coca-cola zero medio llena, una televisión (¡por supuesto!), un equipo de música (que debo cambiar), una videoconsola antigua (las de última generación valen demasiado y no creo que merezca la pena gastar tanto dinero para acabar echando de menos las cosas que hacía cuando no empleaba todo mi tiempo en jugar a los videojuegos), un revistero lleno de peródicos antiguos, un jarrón de madera negra que resulta inútil porque tiene un agujero y cuando se llena de agua lo pone todo perdido, varias alfombrillas de ratón, una piedra que me traje de Lisboa, de las que utilizan para construir las aceras, una foto de mi padre en la mili, bien joven y guapo, unas gafas antiguas metidas en su funda, tres barajas de cartas, un dvd, un descodificador de televisión digital.

Si observar los objetos que hay en una casa es algo que puede dar una idea de la personalidad del dueño, no tengo ni la más remota idea de lo que estos objetos cuentan de mí, la verdad, ni la más remota y además me sorprende mucho que sean míos, es decir, me sorprende la misma idea de propiedad, ¿cómo es posible que todo esto sea mío?, ¿qué quiere decir mío?, no sé, tal vez solo se trate de que no tengo ningún tema del que hablar y que me ha resultado más fácil recorrer el salón de mi casa (pero, ¿tengo casa?) y acumularlo todo aquí, que es, más o menos, un sitio muy parecido a los cajones negros de madera (comprados en Ikea, claro) que contienen todos los objetos que no es necesario tirar y que estaban en mi estudio (qué pretenciosa esa palabra, ¿no?). Más o menos. Que estoy harto de decirlo, que sin imaginación no se va a ningún sitio. Que a quién le importará todo esto. Que igual lo que sucede es que estamos todos muy solos y los objetos nos ofrecen alguna clase de consuelo. Que yo qué sé.