jueves, agosto 09, 2018

Liebre II



Escribir es pensar mejor, ya saben. Decía Cortázar en un anuncio hace algunos años (bien por el publicista leído, mal por lo tópico del escritor) que cuando te regalaban un reloj, eras tú el regalado. Y llevaba razón. La propiedad siempre se percibe como una relación unidireccional de los humanos hacia los objetos, pero, tal y como puede percibirse en La liebre, también se establece en sentido contrario. Nadie más libre que un nómada, que apenas transporta objetos con él. Nadie más encadenado a un lugar (el lugar donde se encuentran sus cosas) que un escritor con una biblioteca de 30.000 volúmenes o una riquísima familia de banqueros vieneses de la Europa de entreguerras. 

A mí la propiedad es uno de esos conceptos que me parecen evanescentes, si me paro a reflexionar sé que se me escapa algo fundamental. Creo que esa incomprensión está relacionada con mi falta de vínculo con los objetos, no me importan sean cuales sean (me pasa también con los libros). Una especie de bendición. Pueden consumirte, son mentirosos aunque parezcan dotar de cierta estructura a la existencia. Pero solo son cosas.

¿Qué significa, por ejemplo, tener algo? ¿Poder usarlo? ¿Poder dejarlo en herencia? ¿Poseemos entonces las películas digitales que compramos? ¿Y si lo que se tiene es una hipoteca? ¿Se poseen las deudas? ¿Qué significa tener una obra de arte? ¿Hasta qué punto podemos decir que un trozo de tierra es nuestro? ¿Y si, más que un trozo de tierra, es más bien un cubo de aire en un edificio, tal y como nos pasa a todos los que tenemos un piso?

El punto de vista del narrador de La liebre, en cambio, es justo el opuesto, como ceramista, como persona que ha dedicado parte de su vida a formarse buscando la porcelana blanca perfecta, estudiando las centenarias técnicas japonesas, los netsuke transcienden su condición material. Se convierten en símbolos para él fundamentales, los imagina una y otra vez en manos de sus antepasados. Me interesa esa densidad, esa profundidad que les otorga. 

Como cuando el cura da minuciosos pasos para subir la escalera y, al terminar, consagra una hostia ante la mirada de los fieles en un entierro. El cura, con su sotana y su casulla, con su cáliz y su mirada apacible encima del estrado, ofrece algún tipo de consuelo a todos los que lloran en la iglesia. El detalle con el que ejecuta el cura todos los movimientos, aprendidos tantos años atrás, pretende dotarlos de un significado profundo, como si la ejecución lenta y correcta de cada gesto tuviera una importancia esencial. Qué fuerza tiene el ritual. Durante dos mil años, se ha ido decantando, depurándose de lo accesorio. Algo similar a lo que sucede con la ceremonia del té japonesa, cada gesto, cada movimiento, cada pieza de vajilla han ido acumulando (tal y como sucede con las palabras) capas y capas de significado. Eso sí me interesa. 

Aunque sigan siendo solo cosas.

miércoles, agosto 08, 2018

Liebre



He leído un libro (no se le puede denominar novela, aunque novela sea un término con el que se puede denominar cualquier libro, o sea, que tal vez sí que se le puede denominar novela) que, por fin, me ha gustado tanto que me ha dado ganas de escribir sobre él. Un poco absurdo, si lo pensamos, leer un libro que te gusta mucho te lleva a escribir unas palabras sobre lo mucho que te ha gustado el libro, como si esto fuera una especie de culto, de religión en la que el proselitista que todos llevamos dentro (capaz en otros tiempos de marchar a las Cruzadas por si acaso no bastaba con la palabra para convencer a los mahometanos) se hiciera por un rato con el control de todo el sistema (I'm afraid. I'm afraid, Dave. Dave, my mind is going).

Antes de continuar, el título: La liebre con ojos de ámbar, el subtítulo: Una herencia oculta, el autor: Edmund de Waal, la editorial: Acantilado. Solo con mencionar esta editorial ya debería bastar, que conste. Pero bueno. El libro es la investigación de un señor holandés, ceramista (como si esto no fuera suficientemente particular), descendiente de una riquísima familia de banqueros judíos centroeuropeos que hicieron fortuna desde la segunda mitad del siglo XIX hasta (sí, lo han adivinado) la Segunda Guerra Mundial. 

El libro tiene un comienzo maravilloso en el que el autor nos habla, como artesano siempre en búsqueda de la porcelana perfecta, de los netsuke, pequeñas piezas de cerámica propias de la tradición japonesa y de sus cualidades, de su lustre, de su material, de su tamaño, de su tacto. De su perfección, en suma. Con solo haber seguido algunas páginas más hablándome de porcelana, de objetos concebidos para el disfrute sensual, de la incansable búsqueda de nuevos maestros, de la mirada occidental sobre Japón, ya me habría bastado. Un poco como El elogio de la sombra, escrito por un occidental en lugar de por Tanizaki y centrado en exclusiva en esas figurillas. 

Estas piezas llegan a sus manos y el autor se siente interpelado por ellas, siente la necesidad de investigar sobre esas figurillas minúsculas, sobre los lugares en los que ha estado, sobre quiénes las tocaron, las apreciaron, sobre cómo han acabado formando parte de las cosas que le pertenecen y, voilà, una cosa le lleva a otra, su familia se va extendiendo de un país a otro, de una época a otra y de Japón, nos vemos en el París de los impresionistas a finales del siglo XIX, en la Viena del Imperio Austrohúngaro o en la Odesa actual. Y ya pueden imaginar los cameos estelares, dados los lugares y las épocas que aparecen en el libro. Proust (que toma a su tatarabuelo Charles como parte de su modelo en el duque de Guermantes), Pissarro, Degas, Sweig, Schnitzler, la Ringstrasse, hordas de camisas pardas, el Anschluss, la destrucción de Tokio, el puto siglo XX europeo al completo. 

Lo bueno de escribir sobre libros es que no tienes que pensar el tema, que viene solo, y luego puedes utilizarlo como excusa para escribir sobre lo que quieras. En mi caso quiero escribir sobre el concepto de propiedad, la banca, el dinero, el nazismo, la maravillosa Europa de entreguerras (tan maravillosa que cuando en los años 30 explotaron los fascismos los contentos ciudadanos hicieron cola para apalear judíos asimilados que no lo parecían), el Tokio destruido tras la guerra, la sorprendente creación de la Unión Europea, la tradición del estudioso judío (27% de premios Nobel frente al 0,5 % de la población mundial). Lo malo de escribir sobre libros es que, dado que el espacio es limitado en este medio y no quiero aburrir a nadie, todas esas maravillosas reflexiones que podría incluir aquí van a quedarse en espera, porque desplegar las plumas para conquistar el favor de las hembras es algo que hacen los pájaros y no los simios evolucionados.

Siempre estamos siendo quienes fuimos una vez, por mucho que nos intenten convencer de lo contrario. Y recuerden que una vez yo fui librero.

viernes, agosto 03, 2018

Arena



Cae la arena del tiempo poco a poco sin premura y sin objeto. Creo que es la felicidad. Imperceptible y amable. Aunque, a veces, siento una suerte de melancolía, como una premonición. Y tiene también que ver con el tiempo. 

Es probable que nunca llegue a celebrar una reunión familiar en la que mis hijos vengan con sus familias a ver al abuelo (a los abuelos, espero, pero quién sabe), una reunión con una gran mesa, en la que haría los platos preferidos de mis hijos y en la que habría risas, vino, algo de excitación alcohólica, niños y nietos, recuerdos, música. No me pone triste, solo algo nostálgico de lo que no será (un oxímoron). Ser un padre maduro implica ciertas renuncias.

Hace unos años reflexionaba sobre el paso del tiempo todos los días. Cambié de vida y me obsesionaba la identidad, la memoria, lo que nos constituía. Ahora lo hago mucho menos, tal vez convencido (como un aficionado al Tao) de que no somos tan importantes como queremos creer, que el yo no tiene tanta importancia, que lo verdaderamente importante es el curso, el río, el flujo de los acontecimientos. 

Tiene que ver con los hijos, claro, con cierta pérdida de vanidad. Y con la edad, que nos hace desprendernos de recuerdos que creíamos que serían para siempre, que refulgían con el brillo del tecnicolor rodeados de bombillas y que, poco a poco, acaban pareciéndose a esos carteles pintados a mano que sobreviven el último cine de Madrid que los utiliza, perdiendo color tras cada tormenta. 

Quién sabe qué recordaremos en el futuro, quiénes seremos, qué marca nos dejará la vida, qué atajos utilizará el olvido.

Creo que es sano que esas preguntas cada vez me preocupen menos. Creo. Cada vez estoy menos seguro de nada. Pero creo que eso también está bien.