martes, enero 24, 2012

Notaría

La cara de la secretaria mayor de la notaría era de desgracia, con las arrugas de expresión tan marcadas que era inevitable imaginarle un pasado o un presente tortuoso. La señora, imagino, disfrutó de una posición envidiable en la España de hace cuarenta años, cuando ser secretaria en una notaría era un puesto codiciado por las mujeres de todo el país y ahora, bueno, solo era una señora mayor con cara de pena y las líneas de expresión muy marcadas en torno a la boca. Tal vez echara de menos los bailes, las faldas de vuelo y los paseos por San Sebastián, no sé, se me ocurre, por imaginarle unos veranos burgueses. Nada de Benidorm. O simplemente echara de menos la juventud. Según parece, pasa mucho.
Me gustó su acritud con el notario. Imaginé que no solo se trataba de esa displicencia que puede surgir de la costumbre en el trato, sobre todo después de muchos años compartiendo ocho horas al día en una oficina pequeña y con pocos compañeros. La obligación de encontrarse a diario con alguien antipático tal vez la hubiera hecho despreciarlo. O mejor odiarlo. Podría ser que la señora estuviera leyendo el ABC en vacaciones (ya no en San Sebastián, demasiados turistas, las cosas ya no son lo que eran) y que al leer la esquela de su jefe, se sintiera satisfecha, regocijada. Tal vez pensara alegre en la jubilación: al fin, sí, me lo he ganado, son muchos años, que le den.
Podría ser, sí, pero lo que imaginé entonces fue otra cosa. La imaginé joven, con la falda subida, aguantando las embestidas del notario, contra una de las mesas antiguas de roble. Imaginé al notario con los pantalones por los tobillos, a lo suyo. Los imaginé follando y me pareció un motivo legítimo para el odio, pasados los años. Me pareció que el odio de la secretaria por su jefe era lo único de verdad que estaba sucediendo allí, un odio que se derramaba por todas aquellas mesas en las que se firmaban los créditos, las hipotecas, en las que se constituían las sociedades limitadas en los años setenta, esos negocios en los que fueron consejeros delegados los padres y ahora lo son los hijos. Sí, me gustó imaginar aquella escena de sexo, me gustó pensar que la secretaria odiaba a su jefe. Me pareció lo único parecido a la vida que había en aquel despacho.