miércoles, diciembre 19, 2012

Capitalismo I

Hijo de puta hay que decirlo más
Joaquín Reyes

Cuando las empresas salen a bolsa nos cuentan en anuncios con música épica y niños de ojos emocionados que el negocio se socializa, que cualquiera puede tener una pequeña parte de ellas —y qué mejor regalo que dividir entre todos la propiedad de esta gran empresa que fundó mi tatarabuelo, dice el presidente en los periódicos—, aunque, en realidad lo hagan para conseguir una inyección astronómica de capital y así crecer y crecer y seguir creciendo —el mantra empresarial de finales del siglo XX y principios de XXI, como si los recursos fueran infinitos— hasta convertirse en estructuras autónomas con pensamiento propio, que siempre miran el mundo como el Coyote miraba al Correcaminos, como un asado humeante que gira lentamente en un fuego bien vivo, con hambre, con una codicia desesperada, una virtud propia de estos tiempos.

Si los directivos lo hacen bien y gestionan bien los clientes y los negocios, las inversiones y los gastos y, sobre todo, las expectativas y los deseos —curiosa economía la nuestra— la empresa gana dinero y puede repartirlo entre sus accionistas. Los directivos se dedican a eso, a generar valor para el accionista, una frase que abarca desde la creación de cárteles para no bajar demasiado el precio del combustible a las pequeñas escaramuzas en la selva para convencer, esta vez definitivamente, a los indígenas de que el gaseoducto será una fuente de riqueza; desde la obtención de permisos para la construcción de una nueva central de ciclo combinado (con todas esas montañas de carbonilla pulverizada sobre los antiguos bosques, ahora cada vez más grises y metálicos) hasta la factura incomprensible y apoyada en el último informe de Asesoría Jurídica; desde la reducción de plantilla a las relaciones institucionales; desde la gestión de permisos municipales a la contratación de miembros díscolos de familias reales. Todo lo que los accionistas crean bueno, es bueno. El capitalismo funciona así.

Si los directivos lo hacen mal, poco a poco comenzarán a atraerse la atención de los fondos de inversión de alto riesgo que acecharán para abalanzarse en el mejor momento. En la arena de los negocios internacionales, estos fondos se mueven como corrientes subrepticias apoderándose aquí y allá de empresas que antes se dedicaban a producir cosas y a venderlas y que, una vez en la panza de la serpiente, se convierten en máquinas de revalorizar inversiones —un mínimo del 15%, por ejemplo— y que, en cuanto dejan de dar dinero a la velocidad necesaria se descapitalizan, se vacían de personal, se venden por trozos y se liquidan. Así los inversores del fondo de inversión de alto riesgo que se haya hecho cargo de la empresa obtienen el dinero que necesitan para seguir manteniendo sus casas, sus yates, su personal doméstico y demás necesidades insustituibles.

[Digresión] Es importante dejar constancia de que los directivos nunca pagan las consecuencias. Ellos han traspasado esa línea de seguridad que siempre les mantiene a salvo y que ahora en España es tan difícil de cruzar a no ser que se tengan al menos cuatro apellidos ilustres. [Fin de la digresión].

Así que cuando veo esa cara tan ufana de una señora rubia, de familia de banqueros, que posee el fondo de inversión de alto riesgo más rentable del país, me permito imaginar a una abogada, de familia originaria de Alabama, EE. UU. , francotiradora de gran puntería, aficionada a las armas y miembro de la Asociación Nacional del Rifle, exasperada ante su despido —una medida dolorosa pero necesaria para reducir costes y seguir generando valor para el accionista—, introduciendo una única bala explosiva en el cargador de su rifle. Me imagino incluso el chasquido metálico que hace la recámara al cerrarse, el ligero temblor de manos que desaparece tras algunas inspiraciones profundas y el zumbido de la bala al salir a través del silenciador. Y, sobre todo, me imagino el resultado.

Y no sirve de mucho, pero me siento algo mejor.

jueves, diciembre 13, 2012

Al cielo, al cielo

Hijo de puta hay que decirlo más
Joaquín Reyes


Un momento antes del final, sintieron una presión extraña procedente del suelo del coche, un pequeño salto que se convirtió en un instante en un salto mucho más grande, en una espiral de aire ascendente que elevó el coche varios metros de altura mientras las paredes de metal crujían y se deformaban y el habitáculo se llenaba de un resplandor ígneo que parecía proceder de la espada flamígera de Gabriel, el arcángel. En ese espacio mínimo de tiempo ambos hombres se miraron, con la comprensión claramente dibujada en el rostro, y ambos se desearon por última vez.

—¿Qué tenéis que decir en vuestro favor? —preguntó el Altísimo —. ¿Por qué?, ¿podéis ofrecerme una explicación?
Ambos bajaron la cabeza pero el guardaespaldas nunca había sabido estar callado.
—Siempre hemos cumplido con nuestro cometido, Padre.
—Lo sé, pero esto es muy grave.
—Solo ha sido un momento de debilidad tras una larga vida de sacrificio. Nos han enseñado que vos perdonáis los pecados y los errores de vuestros siervos.
—Sí, pero lo que cuenta es el arrepentimiento final. Os podría hablar de otros casos. Personas a las que la historia no ha tratado bien pero que están aquí, viviendo en la divina dicha perpetua, por haberse arrepentido de corazón. No como vosotros.
—Pero, Padre —repuso el chófer —, la tentación es obra del demonio y nosotros nos hemos resistido.
—Muy cierto, hijo, muy cierto. Y por eso precisamente, porque no quiero que penséis que no soy justo, esperaremos a vuestro testigo.

El gran hombre apenas oía la voz del sacerdote mientras iba entrando poco a poco en el reino de los muertos. Sus cinco hijos lloraban silenciosamente alrededor de su cama, en una habitación rodeada de policía, cuya misión era mantener alejada a la prensa. Hasta los ingleses hacían guardia en la puerta del hospital intentando conseguir alguna fotografía. Aquello era un circo de padre y muy señor mío y eso que la televisión y la radio se habían pasado todo el día hablando de una explosión de gas. El blindaje del coche no había sido suficiente a pesar de que los americanos tenían una gran experiencia en vender coches blindados a hombres de bien con muchos hijos y que todos los domingos, sin faltar uno solo, comulgaban con los ojos en blanco, tocados durante un momento por la gracia divina y el misterio de la transustanciación. El gran hombre abrió los ojos por última vez y contempló a su familia. Había tenido una buena vida, pensó, y en ese momento comenzó a sentirse fuera de sí. Sus cinco hijos empezaron a llorar entre hipidos y la prensa tardó solo unos minutos en comenzar a transmitir la noticia del fin. El gran hombre había muerto por la patria tras recibir los santos sacramentos y en compañía de sus seres queridos. Las pesquisas policiales no tardarían en encontrar a los asesinos. El gran hombre, ante todo, había sido un hombre de honor. Le cabía el estado en la cabeza.

—Os he servido lo mejor que he podido, Señor —dijo con un susurro el gran hombre mientras se postraba a los pies del Altísimo.
—Lo habéis hecho bien, mi buen amigo, mejor que muchos otros. Pero antes de que vayas a disfrutar de tu recompensa perpetua necesito preguntarte algo. ¿Alguna vez has notado algo extraño en las miradas de tus hombres? ¿Podrías decir que siempre han tenido un comportamiento viril?
—Siempre, Señor. Son de lo mejor de nuestros cuerpos de inteligencia, siempre han cumplido con su deber y han demostrado en numerosas ocasiones su arrojo. ¿Me estáis diciendo que…?
—Se sintieron tentados, sí.
—Pues qué sorpresa, Señor, no acaba uno nunca de sorprenderse en esta vida.