lunes, septiembre 27, 2010

Assilah V

Hoy en la playa, en el chiringuito de Tarik, he conocido a Antonio, un tipo gallego que acaba de cerrar el bar de copas que tenía a medias con su hijo y que está por aquí reflexionando sobre su futuro. Está más cerca de la cincuentena que de la cuarentena pero aún está en buena forma. De vez en cuando miraba a su chica (antes camarera de su bar) y sonreía hacia dentro, para sí, como diciéndose: Antonio, macho, no puedes quejarte. Y la verdad es que no. No puedes quejarte Antonio, la chica es un bombón aunque la he visto hablar con el rastafari y el deseo se le veía en los ojos. Por un momento he pensado que tal vez estuvieran teniendo una aventura en secreto. Más tarde he pensado que, en el momento que nos ponemos a observar a la gente, parecemos todos porteras.
En cualquier caso, hemos tenido una conversación civilizada y me ha invitado a subirme con ellos a la playa en su 4x4. Me ha parecido todo un personaje (y aquí me abstendré de hacer jueguitos metaliterarios supuestamente ingeniosos). El hombre está cansado de la vida que ha llevado. No me extraña. Le he dicho que ya no tenemos edad para tener un bar de copas. Ha sonreído y ha asentido. Estaba pensando en comprarse una casa por aquí y alquilarla.
Me encantan estos tipos que se cuelan por las rendijas de lo establecido, gente que tuvo hijos con 18 o 20 años (su hijo tenía 26 años) que siguieron de juerga y que sobrevivieron (no así su matrimonio) y que conservan un aspecto joven porque han tratado siempre con jóvenes, como profesores universitarios perversos y mefistofélicos y que con casi 50 tienen una novia más joven que sus hijos. Son como pequeños Tom Jones, ajados pero peligrosos. Los libertinos actuales. Y afortunadamente, por ahora sin botox en la cara.
Cuando vuelvo al pueblo pienso que Assilah es la medina perfecta, la esencia de la medina andalusí, donde todo resulta familiar y a la vez diferente: los olores, los sabores, las paredes blancas dentro de una muralla, el empedrado de las calles, los arcos. La medina perfecta.

sábado, septiembre 25, 2010

Assilah IV

Me he levantado tarde. He ido a devolver la bicicleta y a comprar protector solar, una gorra y una bolsa de playa. Por el camino me he olvidado un libro y este cuaderno en la tienda del francés que me alquiló la bici (no eran 3 km. hasta la playa, desde aquí te lo digo, so mierdecilla, ya me hubiera gustado verte a ti sudando encima de la bici por aquella pista, que lo sepas). Me ha devuelto parte del dinero que le pagué por la bici sin rechistar y ni siquiera se ha inmutado cuando le he contado mi odisea. No me entiendo con él porque no tenemos ningún idioma común. Es bastante simpático, las cosas como son.
Percibo, desde una mesa en mi terraza preferida, un ambiente tenso en la ciudad. Creo que el ayuno los pone de mal humor, algo bastante comprensible. Es algo que se nota en el ambiente, como una pulsión de fondo. Mohammed (el chico joven que se queda en el riad por las noches) me confesaba ayer que el ayuno era duro (no sé si me lo contaba para que el extranjero admirara su determinación o como simple anécdota. A mí, la verdad, me parecen ridículos el ayuno y la fe: «No habrá nada más, fue bastante ya», Nacho Vegas dixit).
Uno de los lugareños habituales que se busca la vida con los turistas se sienta a mi lado y pretende darme conversación. Le digo que estoy escribiendo. Le da igual. Solo deja de sonreir y de hablarme cuando advierte que no le hago ningún caso y que sigo tomando notas en este cuaderno [Inserción desde el futuro: se me hace raro transcribir esa frase, ¿«este cuaderno»?, esto no es un cuaderno, es una pantalla, una metáfora del papel en blanco, esto es lo más alejado de un cuaderno que es posible imaginar. Escribir en un cuaderno es una tarea en la que hay que demorarse. Esto es otra cosa, algo inmediato].
Tengo un momento de irritación (está en el aire, lo noto). No quiero hablar con alguien que apenas sabe leer en su propio idioma. ¿Qué puedo tener en común con él? Nada. Nada en absoluto. Déjame en paz, hostia. El almuédano llama a la oración y por un momento el canto en árabe detiene el tiempo y la atmósfera pesada de fondo, la ira latente parece quedar expectante, como si todos estuviéramos esperando algo que la haga explotar, una pelea, una discusión, algo. Por un momento pienso que estoy harto de todos ellos. De todos.
Tengo dos ideas para un cuento:
Idea 1: Pides una subvención. El tipo es simpático y se hace amigo tuyo. Es un tipo conservador. Sin barba. Cordial. Gafas ovaladas. Frente despejada. Pelo rizado peinado hacia atrás pero sin gomina. Un día de copas te toca una pierna. Dices: «No, gracias» sin aspavientos. No tiene importancia. Él se extraña de tu actitud. Tú dices que te siente halagado pero que no te gustan los hombres. Que no tiene importancia. En realidad, él no ha dicho a nadie que es gay. Lo que me parece más interesante del cuento es que lo tienes en tu poder y que, además, la subvención que estás esperando depende de él en exclusiva. Es una situación interesante.
Idea 2: La librería mecánica. Una librería que en realidad es un laberinto que se reconfigura, en la que los muebles y estanterías giran y dibujan nuevos pasadizos, con líneas en el suelo, caminos literarios. Como un homenaje al cuento de Borges pero con la gracia añadida de que la gente podría morir por los movimientos de las estanterías, morir por la literatura, estar en medio del camino literio: «Realismo» y quedar aplastado cuando una estantería gira para mostrar el camino literario: «Realismo sucio» o «Surrealismo».
Ya estoy otra vez con la puta metaliteratura.

viernes, septiembre 24, 2010

Assilah III

La playa de Las Cuevas, a la que llego al día siguiente tras una odisea en bicicleta, es larga [inserción desde el futuro: y también intermitente, tal y como podría comprobar en los días posteriores, ahora está, ahora no, sometida a las idas y venidas del mar debido a las mareas atlánticas], una media luna perfecta de arena a los pies de un paisaje árido que me recuerda al Cabo de Gata.
Pasean por ella unos caballitos pequeños y sucios. Las turistas que los montan son demasiado grandes para ellos y la estampa me divierte. Pienso que estoy haciendo el viaje ideal para haber tenido quince años menos, la playa, Marruecos, el humo, la pereza. Recuerdo Caños de Meca un par de décadas atrás. El mar suena, incansable. El viento podría volverte loco. Probablemente ya lo está haciendo. La comida es buena, el pescado, fresco. Yo no soy musulmán y no tengo por qué respetar el Ramadán.
Me está encantando Homer y Langley de E. L. Doctorow. Tiene un talento descomunal. Hay que tenerlo para ser capaz de recrear la historia de dos hermanos excéntricos y adinerados de NY desde el punto de vista del hermano ciego. Y mantener el tono toda la novela. A mí me parece casi imposible. La mayoría de los libros que he traído en esta ocasión son norteamericanos. Las olas son el terminar del latido del mundo. Pienso en capilares sanguíneos de diámetro ínfimo batidos por el ritmo del corazón.
Sigo aquí (este aquí, este deíctico de lugar, por ponerme técnico, siempre me ha fascinado: es un lugar que ya no lo es con la relectura, por eso las notas de viaje te permiten recordar mejor que las fotografías, la palabra tiene algo extraño, encarna la realidad, se ve poseída por ella en un grado mayor que las imágenes).
El viento azota (¿azota?, ¿recorre?, ¿agita?) la playa. Pienso. Leo. Descanso. Espero un par de horas hasta que consigo un coche que me lleve de vuelta a mí y a la bicicleta. Regreso.
Ahora (otro deíctico, este de tiempo) estoy sentado esperando la cena. He pedido comida marroquí. Reflexiono sobre esta frase. Nunca he pretendido escribir guías de viaje, creo que este cuaderno es otra cosa, un cuaderno vuelapluma con cierta pretensión, digamos literaria. Intento contar mis días. Hace unos días escribí un microensayo en el que reflexionaba sobre la densidad que tienen los hechos apresados en papel, sobre la facultad de las palabras de dar cuenta de una vida más verdadera que la vida, tan llena de huecos, de espacios muertos de tiempo, colas, esperas, aburrimiento y hastío.
Más tarde vuelvo al bar con música. La torre portuguesa es como la de Belem pero de piedra y pintada de blanca. En Marruecos nadie comparte conversación con mujeres. Las mujeres sentadas a las mesas de los hombres solteros siempre son turistas. Llego a la conclusión de que no podría vivir aquí. Qué extraño que toda tu vida social sea con hombres. No. No podría vivir aquí. He visto a una mujer sola, turista, leyendo tranquila y sonriendo a todo aquel que pretendía trabar conversación pero dando a entender que deseaba seguir sola. He pensado que no era fácil. Si me la encuentro mañana se lo diré. Me gusta el sonido de fondo de la medina, la ciudad late de noche.

lunes, septiembre 20, 2010

Inciso I

Todos esos gritos, que resuenan en el vacío inmenso de una sala sin un solo oyente, sobre la falta de calidad de la democracia, ese invento occidental, la poca importancia de la formación, la insignificancia del estudio ante la fama, sobre el camino que hemos emprendido en España de emulación de Italia, ese futuro manifiesto de la democracia postmoderna, caen, mucho me temo, en saco roto. Estamos cansados de agoreros, aunque sean sabios y acierten en todo pues también Casandra lo hacía mediante sus visiones del futuro y la ciudad la condenó al ostracismo y miraban a través de ella como si ya hubiera muerto. Estamos hastiados de la protesta y de la queja, y sí, lo decimos sin vergüenza, queremos ver el documental sobre la vida de la princesa del pueblo, queremos llorar con las historias de amor de los viejos, tan originales, queremos ver a los niños haciendo cucamonas al ritmo de la música, esforzándose por ser los mejores monos del circo, queremos ir a ver cómo se baña Michelle Obama, queremos ser ricos para poder desperdiciar el dinero en pizza y velinas —cómo no, cómo imaginar una vida más feliz que la del hombre viejo rodeado de bellezas que podían ser sus hijas, manufacturadas todas por el mismo médico sin arrugas que también está en la fiesta y que también, si no tiene cuidado, aparecerá en una fotografía desnudo y con una erección—, queremos vivir sin tener que pensar en el mañana, ni en la muerte ni en lo que dejamos a nuestro paso, queremos entrar a una reunión y que un montón de tipos importantes y con trajes caros se levanten al unísono para recibirnos, queremos sentarnos al lado de la gente que importa, de los que manejan el mundo, aunque para ello debamos hacernos amantes de ancianas multimillonarias que pagan campañas de Sarkozy, queremos que nos regalen los trajes y dar el soplo a un amigo de la infancia de que tal parcela se va a recalificar y que es el mejor momento posible para comprar terrenos allí, queremos que Calatrava haga un puente en nuestro pueblo.
Qué quieren que les diga, si su país no les gusta, emigren. Y digan más tarde que se han exiliado, que no han podido con tanta estupidez.
Pero no se engañen, a nadie le importará.

miércoles, septiembre 15, 2010

Assilah II

Los amigos (porque aquí el término amigo es bastante flexible y cualquiera que se haya dirigido a ti con una evidente intención comercial te llama amigo) con los que paso la noche son variopintos. Tarik (llamado como el árabe que entró a la Península Ibérica en el siglo VIII) es rastafari y sus rastas anudadas a la cabeza le llegan a mitad de la espalda. Tiene la barba rala y a pesar de dejársela crecer no tiene mucho vello en la cara (los marroquíes son barbilampiños [¡qué gran palabra, barbilampiño!]), es prácticamente negro y sus andares son elásticos, como si sus zapatillas llevaran muelles en su interior (siempre de buenas marcas occidentales, no esas zapatillas chinas de plástico que venden en los puestos de la medina, especialmente feas y con un aspecto muy barato, como si los chinos fabricaran con distintos niveles de calidad las falsificaciones que distribuyen por el mundo y destinaran las más desastradas a los países africanos).
Otro de los colegas se llama Said, un marroquí viajero de vacaciones en Assilah tras cuatro años sin venir de los Estados Unidos. Trabaja allí y su inglés es muy bueno. Está muy moreno, tras meses de ir a diario a la playa, pero se le ve claro de piel. Tiene la cara curtida de quien trabaja mucho y en malas condiciones. Me recuerda a un amigo muy cercano, que también tiene esa clase de arrugas en torno a los ojos pese a no tener edad para tenerlas. No tiene una cara demasiado confiable, es nervioso y se mueve demasiado, como si una urgencia oculta lo impulsara a fijar la atención aquí y allá sin detener su mirada más de dos segundos en nada. Fumamos mucho. Hablamos poco. Tras un par de horas contándonos nuestras vidas (con esa falsa intimidad que se produce con la gente que conoces en vacaciones, gente que, tras volver de allí, es probable que no vuelvas a encontrarte nunca), me levanto y me voy al riad. Reflexiono (trascendente, claro, como no podía ser de otra forma después de una noche fumando) sobre el papel que los turistas desempeñan en estos sitios, los portadores de dinero, el combustible que pone a funcionar la maquinaria. Llego a la conclusión de que en sitios así lo más importante no es que no te estafen sino no sentirse estafado. Es decir, aceptar que se trata de un juego en el que es poco probable que pagues el mismo precio que pagan ellos por los servicios. Y aceptarlo con ganas. Una vez que consigues hacerlo todo fluye de forma natural. En ese juego todos se llevan lo suyo. Es justo. Y además son simpáticos y te dan conversación.
Suenan mis pasos amortiguados cuando vuelvo al riad, paso debajo de un arco blanco adosado a una torre de planta portuguesa que destaca sobre las demás torres (las antiguas torres de defensa de la medina) por su altura, una torre blanca que deja ver aquí y allí la piedra que la conforma. Dejo a mi izquierda la entrada a la torre, una gran puerta de madera con vistas a una pequeña plaza en la que juegan los niños, enfilo una calle estrecha, casi cubierta por el género de cuatro tiendas pequeñas, con artículos para turistas (con esas horribles zapatillas chinas de plástico que parecen colgar por doquier) y llego al riad. Le digo a la persona encargarda (Annissa, una marroquí simpática y de gran dentadura) que necesito luz en la terraza para leer, que me voy a subir allí a leer un rato y tomar unas notas. Escribo.

martes, septiembre 14, 2010

Assilah I

Como en todos los viajes, el aeropuerto de Barajas me acompaña el tiempo suficiente como para hacerme sentir ese estado de ánimo ligero y juguetón que siempre ayuda a dejar la ciudad sin pena, con un interés curioso. Ayer, después de un par de copas, yo defendía la existencia de una república pannacional de aeropuertos, deslocalizada y arborescente, como una red de embajadas sin país, ya que un aeropuerto se parece, más que nada, a otro aeropuerto. Hoy constato esa impresión, esa idea que tuve gracias al alcohol se corrobora: la misma cocacola cero, en las mismas mesas de formica, sacada el mismo autoservicio, las mismas tiendas Godiva para aquellos que no han tenido tiempo de buscar un detalle para la mujer y deben cumplir con el rito de llevar un recuerdo, las mismas pantallas con las salidas y las llegadas, los suelos pulidos y tan lisos que apetece llevar una maleta con ruedas, las mismas parejas que se separan con lágrimas en los ojos. Algunos amigos, en aquella conversación, me decían que los aeropuertos eran muy distintos entre sí. Yo no lo niego, es necesaria esa variedad (cultural y paisajística) en cualquier república pero vuelvo a insistir en mi idea: a lo que más se parece un aeropuerto es a otro aeropuerto.
Salgo con una hora de retraso pero no me importa. Leo una novela de Pynchon, Contraluz, y, a pesar de llevar 100 páginas, todavía no sé como encajarla, aunque eso sí, es innegable que el hombre tiene un talento deslumbrante para las imágenes.
[Digresión: Pynchon es el único escritor que aparece habitualmente como un personaje de los Simpson, un hombre con una bolsa de papel en la cabeza con una gran interrogación ya que no se tienen imágenes de él (y creo que hoy en día esa es la mejor prueba de la conversión del escritor en un mito pop). Todos los años hay estudiantes que deciden darle caza, obtener una imagen del escritor. Esta actividad, la búsqueda de Pynchon, se ha convertido en una especie de pasatiempo para universitarios, como el Bloomsday para los aficionados al Ulises de Joyce. Parece ser que seguir el rastro de escritores, muertos o vivos, otorga al pasatiempo un aura cultural innegable. Fin de digresión.]
[Inserción desde el futuro: Me encanta el estado de la libreta en la que estas notas de viaje están escritas. En alguno de los viajes a la playa se ha mojado y, tras secarse, el pequeño cuaderno rojo ha quedado manchado y quebradizo en algunos sitios. Parece el cuaderno de notas de un reportero de guerra. Yo siempre quise ser reportero de guerra. Son el tipo de hombres que no tienen problemas para llevarse a una chica a la cama. Se les ve. Ahí en la pantalla tan rudos y valientes.]
Llego al aeropuerto de Tánger y espero una larga cola para sellar el pasaporte. Está bastante vacío, supongo que los marroquíes que vienen en verano esde Francia y España han vuelto ya y que los que vienen en avión, lo hacen sobre todo en agosto. El aeropuerto de Tánger es blanco y de altas columnas decoradas con azulejos. Tal vez sea cierto que existen muchas diferencias entre ellos. Tal vez. Al salir tomo un taxi. No es demasiado caro. Assilah está a 20 km. del aeropuerto y cuesta unos 20 euros. Si viajara acompañado sería más barato pero viajar solo no es barato, ya lo sé de otras ocasiones. Assilah es una medina de casas blancas azotada por el viento en la orilla del mar. Me recuerda a Tarifa. Me pregunto si sus habitantes estarán locos también. Abdul, negro de tanta intemperie, con rastas y dientes también negros me acompaña al riad y me ofrece costo y kifi por el camino. Hay que hacerse al juego. Soy un turista. Soy dinero. No pasa nada. Hace tiempo que no pretendo ser un «viajero», tal y como afirman todos esos gilipollas de la Internacional Papanatas, que diría Quim Monzó.
Doy una vuelta a las 15.00 y, además del calor, es Ramadán y el ritmo de los días es lento, la ciudad recuerda a un lagarto al sol a esas horas. Cuando me he dado cuenta de que los que estábamos en la calle éramos todos turistas vuelvo al hotel a echar la siesta. El riad está decorado con gusto y tiene una televisión que solo sintoniza dos cadenas locales españolas. Escucho música y pienso en las letras de las canciones. Pienso en mi proyecto, en mi librería. Duermo.
Recuerdo haber estado disfrutando de la siesta, refrescado por el aire acondicionado y lo recuerdo ahora [Digresión: este ahora realmente es un entonces], cuando tomo estas notas en la terraza del riad, de madrugada, completamente fumado, después de una noche tomando té y otras cosas con unos amigos marroquíes.

martes, septiembre 07, 2010

Aquí y ahora

Aquí y ahora son traicioneras, son palabras que se encarnan en el momento de leerlas en un lugar y un espacio que siempre son los del lector.
Mi aquí es distinto del suyo, ténganlo por seguro. Estoy en Assilah, en Marruecos.
Mi ahora también es diferente. No acabo de entender exactamente en qué pero el tiempo no funciona de la misma manera por aquí. Caben más cosas dentro. Sobre todo pereza.

Ya diré algo por aquí, supongo.