lunes, enero 31, 2011

Chino

El chino ha entrado en la tienda me ha dicho (en un español bastante bueno aunque susurrado) que era el encargado de la tienda de más allá de la plaza y que necesitaba diez euros para gasolina y que más tarde me los devolvía. Yo le he preguntado que por qué no se los pedía a los del supermercado chino de enfrente y él me ha dicho que no se llevaban bien, que eran competencia. He preferido creérmelo y los diez euros han volado de la caja al bolsillo del chino y, claro, no he vuelto a verlos. Me los ha timado limpiamente pero, a cambio, me ha dado algo que tal vez valga más de diez euros, una historia, un rato de reflexión, tal vez alguna idea nueva.
¿Por qué he preferido creer al chino y darle el dinero cuando en cualquier otro caso hubiera dicho que no sin darle muchas vueltas?
Lo he pensado un buen rato y creo que el hecho de que un chino entre en una tienda y hablando en español pida dinero resulta tan poco común que la situación descoloca de por sí. Normalmente tienen tan poco contacto con los occidentales (el trato limitado a los saludos, a algún comentario sobre el tiempo, poco más) que he pensado que debía de encontrarse en un problema. Pero el problema era estúpido, falta de dinero para la gasolina, algo tan obvio que no hubiera dedicado ni medio minuto a considerarlo en cualquier otro caso. Así que debe de haber algo más. Pienso que tiene que ver con el miedo que tenemos a ser tachados de racistas. Si le niego mi ayuda a un comerciante de mi barrio que además es chino tal vez en realidad se la esté negando solo por serlo. Y claro, no queremos pensar así de nosotros mismos, adalides del progresismo. Creo (aunque quizá esto sea incorrecto políticamente) que no tenemos la misma capacidad para leer las intenciones en la cara de las personas de nuestro entorno, grupo étnico o cultural, o lo que sea, que en las de personas muy alejadas de nuestra cultura. Yo sé si alguien a quien estoy acostumbrado a ver tiene una cara confiable o no, si es marroquí o sudamericano me creo capaz de distinguir la diferencia, pero si es chino o nigeriano ya no estoy tan seguro. Sin embargo, el mero hecho de dejar por escrito estas reflexiones ya puede provocar polémica. Me sé las objeciones, no hay nada parecido a la raza, los grupos son culturales más que étnicos, seguro que no tendrías tantos problemas en distinguir las intenciones de un chino-español de segunda generación. Vale. Las acepto. Solo digo que me he comportado como un imbécil. Y que lo he hecho precisamente porque enfrente tenía a alguien chino.

Eso sí, alguien que se ha aprovechado limpiamente de todos estos prejuicios, de la situación de su comunidad en Madrid, del barrio en el que se encontraba, del tipo de negocio que tengo, de mi pinta, de tantas cosas, se merece los diez euros. Hay que tener arrestos para dedicarse a timar a la gente de esa manera. Piensen en hacerlo ustedes con el regente de un comercio de papelería en Pekín (lo siento, lo de Beijing no me sale natural).

Y en mandarín.

Lo dicho, que han merecido la pena los diez euros perdidos. Y que la próxima no voy a caer, sea quien sea quien me pida dinero. Aunque sea chino.

domingo, enero 09, 2011

Domingo

Llueve y después de haber leído Mazurca para dos muertos de Cela

(Llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida, llueve sobre tierra que es del mismo color que el cielo, entre blando verde y blando gris ceniciento, y la raya del monte lleva ya mucho tiempo borrada.

-¿Muchas horas?.
-No, muchos años.)

o Cien años de soledad de García Márquez

(Llovió durante toda la tarde en un solo tono. En la intensidad uniforme y apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en un tren. Pero sin que lo advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando demasiado hondo en nuestros sentidos. En la madrugada del lunes, cuando cerramos la puerta para evitar el vientecillo cortante y helado que soplaba del patio, nuestros sentidos habían sido colmados por la lluvia. Y en la mañana del lunes los había rebasado.)

tal vez no haya mucho que decir, o tal vez decirlo sea una especie de obligación. No lo sé. Llueve y el agua repica en un empedrado nuevo con el que el ayuntamiento se esfuerza en cubrir el asfalto que en otro tiempo fue signo de modernidad y que ahora es solo símbolo de destrozo y rapiña y los fumadores ven el humo en las puertas de los bares dispersarse con prisas y los coches pasan levantando un pequeño reguero de gotas y sigue lloviendo. Llueve en domingo, con la resaca de las fiestas ya curada pero allá en el fondo (en nuestro fondo), llueve y leo y miro a la gente pasar tras un gran cristal y quizá no haya otro lugar mejor para estar en este momento. Llueve y suena una canción algo melancólica.

Y el agua es solo agua. Ni que fuera ácido.

martes, enero 04, 2011

Natación

Hace tanto tiempo que no escribo que no me he dado cuenta de lo que lo echaba de menos. Algo parecido a comenzar a comer y descubrir, después de no haber reparado en ella en todo el día, que tenemos un hambre gigantesca. Lo he advertido escribiendo un correo en el que las palabras han ido ocupando el lugar que les correspondía, como en una melodía, con el tono justo. He pensado que a veces no es tanto contar historias sino la música, la cadencia de las palabras surgiendo una detrás de otra, quedando atrás como un resto de hormigas tras el cursor que parpadea y avanza decidido hacia la derecha. Las palabras expresando algo con la precisión que se les puede pedir, tan poca.
No he escrito porque he estado ocupado con otras cosas (probablemente más importantes, no lo niego) y ha pasado el tiempo casi inadvertidamente. Parece que eso sucede cuando crecemos y nos hacemos mayores. El adulto, observador de referencia, puede insistir en que el tiempo trascurre de forma similar para ambos, el niño y él, pero nosotros (el niño) sabemos que no es así, o mejor dicho, no lo sabemos, lo intuimos, que es la forma de sabiduría que tienen los niños (Ortega decía que aprender es recordar y algo de razón llevaba). Nosotros, los niños, sabemos que nuestro tiempo es infinitamente más largo que el del adulto, pero solo lo sabemos desde el ahora, desde el adulto que somos, por lo que solo podemos recrear esa extensión infinita de tiempo, esa sensación que teníamos al salir de vacaciones en junio: la eternidad era un verano de tres meses sin colegio.
A lo que iba, que se me va el santo al cielo (claro, tanto tiempo sin escribir, es normal que todas las voces de tu cabeza traten de obtener sus diez minutos de fama warholianos), que el tiempo ha transcurrido sin aristas, sin daños, sin grandes problemas y ha volado (en buena ley, el tiempo no vuelva, somos más bien nosotros los que estamos imbricados con él) y he dejado abandonado el blog. Y me mira mal. Lo sé. Después de 5 años y medio me mira mal, se siente abandonado, supongo, aunque yo no le prometiera nada en firme. A veces pasa.

El caso es que ahora tengo una silla desde la que veo pasar a la gente tras el cristal de mi escaparate, una silla tras un mostrador hecho con tablones de madera, un mostrador de planta trapezoidal que sigue los ángulos extraños de la pared. Y tras esa silla, una librería. Un montón de libros mirándome. Esperándome.

Así que intentaré escribir de vez en cuando por aquí. La verdad es que no estoy seguro de conseguirlo, a pesar de saber lo bien que me sienta cuando lo hago. Me ocurre como con la natación.