lunes, mayo 20, 2019

Tralfamadore



Tenía yo un profesor, socarrón y divertido, que decía una cosa que aún recuerdo (supongo que, como con todos los profesores, no habría yo seguido recordándolo con cariño si hubiera asistido un segundo año a sus clases y hubiera escuchado otra vez los mismos chistes); decía él (decía yo), que lo bueno de amar la literatura era que uno podía ser amigo de gente que llevaba mucho tiempo muerta y considerarlos tus verdaderos contemporáneos. Tenía otro profesor, este algo estirado y muy consciente de su imagen de intelectual universitario, que decía también algo muy bonito que no he olvidado, que en la literatura se había abolido el tiempo y que Borges hablando de la Divina Comedia consigue que leamos de forma profundamente diferente la obra de Dante y que, por tanto, alguien que ha vivido seiscientos años más tarde que el autor se convierte, de alguna manera, en coautor de la obra, ya que al hablar de ella la transforma.

Hace una década hablaba yo mucho de estos temas porque estaba descubriendo (digámoslo así) una manera de contemplar el mundo. No es que ahora estas ideas no me parezcan hermosas, sino que (observadas en detalle) no son exclusivas de la literatura, ni del arte, ni de las humanidades y se pueden aplicar a toda la obra humana, esa maravillosa construcción, cambiante e inestable, que es el conocimiento y que nos diferencia verdaderamente de los animales (y no la inteligencia ni el uso de herramientas ni la empatía, meras cuestiones de grado). 

Todo está relacionado de un modo u otro, el tiempo tiene su importancia (es una evidencia que nos morimos y que nuestros hijos crecen) pero tal vez sea menos importante de lo que pensamos. Tal vez, como para los tralfamadorinos de Matadero 5 de Vonnegut, todo esté sucediendo constantemente sin descanso y se trate de una cuestión de percepción. 

También la memoria está sobrevalorada y, al igual que le ocurre a Funes el memorioso, si nuestro recuerdo fuera perfecto, estaríamos imposibilitados para la generalización y, en consecuencia, para la vida. Es el sentimiento lo que importa, la sensación que tenemos cuando pensamos en cierta época de nuestras vidas. El poso que ha quedado y que apenas es una silueta evanescente.

Como el aura de presencia que envuelve el espacio en torno al lugar del que acaba de teletransportarse el capitán Kirk. 

Que ya están tardando los científicos en ocuparse de lo importante.

miércoles, mayo 08, 2019

Serenidad



Tal vez un texto sea el lugar idóneo para hablar de viajes en el tiempo, pues un texto nos habla desde un lugar en el que este no existe y, al mismo tiempo, se trata de un artefacto que puede ignorar los odiosos límites que las constantes cosmológicas imponen a este universo. El texto puede hablar ahora (como está haciendo esta introducción), hablar antes (hacía tiempo que venía pensando que el tiempo no era sino una ilusión, tal y como pudo comprobar el día que tuvo aquella clara visión de su vejez) o hablar después (quién iba a imaginar que veinte años después aquella imagen plácida, atisbada sin pretenderlo, acabara haciéndose realidad: él y su mujer, ya mayores, sentados en un sofá). 

Así que, si yo dijera, por ejemplo, que ayer tuve una visión, una en la que me vi ya anciano, acompañado por mi mujer (eso me sorprendió un poco, la verdad) que también estaba sentada en el sofá y que en esa visión estaba seguro de estar disfrutando de una época de mi vida plácida, serena y feliz, nadie podría asegurar que esa visión no haya sido un atisbo de mi futuro. 

Comprendo (y comparto) los argumentos contrarios, es decir, que se trató de una proyección, de algo meramente imaginativo o tal vez de la precipitación neuronal de un deseo y no de ninguna predicción, ni visión, ni alteración alguna del normal funcionamiento del universo.  Sin embargo, lo curioso de mi visión fue la completa certidumbre de estar contemplando mi futuro, la sensación (análoga a la de los sueños) de saberme un viejo feliz y sereno, padre de dos adultos. 

Además, si dentro de unos veinte años acabo siendo algo parecido a ese viejo en paz consigo mismo y sigo teniendo un sofá (a saber), sé (o supongo o intuyo) que no me acordaré de esta visión de la que hablo ahora y que la única manera de recordarla (y, tal vez, de acabar por confirmar su naturaleza de visión) sea leer este texto. Lo que, de nuevo, introduce interesantes perspectivas respecto al pasado, al futuro, a las visiones, a los textos y, probablemente, todo el universo.

Y, además, cuanto más la pienso, menos clara tengo esta historia. Porque ustedes ya la conocen, pero también podría empezar dentro de veinte años encontrando por casualidad este texto que están leyendo y comprobando con estupefacción que la visión descrita se ajusta a la perfección a lo que estaré viviendo en ese momento. O haber comenzado hace veinte años, encontrando por casualidad un texto aún no escrito y que describe a la perfección la serenidad que el protagonista acabará sintiendo cuando sea anciano. 

Algo se me escapa y no acabo de tener claro el qué. Y, aunque suele sucederme con cierta frecuencia, no sé si preocuparme.