El poeta, si ha entendido algo de su condición, no puede comprometerse, no acepta encargos y, desde esa perspectiva, resulta un tanto presuntuoso afirmar que es el único responsable de su obra. Un buen artesano será capaz de modelar, uno tras otro, veinte o treinta estupendos platos de cerámica, los que hagan falta; un artista, en cambio, dependerá siempre de la asistencia de ese otro poder —llámesele como se prefiera— para llevar a buen término su cometido. Del mismo modo que ningún hombre puede asegurar que estará vivo al minuto siguiente, un poeta ignora si el poema que acaba de escribir será el último que escriba, por eso, cuando le preguntan acerca de sus intenciones y proyectos, se siente como un potro al que interrogaran sobre la dirección que tomará cuando comience a galopar. Un potro corre y brinca sin importarle a dónde va, disfrutando del trote y de la carrera porque sí, ya que esas actividades forman parte de su misma naturaleza. Vida y poesía nos atañen como un don, se resisten a nuestro deseo de gobernarlas.
A partir del romanticismo, se ha querido ver en el artista a un ser superior, a una persona, digamos, de altura; sin embargo, el autor no es nada en absoluto separado de su obra. ¿Quién fue Shakespeare en realidad, quiénes Velázquez o Mozart? Importa poco; como individuos todos somos la misma siembra de humo, igual cosecha de ceniza.
Pero ahí están Hamlet, Las Meninas, La flauta mágica. Esas criaturas viven su vida inmortal sin saber nada en absoluto de sus autores. Para mí, el apellido Quevedo es poco más que un modo —muy querido— de nombrar algunos de los sonetos más prodigiosos que he leído en castellano; por eso, si pasado mañana se descubriera que esos versos se deben a cualquier otro, nada sustancial se perdería. Un apellido es poca cosa.»
Vicente Gallego. Sobre el arte de hurtarse.
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