Había viento de Levante, que le llenaba el pelo de arena y los párpados y la ropa. Era normal que la gente se volviera loca con el viento, pensaba, las orejas lo recogían y lo amplificaban y lo envíaban de un pliegue a otro (qué cosa más extraña las orejas), y el viento acababa por inundarlo todo y resultaba imposible pensar. Había nubes, de esas grises y llenas de agua, cubriendo el sol. Y había mar.
Caminaba mirando la línea del horizonte, mucho más clara que en otros días más luminosos. El horizonte, tan diáfano, tan distinguible y delimitador. Miraba y pensaba en cómo funciona la vida, en que todo forma parte de un sistema, en que la manera de razonar de los antiguos (el círculo y el eterno retorno, el tiempo que vuelve) es más exacta que esta manía por definirlo todo en función de las ecuaciones, pensaba todo esto en la ciudad más antigua de Europa occidental. Pensaba porque no tenía nadie con hablar. Pero también intentaba convencerse de que no le importaba. Qué más daba. Estaba bien callarse de vez en cuando. Había decidido que no necesitaba a nadie, que lo importante era que nada le afectara.
Últimamente se sentía como si lo que le pasaba le estuviera sucediendo a otro, como si fuera el espectador de su propia vida, sentado en una silla mirándolo todo por la ventana. Era extraño porque esa era una sensación que había creído abandonar hacía ya bastante tiempo, pero ahora volvía de nuevo. El tiempo era algo elástico que iba y venía, que se estiraba y que se retorcía. Trascurría rápido cuando todo estaba en su sitio, pero se agrandaba y se hacía inmenso e inabarcable cuando aparecían los contratiempos (la misma palabra lo decía, contratiempos). El tiempo era como una cinta de Moebius de color gris acerado.
Dos personas entrenaban en la playa, corriendo en contra de los elementos, fieles al mensaje publicitario de Nike. En ese momento le hubiera gustado ser alguna de ellas, sobre todo la chica rubia, alta y de aspecto elástico que corría con tanto estilo. Una zancada y otra y el mar rompiendo contra la playa y el viento soplando e hinchándoles la ropa deportiva. Hacía muchos años había trabajado en una empresa de publicidad y había participado en una campaña publicitaria pequeñita para esa marca. Utilizar su ingenio para vender productos le había divertido durante algún tiempo. Todos somos putas, y los publicitarios los más putas de todos, recordaba haber dicho con orgullo en alguna ocasión. Pero había ganado dinero y se trataba de eso, ¿no?
Había ido a la playa para diagnosticarse y había sido un error. El diagnóstico estaba claro, lo realmente difícil era la solución. El viento seguía ululando y resoplando, el mar seguía rompiendo, azul grisáceo, contra la playa, una y otra vez, sístole y diástole, insistente como el bombeo de su corazón en su armazón de costillas. Armazón de costillas era una buena frase, pensó, algo literaria pero una buena frase, sin duda. También pensó que hay palabras que se han recubierto de significado a lo largo del tiempo y corazón es una de ellas. Sólo pensarla y ya se sentía cursi. Si todo está en el cerebro y nada más, por favor..., si el corazón es estúpido, un ingenio hidráulico bien constituido, latido, latido y la sangre roja a las arterias y la venosa a los pulmones para recuperarse, el sistema circulatorio en rojo y azul tal y como aprendimos en el colegio. En fin.
A veces pensaba que su vida se había convertido en algo parecido a un páramo gris, de color del granizo deshaciéndose tras la tormenta, y a veces que era más bien brillante y reluciente como un coche de marca recién comprado en el concesionario. Todo dependía de por dónde soplara el viento de Levante.
Un par de mujeres en su vida, cuarenta y cinco años bien llevados, un piso en el centro, un buen coche y una casa en la montaña bien acondicionada lo convertían en alguien de éxito, ¿no? ¿No era eso a lo que todo el mundo aspiraba?
Caminaba mirando la línea del horizonte, mucho más clara que en otros días más luminosos. El horizonte, tan diáfano, tan distinguible y delimitador. Miraba y pensaba en cómo funciona la vida, en que todo forma parte de un sistema, en que la manera de razonar de los antiguos (el círculo y el eterno retorno, el tiempo que vuelve) es más exacta que esta manía por definirlo todo en función de las ecuaciones, pensaba todo esto en la ciudad más antigua de Europa occidental. Pensaba porque no tenía nadie con hablar. Pero también intentaba convencerse de que no le importaba. Qué más daba. Estaba bien callarse de vez en cuando. Había decidido que no necesitaba a nadie, que lo importante era que nada le afectara.
Últimamente se sentía como si lo que le pasaba le estuviera sucediendo a otro, como si fuera el espectador de su propia vida, sentado en una silla mirándolo todo por la ventana. Era extraño porque esa era una sensación que había creído abandonar hacía ya bastante tiempo, pero ahora volvía de nuevo. El tiempo era algo elástico que iba y venía, que se estiraba y que se retorcía. Trascurría rápido cuando todo estaba en su sitio, pero se agrandaba y se hacía inmenso e inabarcable cuando aparecían los contratiempos (la misma palabra lo decía, contratiempos). El tiempo era como una cinta de Moebius de color gris acerado.
Dos personas entrenaban en la playa, corriendo en contra de los elementos, fieles al mensaje publicitario de Nike. En ese momento le hubiera gustado ser alguna de ellas, sobre todo la chica rubia, alta y de aspecto elástico que corría con tanto estilo. Una zancada y otra y el mar rompiendo contra la playa y el viento soplando e hinchándoles la ropa deportiva. Hacía muchos años había trabajado en una empresa de publicidad y había participado en una campaña publicitaria pequeñita para esa marca. Utilizar su ingenio para vender productos le había divertido durante algún tiempo. Todos somos putas, y los publicitarios los más putas de todos, recordaba haber dicho con orgullo en alguna ocasión. Pero había ganado dinero y se trataba de eso, ¿no?
Había ido a la playa para diagnosticarse y había sido un error. El diagnóstico estaba claro, lo realmente difícil era la solución. El viento seguía ululando y resoplando, el mar seguía rompiendo, azul grisáceo, contra la playa, una y otra vez, sístole y diástole, insistente como el bombeo de su corazón en su armazón de costillas. Armazón de costillas era una buena frase, pensó, algo literaria pero una buena frase, sin duda. También pensó que hay palabras que se han recubierto de significado a lo largo del tiempo y corazón es una de ellas. Sólo pensarla y ya se sentía cursi. Si todo está en el cerebro y nada más, por favor..., si el corazón es estúpido, un ingenio hidráulico bien constituido, latido, latido y la sangre roja a las arterias y la venosa a los pulmones para recuperarse, el sistema circulatorio en rojo y azul tal y como aprendimos en el colegio. En fin.
A veces pensaba que su vida se había convertido en algo parecido a un páramo gris, de color del granizo deshaciéndose tras la tormenta, y a veces que era más bien brillante y reluciente como un coche de marca recién comprado en el concesionario. Todo dependía de por dónde soplara el viento de Levante.
Un par de mujeres en su vida, cuarenta y cinco años bien llevados, un piso en el centro, un buen coche y una casa en la montaña bien acondicionada lo convertían en alguien de éxito, ¿no? ¿No era eso a lo que todo el mundo aspiraba?