martes, diciembre 29, 2009

Feliz año nuevo

Hoy he entrado en una dirección de correo antigua y un borrador de un mensaje nunca enviado estaba esperándome. Las palabras, además, hacían referencia a recuerdos aún anteriores y así, la memoria ha ejecutado un triple salto y me he visto allí, más joven, con el pelo más largo, trabajando en el sótano de un almacén de cocinas de madrugada, me he visto allí en un atardecer granadino de cerveza y color granate, allí en mi primer trabajo, en los días primeros de la universidad, antes de todo. También me he recordado escribiendo esas cosas y, picado por la curiosidad, he seguido leyendo correos antiguos, textos con descripciones, con referencias culturales, con el estilo relamido de alguien que, sobre todo, pretende impresionar, como si sus palabras fueran un arma, un recurso o una impostura. Fascinado por el hecho de no recodarme tal y como las palabras me reflejaban, alguien que era yo pero que ya no lo es y que las escribía para conseguir que lo quisieran un poco y le acariciaran la espalda después del sexo, he seguido leyendo. Más tarde, la imagen que esas palabras proyectaban de mí ha dejado de gustarme porque no es agradable recodarse tan pedante, tan insistente, tan desesperado, pero ya era tarde, porque las dichosas palabras siguen registradas en algún sitio, siguen en un servidor de California, las palabras que se escribieron en algún momento, con una intención concreta (el perdón, el deseo, la conquista, la amistad, la preocupación) siguen allí, esperando no se sabe muy bien qué, esperando que en un momento como el de esta mañana, aunque sea por equivocación, vuelva a leerlas. Lo que fuimos ya ha desaparecido pero las palabras que alguna vez escribimos siguen allí esperándonos para recordárnoslo, para recordarnos que el pasado puede recrearse a medida (bendita imaginación) pero que, en algún otro universo, lo que sucedió está sucediendo justo ahora y que lo está haciendo tal y como lo hizo la primera vez. Que parte de ese pasado se ha quedado con nosotros para siempre y que, a pesar de los intentos, es imposible dejar totalmente de ser quien fuimos.

Y a pesar de ello, los propósitos de año nuevo son parte de la tradición.

Feliz 2010 a todos.

jueves, diciembre 24, 2009

Feliz Navidad

Feliz Navidad a todos los que pasan por aquí de vez en cuando. A los que conozco en persona y a los que solo dejan palabras, a los reales y a los imaginarios.

A todos los que, parafraseando a Nacho Vegas, convierten mi vida en un sitio habitable. ;-)

domingo, diciembre 13, 2009

Complejidad

Leo un artículo sobre el cerebro y pienso en la complejidad de ese órgano en el que estamos contenidos y una cosa me lleva a otra, como tan a menudo parece suceder últimamente por aquí. Los sistemas complejos como nuestro cerebro se caracterizan por producir respuestas inesperadas ante entradas simples, respuestas inesperadas que surgen precisamente de su organización y de las conexiones que sus elementos presentan entre sí, lo que, a su vez, me lleva a pensar en la relación que existe entre simplicidad y complejidad.
Sé que muchas cosas en la naturaleza parten de un patrón simple que se repite una y otra vez, esto es, que muchas cosas como la línea de la costa o la forma de los árboles o el comportamiento de una tormenta, tienen naturaleza fractal, como si la simplicidad no fuera exactamente lo contrario de la complejidad, sino su base, su pilar, lo que queda tras apartar la hojarasca del número. Algo simple más algo simple se convierte en algo complejo cuando la combinación se produce un número muy elevado de veces. La complejidad y la simplicidad, por tanto, deben de estar conectadas mediante una ley muy simple, muy armónica, muy bella, que con una sola línea describa cómo realizar esa composición de cosas simples para convertirlas en algo capaz de la respuesta inesperada. El problema es que, al igual que ocurría en el relato de La carta robada de Allan Poe, de tan evidente como resulta, somos incapaces de encontrarla.
Pero si lo hiciéramos podríamos explicarnos muchas cosas, creo. Por ejemplo, pienso que la vida, tal y como la entendemos, es el último estadio de organización de la materia, una respuesta inesperada de un sistema complejo. Y que la conciencia de tener conciencia, tal y como definen los especialistas en el cerebro la diferencia entre nuestra especie y las demás, nuestra constante aunque escondida contemplación de la muerte como horizonte final, es el último estadio de organización de esa vida, otra respuesta inesperada de un sistema aún más complejo. Y que la aparición de las ideas que hoy nos hacen verdaderamente humanos, las ideas que, capa tras capa, han ido calando en nosotros, y que la filosofía, o la ciencia, o el arte han ido perfilando desde diferentes puntos de vista, es otra más de estas respuestas inesperadas: nuestra cultura ha añadido aún más complejidad a esa conciencia. Complejidad sobre complejidad sobre complejidad.
Y por todo esto pienso que tal vez para resolver los problemas verdaderamente humanos lo único que haya que hacer sea simplificar, es decir, apartar la hojarasca del número.

jueves, diciembre 10, 2009

Artefacto

El ingenio es la bisutería del talento.
Oscar Wilde.


Este cuento es un artefacto. Una manera de resolver un problema, tal vez elegante. En él hay una caja. La caja se encuentra encima de una mesa de cedro, mientras el sol entra de forma oblicua por la ventana e ilumina el parquet. Es una caja hermosa, taraceada y con las aristas desgastadas por el tiempo y presenta un agujero con una lente en su superficie, como una especie de mirilla. Alguien la ha enviado en un paquete por correo sin que lo hayamos solicitado, alguien nos ha situado en este momento, ante esta caja que parece llamarnos, que nos atrae sin remedio.
Cuando acercamos el ojo a la mirilla, vemos una escena en la que un hombre de pequeño bigote y uniforme militar está hablando ante lo que parece un estado mayor. Lo que dice, en un idioma diferente del nuestro pero que, no obstante, podemos entender perfectamente es: «Y así, he enviado a mis unidades de élite hacia el este, con la orden de matar sin piedad a todos los hombres, mujeres y niños de raza o lenguaje polacos. Solo de esta manera conseguiremos el espacio vital que necesitamos. ¿Quién menciona hoy en día el exterminio de los armenios?» Tras el escalofrío, no podemos evitar apartar la mirada. Pero la caja tiene sus propias reglas y cuando, espoleados por la curiosidad, pretendemos seguir asistiendo como testigos a la reunión de militares, la imagen que aparece es otra.
Un hombre con aspecto de estar quedándose calvo está escribiendo a mano en una pequeña habitación. En la habitación se oye el rumor de las mujeres en la calle, de los coches que pasan bajo la ventana, los chillidos de las golondrinas. Los muebles son sencillos, una mesa de madera, una silla también de madera, un infiernillo para hacer algo de comida, cubierto por una cortina que debió de ser blanca en algún momento. En las palabras del hombre —este es otra de las facultades de la caja, que también nos deja ver lo que hay dentro de las palabras que el hombre está escribiendo— puede leerse: «Estamos ahora en el otoño de mi segundo año en París. Me enviaron aquí por una razón que todavía no he podido desentrañar.
No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios.
Entonces, ¿éste? Éste no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza... a lo que os parezca. Cantaré para vosotros, desentonando un poco tal vez, pero cantaré. Cantaré mientras la palmáis, bailaré sobre vuestro inmundo cadáver...»
La imagen se hace ahora difusa, como si estuviera produciéndose alguna clase de tormenta y acaba por desaparecer. Cuando volvemos a apoyar el ojo sobre la mirilla, deseosos de seguir descubriendo lo que puede ofrecernos, nos encontramos a nosotros mismos mirando la caja. Y nos vemos una y otra vez, mirando la caja en nuestro salón, con su mesa de madera de cedro y su parquet iluminado, una y otra vez en el bucle infinito del presente, el tiempo despojado de su condición porque todo está sucediendo ahora, justo en el momento en el que nos vemos mirar la caja, una y otra vez, cada vez más profundos, cada vez más abismados en nosotros mismos, casi seguros de estar percibiendo cómo se detiene el reloj universal que nos lleva a todos con los ojos vendados hacia la muerte.
Entonces apartamos la vista y cerramos la caja horrorizados. Y este cuento, este artefacto, emite un pequeño zumbido y se detiene.

lunes, diciembre 07, 2009

Entrada

Es cierto que la cultura actual tiene una base pop indiscutible, que es necesario saber citar la torre Ming de Flash Gordon como antecedente de la Torre Agbar de Barcelona, que los cantantes y dibujantes y cineastas que han contribuido a la imagen que tenemos del mundo lo hicieron sin darse demasiada importancia porque creían participar en un entretenimiento, que nadie lee a Aristóteles y mucho menos a Montaigne, que las tribus urbanas japonesas, como casi toda la cultura oriental, nos resultan incomprensibles, que los viajes se han convertido en un mal guión de cine en el que todo el mundo te cuenta sus experiencias mediante una presentación de diapositivas, que la lectura se ha vuelto extensa y superficial y somos expertos en Trivial Pursuit en lugar de estudiosos de Hegel, que bastaría dejar de consultar el perfil de Facebook para que todo pareciera ir algo más despacio, que es peligroso viajar en moto un día de lluvia y hay que extremar la precaución cuando se pisan las rayas pintadas de la carretera, que, tras una buena noche de sexo con una nueva mujer, queda un regusto amargo al que no le encontramos explicación, que demasiado ingenio en una novela acaba por cansar, como si el ingenio fuera dulce de leche, que es hermoso observar el puzzle caótico que forman las gotas de agua en la ventana, que es imposible predecir dónde caerá la siguiente gota o cuál de ellas será la que corra más rápido hacia el alfeizar, que en una casa siempre hay algo de comer, que no es una buena idea tener la ropa tendida cuando comienza el chaparrón, que se está muy bien bajo las mantas cuando fuera arrecia el frío, que debería dejar de darle tantas vueltas a la cabeza y vivir más ligero, que el periódico del domingo es un placer simple, que tal vez haya llegado el momento de intentar un negocio propio.
Y, sobre todo, que hacía ya demasiado tiempo que no escribía nada en el blog, una mascota a la que es obligatorio alimentar para que no languidezca y muera, y que a veces no tengo ninguna idea para un relato y entonces debo publicar el montón informe de cosas que se me pasan por la cabeza un lunes lluvioso de diciembre.

sábado, noviembre 28, 2009

Limpiabotas

Tuve una idea para un cuento esta mañana, un limpiabotas iba convirtiendo a sus clientes en adictos mediante una pequeña punción, que apenas podían advertir, a través de la que les inyectaba una sustancia en la dosis necesaria para hacerlos sentir perfectamente tranquilos, pero sin ser conscientes de haber sido drogados, sin somnolencia pero sí lo suficientemente en paz para limpiarse los zapatos todos los días en aquel pequeño trono de madera de colores, sin saber realmente qué les impulsaba a hacer cola, una larga cola de señores trajeados, con trajes algo anticuados, con cortes del siglo pasado, con corbatas buenas pero no mucho, afeitados pero no muy bien, con vello en las orejas y el entrecejo que tal vez usarían ropa interior no demasiado limpia, hombres a un paso de perder la dignidad, de cruzarse de brazos ante el inevitable deterioro de todo, que pensarían estar retomando el anticuado gesto de limpiarse los zapatos como muestra de resistencia, como una forma de lucha ante estos tiempos desquiciados.
Enfrente de su cola habría otra diferente formada por los centenares de personas que aguardaban a comprar un décimo de lotería en una famosa administración de lotería del centro de Madrid, hartos de la espera y probablemente del sinsentido de desperdiciar una mañana intentando comprar la suerte, esa suerte que no suele aparecerse mucho, qué gesto más estúpido y a la vez más inocente, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, de todos los colores, con todo tipo de ropas, como una cata sociológica de esta ciudad, moviéndose nerviosos, charlando para entretener esa espera que, en el fondo, todos sabían absurda pero cómo luchar contra la tradición de comprar un décimo en la puta administración de lotería y de llevar a los niños a que vean los muñecos animados de Cortylandia y qué gesto tan mágico creer que las leyes del azar tienen sentimientos y prefieren inclinarse por un lugar u otro.
Y, tal vez, por qué no, si en el cuento puede pasar lo que yo quiera, tal vez, decía, ambas colas se mirarían con hostilidad y alguien insultaría a alguien y comenzarían los golpes y los turistas huirían asustados de la trifulca y los coches de la Gran Vía se detendrían a mirar el espectáculo y camionetas rebosantes de policías hasta las cejas de estimulantes derraparían en la calle y las puertas se abrirían como grandes bocas y lloverían los golpes y los gritos y el tumulto sería ya incontrolable cuando los turistas ingleses hartos de cerveza se unieran a él, y aquello parecería uno de los signos del apocalipsis, el inicio de algo mayor, como si la locura se hubiera apoderado de todos y los animales que siempre llevamos dentro se abrieran paso, como superhéroes que se despojaran de sus trajes, y todo parecería arder en algo así como un altar de sacrificio azteca.
Y en mi cuento, si existiera en él algo parecido a una cámara que pudiéramos enfocar donde quisiéramos, podríamos ver perfectamente la sonrisa que se dibuja en la cara del limpiabotas que observa la escena, acodado en una mesa con vistas a la calle de la acera de enfrente donde el pequeño trono de madera sigue en su sitio, incólume, impasible ante la destrucción que está ocurriendo justo ante él.

jueves, noviembre 26, 2009

Literatura

Sabido es que la publicación de la segunda parte del Quijote en 1615 se debió a la aparición de una obra de la que aún hoy desconocemos el autor: El Quijote de Avellaneda. Cervantes, suponemos que furioso por lo que él consideraba una apropiación indebida de su personaje y por el uso que el tal Avellaneda había hecho de él, se puso a escribir —con el mérito añadido de hacerlo con una sola mano— la segunda parte de las aventuras de Alonso Quijano, o Quesada, con su fiel escudero, Sancho Panza, o Sancho Zancas, que de esas maneras se designa a ambos personajes en la obra.
El tal Avellaneda consiguió así pasar a la posteridad con una carambola del destino y logró —suponemos que de forma involuntaria—que cientos de estudiosos se devanaran los sesos en los siguientes cuatrocientos años intentando dar con su identidad.
La teoría más famosa —en filología casi todo son teorías— es la defendida por Martín de Riquer. Según el estudioso, existen varios indicios —tics de escritura, incorrecciones y torpezas de estilo, repetidas alusiones al rosario, esas cosas de filólogos— que indican que el autor de la obra fue un tal Jerónimo de Pasamonte, soldado y escritor que fue contemporáneo de Cervantes y que combatió en Lepanto, como él. De hecho, este soldado pudo inspirar al personaje Ginés de Pasamonte, el galeote que apalea al Quijote cuando este hace el único acto verdaderamente heroico de todo el libro, liberar la cadena de presos que se cruza en su camino.
Otra teoría, no conforme con que un soldado del siglo XVII pudiera haber escrito una obra de estilo tan depurado, apunta a Lope de Vega y su entorno. Se cree que el Fénix fue el autor del prólogo del Quijote falso , que un amigo suyo, Pedro Liñán de Riaza, la comenzó y que fue terminada por el propio Lope y otro colega, Baltasar Elisio de Medinilla.
Hay más teorías, pero, dado el espacio del que dispongo, me ceñiré a estas dos. Y puestos a aceptar una u otra, prefiero la primera, claro está.
En la primera teoría una persona con existencia real y documentada, que tal vez conoció a Cervantes, aparece como personaje en una obra suya y quizá despechado por considerar que su retrato de rufián no correspondía con su persona, se sentó a escribir una segunda parte con la intención de menoscabar la dignidad del personaje principal de la novela en la que él aparecía como personaje. Y al escribir sobre un personaje que no era suyo, entendemos que como una suerte de venganza por su retrato en la obra, consiguió realmente que ese personaje, don Quijote, despertara de nuevo en las páginas de otro autor —el verdadero— con ganas de salir por España a hacer el idiota, vestido con las armas de sus abuelos
A mí, claro, esto me parece fascinante. Las conexiones que se establecen entre realidad y ficción, entre supuestos personajes con existencia real y supuestos personajes con existencia ficticia hablan muy bien de lo que significa la literatura. Tal vez Pasamonte existiera alguna vez y escuchara los sonidos de los cañones de los barcos turcos, temiera por su vida y atravesara el pecho de algún infiel. No lo niego. Pero casi cuatrocientos años después que se escribieran esas palabras, la existencia de Jerónimo de Pasamonte, se me antoja más brumosa aún que la del propio Quijote. Ambos quedaron para siempre ligados a las palabras de Cervantes en su primera parte de la novela y ambos, desde entonces, han corrido un destino parecido.
Gracias a la existencia de la novela —ya que ningún estudioso se hubiera dedicado a rastrear la vida de un anónimo soldado español de la época de no haber tenido relación con el Quijote—, Pasamonte ha pasado a la historia. Gracias a la novela, un personaje sinvergüenza y ladrón se ha encarnado en una figura histórica, en alguien que tuvo existencia real. Esta es la primera parte del viaje.
Pero tal vez si ese alguien no se hubiera sentido despechado por el retrato que se hacía de él en esa misma novela, no se hubiera puesto a escribir su libro propio ni hubiera hecho que Cervantes tuviera que escribir la segunda parte de un libro por el que, según parece, no sentía demasiado aprecio. Esta es la segunda parte.
Si imaginamos dos legajos en papel viejo acumulando polvo en un antiguo archivo olvidado y que uno de ellos es el original del primer Quijote y el otro un conjunto de documentos que hablan de la vida de un anónimo soldado de Lepanto que se llamaba Jerónimo de Pasamonte, casi podemos ver al personaje, o la persona ir de un legajo a otro.
Y ambos, tanto tiempo después de los que huesos de Pasamonte se hayan confundido con la tierra, son reales. O ambos, el Pasamonte rufián y el soldado despechado, son ficción. Elijan ustedes. Es lo bueno de la literatura.

lunes, noviembre 23, 2009

Humor

En España hay 23.059 parroquias; 10.615 no tienen sacerdote titular. Lo peor es que la situación lleva camino de empeorar, a juzgar por este dato que Rouco subrayó: la media de edad de los curas en activo es de 63,3 años. «En alguna zona alcanza los 72,04 años», añadió. Tampoco es mejor la media de edad de los obispos.
Extraído de El País.

A veces, cuando uno tiene un mal día, al final mejora. En treinta años se ha pasado en España de que las mujeres necesiten el permiso del marido para firmar un contrato al matrimonio gay, de que fuera necesario el certificado bautismal para casi todo a la estadística anterior. Si esta no es un buena noticia, que venga Dios y lo vea. :-P

Sentado II

Estoy sentado mirando al techo, intentando no pensar en nada, intentando vaciar mi cabeza de ruido de fondo, intentando ser un hombre sentado en una silla y, no sé por qué, he mirado hacia atrás y he visto un páramo extenso, de seis meses más o menos (el espacio y el tiempo son la misma cosa), un páramo en el que no hay demasiada vegetación, salpicado aquí y allá de cactus espinosos que dan una flor bonita una vez al año, con esquirlas que parecen el resultado de una erupción. Me he dicho entonces que esos paisajes quedan muy bien en las fotografías, en las estampas postpoéticas de ciertos autores con fascinación por los deshechos, en los párrafos de escritores que describen los accidentes de tráfico de forma hermosa, con todos esos hierros retorcidos y esos miembros astillados, pero que eso no es suficiente. Más tarde he pensado que, tristemente, parece existir una fuerza centrífuga que empuja las vidas de los demás lejos de mí y que paso demasiadas horas (¿cuántas serán en total?) comprobando de forma absurda el correo electrónico, pulsando una y otra vez "Comprobar correo", como si la redención dependiera de las palabras de alguien, como si la redención fuera posible. Y que algunos días pasan tan lentos y dolorosos que se acumulan a la espalda y van cargando los hombros poco a poco, doblando el espinazo, venciéndome.

jueves, noviembre 19, 2009

SF

Si alguna vez ha sido necesario alzar la voz es precisamente ahora cuando nadie espera escucharla. Nadie lo hace porque nadie queda capaz de entender el antiguo lenguaje de los hombres, que está hecho de palabras, de sonidos que se unen unos a otros, que se trenzan y recrean el mundo. Desde que se generalizó el implante en el momento del nacimiento, los hombres solo son capaces de pensar en imágenes, la memoria ha dejado de tener sentido y el conocimiento ha dejado de avanzar. Generación tras generación, los hombres se limitan a repetir los datos almacenados sobre cualquier cosa. De vez en cuando surgen algunos capaces de innovar, de crear algo diferente, pero la sociedad los orilla, los ignora y suelen renuncian a esa creatividad en pos de una vida larga, como suele ser habitual por aquí.

Yo soy de los últimos que aún resisten y no me queda mucho tiempo, tengo un problema de corazón que impide que se me renueve el próximo año, cuando, objetivamente me correspondería la sustitución de órganos. No me importa. Creo que ha llegado la hora de abandonar el mundo, que ha llegado el momento de despedirse. La gente con la que hablo no lo entiende, siempre me sugiere alguna otra opción: refúgiate en el sistema, espera a que la ciencia médica —¿qué posibilidad de ciencia nos queda ya a los humanos?— sea capaz de resolver tu problema de corazón, aguanta, busca una solución. Todos tienen miedo del final, no se dan cuenta de que la vida se ha convertido en tener miedo. Miedo a que la energía termine por acabarse en este planeta exhausto, miedo porque aparezca un fallo en el sistema que los convierta a todos en poco más que muñecos sin voluntad, miedo a tener hijos, al amor, miedo a todo lo que constituya un compromiso. La dilatación del tiempo ha conseguido desnaturalizarnos. La dilatación del tiempo nos ha convertido en otra cosa.

Cuando me preguntan por qué no estoy dispuesto a luchar por mi vida, siempre les cuento la historia de la Sibila de Cumas, ya escrita por Ovidio en sus Metamorfosis hace tantos siglos: «El dios Apolo cortejó a la Sibila pero la doncella no accedió a sus ruegos hasta que el dios estuvo dispuesto a concederle el deseo que ella pidiera; tendida en la playa, la doncella tomó un puñado de arena y le rogó vivir tantos años como granos de arena le mostraba en la mano. Mil años de vida, los granos de arena de su puño, le fueron concedidos. Sin embargo, emocionada por la promesa del dios, olvidó pedirle a Apolo la juventud para esos mil años de vida. Setecientos años después, Eneas la encontró y la Sibilia confesó melancólica y dulcemente, que aún le faltaban por vivir tres siglos más y que se tornaría cada vez más pequeña, tan pequeña que nadie la reconocería, ni siquiera el dios que llegó a amarla. Cien años más tarde, la Sibila vivía dentro de una botella y cuando los niños que jugaban con ella le preguntaban qué deseaba, ella siempre respondía: "Quiero morir."»

Y todavía se atreven a decirme que la diferencia es que nosotros nos mantenemos eternamente jóvenes, que ese no es un problema para nosotros, que no existe comparación posible entre una cosa y la otra.

viernes, noviembre 13, 2009

Copas

(a David)

La mujer debía de haber sido guapa en algún momento, pero ahora su cara estaba arrugada y sus ropas descuidadas. Estaba borracha en el bar, con otros dos borrachos tan destrozados como ella, un hombre de pelo blanco y la cara arrasada por el alcohol y otra mujer que lloraba de vez en cuando y que apenas se podía tener en pie. Una de ellas fue una actriz famosa en los setenta. Treinta años más tarde, era fácil encontrarla por los bares, a veces mendigando comida, pidiendo a los camareros que la invitaran a un bocadillo, otras mendigando solo alcohol. Según parecía, no se podía echar del bar a alguien que una vez bailó con un vestido corto en la televisión en blanco y negro, ni resultaba raro que alguien en la sesentena se comportara de esa manera ni que pidiera una calada de un porro ni que coqueteara con hombres treinta años más jóvenes. La norma era comportarse con ella como con una tía un poco extravagante.

Yo ya la había visto en otras ocasiones pero aquella vez me deprimió más de lo normal, como si la escena estuviera desarrollándose para mí, para que contemplara uno de mis posibles destinos, para que reflexionara sobre si estaba haciendo lo que realmente debía, como una especie de visión desquiciada de mi futuro. Yo sabía que mantenerme sobrio solo dependía de mí. Ya eran casi siete años y solo había tenido una recaída. Aquella noche, sin embargo, lo único que me apetecía era tomarme una copa. Hay días así, en rehabilitación te advierten sobre ellos. Te dicen que esos días lo único que puedes hacer es aguantarte las ganas, irte a casa, buscar el consuelo de algún amigo, intentar no pensar en ello. También te dicen que si consigues superar ese momento, te vuelves más fuerte para seguir sobrio. No te dicen, en cambio, que nunca acabas de lograrlo, que nunca dejas de ser un ex alcohólico. De vez en cuando, como aquella noche, vuelve el ansia y miras con ojos demasiado fijos la fila multicolor de botellas.

Opinen, ustedes que están al otro lado: ¿Se bebió una copa el protagonista o no se la bebió?

miércoles, noviembre 11, 2009

Curso

(Notas encontradas bajo la mesa de un curso de formación)

Simplificación. Esquema jurídico. Segundo marco regulatorio.
El hombre desgrana conceptos y relaciones y mi cabeza va y viene, aquí y allá: recuerda una escena de sexo, advierte el cansancio del cuerpo, recrea una escena en un bar de Barcelona. Aparece en la pantalla una palabra: Trifásico y me trae a la cabeza una bebida.
Es difícil escribir:
  • Si estás fingiendo tomar notas del curso.
  • Si la gente mira por encima del hombro lo que apuntas.
  • Si tu cuaderno no es el cuaderno habitual que utilizas en el trabajo.
  • Si no te interesa el curso y aún así tu cara debe reflejar interés.
Pero eso no es lo importante. El contexto en el que se crea un texto no importa:
  • Es propio de fetichistas.
  • No explica el texto.
  • No ilumina nada.
Supongo que lo que importa es el propio texto: «Cuando abrió los ojos, no consiguió distinguir nada. Intentó moverse pero, extrañamente, sus manos y sus piernas no tenían apenas hueco. Si levantaba las manos hacia arriba podía notar el tacto de la madera.»

John Cage intentó probar el silencio y concluyó que el silencio solo es posble en la palabra silencio y siempre que esa palabra aparezca en un verso (esta es una reflexión propia, no de John Cage). Cuando grabó durante media hora en una habitación insonorizada, comprobó que la crepitación de la estática lo cubría todo. Si lo intentaba con su propio cuerpo, tapando con cuidado sus propios oídos:
  • Sus sentidos se volvían hacia sí mismos.
  • Escuchaba su propio vello poniéndose de punta.
  • Los sonidos de su cuerpo lo inundaban todo.
El silencio es imposible porque mientras haya energía, existen partículas vibrando que, de alguna manera, causan el zumbido del mundo, uno de tono muy bajo, casi imperceptible. Si existiera un punto en el universo a 0º K, el cero absoluto, sería un punto sin energía, sin movimiento, sin vida, sin sonido. En este universo eso es imposible.

Ahora aparece una mujer a dar una charla. Tiene un poco de:
  • barriguita
  • Pero es mona y habla con soltura
  • Tiene una bonita voz.
Silencio. Cállate. Me atoras de información inútil.

«El concurso de belleza infantil se celebraba en el instituto de secundaria del pueblo. Las niñas sonreían, con su cara congelada en una mueca. Niñas perfectas, guapas, sonrientes y limpias, vestidas como pequeñas adultas y que competían en belleza, ingenio y simpatía. El horror, el horror, que dijo Kurtz.»

49 centrales de tránsito malladas entre sí encaminan las llamadas que se hacen casi diecisiete millones de personas.

jueves, noviembre 05, 2009

Ayala

Voy a hablar de Ayala. La pretensión de originalidad es una pulsión adolescente que hace tiempo dejé atrás y por eso no me importa hablar de un tema tan tratado estos días. Qué quieren que les diga. Será la falta de imaginación la que me lleva a hablar de Ayala. Pero, eso sí, no pienso hablar de su literatura. Su literatura me da igual. No me importa porque no la he leído y aunque sería fácil hablar de ella aquí —tal y como nos enseñaron a hacer a todos los que estudiamos una filología, quiero decir hablar de libros que no hemos leído— no estoy dispuesto a la impostura. Ya ven, reparos morales a estas alturas. El caso es que si no he leído sus libros, para mí sus libros no existen. El mundo cabe por completo en mi cabeza, el mundo es mi cabeza, el mundo no existe si no hace su trabajo el homúnculo que tras mis ojos encadena los recuerdos y los pasajes en el hilo argumental de mi propia vida. Esas cosas. Y por eso me da igual su literatura.

En realidad, lo que yo quiero contar es que el Ayala que ha muerto es un impostor. Una fuente fidedigna me ha dicho que el que volvió con 70 años a instalarse en España ya no era Francisco Ayala. Murió, olvidado por todos, en una ciudad del medio oeste americano y su familia eligió a un primo suyo del pueblo, con un sorprendente parecido físico para sustituirle. Su familia era consciente de que el destino de Paco no era muy diferente al de la última oleada de intelectuales expulsada de España —no crean que la última fue la única, este país es excepcionalmente bueno en arrojar fuera de sí a todos aquellos heterodoxos que piensen de forma algo original, las oleadas comenzaron ya en el siglo XVIII— pero pensó que, como en una especie de desagravio para todos aquellos que sí murieron olvidados en ciudades americanas, lo lógico sería continuar la vida de Francisco Ayala para que superara en muchos años al dictador de las heces en melena, aunque fuera utilizando un truco, un doble, tal vez un impostor. Lo hermoso —o lo más triste de todo— de esta sustitución es que cuando Francisco Ayala volvió y comenzó a recoger el reconocimiento y los premios que la puta España le había escamoteado durante cuarenta años — miembro de la Academia a los 77, el Nacional de las Letras a los 82, el Cervantes a los 85 y el Príncipe de Asturias a los 92—, el impostor olvidó que lo era. De ahí el agradecimiento en el que vivía, su serenidad y falta de rencor.

Mi fuente fidedigna tiene que llevar razón. En caso contrario, no me explico como no prefirió seguir viviendo en la inmensa campiña de trigo americana y tener descendencia en un país que lo trató mucho mejor que el suyo propio.

martes, noviembre 03, 2009

Región (homenaje)

Aquel pastor, aquel temible pastor que no dejaba a ningún viajero con vida de los que se atrevían a pasar por el valle, que protegía el paso a Región lo suficiente para que nada socavara los cimientos de aquella vieja sociedad rural, no contaba con la artimaña ideada por el ingeniero japonés.
El pastor escudriñaba el paso en los montes, movía en círculo el cayado y mataba de vez en cuado alguna oveja para tener algo de carne que llevarse a la boca. Nunca prestaba atención a los sonidos que venían del cielo, sabiendo que los modernos autogiros y aeroplanos no eran capaces de aterrizar en aquellas montañas llenas de aristas. Permanecía en cambio atento a los caballos, las carretas, los raros automóviles que se atrevían a enfilar por entre aquellas montañas endiabladas. Aquel era su trabajo.
De ahí que nunca pudiera sospechar que el japonés, volando en un ultraligero, dejara caer desde su aparato pequeñas antenas UMTS autosuficientes, capaces de cargarse de energía utilizando la luz solar y de conectarse a la inmensa red desplegada por su compañía. De hecho, era imposible que lo sospechara porque la telefonía móvil era un invento que aún no había aparecido por la comarca y los vecinos todavía hacían cola en el casino para poder poner una conferencia.
Cuando, tres meses más tarde, un grupo de operaciones especiales de la Guardia Civil lo detuvo, tuvieron que enseñarle las identificaciones varias veces. El pastor no podía creer que aquellos mocetones vestidos de camuflaje, que irrumpieron en sus dominios a lomos de motos todoterreno, pertencieran al mismo cuerpo que el Benito, el guardia a quien había perdonado la vida a cambio de no ser molestado. Pero mucho menos pudo entender que hablaran en voz alta con Dios, llamándole Señor y diciendo: A sus órdenes.

lunes, noviembre 02, 2009

Parapsicología

Cuando vio que en el telediario aparecía un señor con alzacuellos cuyo pie de foto era «Cura y parapsicólogo», en primer lugar pensó: ¿Cómo es posible que un cura, que cree en Dios, sea a la vez parapsicólogo y crea en psicofonías? Afortundamente, apenas tardó un instante en advertir que, muy al contrario, ambas palabras eran absolutamente sinónimas.
Y más tarde pensó: ¡Mierda de educación católica!

jueves, octubre 29, 2009

Sentado

Estoy sentado mirando al techo, intentando no pensar en nada, intentando vaciar mi cabeza de ruido de fondo, intentando ser un hombre sentado en una silla y, no sé por qué, he comenzado a pensar en la radiación de fondo del universo que desde el big-bang lo impregna todo, una radiación de microondas con una frecuencia de 160,2 GHz que muchos cosmólogos consideran una prueba de que el universo (al menos, este universo) comenzó con una gigantesca explosión en la que surgió no solo el espacio, sino también el tiempo y por eso no tiene sentido preguntarse ¿qué había antes? Y aún así, el tiempo es un misterio, no entendemos nada, como le comentaba ayer a una amiga, el presente no existe, en realidad es el futuro convirtiéndose en pasado, esa delgadísima línea que, al igual que ocurre con la materia, si se observa con demasiado detalle, deja de existir. Y más tarde comenzamos a hablar de que el destino no existe tampoco porque, según los principios de la física el pasado no existe hasta que sucede, por lo que recordar los momentos fundamentales de nuestra vida, los momentos en los que hicimos algo que pensamos nos cambió la vida para siempre (aquella vez que nos contrataron en la empresa en la que todavía trabajamos, aquel momento en el que tomamos la decisión de estudiar una carrera y no otra, empezar a trabajar en una cosa y no en otra, besar a una mujer y no a otra), todos aquellos instantes que parecen nodos en los que confluían muchos posibles destinos, abiertos y que se nos aparecen como hitos del camino de nuestra existencia no son tales, y no son tales precisamente porque toda nuestra existencia es así, caminamos todos los días afrontando el tiempo de esa manera, no sabemos si permanecer un segundo más en el cuarto de baño puede evitarnos que la bomba que ha puesto un empleado descontento nos explote en las narices, si mirar a la izquierda o a la derecha en el paso de cebra nos salvó la vida alguna vez, si hemos estado tan cerca de la muerte sin saberlo que un mínimo cambio hubiera provocado que ahora miráramos al techo con las piernas paralizadas (pobre chico que no vio venir al coche cuando se le echó encima) porque todas esas cosas son solo posibilidades que nunca se realizaron y que, por tanto, nunca existieron realmente , así es como vivimos constantemente sin advertirlo, desechando infinitas probabilidades no realizadas, de ahí que cuando las cosas ya han sucedido y, por tanto, han dejado de existir excepto en nuestro recuerdo, sea cuando buscamos y encontramos esos momentos que parecen brillar allá en la lejanía de nuestro pasado, con una luz especial que, como espero haber dejado claro, solo existe en nuestra cabeza.

Y en ese momento entró alguien en la cocina y, tras escuchar una parte de nuestra conversación, se nos quedó mirando como a un grupo de locos. Y, quién sabe, tal vez llevara razón.

miércoles, octubre 28, 2009

Madrid VI

Salí a dar una vuelta por el barrio, viendo los negocios de los chinos, las tiendas de ropa de segunda mano, los laboratorios de impresión fotográfica, los carteles de colores chillones, la pequeña relojería, medio escondida entre dos negocios mayores, en la que puede cambiarse la pila de cualquier reloj fabricado por el hombre, y bajé hacia la plaza, cuesta abajo, prestando atención también a Casa Nieva, restaurante de comida casera y ganador anual de todos y cada uno de los concursos convocados por el ayuntamiento en las fiestas, y entonces, por uno de esos extraños viajes a los que nos tiene acostumbrado el pensamiento, por una de esas conexiones aparentemente azarosas que ponen en marcha el mecanismo del recuerdo, que ponen en funcionamiento un circuito cerebral en concreto y no otro, comencé a recordar un tiempo en el que estaba solo, un tiempo que había casi desaparecido de mi cabeza, los tres primeros meses en los que estuve viviendo en una ciudad en la que no conocía a nadie excepto a mi ex novia, a mi ex novia y a su nuevo novio, claro, y el caso es que no sé por qué, ni tampoco creo que nadie pueda saberlo nunca, recordé la sensación de soledad y abandono que sufría a diario aquellos meses cuando me levantaba en mi pequeña habitación alquilada cerca de un horno de pan, en un barrio bastante retirado de la universidad, la pequeña habitación con una mesa construida con dos caballetes y una tabla, donde mi flamante 386 relucía, un poco arcaico ya, aunque él no lo supiera, con su color crema, su color de equipamiento de oficina, en aquella habitación demasiado pequeña, hecha de mala manera con unos paneles de conglomerado que la separaban del salón, y también recordé que mis compañeros eran un poco raros y uno de ellos solo comía por entonces pavo y proteinas porque era culturista y estaba obsesionado con perder la delgada capa de grasa que recubría sus músculos, obsesionado porque se marcaran sus venas, debido a que tenía una competición el fin de semana, una competición en la que siempre perdía de tres a cuatro kilos porque, a pesar de que no lo parece en absoluto, el culturismo es un deporte que exige mucho cuando se practica de forma casi profesional, según me decía, y recordé levantarme en la estrecha cama en la que dormía, recordé con perfecta claridad haber pensado: ¿pero yo qué coño estoy haciendo aquí?, sin saber realmente que lo que estaba haciendo es lo que se hace siempre, vivir y dejar que las cosas te sucedan, conocer gente, estudiar materias que por entonces tampoco me parecían muy difíciles, quedar con alguno de los nuevos amigos para tomar unas cañas y descubrir poco a poco que la vida que pensabas que no era para ti, que la vida de abandono que te asaltaba todas las mañanas, se había convertido en otra cosa, en otra cosa mejor que no dejó de mejorar durante los siguientes años hasta que se produjo una rotura, un rasgado, pero esa es otra historia y, como iba diciendo, esa sensación de aplastamiento por la soledad se me quedó anudada en el estómago casi todo el paseo, sin saber muy bien de dónde había salido, a pesar del río de coches, de las luces verdes de los taxis, del minúsculo río de mi ciudad al fondo, separando la parte antigua de la parte moderna, de los restaurantes con decorador de interiores, de los bares con caracoles y oreja, de los jóvenes alternativos, de las mujeres mayores que paseaban sin prisa, haciéndose compañía, tal vez sabiendo que, sea lo que sea lo que hagamos en la vida es mejor tener con quién compartirlo, y entonces miré al cielo y vi el azul brillante, luminoso, con la capa de suciedad que cubre la ciudad como un hongo atómico y pensé que no sabía por qué había recordado aquella sensación en concreto pero que tampoco tenía demasiada importancia. Como casi todo lo demás.

lunes, octubre 26, 2009

Código (adelanto)

El tiempo es un tiempo futuro, indeterminado, en el que existen colonias humanas en planetas extrasolares. El color es azulado, como un videoclip de los años noventa del siglo XX, antes de que el verde fluorescente marca Matrix inundara la televisión. La imagen, la de un hombre esperando nervioso una entrevista. En ella el hombre respira conscientemente, intentando controlar su miedo, mientras espera que lo llamen. Tiene algo sucio en su pasado y sabe que esta es su última oportunidad. Tal vez hasta le quiten la casa. Tal vez hasta tenga que vivir fuera de las murallas de la ciudad, en los arrabales.

viernes, octubre 23, 2009

Bolos

Cuando hablo de mujeres con los compañeros del equipo de bolos, ellos siempre se quejan de que acostarse año tras año con la misma mujer es aburrido. Quieren a sus esposas pero echan de menos la variedad. Entonces, yo siempre sonrío y les explico que tuve la suerte de casarme con Mística, que se enamoró de mí tras abandonar su carrera de adversaria de la Patrulla X.

miércoles, octubre 21, 2009

Regreso

Veámonos salir de un garito lleno de humo (como si fuéramos directores de cine y toda nuestra vida, nuestra miserable vida, solo fuera una secuencia de planos que antes alguien ha dibujado en un story board). Observémonos mientras caminamos de forma vacilante, los ojos enrojecidos por el humo, los miembros débiles por el alcohol (pero sin hacer eses, somos bebedores con dignidad). En la calle, un mendigo hablará en sueños mientras se mueve nervioso bajo las mantas. Su aliento formará una nubecilla de vaho alrededor de su boca y dirá: no, por favor, no, no lo hagas, no te lo lleves. Nosotros (es decir, las pequeñas personas que pueden verse allá abajo) observaremos al mendigo y decidiremos que eso que el mendigo no quiere que se lleven debe de ser su hijo, por ejemplo, y que la soledad que sobrevino a esa separación, contribuyó, junto con sus problemas con el alcohol, a que acabara así, durmiendo entre mantas regaladas, y gimiendo en sueños mientras nosotros (allá abajo, ¿lo ven?, pequeños como hormigas) lo observaremos y pensaremos en cómo será la vida a la intemperie. Al llegar a casa (aquí el plano es algo más complicado: un zoom desde arriba que pasa a través de los tejados y de las dos últimas plantas del edificio y que por último se desplaza lateralmente para enfocarnos abriendo la puerta sin vacilación) nos desvestiremos, nos lavaremos los dientes y nos meteremos en la cama (plano secuencia). En esa cama ya estará durmiendo una mujer (primer plano). La mujer dirá: ¿te has divertido? Y nosotros contestaremos que sí. La mujer dirá: ¿otra vez borracho? Y nosotros diremos: no mujer, solo he tomado un par de copas, a lo que la mujer responderá poniendo cara de fastidio, dándose la vuelta en la cama y diciendo: que sepas que otra vez he tenido que decirle a Daniel que su padre no podía leerle el cuento porque se había quedado trabajando en la oficina. Un día de estos me voy a hartar, te lo digo en serio.

(Fundido a blanco)

miércoles, octubre 14, 2009

Centro

Yo sé quién soy, respondió Don Quijote, y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías.
Miguel de Cervantes, Don Quijote, I, Cap V.

Hallelujah
Rodrigo Fresán en Vidas de Santos citando a Jeff Buckley que, a su vez, versiona a Leonard Cohen


Te montaste en el metro en La Latina y un día después estabas en una playa italiana, en un pueblo medieval en el que los bajos de las casas del XVI estaban cubiertos de algas verdes. Seguiste moviéndote, acumulando paisajes y canciones en la cabeza en aquella zona del Mediterráneo. Tomaste algunas notas y, como un vector, como alguien consciente de la dirección que debe llevar, te encaminaste hacia delante, hacia abajo, hacia el párrafo siguiente.

Aquí. Ahora sucede. El momento de la separación, justo aquí. Aquí hay que fijar la mira telescópica de este cuento. Este es el centro exacto sobre el que confluyen todas las líneas. El baricentro y el ortocentro de esta página, el lugar sobre el que podría arrugarse este cuento de forma simétrica, el vértice del cucurucho que podríamos construir con él, o si se prefiere, su sumidero, su cráter. Es aquí. Fíjense. Alguien dice: «Adiós, mi amor. Han sido unos días maravillosos, nunca los olvidaré. A ver si puedo ir a verte pronto». Y alguien contesta: «Adiós, mi amor. Es cierto que han sido unos días maravillosos, pero yo no diría que no he de olvidarlos. La memoria funciona de manera rara, ¿no te parece? Me gustaría mucho que esto no se acabara, que pudiéramos darnos una prórroga, aunque fuera de un solo día». Y alguien dice: «Ya no somos niños. Sabes que no puede ser». Y alguien contesta: «Sí, es cierto. Así son las cosas». Entonces el tiempo hace zuuuum y se concentra en un único punto (ortocentro, baricentro, sumidero y cráter) y todo, absolutamente todo, cambia para siempre, cambia la superficie, cambia la distancia y también cambian el antes y el después, para siempre. Todo. Está escrito. En este momento, en este ahora no hay pasado ni hay futuro. En este ahora lo que hay es tristeza convirtiéndose en nostalgia a la velocidad de la luz. En este ahora lo que queda es una huella, un recuerdo, la vibración del aire alrededor del objeto que acaba de partir a toda velocidad. Nada más.

Tomaste algunas notas y, como un vector, como alguien consciente de la dirección que debe llevar, te encaminaste hacia atrás, hacia arriba, hacia el párrafo anterior. Habías seguido moviéndote, acumulando paisajes y canciones en la cabeza en aquella zona del Mediterráneo. Te habías montado en el subte en Corrientes y una semana después estabas en una playa italiana, en un pueblo medieval en el que los bajos de las casas del XVI estaban cubiertos de algas verdes.

jueves, octubre 08, 2009

Sapo II

Érase una vez un rey que gobernaba con mano sabia en un reino lejano. Un buen día, paseando por sus dominios, se perdió en un bosque que nunca había frecuentado (el rey tenía tantas tierras que aunque intentaba conocerlas todas, había grandes extensiones de su reino que nunca había visitado y que solo conocía por los periódicos) y encontró un sapo.
Enternecido, recordando la de veces que había ordenado a su ama de cría que leyera cuentos tradicionales a sus hijos por la noche, lo besó, sin pensar mucho en lo que hacía. Como suele ser habitual, el sapo se convirtió en un príncipe, que, como suele ser habitual también, cayó rendidamente enamorado del rey (las instrucciones para el manejo de sapos mágicos advierten claramente que una vez devueltos a su forma original, los príncipes encantados se comportan como las crías de las ocas, esto es, que se van detrás del primer ser vivo que ven).
Al principio, el rey pensó que tener a un joven bello, rubio y de ojos azules enamorado de él y que lo seguía a todas partes suponía un problema para su reino, es más, un problema político, los de peor resolución, pero, poco a poco, comenzó a contemplarse con los ojos de él y a gustarse más y más. El rey perdió peso, volvió a frecuentar las partidas de caza largo tiempo abandonadas, se hizo nuevas ropas y se compró un caballo andaluz de porte elegante. Extrañados por un comportamiento tan poco regio (tan común, sin embargo, en directores, gerentes y empresarios cerca de la cincuentena), la reina y los infantes comenzaron a sospechar del nuevo amigo del rey, que tanto frecuentaba palacio en los últimos tiempos y en una comida familiar, le exigieron explicaciones. Para su sorpresa, el rey les confesó que se había enamorado, que el bello príncipe le había hecho sentir joven de nuevo, que sentía que su vida se escapaba y que, debían entenderlo, tal vez fuera la última oportunidad de ser realmente feliz que se le ofrecería.
Hubo gritos, sonido de vidrio al estrellarse contra el suelo, conciliábulos de miembros de la familia real, dispuestos a declarar incapaz a un rey presa de sus bajos instintos, manifestaciones a favor y en contra, toma de posición política en los principales medios de comunicación, editoriales supuestamente sutiles que pedían la abdicación del monarca, comparecencias en programas rosas de televisión, en fin, lo habitual. Y tras todo ello, la vida continuó.
El tiempo pasó y el bello príncipe siguió viviendo en palacio. Además, como tenía tan buen corazón acabó por ganarse el favor de la familia real: el príncipe mayor encontró a un buen amigo, siempre presto a compartir unas cervezas y unos comentarios procaces sobre el culo de las doncellas de palacio; la princesa mayor encontró el modelo de hombre que buscaría sin descanso y sin éxito el resto de su vida y también la imagen erótica capaz de excitarla cuando se acariciaba; la reina encontró a un confidente, listo para escuchar su larga lista de quejas y para dar consejos muy bien meditados; hasta la reina madre rejuveneció gracias a los piropos que el bello príncipe le dirigía.
Las cosas no podían ir mejor para la familia real: la gente nadaba en la abundancia, la paz se enseñoreaba por todo el reino, las monarquías rivales envidiaban la inmensa suerte que había tenido el rey al besar aquel repugnante sapo, los periódicos dedicaban sesudos análisis a la buena influencia que el bello príncipe había provocado sobre la política del país. La gente lo amaba. La gente era feliz.

Y sí, hoy ha aparecido el bello príncipe muerto en la cama de la hija. Envenenado. La muerte preferida de los reyes y de los príncipes.

Es lo que suele suceder en este tipo de cuentos.

lunes, octubre 05, 2009

Blanco

Ayer me quedé en blanco, sin saber qué hacer, sin ser capaz de ejecutar los pasos, aprendidos hace tanto tiempo, sin voluntad para hacer lo que era necesario. Menos mal que mi compañero me dio un empujón, me zarandeó y me dijo: vamos hombre, que parece que te ha dado un vahído y yo contesté ehh, sí, sí, llevas razón y conseguí reaccionar y ayudé a inmovilizar al hombre y a tranquilizarlo tras ponerle un calmante. Ya en la ambulancia, con los signos vitales del paciente estabilizados y la herida de arma blanca contenida —la venda blanca volviéndose roja poco a poco, la venda blanca siendo inundada progresivamente por la sangre—, comencé a reflexionar sobre lo que me había sucedido, sobre el hecho de haberme quedado en blanco en un momento en el que era necesario ser resolutivo, ser capaz, hacerse cargo de la situación. No encontré explicación alguna y, de hecho, continúo preocupado por ello: temo que se repita el episodio, temo volver a quedarme como un muñeco sin voluntad en un momento en el que, precisamente, esa voluntad sea necesaria.

Hoy, por desgracia, me he visto en una situación muy parecida. De nuevo un hombre yacía en el suelo malherido, con una herida en el abdomen —la sangre espesa acumulándose en el pequeño charco bajo su cuerpo, la mancha ampliándose de forma imperceptible—, de nuevo el hombre era gordo, calvo y sin barba y de nuevo mi compañero me ha mirado con cara de preocupación tras zarandearme para hacerme volver en mí. En la ambulancia, con el hombre evolucionando favorablemente otra vez, he pensado que mis temores de ayer se habían cumplido, que me he vuelto a ver despojado de la voluntad en un momento crítico. Además, sea lo que sea lo que me sucede, parece estar complicándose: al intentar recordar a qué hora había llegado a trabajar, dónde había aparcado el coche, qué había desayunado o si había dormido en mi casa, no he sabido responderme, a pesar de llevar la ropa limpia y la cara sin rastro de barba.

Le he contado lo que me está sucediendo a Andrés, mi compañero, y él me ha tomado el pulso, me ha hecho algunas preguntas y me ha recomendado que vaya a ver a un médico amigo suyo. Le he contestado que eso haré, que no creo que sea para tanto y, sin embargo, tengo la sensación de olvidar algo fundamental. Por más que lo intento no consigo recordarlo, pero siento en los huesos que es de tremenda importancia.

Todo el día llevo intentándolo sin conseguirlo. Y no dejo de pensar en la imagen de los dos hombres gordos, calvos y sin barba, tan parecidos, perdiendo sangre sobre el asfalto, con una puñalada en un sitio que, si bien puede complicarse, parece hecha por alguien que no pretendía matarlos, que pretendía concederles el suficiente tiempo para que los sanitarios llegaran a tiempo y pudieran hacer su trabajo, tan encomiable y alabado por todos.

jueves, octubre 01, 2009

Reivindicación

Telón
Cae sobre tres mujeres, dos rubias y una morena, las tres atractivas, las tres encantadoras, las tres con los ojos llorosos y con el agobio, la vergüenza, la ira, la rabia y el miedo formando pequeños cristales en sus estómagos.

Escena 1
Una mujer queda con un hombre que no conoce, sale con él una vez y, aunque se divierte, nota en él algo que no le gusta, un brillo extraño en los ojos, algún detalle más que suficiente para olvidarlo todo, para dejarlo correr, para no intentarlo una segunda vez. El hombre responde llamándola veinte veces al día y enviándole un mensaje en el que la insulta diciéndole puta, diciéndole que se va a morir sola por puta.

Escena 2
Una mujer recibe sorprendida un correo electrónico en el que uno de los colegas con los que lleva tomando café más de siete años, le dice que la espera, le dice que piensa en ella, que siempre la tiene presente. Envía una respuesta en la que pretende deshacer un malentendido que no es tal. Un año después, el hombre continúa enviando correos, continúa diciéndole que se acuerda de ella cuando ve caer la lluvia, continúa con los mensajes al móvil a las nueve de la mañana del domingo, mientras su hija pequeña juega con él en la cama y su mujer reciente hace el café.

Escena 3
Una mujer sale de un cuarto de baño con el miedo en la cara y tal estado de nerviosismo que abandona a toda prisa la fiesta de inauguración en la que lo está pasándolo tan bien. Uno de sus amigos, no muy cercano pero sí conocido y, sobre todo, íntimo de una gran amiga, se ha colado en el cuarto de baño, le ha cerrado la puerta, le ha metido la lengua en la boca y la ha sobado. Al día siguiente, el hombre intenta no recordar nada cuando besa a su mujer, tan vital y encantadora, y revuelve el pelo de su hijo.

Coda
Tal vez solo se trate de que el paso del tiempo nos ofrezca más oportunidades de comprobar que todo el mundo comete una maldad alguna vez en la vida o, mucho peor, de comprobar la verdadera naturaleza de la gente. Tal vez.
Pero quiero dejar algo claro. No todos somos así. Conozco a muchísimos hombres que no son así, que no querrían ser así ni por todo el poder, el sexo o el dinero del mundo.
No significa no. Y no hay que darle más vueltas.

jueves, septiembre 24, 2009

Billy

No hay gloria en la muerte, no hay gloria ni fama. Como no hay gloria en la soledad de un escritor conjurando sus fantasmas en un habitación fría y oscura de Praga. La gloria la crean otros: los que cuentan la historia de una vida como si se tratara del viaje de Homero. Maldito Pat Garrett y maldito Max Brod.

Billy el Niño, o sea yo, no comenzó su leyenda con aquel mexicano que tal vez no fuera mexicano y que tal vez no muriera por uno de sus disparos o con el cuello atravesado por un cuchillo de caza. Billy el Niño comenzó su leyenda como personaje de ficción en una novela ilustrada y muy mal escrita que el sheriff de los bigotes dictó a un chupatintas. Del tipo que se mea encima cuando llegan los tiros y la gente muere con una mano agarrándose el vientre. Pregúntenle a Clint Eastwood.

Yo, además, nunca odié a los mexicanos. Y mi español era más que bueno. De hecho, cabe la posibilidad de que yo fuera un poco mexicano dicen algunos historiadores de esos que no soporto. Sí que fui cuatrero como otros eran usureros. En aquel tiempo no eran oficios respetables ninguno de los dos y fíjense ahora. La historia en una cosa sinuosa y extraña. ¿He dicho ya que odio a los historiadores?

Decorado: la taberna de mi primera muerte era de madera, la barra estaba pulida por los incontables brazos que se habían acodado en ella, el humo llenaba el local, el whisky era malo, el olor repugnante. El decorado es fácil. Pregúntenle a John Ford.

Lo de las veintiuna muertes también es mentira. Los que miran legajos cubiertos de polvo y anotan datos en pequeños cuadernos pautados solo pueden dar por seguras cuatro. Además, yo nunca dije que había matado a tanta gente. Y nunca desconté a los mexicanos. Eso son cosas del maldito de Pat. Yo ya estaba muerto cuando comenzaron a circular esas leyendas y nada pude hacer para contrarrestarlas. Ni modo.

Y me mató como a un perro, sin darme ni una sola oportunidad y eso tampoco lo dice nadie. Y me morí tirado en el polvo de la calle de Fort Summer maldiciendo en español mientras mi propia sangre formaba un charco espeso debajo de mí, un charco que fue coagulándose poco a poco.

Pero lo que le dije a Pat Garrett cuando me lo encontré por aquí algún tiempo después es que el disparo no fue decente pero sí comprensible. Aquellos tiempos eran así y también yo fui cuatrero y saqué el revólver sin motivo en más de una ocasión. Pero lo que no le perdono ni le perdonaré nunca es que escribiera aquella maldita novela, que me convirtiera en un mito, en un héroe.

Aquí estoy con Marilyn, con Dean, con Elvis y con el recién llegado Michael y no los soporto ni un solo minuto más. Y olvidé mi pistola allá abajo en Fort Summer.

martes, septiembre 22, 2009

Libros

—Hay que joderse con el colega.
—Pues sí, qué cantidad de libros, tú.
—¿Crees que los habrá leído todos?
—Supongo, ¿para qué quiere tener nadie en casa libros que no lee?
—Ah, pues ni idea. Pero a mí no me salen las cuentas.
—¿Qué cuentas?
—Si en cada estantería hay unos quinientos libros, en total debe de haber... unos treinta mil libros.
—¿Y qué?
—Pues que es imposible leer treinta mil libros, colega.
—¿Tú qué sabes? Los profesores estos se pasan el día leyendo. Menudo muermo.
-Que no, colega, que no, que no es posible. Aunque leyera un libro diario, en treinta años no podría haber leído más de diez mil.
—Bueno, no es tan viejo, eso es verdad.
—Te lo digo yo, es imposible que el tío este haya leído todos estos libros.
—Hay que joderse. ¿Y para qué los querrá?
—Yo qué sé. Por el gusto de tenerlos, supongo. ¿A ti no te pasa? Eso de pillar algo sabiendo que no lo vas a usar pero de lo que fardas un huevo.
—Claro, mira el deportivo ese que me pillé. Lo cojo lo justo pero cuando salgo a dar una vuelta con él, siempre pienso que el pastón que me costó mereció la pena.
—Pues lo mismo.
—Anda ya, colega, ¿cómo va a ser lo mismo tener un deportivo que te cagas que la casa llena de libros? Menudo pringao.
—No, si yo no digo nada.
—Subnormal, que pareces subnormal, comparar mi deportivo con esta mierda...
—Tranquilo, hombre, no te alteres. Te noto un poco nervioso.
—Bueno, estos trabajos siempre me ponen un poco nervioso. Parece que aquí el amigo se ha pasado de listo, ¿no?
—Sí, los intelectuales estos, que piensan que los demás somos gilipollas. Pero claro, no todo el mundo va tan de buen rollo como tú y como yo. Hay gente que se enfada y eso.
—Ya, los mexicanos son jodidos para eso.
—Sí, pero pagan de puta madre. Eso hay que reconocerlo.

lunes, septiembre 14, 2009

Frío

Y llovió y las nubes cubrieron el cielo y la temperatura bajó. La naturaleza ofreció el marco perfecto para el retorno y el escalofrío en la base de mi espalda, a pesar de las dos mangas, me recordó que el verano insiste en continuar hacia otros sitios y que nada lo detendrá. El inicio del curso, los buenos propósitos, los cursos de inglés, los coleccionables absurdos, los atascos, las luces de las oficinas antes de que amanezca. Nada.
Y ayer vi en la televisión que el atún rojo se cría encerrado en redes para su exportación a Japón. Y leí en la prensa que dentro de muy poco será posible manipular los recuerdos y los comportamientos de la gente mediante la estimulación eléctrica y química de ciertas zonas del cerebro. Y Eduardo Punset dijo que pronto el hombre iba a conseguir aprovechar la energía solar para vivir, que pronto nos convertiríamos en hombres fotosintéticos.
Observé las sombras desplazándose a lo largo de la mañana, acompasadas con el cambio de luz y, de alguna manera, me pareció que todo continuaba en su lugar, como si el mundo hubiera continuado sin mí, aunque más tarde recordé que el mundo no puede continuar sin mí porque el mundo es precisamente lo que hay dentro de mí y no otra cosa, y que incluso la propia existencia de la realidad se discute en círculos científicos y filosóficos.
Y más tarde lo olvidé todo, como hago constantemente con la inmensa mayoría de las cosas y cuando lo recordé, lo dejé escrito aquí, como un tatuaje en el pecho del protagonista de Memento.

(Para que no se me olvide, me dije.)

viernes, septiembre 11, 2009

Marrakech (y VIII)

Entro en la medina por esa puerta camino de la Place du Moukef, pasando por las curtidurías de piel. Huele mal y miro de soslayo a través de alguna arcada pero no me interesa demasiado el proceso: hombres sin camiseta con las manos metidas en productos químicos curtiendo la piel tal y como se hacía hace un siglo. Me parece casi inmoral sacar fotos de un sitio así. Un hombre que pretende hacerme de guía me agarra del brazo, intenta hacerse el simpático, se ve la desesperación en el fondo de sus ojos. Estoy harto de ellos, de todos los que caminan a tu lado intentando llevarte a alguna tienda pero les comprendo: soy un turista. Y no uno de esos viajeros-buen-rollito-que-no-quieren-parecer-turistas-y-que-por-eso-nunca-dejan-una-propina-tras-disfrutar-de-una-experiencia-exótica. Yo sí dejo propina. Y me dejo engañar sin perder el sentido del humor. Son las reglas.
Al volver de la madrasa (o madraza, o medersa), un lugar lleno de paz, como contagiado de la espiritualidad de sus inquilinos en otro tiempo, descubro la Maison de la Photographie, una casa cuyo dueño —Patrick—, en lugar de convertir en un hotel, o en un riad, ha convertido en un museo de la fotografía de Marruecos. Un lugar hermoso, de paredes blancas que solo lleva abierto tres meses y cuyo contenido me explica con detalle y erudición. Hablamos en inglés de fotografía, de historia, de los vínculos que unen ambas orillas del Mediterráneo, del antiguo idioma común que existía en el siglo XVII en todo el Mare Nostrum, formado por antiguas palabras latinas, árabes, italianas y españolas y que aparece en el Quijote, de las expediciones emprendidas por la monarquía alauita hacia el África Negra, de la importancia de los moriscos andaluces, como Es-Saheli, en el reino de Tombuctú, de los músicos esclavos de ese reino, que aparecen en una de las fotografías, que creían en un dios de las cosas que producía el mundo a través de una gran masturbación, de técnicas fotográficas y copias vintage.
La fotografía más antigua que tiene el museo tiene 140 años y es fantástica. Me explica que el revelado en papel de Japón era una técnica de finales del siglo XIX y principios del XX que pretendía imitar los trazos del impresionismo. Me cuenta muchas cosas, me invita a subir a la terraza, me trae un vaso de agua. Subo a la terraza y desde allí, un lugar bastante alto, veo otra vez la medina roja y el verde de las plantas de interior. Comienza la llamada a la oración y de nuevo los cantos de los muecines de las mezquitas cercanas se acoplan unos a otros como las piezas de un puzzle. Patrick me invita a compartir su comida y la de su mujer pero yo digo que no, digo gracias y pregunto si tienen un catálogo que pueda comprar. Me dicen que lo harán cuando tenga dinero. Se me ocurre que hacer ese catálogo en tres idiomas es un proyecto bonito, se me ocurre que crear la página web del museo debe de serlo también. Lamento no disponer de más días para volver tranquilamente a tomar una ensalada para cenar y compartir té y conversación con esta pareja.
Ceno en la plaza, tras una siesta de lectura, humo y un baño en la pequeña piscina de agua fría de la entrada al hotel y vuelvo temprano tras pasarme por la Kutubía a observar por última vez a los fieles levantándose y arrodillándose, levantándose y arrodillándose.
En la terraza del riad me acomodo a terminar una de las novelas que aún me quedan. Oigo a los niños correr y jugar abajo en la calle, los ruidos de las cocinas, la conversación incomprensible de las mujeres, pegando la hebra, el petardeo de los ciclomotores. Miro al cielo y cuando advierto que se me cierran los ojos, recojo las cosas y me acuesto a descansar.

miércoles, septiembre 09, 2009

Marrakech VII

Me levanto muy temprano para aprovechar y visitar los monumentos que me quedan (el turismo, esa agotadora ginkana). Tomo un té a la menta en una pequeña plaza rodeada de palmeras y arcadas, donde unos talleres de reparación de objetos metálicos y tiendas de lámparas atienden a un público mayoritariamente marroquí. Cuatro personas, dos hombres con gorras viejas y dos mujeres con el cabello cubierto y chilabas de colores esperan sentadas en los bancos, descansando.
Cuando abren las puertas del Palacio El Madi, entro y compruebo algo decepcionado, que está en ruinas, que fue destruido en el siglo XVII. Rechazo a un guía, que me advierte que cuando lleguen los turistas no puedo seguirlos. Me parece bien pero, precisamente, vengo temprano para evitar las hordas de turistas así que no creo que vaya a esperar sentado a la sombra hasta que lleguen. Entro en la habitación donde se encuentra el minbar original —la escalera desde la que se pronuncia el sermón de los viernes, tan parecida al estrado de algunas iglesias católicas— de la mezquita de la Kutubía. Descubro que fue restaurado en los años 60. Me parece increíble que una pieza de madera pueda sobrevivir desde el siglo XII y que se haya fabricado en Córdoba. Subo más tarde a la terraza, desde la que puede verse casi toda la medina, ocre y verde, con muchas plantas ornamentales y sillas y hamacas en las terrazas. Es lógico que las terrazas sean planas (más bien las azoteas, palabra andaluza que describe precisamente esos espacios y no otros) porque por aquí no llueve mucho ni tampoco nieva. La medina es una extensión inmensa de rectángulos rojos, de estructuras cúbicas, más bien. Al fondo pueden verse dos montañas grandes que, no obstante, no son el Atlas. Comienza a hacer calor. Bajo de la terraza, salgo del palacio en ruinas y me dirijo al Palacio Real. Camino por la medina antes de que esté realmente viva y llena de gente hasta que llego a los jardines. El agua es tan escasa aquí que el césped se reserva para el rey. El resto de jardines tiene el suelo de tierra. Fumo un cigarrillo resguardado a la sombra de una palmera, tal y como hacen los marroquíes cuando aprieta el calor. Estoy casi seguro de que lo que estoy haciendo no está permitido pero no me importa. Bastaría con impostar un poco el acento inglés y decir que no lo sabía, que no sé leer árabe ni francés. Ventajas de la raza caucásica (sea lo que quiera que sea eso).
Me gustan los jardines del rey, la verdad. Los grandes espacios son raros en la medina pero los jardines que rodean el Palacio Real son inmensos. Todo para el rey, como en España. Camino tranquilo atravesando arcos de la muralla, una de las cosas que más me gustan de Marrakech. La muralla roja que todo lo rodea, con sus puertas y sus almenas en el desierto. El sol, la arena, el viento, las palmeras, los senderos de los hombres y de los animales, las serpientes, los camellos, los escarabajos y las escolopendras, todo aparece en la novela de Le Clézio que acabo de terminar. Me gustan las ciudades amuralladas. Salgo del recinto del Palacio Real y me monto en un minitaxi que me acerca a una de las puertas del norte: Bab Ed Debbagh dice mi plano turístico que se llama (y miente) [Todos los planos para occidentales mienten por necesidad, porque el árabe no escribe las vocales y tiene infinidad de consonantes aspiradas y cada idioma europeo las transcribe utilizando letras diferentes. No se parecen en nada los nombres árabes transcritos por los ingleses a los franceses, a los alemanes, a los españoles, como no se parecen las onomatopeyas que pretenden imitar los sonidos de los animales. La cultura árabe muestra a los occidentales mil caras y la inaprensibilidad de sus palabras solo es una de ellas. El mundo árabe se moderniza lentamente retorciendo la modernidad para que se adapte a él. Miles y miles de ciclomotores y bicicletas circulan por la medina a toda velocidad y probablemente sea eso y los pantalones vaqueros lo único que diferencia la estampa de la medina actual de la que debía de ofrecer hace cien años.]

lunes, septiembre 07, 2009

Marrakech VI

En el viaje de vuelta hablo un poco con la pareja española. Son simpáticos pero se quejan de que a ellos no les han ofrecido nada ilegal. Dicen que deben de tener una cara demasiado formal y, efectivamente, la tienen. Les ofrezco un pastel de hachís que he comprado en la playa con la intención de que el viaje de vuelta se me haga más llevadero. Se les ve emocionados con la travesura. Me duermo un rato a pesar de los saltos en la carretera. Más tarde vuelvo a Thomas Bernhard. Cuando de nuevo llego a Ymá el Fná, compro un litro y medio de zumo de naranja y un kilo de pistachos. Me engañan con los pistachos pero me da igual. Llego al hotel a descansar un rato. Como pistachos y bebo zumo de naranja. Fumo y leo. Oigo una grabación de un cántico rítmico, que parece un rezo. Dejo de leer y miro al cielo mientras dejo que ese mantra islámico me tranquilice (pensando a la vez en la meditación, en el camino tan parecido en cristianos y árabes y budistas e hinduistas; sentirse uno mismo todo el tiempo, dejar fuera los pensamientos y sentir sin imágenes, un cuerpo palpitante parte del todo).
Cuando ya es de noche, me visto y salgo a la calle con la intención de cenar en una terraza con vistas a la plaza. La ensalada está deliciosa y reflexiono sobre el hecho de que la Unión Europea imponga aranceles proteccionistas a los productos agrícolas marroquíes: no me extraña, son mucho mejores que los nuestros. La lechuga y el tomate saben a lechuga y tomate. La sociedad marroquí es más agraria que la española y aún le tienen respeto a la comida. Se puede observar en los mercados. Cochambrosos y sin cámaras frigoríficas, los trozos de cordero colgando de ganchos al aire libre, el olor de la carne que atufa, pero a ese cordero lo mataron ayer y mañana matarán muchos más. El frío, el plástico, la pasteurización, han conseguido reducir el número de enfermedades gastrointestinales, estoy seguro, pero, a cambio, han velado los sabores de las cosas. Un filete envuelto en plástico, sobre una bandeja de plexiglás es el símbolo de nuestra civilización. Sin embargo, de alguna manera, en un país como Marruecos, la mera exposición a la pobreza hace más patente la humanidad de la gente. Somos más humanos cuanto más pegados a la tierra estamos. Un hombre que cultive tomates tiene un trabajo mucho más humano —en el sentido en el que hemos sido humanos en los últimos 40.000 años y humanos civilizados solo en los últimos 10.000— que el mío, un trabajo burocrático, algo que no comenzó a existir hasta que alguien debió comenzar el recuento de sus propiedades.
El caso es que pido demasiada comida y me sobra más de la mitad del cuscús.

sábado, septiembre 05, 2009

Marrakech V

Al día siguiente la Menara —construida en el siglo XII por un emir antes de visitar Andalucía para evitar que la nobleza andaluza pudiera mofarse de él por no saber nadar— aparece ante mí con su inmenso olivar, de olivos centenarios, ornamentales, que han crecido sin el control que los agricultores andaluces imprimen a sus tierras. El Atlas al fondo y palmeras enhiestas aquí y allá. Ocre y verde oliva con el azul celeste, casi blanco, del cielo, aire envuelto de arena. El olivar es inmenso y los artesonados, tan cuidados y coloridos como el resto de palacios. Marrakech me va poseyendo poco a poco, o mejor dicho, va reapareciendo poco a poco en mi interior, como si siempre hubiera estado ahí y yo no lo hubiera descubierto hasta este momento. El calor y el sudor me recuerdan a otro tiempo, otro tiempo mío en el que no había aire acondicionado ni tampoco hoteles con desayuno continental. Como Ortega decía, aprender (descubrir) es recordar.
Por la tarde vuelvo al riad a hacer la siesta, dulce y lánguida, y tras volver a salir, ceno en la plaza, en un puesto callejero al lado de un grupo de italianos simpáticos y gritones como españoles. Pinchos y fritura de pescado. El camarero toma directamente de mi plato un calamar y ni siquiera me parece mal. Lo habrá encontrado apetitoso.
Miro a los músicos, las precarias atracciones frecuentadas por marroquíes —tenderetes en los que atrapar botellas con cañas de pescar, puestos en los que derribar un par de bolos con un balón de fútbol, sillas en los que las señoras cubiertas hacen tatuajes de henna—, a los encantadores de serpientes, a las tribus del desierto con sus cantos y bailes. Espanto niños mugrientos.
Al día siguiente voy a Essaouira y salgo de la ciudad en un minibús con aire acondicionado. Leo a Thomas Bernhard. El paisaje cambia lentamente y pasa de ser un desierto moteado de olivos y chumberas a un secarral de colinas suaves con encinas. Pienso que si lo contempláramos desde un avión, la gradación sería parecida a cuando observamos con una lupa el cambio de ocre a verde en una impresión en cuatricomía. Acompaño a un matrimonio español, tres o cuatro amigos italianos y un chico solo que, como yo, no abre la boca en todo el trayecto. En cierto momento, todo el mundo comienza a sacar fotos a unas cabras que pastan subidas a un árbol y, momentos después, se decepcionan porque los cabreros que las han dispuesto así, se acercan a la furgoneta a pedir dinero. Se sorprenden todos a la vez por lo mismo, sacan las mismas fotos, las mismas que miles de turistas que han cubierto ese camino con anterioridad y se sienten traicionados por la falta de autenticidad del momento, más preocupados por la foto que por otra cosa, pensando ya en el relato del viaje. Esa necesidad de ir construyendo la historia del viaje a la vez que se va viviendo, como si lo más importante fuera provocar la envidia de los demás. Confieso que he viajado.
Ahora hay viento en la playa. Hace fresco en este pueblo blanco tras una murallas, con una fortaleza de almenas idénticas a las de Cádiz. Essaouira es un zoco, como Marrakech. El mar suena, rítmico.

viernes, septiembre 04, 2009

Marrakech IV

El momento pasa y la agitación vuelve a la plaza que, desde la terraza en la que estoy sentado, se comporta como un organismo vivo, como una colonia de algas o de coral, meciéndose en la corriente. El viento hace que las cordadas de luces precarias que ligan unos puestos de comida con otros se mezcan, en un vaiven de ciudad de la costa, marino. El tayín de cordero es delicioso pero el camarero parece harto de los turistas y eso me molesta, eso consigue abstraerme de la atmósfera de la plaza, me hace dejar de observar a la gente que camina e introduce una cuña de irritación en mi estado de ánimo. Pasa pronto. Decido sobre la marcha no irritarme más, dejar que las cosas sean como deben ser, que me atraviesen. Disfruto de la comida y de los cigarrillos mientras contemplo la plaza y acabo la cena con un té de menta. Bajo a la calle y me dirijo a la Kutumía, la mezquita de la ciudad santa de Marrakech, cuyo alminar es igual que la Giralda pero aquí no hay Guadalquivir, aquí la palabra Guadalquivir es como un conjuro, un recuerdo que todos los habitantes de la ciudad desconocen tener. Andalucía ha sido durante casi un milenio la tierra prometida para el mundo árabe, agua en abundancia, tierra fértil, mieses y pescado, olivos y pan y eso se nota cuando les dices que eres de Córdoba (Kortoba, dicen ellos en árabe), la ciudad de la Mezquita y cuando dices Granada y cuando dices Sevilla.
La mezquita está repleta de hombres rezando y los fieles que no han conseguido sitio en el interior, se arrodillan y rezan en la amplia explanada de la entrada, coordinados, ejecutando los movimientos como en un baile, la liturgia lo es todo en las religiones, pienso, la liturgia del rezo y la sumisión a Dios, los movimientos perfectos tras millones y millones de repeticiones y aún así, soy capaz de ver que el Islam es una religión con un culto más esencial, despojado de ropajes brillantes, cetros de oro, anillos de papa, vestidos púrpuras. Miles de hombres rezando a la vez y humillándose ante Dios. Porque Dios disfruta viéndonos humillados. Estoy seguro. A todos nosotros aunque yo no esté dispuesto a darle el gusto. Ni por asomo.

miércoles, septiembre 02, 2009

Marrakech III

En la novela de Le Clézio he leído, justo antes de la sinfonía de los muecines, un pasaje en el que Al-Mainin dirige un rezo multitudinario en Samra y esa imagen permanece dentro de mí, rodeando lo que ahora oigo: el ruido de fondo y las llamadas a la oración superponiéndose unas a otras, ondas sobre ondas en las puertas del desierto.
«Es un tiempo ya antiguo, y es como si no hubiera nada escrito, nada seguro», escribe Le Clézio en su novela. Y la frase me parece ajustada, me parece que da en el clavo. Antes de los relojes y los calendarios, cuando el hombre se dejaba llevar por el ritmo de la tierra, por el ritmo del mar, antes del siglo XIII y del invento de los relojes mecánicos, el tiempo no existía. No lo hacía de la manera en la que lo entendemos hoy en día. Por eso resulta tan difícil intentar recrear lo que debía de ser vivir en aquella época, en una época sin tiempo. Un tiempo antiguo, sí. Y sin embargo, en esta ciudad parece posible imaginarlo. Los hombres de las chilabas blancas, la conversación y el té, las mujeres cubiertas, los olores, la configuración de la medina, los muros de la ciudad, la atmósfera de gran zoco, propia de una ciudad desde la que partían las expediciones hacia Tombuctú —hombres cubiertos de blanco con los labios resecos y el cuerpo fibroso, con la mirada arrasada por el sol del desierto, entrando agotados en la ciudad—, la ciudad construida sobre un oasis, la ciudad de las palmeras y los olivos, la ciudad que dio nombre al reino de Marruecos, Marrakech no parece ser real del todo, parece un lugar de frontera, pero de frontera de tiempos que se entrecruzan, de vaqueros y iPhones debajo de las ropas tradicionales fabricadas en China, de ciclomotores de fabricación japonesa y tiendas de artículos de cuero sin curtir del todo, de teleboutiques para recargar el teléfono móvil al lado de un grupo de hombres que descansan dentro de sus carretillas, la única manera de trasladar la mercancía en un sitio de calles tan estrechas. Y mientras tanto, sigo escuchando los rezos, rebotando contra los muros rojos como la sangre, rojos como el desierto.

lunes, agosto 31, 2009

Marrakech II

Una siesta dulce y una ducha y al salir a la calle, advierto que la luz se ha vuelto esponjosa y que no parece quedar mucho para el atardecer. Camino en dirección de la plaza Yemá el Fná prestando atención al camino porque no hay otra manera de volver al riad. Veo un hamman enfrente de un edificio en construcción, una inmobiliaria, varias peluquerías, multitud de tiendas de baratijas. Cada cierto tiempo vuelvo la mirada para retener la imagen para el camino de vuelta, como un niño que teme perderse. Al llegar a la plaza suena la sirena que da término al día de Ramadán y siento una explosión de júbilo, algo hermoso, una felicidad compartida por todos, la felicidad del que sabe que va a disfrutar de la primera comida del día. Por todas partes se ven corrillos de personas que comen y toman sopa, harira. Durante media hora la ciudad se paraliza y los turistas, estupefactos, caminan por las calles de la medina sin que nadie pretenda introducirlos en su negocio, sin saludos falsos. La palabra que me viene a la cabeza cuando suena la sirena es gozo, no se me ocurre otra mejor, o tal vez sí, tal vez sea mejor pure joy, en inglés. Tomo una cocacola en una terraza desde la que se ve la plaza, como un puerto abarrotado, las luces balanceándose por la brisa, los puestos callejeros de zumos y las parrillas, los pequeños tenderetes metálicos, los carros de madera pintados de colores. En ese instante comienzan a sonar las grabaciones de las mezquitas progresivamente; en primer lugar suena la mezquita que tengo más cerca: Allah Agbar. Dios es grande. Y más tarde se une al canto una mezquita situada unos cientos de metros a la derecha, ligeramente desfasada en tiempo y frecuencia, como sirviéndole de eco, de reverberación. Y más tarde comienza otra, y más tarde otra. Y otra más. Y también es hermoso. Solo hay un Dios, no hay más Dios que Dios. Allah Agbar. Allah Agbar.

domingo, agosto 30, 2009

Marrakech I

Camino por la medina y muchas imágenes se quedan adheridas a mi cabeza. Un hombre con una gorra cochambrosa con un montón de pezuñas en la moto, de un animal que no puedo identificar, tal vez camellos o burros. Un niño mugriento pidiendo dinero, hombres lánguidos y perezosos en la puerta de sus negocios, guardando las pocas fuerzas que el desayuno temprano les ha proporcionado, ahora que es Ramadán, muchas mujeres cubiertas. El polvo del desierto flotando en la atmósfera de la plaza. La inquietante sensación de caminar perdido, sabiendo, sin embargo, que podré encontrar el hotel. El estilo de Thomas Bernhard en mi cabeza, obsesivo y repetitivo hablando de Salzburgo, el nazismo, el catolicismo y la 2ª Guerra Mundial. El mismo viento del desierto que respiro, en «Desierto», una novela de 1980 de Le Clézio. Más negocios, más ciclomotores zizzagueando entre la gente. Muros rojos, almenas fractales, calor, olores extraños: a pescado y carne sin refrigerrar, puestos de comida cubiertos de moscas, caras sonrientes. Té con menta, té en una tienda para comprar té. Solo té, gracias, solo té, de verdad, no quiero nada más. Saberse parte de un juego en el que no eres más que una ficha con dinero, la banca móvil de la partida de cartas y entrar y salir y marchar y sonreir y negar constantemente con la cabeza y entrar en la tienda de alguien que te vende algo y aún así participar con gusto en ese juego, dejándote llevar, sin que te importe tardar media hora más en llegar al hotel. Dejar que todo te empape. Dejarse ir, sabiendo que lo que recordaré del viaje me lo habré inventado y tal vez crea rememorar la sensación de estar aquí sentado en la cama de una habitación (también roja) escribiendo estas palabras, que ya serán otras palabras cuando esto que estoy escribiendo (justo ahora, justo entonces) vuelva a ser leído. La extrañeza del tiempo lento, intoxicado, la molicie y el sol abrasando tras la puerta, el tiempo pasando poco a poco, letra tras letra.

jueves, agosto 20, 2009

Intensidad

Sí, el mensaje decía: «Por mí te puedes tomar todo el tiempo del mundo. Literalmente.» Y literalmente, esto es, ateniéndonos al espíritu de la letra, todo el tiempo del mundo es demasiado tiempo para cualquiera, para cualquiera que no sea un dios inmortal, que no era su caso. El caso es que el sentimiento de pérdida que había sentido al leer aquel mensaje había brillado con intensidad por encima de su cabeza, como un bocadillo en un cómic antiguo de superhéroes con una onomatopeya entre líneas quebradas: crac, pow, thumb. Esas cosas.
Llegaba todos los días al trabajo y comprobaba su correo, esperando una catástrofe, o la redención, quién sabe. Se colocaba los auriculares y se ponía música y el iPod seleccionaba aleatoriamente canciones que siempre le recordaban a alguien, otras épocas, otros cuerpos. Se ponía a trabajar en una cosa que no le interesaba mucho pero que, según un extraño sentimiento calvinista de fidelidad al trabajo inculcado por su padre, debía hacer lo mejor que sabía. Agotado, se miraba al espejo y se preguntaba si esto que estaba haciendo tenía algún sentido. Si su vida, al fin y al cabo, lo tenía.
Necesitaba las vacaciones que aún no había organizado, tenía que huir de la ciudad aunque supiera que todo estaría esperándole a su vuelta, igual o peor, quién sabe. Tenía miedo, últimamente tenía miedo del futuro y eso, estaba seguro, marcaba de alguna manera su entrada definitiva en la madurez. En eso consiste ir cumpliendo años, en tener cada vez más miedo. Y en ser cada vez más incapaz de desligarse de los hechos de su pasado, de las personas que formaban parte de él. Sabía que necesitaba un cambio pero no estaba seguro de estar eligiendo las bisagras adecuadas para darle un giro a su vida. Vacaciones, eso es lo que necesita, vacaciones. Seguro que con las vacaciones todo se arreglará, todo se suavizará, el descanso es lo que tiene, que despeja y airea la cabeza, pensaba. Esperaba, más bien.

Menos mal que todo esto son imaginaciones, ficciones, recreaciones. Menos mal que el tipo del que se habla en tercera persona es solo un personaje salido de la cabeza de alguien. Al final, eso lo arregla todo casi siempre. La ficción, quiero decir. La ficción lo arregla todo casi siempre.

martes, agosto 18, 2009

Madrid V

Franco siempre viajaba con una reliquia, el brazo incorrupto de Santa Teresa. Le hacía sentirse seguro, parece. Pero el cuerpo de Franco se pudrió por dentro, Santa Teresa no pudo hacer nada y llegó un momento en el que los periódicos hablaban de sus deposiciones con el término: "heces en melena". Observen la poesía del término y de la agonía del viejo. Acabar desbordándose en forma de melena, como si su culo fuera la cabeza de un hippy, qué cosas.

La Gran Vía en Blanco y negro, Almacenes Arias, putas españolas en Montera, picadura de tabaco, limpiabotas, tranvías, Superman con remiendos y acento de San Blas volando por encima del edificio de la Telefónica, Valderrama y su emigrante, carboneros con la cara llena de hollín esperando la descarga del camión, cererías especializadas en cirios pascuales para la Virgen de la Paloma, caza en el Pardo, curas por todas partes, sexo furtivo en habitaciones sucias por horas, verbenas con olor a fritanga y orquesta, la Castellana con viejos modelos de coches extranjeros, incienso, señoras de negro, el rosario, campanadas llamando a misa, niño no te toques que se te seca la columna vertebral, no quiero que me pongas la mano encima hasta que nos casemos, hable con mi marido, yo no le puedo decir.

Ahora un tipo belga toca el didgeridoo y alemanes con gafas de pasta saludan a viejas amigas en Malasaña. A mí me duele la espalda y noto un dolor sordo en el omóplato izquierdo. El cuerpo, como esta ciudad, es un sistema o, mejor dicho, varios sistemas superpuestos: los nervios, las venas y arterias, los tendones, los nódulos linfáticos. Y, como todos los sistemas, está preparado para funcionar con errores, con falta de información, con lógica difusa. Dolores, inflamaciones, trombos, pequeñas capas de grasa acumulándose en las arterias, dolores articulatorios, rozaduras, heridas abiertas, contracturas. Como Madrid. Siento el metro pasando veloz bajo mis pies, miro hacia arriba y veo el azul del cielo surcado por los sietecuatrosietes, motocicletas, peatones, coches, señales luminosas, neones proscritos del centro, gente de colores. Y pienso que Madrid, con ese color del cielo sin igual gracias a la contaminación, no es más que un lienzo, un decorado, un paspartú. Y que los actores tampoco somos nosotros aunque lo creamos.

viernes, agosto 14, 2009

Madrid IV

Las cintas de colores atraviesan las calles y miles de personas beben cerveza y mojitos y combinados y chinos pequeños y también paquistaníes pequeños llevan bolsas con cerveza fría para vender y una luz estroboscópica parpadea en una de las paredes de ladrillo de la Cava Baja mientras un diyei pone música electrónica y mujeres de altos tacones y vestidos de verano caminan entre el gentío ignorando las miradas ansiosas de los hombres. La locura que se ha apoderado de todo el mundo es algo extraño y divertido y desquiciado y castizo, sobre todo castizo, sea lo que sea lo que esa palabra quiere decir. Y recuerdo que le dije a una amiga: en este momento estoy eufórico, el mejor momento de la borrachera y todos sois mis hermanos y no se puede estar mejor y aunque sé que mañana lo lamentaré, en este momento, me importa un carajo, soy feliz, aunque sea una palabra que haya que utilizar con cuidado, en ese momento yo soy alguien contento de estar haciendo lo que está haciendo, alguien que no desea encontrarse en ningún otro lugar. Pero pido otra copa, sabiendo de antemano que el débil equilibrio de neurotransmisores inducido por el alcohol va a desaparecer y que en realidad todo se convertirá en otra cosa de un momento a otro, en un latigazo, en una imagen, en una secuencia orquestada por el Gran Guionista: tú un poco más allá y tú mira a la cámara y tú no eres más que un puto extra y date por satisfecho con los setenta euros que te vamos a pagar por aparecer en la película, idiota, date por satisfecho por compartir plano con gente que realmente es una estrella, no como tú, que eres un idiota y aquí están tus setenta euros y ya te estás largando. Y cuando esa sensación pasa y recojo mi dinero y me voy a casa a dormir el sueño de los extras, yo no me siento en mí, que es una manera de decir que no me siento como debería, o que no encuentro la manera en la que debo sentirme y estoy cansado y hastiado y hasta un poco aburrido, no quiero, no quiero seguir aquí repitiendo estos gestos, estos rituales manidos, estas sonrisas falsas, estas conversaciones sin objeto, todos nosotros pavos reales que mostramos nuestras plumas, todos nosotros preocupados por causar buena impresión a personas que ni siquiera lo merecen y ahora mismo lucharía a brazo partido con mi propia vida para encontrar una salida, para encontrar una salida pequeña, una pequeña puerta, reluciente y semiescondida con un letrero encima y me deslizaría sin avisar a nadie, sin despedirme de nadie y la abriría con expectación y miraría a su interior y alegremente me marcharía a cualquier otro lugar, a una vida diferente, la del asceta, la del que no necesita nada, la del que es capaz de vivir con muy poco dinero, la del que no tiene que dar explicaciones ni tampoco pedir permiso para seguir por su propio camino con un libro bajo el brazo. Por ejemplo.

miércoles, agosto 12, 2009

Adiós

—Adiós, fuera todo, empaqueta tus mierdas y vete a tomar por el culo, que no quiero verte la cara una sola vez más en esta casa, que es mía, ¿te enteras?, es mía, y vete ya que se hace tarde y estoy harta de tener que decírtelo.
Pero no, no te fuiste inmediatamente porque en ese momento comprendiste que no tendrías muchas más oportunidades de llevarle la contraria, en ese momento supiste que sería la última vez que podrías dejar de hacer lo que ella te decía porque nunca más iba a decirte nada, te iba a borrar, te iba a quitar de su vida, te iba a tachar en un cuaderno, como si no fueras nada, peor que nada, como si fueras una mierda, y no el hombre que le pidió que se casara con ella, como si estos trece años no hubieran tenido importancia y es cierto que las cosas se jodieron al final pero también es cierto que todo se jode al final y tampoco aquel guantazo fue para tanto, coño, que parece que las mujeres de hoy en día son de cristal y lo había intentado, lo había intentado, joder, y había sido mejor persona pero no había podido cambiar la mirada de miedo que desde entonces le tuvo ella, eso le había helado el corazón, solo había sido una discusión en la que había perdido los nervios y fíjate ahora, dispuesto a salir por la puerta para no volver a cruzarla.
—No, no pienso hacerlo, me quedaré en la casa el tiempo que me salga de los cojones, que para eso sigo pagando la hipoteca, zorra, como si no lo supieras, como si no supieras quién paga tu puta casa, te enteras, me voy a quedar aquí, acabo de decidir que si quieres que nos separemos, que si quieres el divorcio, tal y como llevas diciéndome todos los putos días de estas dos últimas semanas, vas a ser tú la que se largue, porque yo me quedo, esta es mi casa como la tuya y no me da la gana irme, he cambiado de opinión, y me quedo.
—Pues quédate con ella si eso es lo que quieres, ¿sabes?, me la suda, quédatela y ahora que lo pienso, tal vez sea mejor que la que se vaya sea yo porque te juro por Dios que no me vas a volver a ver en tu vida, ¿oyes?, en tu puta vida.
—¿Y adónde vas a ir, eh? ¿Adónde vas a ir tú, que no sabes ni hacer la o con un canuto, tú, que no has trabajado nunca?
—Serás cabrón… o sea, que lo que he hecho no ha sido trabajar, cuidar de la casa y de la familia y preocuparme porque todo funcionara, porque todo marchara, ¿no ha sido currar?, pues que sepas que hoy en día hay un montón de ayudas para la gente que se queda en mi estado, mujeres maltratadas y eso.
—Pero ¿de qué coño de maltrato estás hablando?, ¿te he puesto alguna vez la mano encima, eh? Que no, joder, que ya te pedido perdón mil veces, que perdí los nervios, que yo no soy así, que yo no pego a mi mujer, ¿por qué me miras así, puta?, ¿por qué me miras así?,¿me crees un cobarde, un calzonazos?
—No, es peor, eres un mediocre y un desgraciado que crees que soy de tu propiedad, como si fuera un caballo y estás muy equivocado, yo voy con quién quiero y salgo por donde quiero y nunca más te voy a volver a dar ninguna explicación, ninguna, imbécil.
—¿Cómo que sales con quién quieres?, ¿qué significa eso?, ¿qué coño significa eso?, ¿no estarás viendo a otro hombre?, aún no me he marchado y ya estás revolcándote por ahí con otros, eres una puta, siempre lo he sabido, eres una puta y no se hable más.

jueves, agosto 06, 2009

Madrid III

El otro día, caminando por el centro de mi ciudad, una imagen me vino a la cabeza, la imagen de nosotros mismos en el centro de un ovillo, un ovillo de hilo que representa nuestras relaciones con los demás y que es mayor o menor dependiendo de su número. Caminamos siempre dejando un rastro de hilo, que se enreda en los ovillos de los otros, al igual que hacen los demás. También me dio por pensar, al pasar por un barrio muy antiguo, que si el tiempo no transcurriera (como, según parece, sucede en realidad), yo siempre estaría pasando por lugares que en los últimos quinientos años han estado ocupados en algún momento por otras personas, como si todos fuéramos elementos de algo mayor, partes de una amalgama. Y que si fuéramos capaces de abstraernos de ese tiempo que no existe y representar en una única imagen todos los movimientos a lo largo de su vida de todas las personas que han vivido aquí, cambiando el color para que los movimientos más modernos fueran azules, por ejemplo, y los más antiguos amarillos, tendríamos una gradación de colores preciosa, una estrella sobre el plano de la ciudad que únicamente allí, en ese barrio que recorría, contendría todos los verdes del mundo. Pensé además en que si esa estrella fuera dinámica y cambiara constantemente reflejando los trayectos de los peatones, de los coches, de los trenes y de los aviones, el mundo, en realidad, podría contemplarse como una pulsión o como un espasmo. Y al añadir a ese gráfico, como otra variable, el tamaño de los ovillos de la gente, pude ver que Quevedo conocía a menos gente que yo y que había visitado a menos gente que yo y que no había viajado tanto como yo, y vi su estrella amarilla y su pequeño ovillo cojeando por la Cava baja, camino de la Plaza Mayor. Y más tarde imaginé la ciudad a dos mil metros de altura, como una ciudad de Lego, como una mala copia de un plano de Google Earth, extendiendo sus tentáculos en dirección a la Mancha, a Navacerrada, a Guadalajara, a Toledo y pude sentir su latido, pude sentirla como un gigantesco organismo, tan ajeno a nuestros deseos como lo fue con los de nuestros antepasados, esos que ocuparon en algún momento el exacto espacio por el que yo estaba pasando en ese justo instante.

Y después pensé en el sexo.

lunes, julio 20, 2009

Vacaciones

Durante unos días estaré de vacaciones. Tan aislado que la cobertura del móvil solo llega a un punto de las afueras del pueblo al que hay que ir a recoger los mensajes todos los días. En un sitio tan improbable como Soria. Al final de una pista forestal de tierra por la que hay que circular durante una hora y media para llegar. En medio de un microclima en el que incluso tan al norte se dan los frutales. Con un amigo que lleva quince años reconstruyendo una casa con sus manos en ese pueblo y con su familia.

Intentaré aguantar sin internet aunque no sé si, debido al síndrome de abstinencia, tendré que pedir a mi amigo que me acerque a Soria a los dos días. Pero debo hacerlo. Este año se me ha digitalizado definitivamente el cerebro. Este año he debido de escribir miles de correos, he pasado miles de horas leyendo y escribiendo en el ordenador, he trabajado demasiado. Este año necesito descansar.

Si advierten que este blog no se actualiza, probablemente se deba a que, al haber encontrado mi vocación definitiva, me haya hecho cabrero, agricultor, apicultor o hippie con tienda de cerámica. Si eso ocurre, el fin estará cerca. Actúen en consecuencia. Besen a sus hijos. Dígales que los quieren.

lunes, julio 13, 2009

El bueno de Andy

La frase que pronunció Andy Warhol al morir no fue, como nos quieren hacer creer, ni profunda ni tampoco inteligente. Andy no nos dejó ninguna perla de conocimiento, no dijo: no me gusta el nuevo Mickey Mouse, ni tampoco dijo: no entiendo Blade Runner, ni tampoco: el arte pop es un gigantesco engaño. No. Lo que dijo fue: Ups. Y en ese momento, al igual que ocurre en las series de televisión en las que las protagonistas hablan con aparecidos, un fantasmal bocadillo de cómic apareció sin ruido. Un bocadillo unido a la cabeza del bueno de Andy mediante circulitos (el recurso del cómic para representar el discurso interior, más gráfico que cualquier intento de estilo indirecto), que vibró, se movió un poco y más tarde se disolvió. Nadie pudo advertirlo, pues todo el mundo estaba recogiendo reliquias en la habitación del maestro (alguien se llevó la funda del almohadón y otra persona sus gafas) con la idea de pedir al ayuntamiento de la ciudad la construcción de un altar público en el que rendir homenaje al pintor.
Cuando vi aquella interjección, entendí que disponía de poco tiempo. Fui a su estudio, antes de que los demás comprendieran que el pijama de moribundo de Andy tendría menos valor que cualquiera de sus obras y conseguí hacerme con el retrato de Michael Jackson que había comenzado algún tiempo atrás. Todavía no estaba terminado del todo y no había dicho a nadie que estaba realizándolo, de ahí que pudiera llevármelo a casa. Pasé varias horas mirándolo: Jackson estaba sonriente, vestido como en el vídeo de Thriller y todavía bastante negro. En su día, Andy y yo discutimos mucho sobre la importancia de ese vídeo. Él pensaba que no era para tanto. Yo sí, yo pensaba que aquello cambiaba para siempre la importancia de los vídeos musicales. Estoy seguro de que si hubiera enseñado el retrato a Jacko hace un par de días, no se habría reconocido. Ahora ya no podría hacerlo, claro, Jacko ha muerto y mi retrato vale diez millones de dólares.

Acabo de enviar una solicitud al Vaticano que dice: ¡Andy Warhol, Santo Subito!, ¡Michael Jackson, Santo Subito! No me han hecho caso, creo que han pensado que se trataba de una broma.

Nadie entiende verdaderamente el arte pop. En eso llevaba razón el bueno de Andy.