lunes, mayo 26, 2008

Morfeo

Me desperté y me dolía horriblemente la pierna izquierda. No recordaba cómo me había hecho la gran herida que tenía en el muslo. No había sangre en la cama. La cama estaba limpia y la herida suturada, con los bordes hinchados pero con buen color. Parecía una herida que comenzaba a cicatrizar.
Lo último que recuerdo es haberme metido en la cama después de un día muy largo, con muchas horas delante de la pantalla del ordenador, con dolor de espalda. No recuerdo haber soñado nada. El caso es que la pierna me palpita y noto el bombeo del corazón en los bordes de la herida. Me levanto con cuidado y me desplomo. La pierna no es capaz de aguantar el peso de mi cuerpo. A la pata coja, consigo llegar al lavabo para orinar. A medida que orino, la herida comienza a desaparecer y comprendo que estoy soñando.
Cuando miro mi pierna derecha, la herida ha cambiado de lugar y ahora es la otra pierna la que palpita. Quiero despertar. Sé que estoy tumbado en la cama y que no tengo ninguna herida en la pierna. No quiero seguir en este sueño de mierda. Sé que estoy tumbado, con el corazón bombeando a un ritmo más bajo del habitual, descansando. Sé que mañana no recordaré esta sensación de asfixia que empieza a apoderarse de mí. Lo sé pero me da igual. Quiero despertar ahora y quiero olvidar esto para siempre.
Despierto y me duele horriblemente la pierna izquierda. La herida sigue ahí. Grito.


Me dormí y soñé con un ocho tumbado, acostado, el símbolo del infinito (en honor de la cinta de Moebius) constituido por muchos otros símbolos de infinito. Recorría incansablemente la cinta buscando a Dios. No lo encontraba y entonces me sentaba al borde de la cinta. Me colgaban los pies.


Volaba a mil metros de altura como los pájaros, sin esfuerzo. Miré desde arriba y pude ver los puentes que sobrevuelan la M-30 con su río de coches a quince metros en vertical; las vías del tren llegando a la estación; las autopistas de circunvalación abrazando los suburbios; la sucesión de torres de alta tensión; el atardecer en el horizonte; las líneas depuradas de los grandes edificios nuevos; el mosaico de los tejados del centro.


El profesor estaba diciendo que los huesos eran estructuras porosas que podían soportar gran presión sin pesar demasiado. La columna vertebral y los huesecillos del oído interno eran, según él, los máximos ejemplos de su perfección formal. Pequeñas piezas que se encajaban unas en otras para dotarnos de estructura, para que pudiéramos mirar sin miedo hacia el horizonte con las manos en la cintura y las piernas bien afirmadas sobre el suelo. Los huesos eran fundamentales porque no tenerlos nos hubiera convertido en algo adiposo y sin forma, amebas gigantes que apenas se podrían desplazar de un sitio a otro. Seres temibles que habrían desarrollado una lengua proyectable y prensil como la de los sapos para alimentarse.


Una libélula de cuerpo violeta zumbaba en los alrededores de una charca. La charca burbujeaba como si estuviera hirviendo. Era de color gris ceniza.

sábado, mayo 24, 2008

Madrid II

(a conde-duque)

Otra vez Madrid con un cielo opresivo sobre nuestras cabezas y una primavera rara, con lluvia, con turistas y sin sol. Un paseo para ver a un hombre vestido de negro con la ropa muy ajada y los zapatos viejos, con una cara antigua, un limpiabotas que carga con sus herramientas: una estampa de hace cincuenta años, de cuando Ferlosio publicaba El Jarama y limpiarse los zapatos en la Gran Vía era el sueño de los habitantes de los pueblos de los alrededores; una señora con pañuelo en la cabeza que parece tener doscientos años y camina lentamente arrastrando un carrito de la compra lleno de objetos recuperados de la basura y un viejo pequeño, calvo y mal educado que vende mecheros por los bares y abronca a todo el mundo; Botín, en Cuchilleros, abierto desde el siglo XVIII y La Posada de la Villa, en la Cava Baja, desde el XVII; el empedrado brillante y luminoso por la lluvia; la actividad en el barrio, con furgonetas de reparto aparcadas en sitios prohibidos y hombres chinos transportando mercancía a pie, descargando maleteros llenos de productos importados. Madrid es un hervidero, un cúmulo, un vórtice, en el que todo el mundo camina creyendo que sabe a dónde va cuando, en realidad, pasa años dando vueltas a los mismos lugares. Cervantes, Galdós, Quevedo, Lope, Valle, todos entendieron la esencia de este pueblo venido a más, este lugar extraño, con mafiosos vestidos con trajes de Armani falsos y señores jubilados con rebecas tejidas a mano, con aspirantes a poetas y ministros, con expertos en marketing viral y diseñadores de páginas web, con gitanos que venden su género a la puerta de sus furgonetas, con traficantes de drogas y borrachos empedernidos.

Y un grafito en la pared dice: "Dulce la espera del que espera a su amada". Y otro: "Puta". Y otro: "Esta ciudad tiene los dientes suaves como cantos rodados, hartos de masticar a gente como tú".

lunes, mayo 19, 2008

Ficción

Un amigo me cuenta que siendo muy joven fue funambulista y hombre bala (sólo una vez que sustituyó al anterior, con tan mala suerte que cayó fuera de la red y se partió una clavícula) y otro amigo lo confirma pues según dice en aquella época se conocieron. Le digo que no me lo creo y cambio de opinión cuando veo su cara de indignación. Parece que sí que fue un hombre bala (sólo una vez y con mala suerte) y funambulista (de apoyo a la chica sobre la que recaía el peso del número). Le explico que no lo estoy llamando mentiroso, que le creo cuando lo veo contar su vida, que tiene cara de decir la verdad, pero que su historia resulta tan increíble que cuando pienso en ella en casa me cuesta un gran esfuerzo seguir haciéndolo. No parece entenderlo.

Otro amigo me dice que, de pequeño, fue la persona que se escondía dentro de una mascota que aparecía constantemente en televisión acompañando a un grupo infantil, que estuvo haciendo ese trabajo durante los años que el grupo estuvo en las listas de éxitos, antes de que se disolvieran y el cantante empezara a aparecer en programas especialistas en airear las vergüenzas de la gente. Me lo jura por lo más sagrado. Yo le digo lo mismo que al primero, le digo: anda ya, eso sí que no, pero cómo vas a ser tú el que estaba dentro de aquel perro gigante de colores. Este no se indigna sino que me dice que crea lo que quiera, que no va a emplear ni un minuto en intentar convencerme. El primer amigo lo confirma. Y también me lo creo.

Una amiga me dice que acaba de tener una niña (que sólo tiene dos meses) y que su marido ha perdido cien mil euros en un negocio del que no ha podido recuperarse, que se ha convertido en un adicto a la cocaína, que se ha ido de casa y lleva un mes sin ver a su hija recién nacida, que la depresión o la paranoia provocadas por las drogas están matándolo y que su deuda (régimen de gananciales) no hace sino aumentar, siempre hacia arriba los números rojos, un agujero que se traga el dinero que el marido aspira por la nariz convertido en polvo blanco. Aunque ha pedido el divorcio, no sabe que será de su vida como madre soltera después de nueve años de matrimonio. También me lo creo.

Entonces pienso que, a diferencia de la literatura, a diferencia de la ficción, la vida no tiene por qué ser verosímil. La vida no tiene por qué ser nada, no tiene reglas ni personajes, no tiene estructura. La vida se parece a lo que quedaría sobre el suelo si consiguiéramos extraer limpiamente los huesos de un rinoceronte, una masa informe de órganos con diferentes colores y texturas, con una parte muy dura, que en realidad no es más que pelo apelmazado.

martes, mayo 13, 2008

Yo

Esto es un espacio para la ficción. Por eso nunca he hablado aquí de mí, de mis emociones, mis creencias, mis pensamientos, mis deseos. Ni falta que hace.

Esto no es un espacio donde aparezca la vida del que está a este lado de la pantalla. No creo que merezca la pena porque yo no soy diferente de los demás. Soy exactamente igual que muchos otros, tengo el mismo miedo, he hecho cosas parecidas, siento la falta de palabras para expresar lo verdaderamente importante. Leo y contemplo pasar la vida a mi alrededor. Habito una vida llena de ficción, como la de todos. Recuerdo lo que me interesa o lo que invento, como todos. Amo a los míos. Es difícil convertirse en algo mío, pero cuando sucede (y aún sucede) es para siempre, para bien y para mal, para ahora y para luego. Para nunca. Odio con poca frecuencia pero con mucha intensidad. Como casi todo el mundo.
Creo que para vivir con ligereza basta con asumir nuestra poca originalidad, la repetición constante del patrón de la vida humana y los ciclos generacionales. El afán de autoafirmación y originalidad en la adolescencia, la búsqueda de un futuro y una vida en la veintena (el sexo, la carrera, las experiencias), la de la estabilidad en la treintena (la hipoteca, los niños, la familia), la de la aceptación en la cuarentena (la mitad del tiempo consumido y no he hecho todo lo que quería ni serían suficientes cuarenta vidas para hacer lo que me hubiera gustado ahora que asumo que el tiempo no vuelve, si es que acaso se va a algún sitio), la de las pérdidas en la cincuentena (ya no existe la barrera de la generación anterior esperando a la muerte antes que la mía y siento el vértigo frío del vacío), la sesentena y la setentena y …

Esto es un espacio para la ficción. Mi nombre es Roberto y soy actor. Mi nombre es Bartleby y soy escribiente. Mi nombre es Miquel y soy pintor.

No se puede diferenciar lo que es verdadero de lo que no, lo que forma parte de mí o de mi personaje, lo que constituyen guiños para quien me conoce y lo que me invento. Y eso me divierte. Eso es todo.

Quizá al final todo se reduzca a eso.

lunes, mayo 12, 2008

Portería

Había nacido en un piso construido en los años cincuenta en la gran ciudad, de esos promovidos por el ministerio de la vivienda y que tenían un águila en un escudo en la puerta que nadie se había preocupado en desmontar cuando llegó la democracia. Su padre había sido portero de aquella misma casa así que cuando le llegó el momento de decidir qué hacer con su futuro y se le presentó la oportunidad de heredar la portería, no se lo pensó.
Empezó a trabajar con dieciocho años como portero y veinticinco años después aún continuaba allí. Nunca había vivido en otro lugar. Cuando su padre murió quince años después que su madre, reformó la casa que tenían en el último piso del inmueble y la decoró más a su gusto. Tiró casi todos los objetos que su madre había sembrado por la casa pero conservó un retrato antiguo en el que sus padres aparecían de jóvenes. Le parecía increíble que sus padres hubieran sido jóvenes alguna vez, el sólo podía recordarlos con la cara llena de arrugas de expresión.
Durante aquellos veinticinco años había intentado aprovechar el tiempo. Se había matriculado en un montón de cursos por correspondencia, se había hecho de un club de lectura, había aprendido inglés, se había cultivado. No se había quedado quieto en la portería leyendo la prensa deportiva y mirando ceñudo cuando aparecía alguien desconocido. Al menos, no todo el tiempo.
Siempre pensaba en la suerte que había tenido con la portería. Tal y como estaban las cosas con la vivienda, no tener que pagar una hipoteca y tener un empleo estable y seguro le parecían el paraíso. Además, cuando apareció Internet, su aburrimiento encontró consuelo. Los libros de la biblioteca a veces le cansaban y últimamente se limitaba a leer el libro que debía comentar en el club. Pero Internet era otra cosa, era imposible aburrirse si uno tenía curiosidad.
Nunca podía viajar porque en agosto los vecinos era cuando más lo necesitaban, se quedaban mucho más tranquilos, decían. En los últimos años, el barrio no era un lugar muy seguro y era mucho mejor que el portero estuviera allí y evitara que se colaran los ladrones vestidos de encuestadores para averiguar qué casas estaban vacías o para robar los cables. Además, él no tenía familia, así que no le importaría dejar las vacaciones para otro mes, decían también.
Cuando en octubre tenía vacaciones, hacía muy mal tiempo en casi todo el mundo al alcance de su presupuesto, excepto en Canarias, donde había estado un par de veces y en el Caribe, donde vivió una historia de amor con una mulata que le rompió el corazón, le vació el bolsillo y le previno en contra de los viajes trasanlánticos. Por eso casi siempre se quedaba en la gran ciudad, metido en su piso de la última planta, leyendo y chateando. Como los vecinos sabían que estaba allí, muchas veces tenía que resolver algún problema relacionado con la finca. No había nadie que conociera sus triquiñuelas como él.
Hoy ha llegado al barrio un desfile de máquinas amarillas por la avenida. Según parece, el nuevo plan urbanístico del ayuntamiento contempla derribar las casas antiguas del barrio para construir nuevos bloques de apartamentos, de esos con portero automático con cámara de vídeo. Han llegado a la finca unas cuantas cartas certificadas que los vecinos no se han molestado en ir a recoger pues el presidente opina que si no se recogen en correos, pueden alegar que no se han recibido. Todos están de acuerdo, algo que sucede raras veces. Han oído tantas veces que el ayuntamiento pretende derribar las casas de realojo del barrio que no acaban de creérselo. A fin de cuentas, aquellas casas han sido suyas durante más de medio siglo y no pueden ponerlos de patitas en la calle, a pesar del nuevo barrio que ha surgido en los alrededores y que está plagado de grandes edificios y centros de convenciones. Sin embargo, hoy el portero no puede dejar de mirar las relucientes máquinas amarillas, con sus enormes pinzas y palas.
Parecen animales hambrientos, piensa.

jueves, mayo 08, 2008

Videocámaras

Decían en tiempos más piadosos que Dios lo sabía todo y además todo el tiempo, así que estoy seguro de que en la jerarquía de los ángeles (Serafines, Querubines y Tronos en el Primer Coro; Dominaciones, Virtudes y Potestades en el Segundo Coro; Principados, Arcángeles y Ángeles en el Tercer Coro), hay una gran cantidad de especialistas en vídeo y audio.
Nuestros ángeles de la guarda, que están siempre a nuestro alrededor, nos graban sin descanso con sus ojos (las Videocámaras de Dios) y envían la información al Cielo a través del canal de satélite correspondiente (ancho de banda infinito). Otros ángeles diferentes, que han conseguido el traslado a las oficinas centrales (los becarios del Paraíso) se ocupan de montar todas las escenas que llegan sin parar.
Nosotros no lo advertimos, pero gracias a ambos, en el Cielo pueden montar cualquier versión, de cualquier estilo, de la película de nuestra vida. Lo tienen absolutamente todo grabado. Pueden montar nuestra película como si se tratara de una ensoñación de David Lynch o llena de saltos a cámara lenta, como si el director fuera John Woo. Pueden hacer cualquier cosa.

Los ángeles de arriba trabajan en una oficina (también infinita, claro) de colores neutros. En cada mesa hay un equipo de última generación para el montaje de las historias de nuestras vidas. La mayoría de las vidas son muy parecidas y el trabajo no es muy satisfactorio, pero los ángeles saben que no pueden dejar de hacer su trabajo porque las escenas tienen que estar siempre disponibles. Si alguno de los protagonistas quiere imaginarse fuera de sí mismo protagonizando su propia vida (si alguien necesita verse acunando a su primer hijo, o besando a su primera esposa) las imágenes son necesarias. El ángel de la guarda (el de abajo) detecta el deseo antes de que se produzca y descarga las imágenes necesarias del Cielo. Entonces, vemos la escena que estábamos buscando y pensamos que recordamos cuando es imposible que se trate de un recuerdo. Podríamos recordar el tacto de la piel del recién nacido, el olor de nuestra primera esposa, el color de los ojos de ambos, pero nosotros estamos dentro de nuestra cabeza y no es posible que nos veamos protagonizando la película de nuestra vida, como si un misterioso director la hubiera rodado. Pero es que resulta que sí que lo ha hecho.

Cuando alguien muere, las imágenes de su vida se introducen en el archivo. Se trata de un sistema que reproduce aleatoriamente segmentos de cualquier vida ya pasada para evitar que el etéreo material del que están hechas acabe por desvanecerse. La proyección tiene lugar dentro de los vivos, normalmente cuando duermen y sueñan. Cuando a veces nos levantamos con la sensación de haber estado a punto de descubrir un secreto crucial, en realidad lo que hemos hecho es asistir al tráiler de una película antigua en la que el actor protagonista ya ha muerto. Lo que nos quedan son las ganas de continuar con la historia, nada más. Aunque sí que aciertan aquellos que piensan que en los sueños se esconde algo más que un mecanismo cerebral. Aciertan porque, cuando dormimos, parte de nuestro cerebro se convierte en un cine de los años cincuenta, con una pantalla gigantesca y una lámpara inmensa colgando del techo abovedado. Y nos encanta estar allí.