Un grito me sacó de la duermevela sudorosa de la siesta y me hizo levantar la persiana. Tras el deslumbramiento, descubrí al vecino de enfrente tirado en una posición antinatural en la acera, justo en la puerta de su edificio, con una mancha roja en el pecho y un charquito brillante, granate y casi apetitoso bajo los rayos del sol. No quise creer que lo que estaba viendo tenía lugar realmente y en un primer impulso lo achaqué a un sueño violento de los que tengo a veces después una comida copiosa. Pero el vecino tirado de cualquier manera no desaparecía sino que se empeñaba en permanecer allí en aquella posición descuajaringada, como tratando de demostrar una flexibilidad en las articulaciones por completo fuera de lugar. Cerré la ventana, miré la pared blanca y situé la cabeza ante el ventilador para tratar de despejarme, aún incrédulo de que el hombre delgado, al que nunca había saludado pero al que, sin embargo, había visto infinidad de veces sin camiseta inmerso en sus tareas diarias, estuviera tirado en la calle de aquella manera tan antinatural mientras el charquito granate iba conquistando centímetro a centímetro la acera.
Una mujer salmodiaba mientras movía rítmicamente arriba y abajo la cabeza, negando todo el tiempo, con la cara congestionada, segura en ese momento de que si negaba con suficiente ímpetu, si cabeceaba con la suficiente violencia, el tiempo volvería por dónde se acababa de ir y todo sucedería hacia atrás y el hombre se levantaría agarrándose el pecho, el ladrón dejaría de forcejear con ella por su bolso y guardaría la navaja en el bolsillo y caminaría con nerviosismo hacia atrás y ella y su marido cerrarían la puerta, justo antes de abrirla y decidir dar un paseo. Pero el tiempo no parecía hacerle demasiado caso y el hombre seguía allí tirado mientras su sangre manchaba la acera lenta, viscosamente.
Tenía los ojos muy abiertos pero, extrañamente, no la miraba a ella sino a mí. Lo noté con ganas de grabarlo todo en su memoria, como si entonces, precisamente entonces, cuando esos recuerdos tenían tan poco futuro, se tratara de algo fundamental. Me pareció distinguir en su mirada alguna clase de pregunta, pero no estoy seguro, era la primera vez que contemplaba a un moribundo. Nunca antes había sentido la muerte tan cerca y tuve un escalofrío en la base de la espalda que me puso el vello de punta hasta el cuello. Más tarde pensé que habían sido imaginaciones mías pero en aquel momento sentí su mirada en mí, dentro de mí, como si el agonizante, ya muerto pero aún consciente, aferrado a su último instante, estuviera escrutándome, como si en ese momento crucial dispusiera de la capacidad de mirar dentro de la gente y estuviera revolviendo de cualquier manera en mi cabeza. Tuve la impresión de que me daba algo que antes no estaba ahí. Sé que es absurdo y que tuvo que tratarse de una falsa sensación provocada por la mirada, cada vez más ida, que me dirigía el hombre tirado en el suelo. La mente se comporta de forma rara ante situaciones extremas y nada hay más extremo que la muerte, pero sigo sin poder entender cómo su asesino se me figuró tan nítido, real y definido que incluso alguien como yo, que jamás he tenido talento para el dibujo, hubiera sido capaz de esbozarlo sin esfuerzo.
No sé cómo sucedió aquello pero durante más de un mes, noche tras noche, en esos momentos en los que mi conciencia se deshilachaba, lo último que podía contemplar eran los rasgos de aquel desconocido al que nunca había llegado a ver y del que solo me había quedado la impresión de cierta agilidad fibrosa, del que apenas había podido distinguir unos pantalones vaqueros, de color azul claro, unas zapatillas deportivas con muelles y un destello blanco, probablemente de una camiseta de manga corta con algún letrero, tal y como dije en mi declaración a la policía.
Dentro de cinco años encontraré mi muerte en un accidente de coche. Iré en un coche y me empotraré con uno de los pilares de un puente en la autovía por un volantazo por culpa de un pobre hombre, muy delgado y probablemente adicto a las drogas, que aparecerá de improviso en la curva del kilómetro 56,62, exactamente. En ese momento no pensaré lo suficientemente rápido y reaccionaré mal, no decidiré entre su vida y la mía, no haré lo necesario para sobrevivir que hubiera sido, probablemente, agarrar con fuerza el volante y confiar en los frenos y en la seguridad del coche, no. Lo que haré será girar bruscamente el volante hacia la izquierda, lo que provocará que las dos ruedas delanteras giren y queden en un ángulo casi horizontal, con lo que el coche derrapará y las ruedas traseras comenzarán a dejar una marca negra de asfalto en la carretera que permanecerá allí durante mucho tiempo. El coche parecerá saltar cuando los frenos hagan también su trabajo y se estrellará a medio girar contra el pilar. Un impacto sin ninguna posibilidad para el conductor, una muerte asegurada.
En una milésima de segundo saltará el airbag y en la siguiente reventará ante la presión de mi cuerpo contra él, mi pobre cuerpo desmadejado pero aún entero y a punto de dejar de ser, proyectado a cien kilómetros por hora contra una mole de hormigón construida sobre inmensas barras de hierro. Tendré medio segundo de conciencia absoluta y todo se hará nítido, perfecto. El tiempo parecerá detenerse. Veré el salpicadero del coche deformándose poco a poco, como si se estuviera derritiendo bajo la acción de un lanzallamas, las astillas del parabrisas saltando en diferentes trayectorias que me parecerán ajustadas a alguna clase de diseño general y observaré como el metal que solo medio segundo antes parecía algo tan sólido como el hormigón contra el que se está estrellando se dobla con la facilidad con la que un cuchillo caliente penetra en la mantequilla. Veré que la puerta del copiloto se estira de forma sorprendente y, aunque no sentiré nada todavía, contemplaré cómo un largo trozo de metal se me clava en el estómago a la vez que tal vez imaginaré un ruido como de chapoteo surgiendo de mi cuerpo. En ese instante comprenderé de forma absurda, cuando ya no sirva para nada, el extraño mecanismo que rige el tiempo y que es capaz de adensarlo hasta convertirlo en una especie de melaza espesa que apenas te deja avanzar o en algo tan leve que su roce se advierte menos que el del aire.
Lo entenderé perfectamente justo medio segundo antes de que esa compresión pierda su sentido y el tiempo se convierta en otra cosa.
En ese breve intervalo que marcará mi muerte, recordaré que la cara del hombre delgado que me ha matado, el rostro del adicto que ha aparecido de repente en la carretera y que me ha matado, coincide con aquel que durante más de un mes se me apareció a la hora de conciliar el sueño, aquella cara que durante tanto tiempo habré olvidado, sepultada bajo toneladas de poderosas razones que la negaban insistentemente, olvidada a la fuerza tras descartar la posibilidad de que hubiera sido aquel vecino moribundo el que la hubiera puesto ahí, dentro de mi cabeza aquel día en el que me miró profundamente mientras la vida se le iba a chorros. Pensaré entonces en que la cosa tendría gracia si no se tratara de un momento tan melodramático.
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