miércoles, octubre 07, 2015

Sin rumbo

Me gusta caminar sin rumbo por ciudades desconocidas. Por ciudades en las que las aceras se colocan a mano o en las que hay museos en los que encontrar obras de arte raras o en las que las construcciones son de color gris, altas y picudas, porque nieva todo el invierno, o en las que las casas son todas del siglo XIX porque hubo un incendio. Y siempre hay un castillo en lo alto de un promontorio que data de la época en la que los caballeros llevaban armaduras.

Caminar sin rumbo y cruzar un pequeño puente cuajado de bicicletas o lleno de motorinos que transportan a gente trajeada de un sitio a otro o con taxis anticuados que emiten demasiado CO2 o con estatuas de cuatro siglos atrás, con velas encendidas en las imágenes de los santos, puentes que cruzan ríos con renombre, ríos de verdad, ríos por los que los normandos navegaron hasta arrasar la ciudad, o por los que los mauritanos pudieron acceder a la ciudad y saquearla.

Ríos que se hielan en invierno, ríos que apestan en verano, ríos en los que aún continúan pudriéndose los restos de los patriotas olvidados largo tiempo atrás, ríos de verdad con grandes mezquitas, con grandes iglesias, con grandes edificios al final. Siempre hay un río que parte la ciudad, que hace una ese y la divide en riberas y siempre existe una enemistad profunda y antigua entre los habitante de una orilla y otra.

Caminar por calles empedradas que siempre te llevan a la misma plaza con adoquines y terrazas para turistas en las que degustar un vino o una cerveza o un chocolate o un poco de raki con unas olivas, con un poco de queso, con pepinillos, con chucrut, con mejillones, con patatas rellenas y fritas, con trozos de salmón marinado. Siempre la misma plaza con edificios burgueses con más de tres siglos de antigüedad, de diferentes colores, de grandes ventanales, con tejados a dos aguas o grandes buhardillas o balcones cubiertos de cristal tallado.

Siempre las mismas plazas con árboles antiguos, con gruesos troncos retorcidos que dan siempre la misma sombra sobre los mismos bancos puestos ahí por las autoridades para que los turistas puedan contemplar el paisaje.

Siempre el mismo paseo hacia grandes extensiones de terreno, hacia espacios que sirvieron para jugar a la pelota y en los que dioses con forma de serpiente aún nos vigilan, plazas con fuentes en el centro y mimos, siempre el mismo mimo omnipotente que te persigue, siempre el mismo idiota con la cara pintada de blanco. Siempre la misma plaza con su lugar de culto, con su iglesia, con su mezquita, con cualquiera de los altavoces que la humanidad ha construido para intentar que Dios escuche, pero Dios está demasiado lejos, demasiado alto y nunca son lo suficientemente potentes.

Parar a tomar un café, solo por favor, un café doble, sí, me puede traer otro azucarillo, gracias, y un vaso de agua, por favor y observar a la gente sentado en una terraza detrás de un cuaderno, tomando notas, como un idiota que se hace el interesante pero no, no es eso, es que en ese momento no tienes con quién compartir lo que te pasa y por eso le cuentas cosas al papel y decir no, no, no quiero comprar nada, no quiero dar una vuelta, no quiero ir a ningún sitio, no quiero hacer otra cosa que estar aquí tendido en la playa mientras observo las sombras de los cocoteros y el color turquesa de la costa, o las casas medievales mojadas por el mar en una playa blanca en un día raro de octubre, a treinta grados.

No quiero hacer otra cosa que dar pedales a la bicicleta un día como hoy con este calor húmedo, dar gas a la moto y subir y bajar cuestas y esquivar los raíles del tranvía, menuda putada esta para las motos en esta ciudad, y visitar barrios a los que normalmente no vas porque quedan algo retirados y no sé si voy a conseguir llegar arriba del todo de la pirámide, de la cúpula de la catedral, de la torre medieval, de la mezquita, siempre subiendo escalones a través de pasillos demasiado estrechos en los que no pueden entrar aquellos que sufren de claustrofobia, lugares que parecen angostarse y querer atraparte.

No quiero otra cosa que conducir por esta carretera invadida por los cangrejos, que van a desovar al mar, hay que esquivarlos, pueden pincharte una rueda y quién iba ahora a arreglarte la rueda en mitad de esta selva y no quiero hacer otra cosa que levantarme de la terraza en la que estoy sentado, y caminar observando a las mujeres, fijándome en las tiendas, en los arcos, en la forma de los desconchones en las paredes, en las plantas que crecen en las esquinas descuidadas, en la forma de los montones de basura que siempre se acumulan al lado de los mercados.

No, no quiero, gracias, muy amable, no quiero té, solo mirar las mercancías colgadas, la gente siempre vende cosas a los turistas y todos somos siempre turistas, no somos otra cosa que turistas y yo a veces lo parezco en mi propia ciudad y cuando camino y miro el género expuesto en los restaurantes antiguos, cuando me fijo en las portadas de madera, pintadas a mano de las peluquerías de toda la vida, cuando leo una placa que conmemora un hecho histórico, a un estadista, un arquitecto o un poeta, pienso que siempre se puede encontrar un bar a menos de quince metros y que esta ciudad no está mal aunque sea tan abigarrada que a veces pareces estar de vuelta a la época en la que los poetas satíricos escribían aquello de mucha puente para tan poco río.

Pero es que el Manzanares es un río de mierda, coño.

jueves, octubre 01, 2015

Idea



Una vez tuve una idea original. Sigo haciendo más o menos lo mismo que cuando se me ocurrió (no fue el germen de un fantástico negocio, tal y como nos cuentan hoy en día las nuevas vidas de santos, esto es, la historia de Jeff Bezos o de Mark Zuckerberg, inventores geniales que han cambiado nuestro mundo para siempre) pero el hecho cierto es que la tuve. La economía de la vanidad era la idea. En una conversación dije que las contribuciones desinteresadas de la gente en Internet (que invierten parte de su tiempo libre en hacer algo gratis que los demás aprovechan), ya sea añadiendo subtítulos a películas piratas, desarrollando un controlador de un nuevo dispositivo para Linux o reseñando un libro, se regían por (se me ocurrió entonces el término) la economía de la vanidad. Una economía en la que la unidad monetaria no es el dólar ni el euro, sino los likes de Facebook o el número de comentarios (normalmente con una ortografía horrible en el caso de los subtítulos y con un estilo supuestamente elevado en el caso de las reseñas) agradeciendo la labor. Y que, precisamente debido a que esta economía funciona con cuestiones inmateriales como el prestigio en la comunidad de usuarios que te agradece la labor, las empresas nunca serían del todo capaces de sacarles rendimiento, de monetizarlas, como ahora está de moda decir con una nueva y horrible palabra. Ya está. Una idea que, como ocurre con todas, mucha más gente habrá tenido sin que por ello deje de ser original, porque, a fin de cuentas, las ideas están en el aire y muchas veces lo único que hay que tener es olfato (y si no, que me expliquen cómo Leibniz y Newton crearon a la vez el cálculo infinitesimal sin haberse leído mutuamente). 

Si yo fuera norteamericano habría desarrollado toda una teoría al respecto, habría estudiado un poco de economía y un poco de marketing, habría escrito un libro con la ayuda de un amigo periodista, que me habría editado yo mismo, habría intentado que la idea calara en cuatro o cinco personas influyentes en el medio (influencers se llaman ahora en inglés) y, poco a poco, habría conseguido que me llamaran de algunos sitios para explicar mi idea. Al principio, lugares sin demasiada importancia. Más tarde, conseguiría un bolo en alguna universidad importante y, al final, acabaría dando conferencias sobre el tema yendo de un avión a otro sin parar, como George Clooney en Up in the Air

Publicaría fotos de inmensos e impersonales lobbies de hoteles en Japón, en Corea, en Estados Unidos, fotos de comida exótica comprada en un puesto callejero, mapas que detallaran mis itinerarios. Tendría sexo (a veces eufórico, la mayoría de ellas desganado), con mujeres deslumbradas por el aura que da el escenario (tan parecido al aura que tienen los camareros tras la barra) o por mujeres que cobraran por servicios sexuales. Miraría canales de televisión en idiomas incomprensibles. Viviría gran parte de mi tiempo en vestíbulos de aeropuertos. Mi empresa ganaría dinero vendiendo camisetas negras con alguno de mis eslóganes (“Es la vanidad, estúpidos”, por ejemplo). Me maravillaría ante las pequeñas diferencias en los inodoros de los diferentes países. Presumiría de ser un hombre de mundo. Sería rico.

Y, sin embargo, sigo aquí, haciendo lo mismo que siempre. Escribiendo de vez en cuando en este lugar para que no muera del todo, empeñándome en no desconectarle la respiración asistida. 

Será que no tengo espíritu emprendedor.

jueves, agosto 13, 2015

Dinero



El dinero, últimamente pienso en el dinero, pero no como lo hacía un par de años, de una forma práctica porque había que cuadrar las cuentas y demás, sino de una forma, digamos, antropológica. No reflexiono sobre que hayamos convertido un medio en un fin en sí mismo, ni tampoco en la codicia que mueve el mundo, verdades evidentes que no merecen reflexión sino la mera constatación por escrito. Pienso en el dinero como un hecho incontrovertible, como algo que no admite réplica, como algo absoluto (la belleza física es otra cosa incontestable, todo el mundo la admira y la codicia y gasta, si lo tiene, enormes sumas en mantenerla o en aproximarse a ella pero, a la hora de la verdad, un hombre o una mujer verdaderamente bellos se despojan de la camiseta y todos los ojos miran esa elegancia innata y todas las mentes los desean y la envidia late en todos nosotros cuando asistimos a ese espectáculo). El dinero, decía. Mucho dinero. Cómo debe de ser eso. Levantarse en un palacete, ver cómo visten a tus hijos, ver cómo los bañan, tener varias personas a tu servicio, nunca cambiar una rueda de un coche, nunca conducir, no hacer colas en los aeropuertos, evitar los peores atascos, no pensar en el precio de las cosas, elegir siempre, siempre el mejor hotel del mejor destino, el mejor barco para el verano, saberse protegido de la ley, de la cárcel, del sufrimiento menor (no del mayor, ahí no tiene nada que hacer el dinero por ahora), no tener que preocuparse por el futuro material de los hijos, solo porque no se descarríen y echen a perder las esperanzas que hemos puesto en ellos, vivir en barrios y urbanizaciones donde no hay pobres, donde los únicos pobres van uniformados y limpios y desaparecen cuando han terminado de arreglar los jardines. Ah, el dinero, ese modelo ya tan inherente a nuestra sociedad que leemos con verdadera sorpresa cuando alguien lo desdeña o lo desprecia, cuando alguien decide que no va a dejar que se convierta en lo más importante de su vida y prefiere dedicar sus esfuerzos a cualquier otra cosa. Nos hemos acostumbrado a la falta de discurso alternativo, excepto, si acaso, en las contraportadas de los periódicos en agosto junto con las mejores calas del Mediterráneo en las que fondear el yate y las terrazas más exclusivas en las que codearse con la gente que sale en los periódicos. 

Tanto que decir sobre él y aun así tan inaprensible en sus cualidades últimas. 

El dinero.

martes, agosto 11, 2015

Fresán, Casavella



Conozco a alguien que resulta ser guionista y cuyo último trabajo ha sido traducir La parte inventada de Fresán al inglés (Douglas es británico), un libro que estoy leyendo justo en ese momento y se lo digo y parece que le sorprende y acabamos teniendo una conversación sobre escritores argentinos, sobre el oficio de la traducción, sobre la poca valoración que tiene en España cualquier tipo de trabajo cultural (el gobierno solo quiere oficinistas que vivan en urbanizaciones, lo demás parece molestarles, casi ofenderles, ¡por Dios! ¡Gente que pretende ganarse la vida tocando, actuando, escribiendo! ¡Que trabajen de verdad, qué cojones!) y le digo que lo admiro y que para traducir a Fresán al inglés, incluso para traducirlo al español, hace falta no arredrarse ante nada, le digo que su trabajo ha tenido que ser una epopeya, algo que Douglas me confirma cuando me dice que sí, que casi se vuelve loco en los seis meses que le dedicó al libro, a lo que yo contesto que seis meses viviendo dentro de esa novela pueden acabar con la salud mental de cualquiera y seguimos hablando y hablando (los demás en el bar nos dejan hueco para que nos contemos cosas que no importan a casi nadie) y, a los dos días, hay un fotograma de Burt Lancaster en “El nadador” en la portada del periódico, el cuento que tiene obsesionado al escritor desde pequeño y que siempre aparece, de un modo u otro, en sus novelas, el mismo fotograma que estaba enmarcado en un pequeño bar de Praga en el que fui a dar, con Mantra, la novela del argentino, bajo el brazo, cuando todavía no comprendía que Fresán siempre ha necesitado un editor y cuando esa intensidad de muchas de sus páginas me tenía absolutamente fascinado. 

Y al día siguiente, la editorial Destino organiza un homenaje en León a El día del Watusi, la novela de Casavella (muchas veces me digo que monté una librería preciosa solo para vender esa novela, el mejor envoltorio posible), que no llegó a los tres mil ejemplares vendidos y que ahora resulta que ha ido creciendo en las conciencias, como un virus, poco a poco, boca a boca, sin publicidad, gracias al trabajo de los adeptos, (no se trata de lectores a los que guste una novela, sino una secta secreta, que va extendiendo sus tentáculos sin prisa), que difunden ese preciso e hilarante análisis de la Santa Transición que hizo el autor mucho antes de que se pusiera de moda. Una novela que ya vio lo que venía después, la crisis latente en plena hinchazón de la burbuja, que desnudaba a los que eran reyes y, por tanto, a los que lo serían más tarde. Una pena que Casavella muriera tan joven porque podría haber escrito páginas soberbias con ese Artur Mas envuelto en la bandera, vaya a ser que les metan la mano en las cuentas de resultados, cuando en el fondo piensa lo mismo que el resto del gobierno, que trabajen, conyons, que se dejen de zarandajas, que hagan como yo, no sé, aprobar unas oposiciones o heredar el negocio familiar y dedicarse a la política con el retiro garantizado, que sois todos unos vagos. El Watusi, con esas bandas barcelonesas peleando a muerte en la playa de la Barceloneta y Fernando Atienza contando como el huidizo protagonista se hundió en la arena mientras bailaba el ritmo de moda recién llegado de los Estados Unidos. Cómo olvidar a Fernando Atienza si, a pesar de ser imaginario, tiene más entidad que muchas de las personas reales que me cruzo a diario y que no pasan de ser esbozos de personajes en manos de malos novelistas.

Hace tiempo que dejaron de sorprenderme las casualidades relacionadas con los libros (decía Schiller que las casualidades no existen o algo parecido), pero lo que no deja de hacerlo es la facilidad con la que salen las palabras cuando empiezo a hablar de ellos. 

Hay que joderse.

miércoles, agosto 05, 2015

Planes



La chica hablaba de sus planes de futuro, atropellada, como si las ideas se amontonaran contra el cielo de la boca y salieran de cualquier manera en cuanto la abría. Él sabía que era efecto de las drogas, pero suponía que para ella no sería más que su forma normal de hablar. Su forma normal de pasar las noches. Un discurso a ratos fragmentado, a ratos coherente, ráfagas de lucidez mezcladas con idioteces y obviedades. 

Pensaba para sí que la gente que vive al límite —la gente que si la legalidad fuera la línea que dibuja un electrocardiograma, a veces serían el infarto y a veces solo la arritmia— tenía algo duro y brillante dentro, algo esencial, que siempre le había llamado mucho la atención. Era la desesperación del que no tiene nada que perder, pero no. La valentía del inconsciente, pero tampoco. El aura trágica, tal vez. 

Había que estar atento a la atmósfera de los sitios como aquel. Lugares en los que lo inesperado podía hacer su aparición en cualquier momento, un coche de policía parado en la puerta, una pelea, una conversación destacando entre las demás como un trozo de botella de Cocacola suavizado y brillante entre la arena de la playa, una felación en el cuarto de baño, el próximo golpe. Cualquier cosa. Y nada de lo que podía ocurrir era precisamente aleccionador. En sitios así siempre hay cierta tensión en el ambiente, como el recuerdo de un acorde muy grave de bajo. Algo latente y poderoso. 

No son como nosotros, le decía a su amigo, por mucho que hables con ellos, por mucho que te cuenten anécdotas. Nosotros no tenemos abogado. ¿Para qué queremos un abogado? Pero ellos sí. Nosotros nos lo haríamos encima si la policía aporreara nuestro local a las dos de la mañana, pero ellos no. Ellos presumen de no haber hecho caso, de haberlos dejado allí a la intemperie intentando hacerse oír y molestando a los vecinos. Presumen de haberles callado la boca con los papeles del local y haberles dicho después ahora qué, ahora me vas a tener que pedir disculpas, madero, ¿no te parece?

Dignos de cierto tipo de admiración, pero solo hasta cierto punto, porque esto que hacemos tú y yo, esto que hacemos de observar lo que pasa en este local, de observar a la gente que habla en la barra con desapego, ellos no pueden hacerlo. Entiéndeme, no es que considere que somos mejores que ellos, ni mucho menos. Simplemente, no han vivido nunca fuera de su mundo de escualos. 

A veces dan miedo y, a veces, pena. Pero siempre son fuente de buenas historias si tienes buen oído.

lunes, junio 22, 2015

Serpientes



Me he levantado raro. Lo primero que me ha venido a la memoria, (y no tengo ni idea de por qué, creo que tal vez estuviera soñando con él), es un antiguo conocido, de hace tres vidas, con el que trabajé hace mucho tiempo. Un gilipollas integral, machista, conservador y provinciano, que tenía un par de serpientes de buen tamaño a las que alimentaba con ratones vivos. Si ibas a su casa, y yo fui un par de veces (con veintitantos somos mucho más tolerantes con la estupidez), le encantaba enseñarte cómo la serpiente miraba fijamente al pobre ratón (tenía que estar vivo, los bichos eran delicados), que temblaba de miedo, justo antes de ser engullido. Un cortocircuito en el tapiz del universo. Vete a saber. 

Más tarde, el ir incorporándome a la vigilia se ha teñido de ese tipo de reflexión apenas consciente en el que evaluamos quiénes somos y nos permitimos durante un instante reflexionar sobre quiénes habríamos podido ser. En el que pensamos a qué nos dedicamos, qué hacemos de bueno. Un leve momento, nada en lo que haya profundizado ahora que ya he entendido que se trata de un curso ciego de pensamiento. 

A veces, el impulso de escribir es más fuerte cuanto más difícil de aprehender es la sensación que pretendes transmitir. 

Ahora estoy completamente despierto. Estoy seguro de que las serpientes murieron hace mucho. Aunque hasta entonces devoraron cientos de ratones.