lunes, mayo 31, 2010

Barrio X

El Loren, un tipo cojo que se dedicaba a vender droga, me estaba diciendo: Pues sí, el Antoñín palmó hace un mes, en un accidente de coche. Y deja mujer y dos hijas. Aunque, tarde o temprano tenía que pasarle algo así, por coger el coche puesto hasta las cejas, fíjate yo, y señalaba su pierna mala, y tuve suerte, eh, tuve suerte porque me salí de la carretera a 140 y no me quedé en una silla de ruedas.
Me lo contaba en un bar con demasiada luz, con tubos fluorescentes blancos, un bar de barrio más, con una barra de aluminio, una carta de comida que cocinaba la mujer del dueño y unos camareros con camisa blanca y la cara llena de marcas, problemas de alcoholismo y una acusada tendencia a mirar hacia otro lado cuando se formaba una cola en el baño del bar de gente demasiado agitada. Un bar de tantos, que tal vez se llamara Antonio, Casa Juli, el Parreño, o de cualquier otra manera.
Lo estaba mirando y pensé: qué naturalidad tienen al hablar de la muerte, como si se tratara de un accidente más, poca cosa. Como supongo que tienen todos aquellos que están habituados a convivir con ella. No esperan acumular el suficiente dinero para tener una casa y otra en la playa y un coche de alta gama que la familia pueda envidiar, pensando, mira lo bien que le va al cabrón del Loren. No. Quieren llegar a mañana, pensé, y a dentro de cinco años, si tienen suerte.
Fuimos a su piso y durante el rato de cortesía que hay que dedicar a cualquier camello con el que tengas suficiente confianza como para que te invite a casa, observé su pelo corto y su barriga, su ropa de saldo y los vaqueros desteñidos con lamparones, sus zapatillas de deporte blancas de cuero sintético, la cojera de su pierna derecha. Olí el desagradable tufo de aquel salón, a suciedad acumulada y a desorden, insoportable hasta que te acostumbrabas y desaparecía sin más. Escuché el ruido de los niños llorando, a su mujer rezongando en otra habitación mientras tendía la colada, las rumbas en la radio por el patio interior en el que se secaba la ropa. Y tras pasarle los billetes, el Loren, mientras pesaba el material con una balanza electrónica y preparaba las bolsitas de plástico en las que lo guardaría, dijo: ya veréis como os gusta, ya veréis lo rico que está, un material de primera.
Y, después de despedirnos con un apretón de manos y de apuntar su nuevo número de móvil, abrimos la puerta de su casa y bajamos los tres tramos de escaleras que nos separaban del parque, nos montamos en el coche y volvimos a casa. Y durante todo ese tiempo no conseguí que se fuera de mi cabeza el tono con el que había dicho que un amigo suyo de toda la vida se había muerto, ese tono de resignación ante el destino, esa entereza tan extraña ante la muerte.

jueves, mayo 27, 2010

Futbolista

Sé que piensas en aquel gol de la final. Como todos los días de los últimos veinte años, recuerdas los detalles de aquel gol, la emoción del estadio, el grito alborozado de los hinchas, la parábola que describió el balón al entrar a la red, incluso la presión del balón contra tu pie, la sensación en el pulgar derecho de haber golpeado bien, la salida del balón girando sobre sí mismo y escorándose a la derecha. Lo recuerdas todo, todos los días. Siempre que te duelen las rodillas, llegan las imágenes. Lo sé.
Y tras el recuerdo siempre te preguntas lo mismo. ¿De dónde sale la velocidad a la que el tiempo parecer transcurrir ahora, como si el propio tiempo se envalentonara y se animara a pasar cada vez más rápido a medida que se acumula? También sé que la pregunta que siempre, como un eco que no acaba de oírse, queda flotando en el aire es la de ¿cómo es posible que a mí? ¿Verdad que es esa la pregunta? La respuesta que queda flotando también la sé: no, no es posible. No es posible que a mí. No.
Ay, amigo, esa es la cuestión. ¿Cómo es posible? ¿Como es posible que a nosotros? ¿A nosotros? Y en tu caso debe de ser todavía más difícil, ¿no? En tu caso la caída ha debido de ser más dura. Ahora eres un héroe mítico, perteneces al olimpo de esta sociedad tan necesitada de dioses y ahora eres nadie, como Ulises al regresar a Ítaca. Ha debido de ser duro, sí. ¿Recordará Ulises, como tú, su momento de gloria, aquella vez que consiguió cerrar el ojo de cíclope? ¿Se revolverá en su cama reviviendo sus aventuras, al igual que tú no consigues dormir muchas noches y sientes que tu casa inmensa es demasiado grande para ti, que la mujer que duerme a tu lado se va convirtiendo progresivamente en una extraña? ¿Reinventará Ulises todos los días, cuando le parezca oír de nuevo a las sirenas, lo que sintió al hundir la espada en aquel ojo? No lo sé, amigo, sinceramente no lo sé. Resulta algo triste verte así.
Yo no tengo, como tú, un momento culminante en mi vida, no tengo un lugar al que volver una y otra vez. Sin contar con que tu lugar, esa casa a la que regresas, es un sitio casi físico, un éxito incontestable, porque si algo bueno tiene el deporte es precisamente eso, que en estos tiempos de inseguridades, es algo incuestionable, si ganas, ganas, que un éxito deportivo no se va empañando con el tiempo, como ocurre con el resto de cosas. Yo no tengo un sitio así al que volver, amigo mío. Yo tengo varios lugares a los que suelo regresar. Y regreso así, como estoy haciendo ahora, ¿sabes? Los recuerdo, los recreo, me los invento, los describo. A eso he dedicado mi vida, ¿ves?, a hacerme con las palabras, a aprender que a todo lo cubre un manto de polvo y olvido. Y a que no me importe.
Pero cómo comparar esos lugares con tu día de gloria, con la emoción del gladiador, con el estadio rugiendo, con los millones de ojos observando cada movimiento tuyo, con la adrenalina circulando libre por tus venas, con la belleza armoniosa de tu cuerpo en carrera. A tu lado, yo no recuerdo más que pálidas sombras, un atardecer, un templo cubierto de maleza, un horizonte despojado, una copa de vino. Pálidas sombras de otras vidas sin importancia, como todas las vidas. A tu lado mi vida ha sido vulgar, mi vida ha sido una de tantas. Como compararla con el éxito, con los focos, con la fama, con el dinero, con la aclamación. Cómo hacerlo y no sentirse insignificante. Aunque tratar de sentirse insignificante sea un propósito lleno de sentido. Sé que no me entiendes. Sé que ni te preocupa. Pero yo a ti sí que lo hago, amigo, te lo aseguro. Te comprendo muy bien. Sin que eso signifique que intento ponerme en tu lugar. Nunca me atrevería, bien lo sabes.

martes, mayo 25, 2010

Barrio IX

El Pelu le estaba diciendo al Negro: como le vea mi chupa a alguien, lo rajo. Te lo advierto porque sé que sabes quién me la quitó. Lo sé. Dile de mi parte que como venga a tu bar y se la vea puesta, lo mato. Que lo sepas.
No va a matar a nadie, pensaba yo, cómo va a matar a nadie. Si es mi amigo. Pero también recordaba una anécdota que me contó de cuando era un niño (tal vez ocho o nueve años antes) y le tiró la boina a un profesor por hacer la gracia y cuando el Consejo Escolar le abrió un expediente, no tuvo otra idea que llevar una navaja al colegio por si acaso lo echaban definitivamente y no podía matricularse en el instituto. Otra leyenda urbana, claro, eso de que si te abrían expediente no podías volver a matricularte y te vetaban para los estudios para siempre. Ya ves. Para lo que luego le sirvió matricularse. Pero en aquellos días, supongo que el mundo se acababa con facilidad, el mundo se volvía muy áspero con cualquier nimiedad. Sin perspectiva es fácil ahogarte en un vaso de agua. Si solo has nadado en un vaso, qué sabes tú de que existe el mar. Yo quise morirme una vez porque atranqué el váter de mis padres con unas revistas porno. Pensé que era mejor deshacerme de ellas, de aquellas fotografías de los años setenta con mujeres con abundante vello púbico en el váter y el agua se desbordó y la vergüenza casi pudo conmigo. No porque mis padres hubieran descubierto aquellas revistas. O que me masturbaba. No. Sino por la vergüenza de haber sido tan idiota. Por eso creo que lo entendí cuando me contó lo de la boina y la navaja. El Consejo Escolar solo lo echó una semana y un viejo profesor con boina pudo retirarse a tiempo y mi amigo pudo matricularse en el instituto. Ya ves. Para lo que luego le sirvió.
Y otro día: Negro, dile a tu colega. Y el Negro: no es mi colega. Pues dile a quien sea que como lo vea con mi chupa lo mato. Por estas que me lo llevo para adelante.
Y el Negro: A mí me dejas de tus movidas. Y él: Sí, sí, mis movidas pero la chupa me la quitaron en tu bar.
Y el Negro bufando y su corpachón estremeciéndose y yo diciendo: Joder, Pelu, que no es para tanto. La próxima vez que vuelva a Córdoba te traigo otra, que me costó solo 3000 pelas en la tienda esa de segunda mano del novio de Marta, que ya te lo he dicho. No pasa nada. O mejor, te vienes a Granada y eliges tú la que quieres y ya está.
Y el Pelu: Que no pasa nada, que no pasa nada. Pues sí pasa. Pasa que es mi chupa. Y como vea al hijoputa que se la ha llevado, le van a llover hostias hasta en el carnet de identidad. Que lo mato.
—Que sí, pero te vas a meter en un marrón por una estupidez, por 3000 pelas.
—Que no son las 3000 pelas, a ver si te enteras, que no son las putas 3000 pelas, que a mí nadie me levanta la chupa. Y menos en el bar al que vengo a diario. Y menos si el Negro sabe quién es. Anda, Negro, dímelo. A ti qué más te da. Si yo no voy a decirle quién me lo ha dicho. Anda, enróllate.
—Joder Pelu, que no. Que no te lo puedo decir. ¿Para qué? Para buscarme una ruina. Que no, coño.
Y volvía de Granada y el Pelu me contaba que había pasado varias veces esa semana por el bar del Negro a preguntar por su chupa. Y, claro, yo que lo conocía, lo imaginaba con la misma cantinela una y otra vez. Que como lo vea, lo rajo. Que como yo vea mi chupa y la lleve cualquier pringado, que me lo llevo para adelante. Y otra vez. Y para qué quiere una chupa el gilipollas ese si no se la puede poner. Para qué, a ver. Porque sé que es uno de los que me puedo encontrar en cualquier garito, y como lo vea… Me lo imaginaba y luego el Negro me decía en un aparte. Joder, con tu colega, la que le ha dado con la chupa. Y yo le decía: no se te ocurra decirle quién se la ha mangado que se le ha metido entre ceja y ceja. Y él: pues claro que no.
Y luego me enteré de que un día, por casualidad, salió de copas con uno de los colegas de su barrio. Un tipo mayor que nosotros, medio gitano, creo, no recuerdo, con pinta de peruano. Aunque por entonces no vivieran peruanos en España. Un hombre que trabajaba en una obra, de su barrio de toda la vida. Alguien que jamás se había metido en un lío.
Pero el Negro pensó finalmente que igual el Pelu no era alguien a quien se pudiera robar. Igual pensó que el idiota que se había llevado la chupa (y era un idiota, después de unos años, nos enteramos de que era un niñato pijo que se había encaprichado de la chupa de mi amigo) se había metido en un verdadero problema por 3000 cochinas pesetas.
Y al siguiente día, cuando el Pelu pasó por el bar a darle la tabarra al Negro con su chupa, el Negro le dijo: mira lo que tengo aquí. Y se la devolvió. Mi amigo, entonces, se la puso, se miró en el espejo y sonrió.
Y le dijo: Anda, dime quién ha sido. A ti qué más te da. Si total, la chupa ya la tengo. Dime quien ha sido. A ver si le puedo partir la cabeza al hijoputa que me ha robado. Si a ti ya te da igual. Si ya me ha devuelto la chupa el cabrón. Dime quién ha sido y así me quedo tranquilo, hombre.

viernes, mayo 21, 2010

Teletransporte

A Peter

Supongamos que lo consiguen. Que acaban por inventar el teletransporte, la tecnología fallida del futuro que nos prometieron (junto a los coches que vuelan, faltan solo seis años para que estemos en el mundo que Ridley Scott imaginó en Blade Runner y seguimos esperándolos). Supongamos que existe. Supongamos que la humanidad ha conseguido inventar un método para transportar de manera instantánea la materia de un sitio a otro. La inerte y la viva. Las cosas y las personas. Se pueden hacer una idea. Una pequeña cápsula con una portezuela, de color metálico, que emite un silbido sssshhhhhh, al activarla. Un fogonazo de luz (un efecto especial, como el sonido de las naves espaciales) y al fijar la vista en una segunda cápsula, exactamente igual a la primera, vemos un objeto que no estaba ahí, que aparece de la nada (tal vez dejando un rastro de humo blanquecino, también exigencia del guión). Lo hemos visto mil veces.
Bien, pues una posibilidad es imaginar, si el viaje en sí deja de tener sentido, si el transporte de mercancías desaparece, si la logística y la distribución se mueren, un mundo sin coches, sin combustibles fósiles, sin contaminación, el que las fábricas estarían alimentadas por energía solar. Un mundo feliz. Ya saben, tomar un café en Central Park, un aperitivo en Tailandia, un mundo fluido, deslocalizado.
Ahora bien, dado que, tal y como defendía con acierto Marx, la economía continuaría siendo el motor de la historia, la oferta y la demanda seguirían imponiendo su ley. Habría una demanda tremenda para ir a Nueva York y una demanda ínfima para tomar un chato en, pongamos, Motilla del Palancar, por lo que, en buena lógica, el sistema de cápsulas tendría una configuración parecida al sistema de transporte actual. Miles de capsulas en Central Park Station emitiendo fogonazos constantes, y cintas transportadoras y escaleras mecánicas y gigantescas filas de personas dejándose escanear para poder acceder al país, lectores de retina. Y en Motilla del Palancar ni una sola cápsula, la más próxima en la capital de provincia. ¿No creen?
Si para ir de Madrid a Barcelona en avión, el vuelo ocupa un 20% del total del tiempo del viaje y para ir Madrid a Nueva Zelanda, un 80%, lo que la nueva tecnología conseguiría es reducir ese tiempo, no el resto y siempre habría un resto. Es cierto que los ricos tendrían una cabina en casa, al igual que ahora tienen jets privados que les evitan las aglomeraciones de la aviación comercial y helicópteros que los llevan de los aeropuertos a los centros de negocios. Ellos. Los poderosos. Pero tener una cápsula sería astronómicamente caro y solo estaría al alcance de unos pocos. De los de siempre.
La tecnología que iba a acabar con la infelicidad se parecería mucho a la energía nuclear. Habría un consejo mundial que la regularía. Los países que intentaran desarrollar cápsulas de forma independiente, serían sancionados, tal vez invadidos (invadidos de forma tradicional porque es de suponer que el ejército enemigo no podría teletransportarse dentro del país), lo que nos devuelve, más o menos a done estamos. La tecnología que iba a cambiar el mundo se convertiría en algo parecido a la telefonía móvil. Economía obliga. Piénsenlo.

Por favor, señores científicos, olviden el teletransporte. Y concéntrense en lo que importa: inventen los coches que vuelan de una puta vez.

viernes, mayo 14, 2010

Casavella 2.0

Podríamos afirmar que una paradoja es la brillante forma de la inquietud, la expresión de una dificultad insuperable para el pensamiento racional. O la permanencia del carácter ambiguo de los seres humanos, de su relación y de las situaciones grandes y pequeñas, graves o ligeras, que generan esas relaciones ambiguas entre seres humanos ambiguos en un mundo al que, si no queremos trivial, se nos mostrará áspero y caótico. Paradoja es también el esfuerzo del individuo por captar la verdadera esencia de las cosas, su misterio, y la duda continua ante la formación poliédrica de esas mismas cosas, representadas en su memoria por el sentido múltiple y variable de un tiempo pasado que pensaba como propio. El novelista es un cazador de paradojas que luego teje y modela con intención arquitectónica hasta construir pequeños hoteles a la orilla del mar, o sólidos edificios urbanos, o inmensas catedrales orientadas a Jerusalén (o a Atenas).

(...)

Por muy agradable que sea rememorar el pasado, uno acaba por volver siempre a los más refinados tópicos de la moralidad. El maestro que todos llevamos dentro cobra vida, analiza los hechos de la Historia y los corrige a resultas del examen. No todas las correcciones tienen por qué ser desfavorables. Algunos acontecimientos, como el Risorgimento, obtienen una calificación de sobresaliente por sí mismos, en tanto que otros, como el carácter de la reina Isabel, acaban siendo calificados de sobresaliente a la larga. Tampoco deben calificarse los acontecimientos por su valor real. ¿Por qué acertó Drake cuando al enterarse de que la Armada Invencible se aproximaba se puso a jugar a los bolos, y erró Carlos II por ponerse a cazar polillas al llegar a sus oídos la entrada de la flota holandesa en el Medway? La respuesta es: «Porque Drake venció». ¿Por qué acertó Alejandro Magno arrojando las reservas de agua al ver cómo era aniquilado su ejército, en tanto María Antonieta se equivocó al decir «que coman pasteles»? La respuesta es: «Porque María Antonieta murió ejecutada». Las respuestas son muy parecidas tanto en uno como en otro caso. Debemos analizar el pasado desde un prisma más amplio que el presente, porque al examinar el presente no podemos estar nunca seguros de lo que va a suceder.
El escrito de Forster es de 1920. ¿Seguiría el autor inglés pensado que el Risorgimento merecía la calificación de sobresaliente en 1922, cuando Mussolini subió al poder? ¿Qué calificación merecía la Restauración de Cánovas en 1890, en 1900, en 1910? ¿Y la Segunda República? Podríamos estar jugando a eso todo el día. Pero nuestro pretendido análisis no sería más que eso, un juego. Durante el período que va de 1975 a 1995, actos bienintencionados acabaron en la gloria y en el fracaso, lo mismo que las mezquindades, que los inteligentes maquiavelismos, que la compraventa de éticas y voluntades, que las manipulaciones, que las entregas generosas.
De todos modos, a título individual, la feria se recuerda siempre según el resultado, insisto, y, para algunos, y no han sido sólo los eternos resentidos o los perpetuos comerciantes del espíritu de la contradicción, la nueva democracia culminó con la llegada al poder de una gente empeñada en ocuparlo que, lamentablemente, no sabía que hacer con él, hasta que, lamentablemente, aprendió, y de qué modo, para después cederlo, no sin escándalo, a quienes, lamentablemente, utilizaban esos mecanismos del poder desde siempre.

(…)

Yo busco una vía de conocimiento a través de la ficción para reflejar después esa búsqueda en un lenguaje que se pretende elástico, duro y hermoso. Intento así preservar esas mismas ficciones de la ficción general y ese mismo lenguaje del lenguaje general.
Entretanto, les ruego que se sigan preguntando qué ocurrió en realidad en El Día del Watusi y decidan si los dioses han muerto o no, o si les susurran aún al oído «El Dios Pan sigue vivo» o «Dioniso sigue vivo», durante el tiempo que comparten conmigo la experiencia. Hagan caso de ese guía mestizo que les habla en paradojas y desvaría con la presencia de antiguos dioses. O no le hagan caso, puede estar rotundamente equivocado.

Guías mestizos, dioses antiguos y novelitas inútiles. Francisco Casavella. 2004

Amen. Te alabamos, Señor.

lunes, mayo 10, 2010

Naranjos 2.0

El niño se aguanta el vértigo y el miedo mientras camina con precaución por encima de aquel muro, a varios metros sobre el suelo. A su derecha hay varios naranjos cargados de fruta, un olvidado huerto tras una tapia blanca. Sus amigos le dicen que tenga cuidado, que hacia la mitad de aquel muro faltan algunos ladrillos y puede caerse. El niño no quiere mirar al suelo y por eso se concentra en los naranjos, en el verde brillante de sus hojas, en su olor. Preferiría no estar allí. A él no le gustan las naranjas dulces pero Rafa o Antonio o Juan los ha retado a colarse en aquella casa en ruinas, a explorar el huerto que siempre pueden ver desde la azotea de la casa de enfrente, en las callejas donde juegan al escondite y se ocultan de las miradas de los padres y de los abuelos.
Cuando llegan al otro lado, descienden por el montón de piedras por las que el muro se está deshaciendo y se introducen a través de una ventana rota, que limpian de cristales para que nadie se corte. La habitación está llena de escombros, de vigas de madera podridas y rotas, de cristales y de trapos. Un informe montón de suciedad, de esquirlas, de puntas y de clavos oxidados sobre los que saltan con indiferencia. Cuando consiguen acceder al patio a través del hueco de una puerta medio venida abajo oyen los ladridos.
Dos perros pequeños los miran gruñendo y enseñando los dientes. El grupo se calla pero Juan o Antonio o Rafa coge una piedra y le acierta al perro más grande en el hocico. Los gañidos del animal les provocan risa y los envalentonan. Los perros se escabullen por un hueco del muro mientras sus risas quedan suspendidas en el aire, en agudo contraste con el miedo que los ha agarrado a todos un segundo antes y que tarda en disiparse. Putos perros de mierda.
Los naranjos están cargados de fruta, las malas yerbas les llegan casi a la altura de las rodillas. El verde de las hojas es oscuro y el olor que impregna el huerto tiene un toque ácido. También huele a mierda de perro. Comienzan a trepar al primero de los naranjos, gruesos y nudosos, tan altos como solo pueden serlo los árboles que se han dejado descuidados mucho tiempo. La primera naranja vuela hacia él, pero consigue evitarla con un brusco movimiento de cabeza. Apenas tarda un instante en recoger una del suelo y devolver el tiro. No tiene buena puntería, pero eso es lo de menos. Las naranjas vuelan de unos a otros mientras los gritos salvajes de los niños provocan que varias palomas salgan volando. La segunda naranja que arroja da en el blanco, en el pecho de Juan o Antonio o Rafa, quien no se lo toma demasiado bien y avanza hacia él decidido. Ambos ruedan por el suelo enzarzados en una pelea que no acaba de ser seria. Se separan entre risas y juramentos, con algunos arañazos en las manos.
Un ruido sordo les hace callar. Pueden sentir la vibración en la tierra del huerto. Les ha parecido que el ruido ha venido de la planta superior. Se miran indecisos hasta que Rafa, Antonio o Juan dice: Vamos a ver qué ha sido eso. Entremos y veamos qué ha pasado. Sus objeciones no consiguen nada. Qué más da. Es peligroso. Ya habéis visto como está la casa, será cualquier trasto que se ha caído. Eres una maricona, un gallina. De eso nada. ¿Queréis que entremos? Venga. Por mí desde luego no será. Capullos...
Vuelven adentro mirando hacia la planta de arriba con precaución. Uno de ellos saca una linterna. La escalera medio desvencijada aguanta milagrosamente en el aire, tras los cuadros de dos bicicletas, media viga de madera y un colchón que apesta. Cuidado, dice uno de ellos, he visto un par de jeringuillas. Si te pinchas con una de esas te tienen que poner la inyección del tétanos y no veas si duele. Antonio, Juan o Rafa se apoya con cuidado en el primer escalón para probar su resistencia. Mejor subimos de uno en uno, dice el niño, tal vez la escalera no nos aguante a todos. La madera puede estar podrida. Vale, dice el primero, subo yo. Cuando ve que aguanta su peso, comienza el ascenso. La escalera parece aguantar. Tras unos momentos, lo oyen gritar: eh, subid, no os vais a creer lo que encontrado aquí. Su voz parece excitada.
El niño sube pacientemente, procurando no colocar mal los pies, ni apoyar todo su peso sobre los peldaños. Al llegar arriba puede ver la puerta de una cómoda de madera en el suelo. El polvo permanece suspendido en el aire, sus motas relucen en el haz de la linterna y en los hilos de sol que entran a través de los tablones rotos que cubren la ventana. La habitación parece conservar la vibración del golpe, como si las paredes aún emitieran un sonido justo por encima del umbral de la percepción, los graves retumbando en silencio.
Sus amigos ya se están manchando las manos revolviendo las cosas del interior. Trapos irreconocibles que tal vez fueran parte de la mantelería de la familia. Cuatro cucharas grandes, casi negras, entre el polvo. Un montón de cristales amontonados, antiguas copas vencidas por años de sol y abandono. Suciedad en capas, sólida. Cosas convertidas en basura. Pequeñas bolitas negras que uno de ello identifica como mierda de ratón. Telarañas en las esquinas, justo por encima de las bisagras oxidadas, ahora descolocadas y con los tornillos casi colgando.
El niño encuentra el libro y lo abre con cuidado. Las tapas de cartón han aguantado bastante bien pero el interior resulta quebradizo. Las páginas negras han perdido el brillo y se han vuelto de un color parduzco, pero continúan resaltando contra el blanco y negro brillante de las imágenes, muy contrastado. Intenta sacar una fotografía que se parte por la mitad. Cuidado, están muy viejas, se dice. Otro de los niños ha sacado las manos de los cajones, atraído por esos rostros de época, adustos y serios. Dos minutos delante del objetivo resultaba ser demasiado tiempo para fingir una sonrisa. Por eso en las fotos antiguas la gente sale tan seria. Un hombre y una mujer serios vestidos de boda, un niño vestido de marinero, serio, la familia al completo mirando fijamente a la cámara con trajes anticuados. Sin una sonrisa. Al llegar al final del álbum los dos amigos se estremecen. Un anciano en un ataúd parece dormido dentro de su traje oscuro.
Deben de ser los antiguos dueños de la casa, dice el niño. Qué listo, pues claro. ¿Quiénes van a ser si no? No sé, tal vez sea el álbum de alguien que lo dejó aquí de viaje, o uno que le enviaron los parientes que habían emigrado a América, yo qué sé. De verdad... siempre con las mismas cosas. Estás como una puta cabra. Ese álbum es de la gente que vivía aquí, está claro. Qué ganas tienes siempre de inventarte historias, coño. Bueno, dice el niño bajando la mirada, un poco avergonzado.
Joder, cómo nos hemos puesto, dice otro de los críos. Vámonos, anda, vámonos, que de la bronca que me va a echar mi madre no me salva ya ni Dios... Sí, mira como llevamos las camisetas. Hostiaaa...
El niño coge el álbum. El cartón medio podrido le deja una marca oscura más en la camisa de cuadros. Baja la escalera pensando en cómo meter el libro en casa de sus abuelos sin que se den cuenta y tenga que contarles dónde lo ha encontrado. Los amigos parlotean y se lamentan de la bronca que les va a caer por llegar a casa tan sucios. Uno de ellos recuerda la pedrada al perro. Ríen. Llegan al muro y desandan el camino. El niño piensa mientras tanto en los antiguos habitantes de la casa, en cuánto tiempo hará que murieron. Se pregunta si el niño vestido de primera comunión seguirá vivo, si habrá vuelto alguna vez a la que fue su casa. Si, como él, odia las naranjas dulces.

domingo, mayo 09, 2010

Faulkner

«Pero una mañana volvió la espalda a la tosca pizarra y vio un rostro de ocho años y un cuerpo de catorce, con el aspecto femenino de los veinte que, en el mismo instante en que pisaba el umbral, llevaba a la escuálida habitación, sin luz ni calor destinada al duro oficio de la enseñanza elemental protestante, una ráfaga húmeda de enervante corrupción primaveral, una triunfal prosternación pagana, delante del útero primeginio y supremo.»

El villorrio. William Faulkner.


«Le dije a usted, cuando me pidió permiso para ejercer de escritor en el pueblo, que era mejor que hiciese lo que hacen los otros sudamericanos, que unos días van en bici y otros huelen bien. [...] Y ahora me dicen que ha escrito usted Luz de agosto, la novela de Faulkner, ¡de William Faulkner! [...] ¿Es que no sabe que en este pueblo es verdadera devoción lo que hay por Faulkner?»

Amanece que no es poco. José Luis Cuerda. 1988

viernes, mayo 07, 2010

Futuro

«En cuestión de segundos, las acciones de Accenture pasaron de 40 dólares a un centavo. Las de Lear bajaron de 74 dólares a 0,0001. Varios títulos más se desplomaron sin freno por una serie de órdenes automáticas de venta mientras los sistemas estaban descontrolados en Wall Street. Lo que empezó como una fuerte caída del índice Dow Jones por la amenaza que el contagio de la crisis griega supone para el conjunto de la economía, acabó con momentos de pánico en una Bolsa de Nueva York (NYSE) en manos de los sistemas informáticos de negociación».
El País. 07-05-2010.

El futuro ya está aquí. Prepárense. Yo ya estoy intentando contactar con la resistencia.

lunes, mayo 03, 2010

Solo

El hombre que mira por la borda cuando se aleja de Europa sabe que será la última vez que vea el continente. No le importa mucho, siempre ha tenido la muerte tan cerca que ahora que le han asegurado que no le quedan más que dos meses, no le parece tan terrible. Basta con dejarse ir, sin demasiado apego, basta con irse yendo sin hacer ruido, sin levantar la voz. Fumar una última pipa de kif, volver a ver a Aisha. Los últimos deseos de un moribundo que se irá y al que nadie recordará cuando haya pasado algo de tiempo. Para él ha llegado el momento en el que su propia vida ya le resulta tan ajena como la pequeña casa con vistas al mar que ocupó en los años ochenta y en la que los amigos permanecían años enteros, sin moverse de la silla de playa de la azotea.
El hombre que mira por la borda cuando se aleja de Europa ha hecho testamento, se ha despedido de sus hijos y de su ex mujer, ha vendido sus escasas posesiones y ha cogido un barco. Morir es lo más difícil de todo, una tarea a la que encomendar la vida: irse sin rabia, sin preocupación ni miedo. Mira a lo lejos y ve el peñón, su silueta recortada contra el gris de la tarde, la estela que deja el barco tras de sí, e imagina la columna de agua bajo el barco, la columna que cambia a medida que el barco navega sobre ella, imagina el fondo y las fallas y los volcanes, el mar bullendo de vida. Las nubes, agrupándose de forma caprichosa, el gris, que él sabe verde, del peñón. Ve la costa española y no puede evitar pensar que también es su vida lo que va quedando atrás, que también es su tiempo el que se deshace, como la niebla que cubre el mar, como la bruma que impregna sus ropas.
Después de la visita al médico, llamó a su familia uno por uno y les describió el final que deseaba. Les había hablado de un atardecer infinito, de la dulzura del mar arribando a la playa, de los pies callosos de los pescadores entrando en el agua para recoger las redes, del sabor del pescado cogido esa mañana en el mar. Más tarde les había dicho que no le buscaran, que cuando llegara el final el los recordaría, que estuvieran seguros, pero que no deseaba compartir esos momentos con ellos.
Estaba cansado de la eterna lucha por acallar la voz que nunca se iba, la voz del miedo, esa voz que dice a los hombres al oído que llegará un día en el que el mundo seguirá sin ellos, que seguirá sin detenerse ni advertir siquiera una perturbación en su superficie cuando llegue la hora. Ya no tenía ningún sentido seguir aferrado a nada. El final tampoco era para tanto, la verdad.

La foto es de David Ruiz.