jueves, junio 16, 2011

Miedo

El día que íbamos al cementerio para hacer una sesión de espiritismo siempre nos levantábamos con una inquietud especial, sabiendo ya de mañana que la noche nos traería miedo, inquietud y risas nerviosas. Saberse a salvo en medio de un miedo más imaginado que real, como en el cine de terror, era la mejor manera de ir abandonando la niñez poco a poco y de introducirnos en la adolescencia, una etapa en la que el miedo dejaría de ser imaginado para convertirse en algo real, en algo que nos acechaba en cada esquina o en cada beso.
En realidad, aprender a vivir, pienso ahora, es aprender a convivir con el miedo y envejecer es lo contrario, olvidar como se hace eso y dejar que el miedo te venza. Una más de las extrañas simetrías que forman parte de la vida: la adolescencia nos hace valientes y la vejez cobardes. No es difícil llegar a una conclusión de ese tipo desde esta ventana, mirando las colinas suaves y sin poder moverme de mi silla, cada día un poco más cerca de aquel niño incapaz de andar que fui alguna vez.
A las siete de la tarde se hacía de noche y aunque todos teníamos que estar en casa sobre las diez las horas entonces eran mucho más largas que ahora. Sabíamos que a las ocho se cerraba y que los vigilantes se quedaban en su caseta cenando algo y viendo la televisión despreocupados. Aquella televisión, panzuda y beige, tenía dos antenas de cuerno que había que girar todos los días hasta que la recepción mejoraba. Una rueda les permitía cambiar de canal. En ello pasaban quince minutos y cuando comenzaba el telediario los dos ya estaban comiendo una tortilla francesa en unos platos de cristal verde, en una pequeña mesa con hule de plástico de flores, grandes y rojas, lo recuerdo como si lo estuviera viendo en este momento. Cuando abrían la botella de vino, nos agachábamos y sin levantar la cabeza rodeábamos el cementerio hasta llegar al agujero.
Una vez dentro, discutíamos en voz baja cuál era el mejor lugar para el juego de la ouija. Yo siempre prefería la zona de los panteones, con los ángeles de piedra y las vírgenes pero el Antoñín, en cambio, prefería quedarse cerca de la salida, en una zona más iluminada. Siempre daba la misma excusa: si nos metemos ahí dentro no podremos ni siquiera ver la copa y no sabremos lo que nos quieren decir los espíritus. Bah, lo que te pasa es que eres un cagueta, le decíamos para tomarle el pelo, si quieres irte, por nosotros no pases un mal rato. Y se quedaba, claro.

1 comentario:

lecturayescritura dijo...

Como siempre que leo los artículos del blog saco partido. Enhorabuena, el sitio web se ha convertido para mí en una referencia. Podré estar o no de acuerdo con algunos planteamientos pero siempre es enriquecedor leer los artículos colgados. Felicidades nuevamente, seguid así y animo a la gente a que participe con sus comentarios en este tipo de sitios educativos porque la verdad es que son de un valor enorme en esta época de internet.
Ánimo y suerte con las publicaciones, os seguiré