martes, junio 30, 2009

4 años

Me ha dicho Xavie que tengo que escribir hoy. Vale. Recojo el guante (se creerá el gilipollas que no me atrevo). Ahí va mi texto:

Hoy, 30 de junio, hace cuatro años que subí mi primera entrada al blog. Y a pesar de que nunca me ha gustado escribir sobre el medio ni tampoco soy dado a las cadenas de blogs, las citas y demás prácticas propias de las bitácoras (bonita palabra, dice Xavie, pero poco práctica; pues vale, digo yo), hoy me gustaría agradecer su tiempo a todos aquellos que vienen aquí a leer (no te pases, ya sabes... que luego me dejas el blog demasiado sentimental, dice Xavie) lo que a mí (¡qué coño a ti, chaval, qué coño!) se me pasa por la cabeza.

Gracias a todos. En especial a aquellos que empezaron siendo lectores y se convirtieron en amigos. De los de verdad, de los de carne y hueso. Este no-lugar (te veo un poquito pedante últimamente, amiguete) me ha dado muchísimas cosas. Tantas que ni se me pasa por la cabeza cerrarlo.

Eso sí, si alguien tiene un diseño bonito (con fondo blanco, por petición popular) y me lo quiere ofrecer graciosamente (esto es, sin pagar), yo encantado.

Besos y abrazos,
Javier (¡hay que joderse!)

viernes, junio 26, 2009

Veinte

Su padre le había dicho que lo que le pasaba es que creía que tenía veinte años y a pesar de que él había contestado que no, que era muy consciente de su edad, la frase se había quedado flotando en la habitación como una acusación muda.
A él no le parecía que hiciera cosas propias de los veinte años, la verdad, pero qué sabía su padre. Cuando su padre tuvo a su primer hijo tenía veinticinco años y llevaba trabajando desde los catorce, en unas condiciones esclavistas, catorce horas al día, en mitad de La Mancha, en una venta polvorienta donde una vez vio a Ava Gadner, que siempre lo contaba, pedir una ración de carne con tomate para un perro con sarna que había por allí. Descansando dos días cada tres meses y sin poder gastar porque el dinero se enviaba directamente a la abuela para sufragar los estudios del hermano mayor. Y después camarero y oficinista en el Silo de trigo y por fin trabajador en una gran empresa. Su padre había conocido a su futura mujer, que tenía catorce, a los dieciocho y tras siete años de novios, se habían casado. Su futura mujer de entonces era ahora su mujer desde hacía casi cuarenta años. Se había afiliado a un sindicato todavía clandestino, por el impulso altruista de ayudar a los demás —como si los demás se lo merecieran—. Y luego había llegado la transición y las manifestaciones y la democracia, la hipoteca de una casa pequeña y fea, propia de los setenta —una casa para la que debió contratar una hipoteca con los tipos de interés muy altos, pero que pudo pagar en solo quince años con un único sueldo—, ver crecer a los hijos, vivir, verlos marcharse, la jubilación. El orgullo de haber creado una buena familia.
¿Qué podía saber su padre de sus vidas móviles, de estas vidas de estudiante, traductor, programador, revisor, ingeniero, experto en marketing, trabajador para una consultora, analista de mercados, estudiante otra vez, filólogo, editor, corrector de estilo y otra vez traductor? De estas vidas que nunca acaban de terminar, que se mezclan, que permanecen aunque hayan pasado décadas porque siempre, por mucho que deseemos que el pasado nos libere, somos también lo que hemos sido. De las capas que nos constituyen, de las tres ciudades en las que había vivido él, de las cuatro mujeres que ya había tenido y perdido, de la inmensa cantidad de tiempo dedicada a los libros, del desamor. De la escritura, de la batalla con las palabras, de los intentos por orientar la existencia de otra manera, del aburrimiento. De la cualidad lábil de la vida hoy en día. De la búsqueda permanente, de la pulsión autodestructiva que hay que cabalgar, siempre atento, sin dejarse ir, siempre concentrado. De la belleza de las ciudades desconocidas por la mañana cuando se está solo y se tiene un día completo que perder tomando café y leyendo.
Por eso se había limitado a contestar: no creo que lleves razón papá, no lo creo, y más tarde se había quedado en silencio.

jueves, junio 25, 2009

Piel

Al sacudir el cuerpo como si fuera un perro recién salido del agua, he observado una lluvia de escamas, brillando al sol y depositándose suavemente. He podido ver que habían formado en el suelo la muda de mi piel, un traje perfecto para mí pero hueco, sin carne dentro. Me he asustado y he corrido a mirarme en un espejo, temiendo el aspecto descarnado de mi cara. Estaba normal, si acaso más bronceada de lo que la recordaba.
He pensado que una visión, un sueño o una metáfora son cosas muy parecidas, que todo puede ponerse en el predicado de una frase, que nuestra historia depende de dónde se empiece a contar, de a quién asignamos el papel protagonista, y de la compañía, sobre todo de la compañía. Una vez comprendido esto, he decidido que todo lo que me ha sucedido lo ha hecho siguiendo un guión en el que nada fue producto del azar. Todo seguía un plan maestro para construir un personaje: yo mismo.

Y desde ese punto de vista, no me ha disgustado ser yo. Creo.

lunes, junio 22, 2009

Cenicienta

Cenicienta yace en la cama esperando la muerte inevitable, confirmada por los médicos de palacio. Tiene ochenta años, el pelo blanco y muy fino y su cara, en otro tiempo digna del príncipe, un óvalo perfecto en la que el poeta de palacio había puesto cerezas y perlas, marfil y rosas, está cruzada por una red de arrugas que deja ver las venas azules. Está recordando la noche del baile, la pieza que los músicos interpretaban cuando llegó al salón, el vestido mágico que realzaba su talle de forma tan maravillosa, sus zapatos de cristal. Y sobre todo, al príncipe, tan elegante en su uniforme, con aquel andar elástico que tanto gustaba a todas las mujeres del reino.
Sus hijos la miran con amor desde el borde de la cama, tal vez esperando un milagro, un último gesto mágico que la salve, pero ella sabe que va a morir, que nada puede ganar al tiempo y que incluso su propia historia acabará por ser olvidada. A partir de aquella noche, su vida ha transcurrido de forma imperceptible y nunca ha vuelto a sentir nada parecido, ni siquiera con su primer hijo. Entonces su visión comienza a nublarse y al oir de nuevo la música, al sentir otra vez las miradas de deseo de los hombres posadas en su cuerpo, una última sonrisa se abre paso en su cara.

jueves, junio 18, 2009

Bochorno

(Reducción al absurdo)

Hace calor. Bochorno. El hombre cocina en soledad mientras su mujer ha ido con los niños al centro comercial. Suda sin ser consciente de ello y, de vez en cuando, siente en las axilas una sensación de frescor que no espera cuando el viento entra en la cocina.
El hombre pone a sofreír la cebolla y el ajo en aceite de oliva virgen a muy baja temperatura. Poco a poco la cocina se llena de un aroma dulce. Escoge entonces tres tomates de la cesta que les trajo un vecino y los mete bajo el agua. Saca el corazón utilizando con habilidad un cuchillo pequeño y los divide en cuartos, que trocea cortando siempre por la parte de la pulpa.
El cielo es de color gris azulado. Las nubes han cubierto el sol pero, como una cúpula de vidrio, han encerrado el aire en su interior, que permanece quieto y caliente. También los árboles del prado parecen estar esperando algo. La radio ha dicho que se alcanzarán los 35º C.
El hombre, con un cuchillo de hoja estrecha y afilada, hace un corte en el vientre del perro muerto que yace en la encimera. Su mujer lo llamaba Aníbal. Con un movimiento experto le arranca la piel, volviendo el cuerpo como un calcetín y le corta las manos para separarla definitivamente. Tira el pellejo a una bolsa de basura negra, donde, a continuación, arroja también la cabeza y el rabo.
Las escalas repetidas de las clases de piano de la niña de los vecinos se extienden en ondas caprichosas, a merced del viento. El termómetro exterior sigue indicando 33º C, igual que media hora antes.
Nota las gotas de sudor acumulándose en sus cejas. Se lava las manos, sanguinolentas tras eviscerar al animal, y se las seca con un trapo, que le sirve también para limpiarse la frente. Coloca en la olla los pedazos de carne, teniendo cuidado de distribuirlos bien y añade sal, pimienta, azafrán y laurel. Tras cinco minutos, da la vuelta a la carne y añade medio vaso de vino blanco oloroso.
En el exterior, poco a poco, el viento comienza a arreciar. Las nubes se arremolinan nerviosas allá arriba, tornándose de un color oscuro, entre el gris y el azul. Ya ni siquiera puede verse exactamente donde está el sol. La temperatura sigue en 33º C, inamovible.
La cocina huele bien, como todos los domingos. El vino ha perdido el alcohol y tras remover el guiso con una cuchara de palo, lo cubre con agua. Cierra entonces la olla y la programa para que emita una señal a los veinte minutos.
El viento comienza a ulular en el garaje. Baja a cerrar la puerta de fuera y recuerda entonces la bolsa de basura negra. Vuelve a la cocina, la recoge y, junto con el contenido del recogedor, mete en ella también el trapo con el que se ha limpiado las manos.
La olla pita y al liberarla del vapor, el aroma resulta delicioso. La mueve entonces suavemente de izquierda a derecha, para comprobar si alguno de los trozos de carne se ha quedado adherido. El guiso se mueve sin problemas, denso, con la textura justa. Con un tenedor toma entonces un poco de carne para comprobar su grado de cocción. Está perfecta. Añade al guiso diez puñados de arroz, lo remueve y lo pone a fuego lento.
Su mujer y sus hijos llegan justo cuando está terminando de secarse de la ducha. Sale del baño, fresco y despejado, para besar a su familia. Los niños dicen a gritos que están hambrientos y que huele muy bien, que la comida que más les gusta del mundo es el arroz de su padre. Ponen el mantel, los cubiertos, el agua, el pan, los platos. Sirven el arroz y la carne y comienzan a comer.
Entonces los niños preguntan por Aníbal y él les contesta que no, que no lo ha visto; que habrá salido a dar una vuelta. Ya sabéis que lo hace a menudo, que este perro es un descastado. Esperemos que no le suceda nada, que no se encuentre con un perro mayor que él, ya lo conocéis, con las malas pulgas que tiene, esperemos que no se meta en una pelea o algo. Bueno, ya volverá cuando tenga hambre, ya sabéis cómo es.

lunes, junio 15, 2009

Amigos

(a Javi y a Ana; a Álvaro y a Hugo)


Los amigos de toda la vida son insustituibles. No hay muchas personas que puedan recordarte en tu adolescencia, cuando todo estaba aún por decidir, que puedan recordar todas las veces que te han roto el corazón; la primera vez que hiciste el amor y lo contaste con todos los detalles; la ocasión en que dijiste que querías ser arquitecto; que tengan fotos de tus dos primeros años de Universidad en carreras fallidas; que puedan traer a la memoria tus chistes de la secundaria, tu etapa estudiosa, tus becas de investigación, tus primeros trabajos, tus primeros problemas con los jefes; tu primera casa oscura y desvencijada que les mostrabas con orgullo.
Lo habitual es que las personas con las que uno tiene más relación sean las conocidas en las últimas etapas de su vida, en la ciudad en la que ahora vive, en el trabajo actual que uno tiene tras años de estar en la misma oficia de la misma ciudad de provincias y decidir dar el salto a la gran ciudad; lo habitual es que las relaciones diarias se adensen y se vuelvan importantes precisamente por eso, porque son diarias y el roce hace el cariño y si uno vive fuera de su ciudad natal, a quién vas a contarle tus problemas, a quién vas a pedirle que se pase por tu casa para compartir unas cervezas, a quién que comparta tu cama.
Sin embargo, con los amigos verdaderamente antiguos, con los amigos que te recuerdan con granos y un poco mareado tras fumar tu primer cigarrillo y beber tu primera cerveza en la calle, con ellos no es necesario preocuparse por el estado de la relación, con ellos lo único imprescindible es llamar de vez en cuando y ponerlos al día de tu vida, visitarlos y cenar con ellos charlando de cosas importantes, ir de vez en cuando de viaje. Seguir viviendo juntos, aunque sea por intervalos, aunque sean dos veces al año, seguir acumulando recuerdos que compartir, evitar que la nostalgia convierta las reuniones con ellos en una colección de anécdotas desvaídas por el paso del tiempo, tan inciertas ya, tantos años después, que uno no está seguro de si sucedieron realmente o las ha creado a partir de los recuerdos de todos. Parece fácil pero es necesario un gran trabajo: estar dipuesto a mantener esos vínculos, a perdonar y hacerse perdonar, a olvidar cuando aparece algún problema. Parece fácil pero, como todo lo que merece la pena, a los amigos hay que dedicarles tiempo y dedicación.
Por eso yo estoy tan orgulloso de tener tantos amigos antiguos, tantos amigos de toda la vida, de que haya tanta gente que me abre su casa y me hace la cama y me recibe con una sonrisa, a la que le gusta pasar gran parte de la noche hablando conmigo, preguntándome por mi vida, interesándose realmente por ella, que me conocen tan bien que casi siempre acertarían con sus consejos, en el caso de que se atrevieran a dármelos, de tenerlos a todos, de que sus niños me llamen tío y se pongan contentos de verdad cuando los visito, de que me traten como si fuera de la familia.

Sé que no hace falta, pero una promesa es una promesa: Gracias.

viernes, junio 12, 2009

Blues sudoroso

(a Alan Ball, creador de True Blood)

Tal vez ella solo muriera en mi corazón. Tal vez. Tal vez ande con otro y sus besos llenen su boca de saliva como antes hacían conmigo. Tap, tap. Ella se fue y yo me lamento. Me lamento y grito con la voz quebrada por un millón de cigarrillos. Con la cara esculpida por el paso del tiempo, un segundo y otro segundo cayendo por mi rostro y dejando surcos. Bum, bum. Me lamento y mi voz gutural sube un tono y luego dos, oh sí, y todo el mundo que alguna vez ha amado siente un escalofrío en la base de la espalda porque sabe que la pérdida nos espera a la vuelta de la esquina. Sí, nena, eso es lo que buscamos, el escalofrío.

Me lamento, bum, y mis caderas se mueven porque el mejor consuelo para el dolor es el sexo, dejarse ir, olvidarse, oh sí, nena, durante el tiempo que dura, que siempre es poco, siempre es demasiado poco. Eso es el blues: la pérdida y el sexo. Robert Johnson lo sabía bien. John Lee Hooker lo sabía. Sonny Boy Williamson lo sabía. Yo lo sé. Muévelo, nena. Muévelo otra vez y sabrás lo que es un hombre, nena. Porque yo soy un hombre, y ya se lo dije a mi madre con dieciséis años: Soy un hombre, eso es lo que soy, un hombre, entiéndelo.

Toco esa frase que ensayé ayer. Hermano, sueno mejor que el propio Muddy. Hermano, me sale a la primera, oh sí. Hermano, estoy tocado por el Don. Seguro, oh sí. Mis manos son Sus Herramientas. Todo se cubrirá de polvo, todo acabará engullido por el tiempo, comido por los gusanos. Eso me ha dicho el Maestro. Pero a quién le importa, a quién coño le importa cuando tus dedos pueden arrancar estas notas a la guitarra, sí, oh sí, a quién le preocupa. Mi cara así: transpuesta, entregada, fecundada. Que escuchen mi música. Eso basta. Que la escuchen. Soy mejor que Dios y peor que el diablo. Oh, nena, oh, sí, peor que el diablo.

Las parejas del local bailan pesada y lentamente mientras el sudor mancha sus axilas y cae en regueros lentos desde el cuello de las mujeres. Ummm, ese sudor. Los vestidos mojados de ellas se pegan a sus muslos, todas sienten muy cerca el sexo de su hombre. Se tocan, oh sí, nena, todos se tocan. Las caderas de los danzantes se mueven en grandes círculos, acunadas por el ritmo de la guitarra. Bum, bum. Todos sonríen. Alguno se relame. Yo me relamo, nena, yo me relamo pensando en las cosas sucias que te voy a hacer después.

Las paredes son de madera y la barra una tabla precaria. Oh, sí, niña mala, tú sabes bien cómo es esto, tú lo sabes bien. El cielo granate se torna oscuro suavemente mientras el viento agita los campos de maíz. Miles y miles de insectos chirrían, zumban y se mueven. Las lombrices se retuercen en la tierra. El vapor de las ciénagas cubre las raices de los manglares. La vida se renueva, los animales nacen y mueren, cariño, como todos nosotros, sí, oh sí, como todos nosotros haremos, alabado sea Su Nombre.

El diablo sopla entre las plantas, divertido por el espectáculo del atardecer. El diablo cree que Dios es un maestro de los decorados, oh, sí. Sí que es un maestro, nena. Tap, tap. Pero también piensa que no sabe divertirse como nosotros, acércate más, déjame que te roce, que ponga la mano algo más abajo de tu cintura, luego te enterarás, nena, luego sabrás lo que es bueno. El diablo nos ama a todos. El diablo nos ama, nena. El diablo es como nosotros, que cambiamos, ¡oh sí!, cambiamos y somos otros, somos otros todo el rato, nena, somos otros todo el rato.

martes, junio 09, 2009

Senectute

Resulta extraño hoy en día, pero el buen morir —«Filosofar es preparar la llegada de la muerte» es el título de uno de los capítulos de los ensayos de Montaigne, un capítulo en el que a veces parecemos leer el código Bushido propio de los samuráis— era tan importante en los siglos de Oro que se escribían libros para enseñar a hacerlo. Los hombres debían preparar el instante postrero durante toda su vida, que podía verse malograda por fallar en el momento final.

La idea del buen morir no solo estaba en relación con la concepción religiosa del universo de la época, con el desprecio con la vida terrena, sino también con el decoro propio de de la vida del hombre, que exigía comportarse de acuerdo a la edad de cada uno. Así, la juventud era una edad alocada, propia del amor y las aventuras pasionales; la madurez debía ser tranquila y estable, la edad de ver crecer a los hijos e incrementar el patrimonio; y la vejez debía ser sabia y resignada ante la idea de la muerte.

Esta última edad —la edad del frío y la escarcha— era, además, la adecuada para intentar dejar una impronta en el mundo, para que la fama de nuestros hechos nos sobreviviera, para no convertirnos en muertos anónimos que, poco a poco, se fueran confundiendo con la tierra: la senectute debía servirnos para resignarnos ante la idea de la desaparición y para completar, en la medida de lo posible, el legado de toda una vida. De ahí que se condenaran comportamientos que se consideraban inadecuados para los viejos.

Quevedo, por ejemplo, un escritor bastante cruel, escribe un soneto en contra de los intentos de una vieja por aparecer más joven que tal vez sea uno de los sonetos más crueles de toda la literatura de esa época (y quizá de toda la literatura en español):

[Vieja verde, compuesta y afeitada]*
Vida fiambre, cuerpo de anascote
¿Cuando dirás al apetito?: Tate
Si cuando el "Parce mihi" te da mate
Te da por mirar por el virote

Juntas en tu frente y tu cogote
Moño y mortaja sobre seso orate
Pues siendo ya viviente disparate
Untas la calavera de almodrote

Vieja roñosa: pues te llevan, vete;
No vistas el gusano de confite
Pues eres ya varilla de cohete

Y pues hueles a cisco y alcrebite
Y la podre te sirve de pebete
Juega con tu pellejo al escondite.


Hoy, la esperanza de vida ha aumentado y las edades del hombre se han retrasado al menos diez años. Pero me gustaría saber lo que escribiría Quevedo sobre esas mujeres recauchutadas, con los pómulos y los labios llenos de botox, y sobre esos hombres, de músculos abultados y camisetas estrechas, todos por encima de los cuarenta, que parecen tener la intención de evitar la vejez y tal vez la muerte y que tanto parecen querer alejarse de la senectute.

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* Anascote es un tejido basto de lana que utilizaban las dueñas viejas de vida aburrida. Tate sinifica «es suficiente». Parce mihi, las primeras palabras del oficio de difuntos. Virote se refiere al miembro masculino. Almodrote era un tipo de afeite que utilizaban las mujeres para maquillarse. Confite era el azúcar con el que se cubrían los dulces. Cisco es carbón y alcrebite es azufre. Podre significa pus y pebete era una varilla cubierta de incienso o una mecha con pólvora para encender fuegos artificiales, algo delgado recubierto por una sustancia maloliente.

sábado, junio 06, 2009

Lastre

Dice Vicente Verdú en una entrevista de Babelia:

«En Estados Unidos hay una cosa que se valora en los empleos: el lastre cero. Se llama a una persona de lastre cero a aquella que no tiene raíces, que tiene pareja pero no está enamorada, que no tiene hijos o los tiene distanciados, que tiene una formación pero no es una formación muy vocacional

... Es un mundo ligero y volátil, propenso a desvanecerse.»

Me parece tremendo. Imagino un ejército de espectros recorriendo la geografía americana a bordo de los aviones, siempre buscando algo que desconocen, desubicados, cambiando de personalidad en cada destino, tal vez con varias vidas paralelas, todos ellos propensos a desvanecerse, tal y como dice Verdú. Lastre cero. Todo lo que una, ate, implique, comprometa, todo es lastre. Y ya se sabe que para que el globo aerostático alcance suficiente altura (la gloria de Manhattan comienza a partir del quinto piso, cantaba Ruibal), es necesario arrojar por la borda el lastre, el peso muerto.

Y después, ya que estamos, podemos irnos nosotros detrás. ¿Qué mayor lastre que cargar con una vida así?

jueves, junio 04, 2009

Objetivo

Hoy, desde cualquiera de los cientos de helicópteros que la cruzan a diario, la ciudad aparecerá borrosa, difuminada, insinuándose entre el aire opaco. La perfección geométrica de las carreteras, los coches circulando ordenados por sus carriles, los radares destellando de vez en cuando, las grúas moviéndose con lentitud y descargando bloques de granito en las azoteas de los edificios en construcción, todo parecerá parte de un sueño.

Las gafas de montura dorada, la incipiente calvicie, el sobrepeso flácido, la expresión de alguien capaz de pagar por tener sexo con menores, el rostro desagradable.

Desde la cabina del piloto, la ciudad parecerá una construcción de Lego, con sus edificios en Azca, sus túneles, sus aparcamientos y sus parques. Las azoteas de los rascacielos, con una h gigantesca, destacarán como las señales luminosas de los clubes de carretera y, ya en el norte de la ciudad, el piloto podrá ver las piscinas de los chalés, de los adosados, de las urbanizaciones, el color verde de las pistas de pádel, los parterres perfectamente alineados, las vallas reforzadas, los guardias de seguridad. El piloto podrá ver el miedo.

Los polos de marca, las gafas de titanio, el cuerpo de alguien que pasa media vida en el gimnasio pero que no puede dejar de comer grandes chuletones chorreantes de grasa, el optimismo falso, los modales cercanos con los subordinados.

Cuando se aproxime a los nuevos barrios, contemplará los descampados, todos con un gigantesco cartel que anuncia una próxima obra, ahora detenida por falta de financiación, las escasas madres que pasean a sus hijos, los locales de la planta baja cerrados, esperando a alguien con dinero que invertir en un negocio, los arbolitos recién plantados de apenas un metro de altura. Verá el largo carril bici de kilómetros de longitud, tan apartado de la ciudad que solo los niños pequeños, recién llegados al barrio, lo utilizan los fines de semana.

La cara de vinagre, el pelo como de rata, mujer que se deja la vida en el trabajo para no tener que afrontar la soledad del hogar vacío. El cuerpo deformado por la menopausia.

Un complejo de cubos azules recortándose contra el cielo podrá observarse desde varios kilómetros antes. Doce edificios en total, con el inmenso logotipo de una multinacional española ocupando la mitad de la fachada de uno de ellos, de los que el piloto elegirá el más alto de los situados al norte y contemplará a través de sus cristales, sin prestar demasiada atención, el ir y venir de gente que trabaja en su interior.

El cuerpo trabajado en maratones, la nariz aguileña, el pecho escaso, el pelo largo y rubio, candidata preferente a la cirugía estética.

Cuando el piloto apriete el botón, será hermoso contemplar la lluvia de fragmentos de cristal, las miles de esquirlas azules que caerán del cielo sobre los fumadores que hacen un descanso, sobre los mensajeros que van de un sitio en el complejo, sobre el personal de seguridad en sus pequeños coches eléctricos, sobre los jardineros. Y será hermoso subir a la planta ametrallada y observar los restos de sangre, reluciendo metálicos en las pantallas de los ordenadores.