lunes, noviembre 24, 2008

Museo

Aquel día fui al museo como muchos otros, un día entre semana por la tarde, cuando faltaban dos horas para el cierre. Las paredes blancas de las que colgaban aquellas fotografías en blanco y negro ocupaban muchos metros cuadrados. Se trataba de la retrospectiva de un fotógrafo famoso, fotos con más de treinta años que constituían un retrato de cierta juventud marginal y rockera, muy identificada con los mitos norteamericanos. Algo extraño para los jóvenes españoles de los setenta.
La heroína jugaba un papel importante en aquellas fotos, aparecían muchos jóvenes inyectándosela, un juego con la muerte demasiado común en aquellos años. Una plaga que acabó para siempre con el talento de toda una generación.
Los ojos de los hombres y mujeres drogados eran de lo mejor de la exposición, miradas perdidas, más allá de cualquier pensamiento consciente, sombras que reflejaban un inmenso placer. Me fijé durante mucho tiempo en esas miradas. Recorrí la sala con tranquilidad, deteniéndome en los detalles morbosos, en las expresiones cuando se chutaban —qué droga esa, capaz de arrastrar al fango a chavales de veinte años, chavales que en fotos de seis años después ya parecen ajados y destruidos, con los ojos perdidos, con brillos en la cara, con tatuajes desvaídos— mirando a la cámara desafiantes mostrando sus tatuajes y sus tupés, sus zapatos de charol y sus cazadoras de cuero con las insignias de Harley Davidson.
Fui al servicio y me preparé un par de rayas y, como me ocurre casi siempre, me entraron ganas de cagar. Tarde media hora en hacer todo lo que tenía que hacer y cuando salí, advertí que el museo había cerrado y que no había guardas de seguridad que pudieran ayudarme. No se oía nada. Sólo mis pasos sonaban amortiguados en las salas de la exposición. A diferencia de las salas que contenían cuadros y esculturas, las exposición se cerraba por la noche para ahorrar dinero en seguridad. Tal vez las fotografías fueran menos importantes que las pinturas. Tal vez la existencia de los negativos, que permiten reproducir de forma infinita la imagen, haya devaluado la importancia de las copias. El arte no ha vuelto a ser el mismo desde que se puede reproducir hasta la náusea, pensé. Debe de tratarse de dinero, así ahorran en cámaras y guardias, quién va a querer llevarse una fotografía que será exactamente igual a cualquier otra extraída del mismo negativo.
Los sitios cerrados y desiertos no son un buen lugar para alguien como yo. La única vez que me quedé encerrado en un ascensor, pasé los escasos veinte minutos que permanecí dentro respirando con precaución, controlando el pánico. No es que tenga claustrofobia en sentido estricto, es sólo que no me gusta saber que no puedo salir. Empiezo a imaginar el aspecto que tendrá mi cadáver cuando lo encuentren, con los ojos muy abiertos por el terror, ahogado en un ataque de pánico. Y el pánico es un círculo, a medida que imaginas con más precisión el aspecto de tu cuerpo muerto, más rápidamente respiras y menos oxígeno llega a tus células. Comienzas a sentirte mal y de nuevo la imagen de tu cadáver aparece en tu cabeza, cada vez más enfocada, cada vez más nítida, y eso, a su vez, provoca de nuevo la caída en la hiperventilación, en la náusea, en la inseguridad.
Me pareció entonces escuchar algo en la sala de la derecha, como un roce de pies arrastrados, un rumor. Tuve miedo —cómo no tener miedo en esa situación, solo y encerrado— y me moví rápidamente en dirección contraria buscando un hueco donde resguardarme, dónde nadie pudiera encontrarme. Hallé una puerta, que cedió tras un empujón sin que pareciera activar ninguna alarma, y me metí dentro. Algunos cubos y fregonas se apilaban sin demasiado orden en el interior. Una luz roja me permitía distinguir los contornos de las cosas. Pensé que tal vez una raya consiguiera tranquilizarme, que tal vez atenuara algo mi nerviosismo. Me puse un par —hace demasiado tiempo que nunca me preparo una única línea— y las aspiré. Noté mi corazón bombeando estruendoso, el sudor saliendo y acumulándose en mi frente. Intenté respirar profundamente sin conseguirlo. El rumor de fuera se hacía más y más fuerte y se aproximaba lento hacia mí. Como si algo pudiera olerme, como si una voluntad se arrastrara con dificultad en mi busca.

Transmisión

Una de las cosas que más preocupa a los escritores (a los verdaderos escritores, quiero decir, no a los blogueros, ni a los cronistas sobrevenidos, ni tampoco, como es mi caso, a los aspirantes a tertulianos [porque yo siempre quise ser tertuliano, siempre aspiré a opinar de todo con seguridad y a ganarme la vida con ello, ya ven ustedes que siempre fui charlatán y que, habiéndolo comprobado casi desde la cuna, decidí potenciarlo por ver si el éxito acababa por rendirse, agotado por la insistencia de mi inacabable verborrea que todo lo cubre de vanas palabras]), una de las cosas que más preocupa a los escritores, iba diciendo (antes de que la digresión se moviera independiente de mi voluntad y creciera y creciera hasta llenar varias líneas entre paréntesis dobles) es el legado. Lo he leído por ahí, el legado, que creo que es la obra de toda una vida y eso.
Es decir, los escritores se preocupan de cómo recordarán los hombres su obra, cómo la entenderán los lectores dentro de cien años, cuando el mundo esté ahogado por el derretimiento de los polos (Ballard dixit) o sediento por la falta de lluvia (Ballard dixit), qué sentimientos provocará esa obra, qué lugar ocupará el escritor en el canon occidental, qué perdurará de todo el tiempo empleado frente al papel en blanco y demás.
Y sin embargo, la transmisión cultural está regida, como todo, por las inabarcables leyes del azar y la indeterminación, y no sabemos realmente si las obras de Sócrates que Platón olvidó no eran más importantes que las que transcribió, no sabemos por qué sólo han perdurado en España dos cantares de gesta (cantar de gesta arriba o abajo) cuando en Francia se conservan centenares de la misma época y desconocemos la importancia de las obras escritas en mozárabe aljamiado que están en la Biblioteca de Tombuctú y que salieron de Toledo a finales del siglo XV. Por ejemplo.
Así que, en puridad (no sé por qué esta expresión siempre me recuerda una conocida marca de alimento para mascotas o de abono o algo así), no es posible conocer qué lugar ocupará la obra de alguien dentro de algún tiempo. De hecho, en puridad, no es posible conocer siquiera si ese escritor será una nota al pie en la historia de la literatura (una nota al pie muy técnica y muy rebuscada que sólo un estudiante de doctorado rescataría para tratar de impresionar al tribunal [¡¡iluso!!]), si será aún leído, o, más que probablemente, si el olvido lo habrá cubierto de su manto de invisibilidad. Y si no, piensen que el teatro más visto en el siglo XVIII en España era el teatro de magia (análogo a las películas de efectos especiales del Hollywood de hoy) y que a Jovellanos no iban a verlo más que los amigos y poco más.
Porque la humanidad, a pesar de toda la información registrada, a pesar de la manía actual por dejar constancia de cualquier nimiedad, a pesar de la información magnética y óptica y Google, y las cámaras digitales y los blogs y Facebook y los grupos de personas empeñados en hacerse fotos constantemente y las granjas de servidores alineados en California que se suponen son nuestra memoria cultural, la humanidad siempre ha hecho lo mismo: olvidarse. Se olvidó de cómo se leían los jeroglíficos, se olvidó de cómo se interpretaba la escritura cuneiforme, se olvidó de llamar a los bomberos cuando aquello de la biblioteca de Alejandría, se olvidó de traducir del árabe gran parte de la cultura antigua del mundo occidental, se olvidó de cómo leer los manuscritos de la Edad Media, se olvidó… Hasta se hubiera olvidado de Kafka si no hubiera sido por Max Brod, el amigo que no le hizo caso cuando le pidió que quemara sus manuscritos y que ordenó y corrigió y decidió la imagen que tendríamos para siempre de él.
Lo que quiero decir, la verdad, es que todo lo escrito, todo lo impreso, todos los libros que alguna vez han sido tienen una importancia directamente proporcional al tiempo que han sobrevivido desde que fueron escritos y que eso depende, en gran medida, del azar. Así que tampoco sabemos si, gracias a la conservación milagrosa del manuscrito en algún disco óptico, dentro de dos siglos el escritor más importante y que representará como nadie la literatura de inicios del siglo XXI no acabará siendo, es un decir, John Grisham (que Dios lo tenga en su gloria).

En resumen que a todo, absolutamente a todo, lo cubre el tiempo de polvo y ceniza y que, tras unos siglos, lo que brilla a lo lejos como una estrella en el paisaje gris a veces es un brillante y a veces el cristal de una botella de Coca-Cola.

Y que todo esto no es más que una demostración de conocimiento inútil que espero me sirva para encontrar trabajo de tertuliano. ¿Hay alguien ahí? ¿Alguien quiere que le envíe el C.V.?

martes, noviembre 18, 2008

Mantenimiento

El hombre con rayos X en los ojos miraba el amanecer desde el edifcio de oficinas en el que trabajaba. Nadie de aquel edificio conocía su habilidad porque, como ya he contado en algunas ocasiones, no se fiaba de que aquello no acabara convirtiéndose en su condena. Miraba los armazones de los rascacielos a la vez que el sol iba llenando de claridad el cielo, poco a poco, desde un azul casi negro en las alturas hasta una línea progresivamente más clara detrás de los edificios.

El hombre con rayos X en los ojos lloraba con disimulo por la belleza del espectáculo. Por la sucesión de construcciones geométricas en la ventana, cubos y conos, hechos a su vez de otros cubos y conos, con largas vigas de metal que los atravesaban; por las salas de mantenimiento, que le hacían pensar en los nódulos de un sistema linfático; por los huecos de los ascensores y los aparcamientos, que le recordaban las arterias y venas del sistema sanguíneo, con esas redes de tuberías que llevaban el agua y la electricidad de un sitio a otro.

El hombre con rayos X en los ojos no estaba solo en el mundo. Hablaba a diario en un chat con otras personas con poderes especiales. Y en aquel momento le hubiera gustado compartir sus impresiones sobre el espectáculo con alguno de sus amigos, aún sabiendo que no era posible, que estaban lejos. Por ejemplo, la chica con la que salía ahora era capaz de ver la luz en el espectro de los infrarrojos y él la había visto más de una vez con los ojos muy abiertos ante los incendios forestales. Ella le había contado lo que sentía al mirar las masas incandescentes moviéndose como seres orgánicos.

En esta ocasión, sin embargo, hubiera preferido estar en la oficina con una mujer con la misma facultad que él. Exactamente la misma: rayos X en los ojos. Para poder mirar juntos el amanecer sin tener que recurrir a las palabras.

lunes, noviembre 17, 2008

Aeropuerto

El hombre con rayos X en los ojos esperaba pacientemente en la cola del aeropuerto, dispuesto a las humillaciones necesarias para embarcar en un vuelo transoceánico. Allí estaba, aguardando que le pidieran que se quitara los zapatos o el cinturón. Como todo el mundo. Odiaba los aeropuertos porque estaba seguro de que, en el caso de que supieran de su capacidad, se convertirían en una cárcel para él. Podía imaginarse sin esfuerzo encadenado a una silla, vigilado por un guardia armado, obligado a revisar la cola de entrada por el día y sometido a toda clase de experimentos por la noche. Él también había sido lector de X-Men y sabía el destino que esperaba a las personas con poderes especiales.

La cola avanzaba pausadamente porque la mayoría de la gente que estaba entrando a la zona de embarque del aeropuerto eran ancianos, que se movían con cuidado, poco a poco. Algunos de ellos apenas podían caminar por lo que la operación de despojarse de los zapatos y más tarde volver a ponérselos les llevaba mucho tiempo. Los guardias que revisaban la entrada ni siquiera pretendían parecer amables. Les apremiaban con malos modos, preocupados por el tamaño que la cola iba alcanzando paulatinamente.

Los viejos iban entrando temblorosos y rellenando la sala de embarque del aeropuerto con sus cuerpos flacos, sus muletas y sus medicamentos. Toda la escena le recordó un cuento de Kurt Vonnegut, aquel que se titula: "Bienvenido a la jaula de los monos" en el que existían cabinas de suicidio asistido que los viejos visitaban para despedirse del mundo. En ese cuento, la presión de la sociedad para que se suicidaran era tremenda: los viejos debían soportar los mensajes publicitarios incitándoles a ello a todas horas. Se imaginó, durante un momento, que el avión no sería una máquina destinada a llevarlos a ningún sitio sino una gigantesca cabina de suicidio en la que dispersarían un gas mortal para acabar con todos ellos, jubilados que dejaron de cotizar a la Seguridad Social mucho tiempo atrás. El gas se dispersaría, inodoro e incoloro, y todo el mundo moriría de forma suave. Nada más fácil que deshacerse de los cadáveres desde el avión en marcha.

El hombre con rayos X en los ojos se quitó de la cabeza una idea tan horrible porque, últimamente, su terapeuta le advertía constantemente en contra de la paranoia. Le decía que saltarse la medicación no era una buena idea, que tomarla le ayudaría a mantener un estado de ánimo más equilibrado.

Se fijó entonces en un anciano de casi ochenta años que se mostraba bastante vivaz, más en forma que sus compañeros de excursión. Se estaba quitando los zapatos sin demasiado esfuerzo, sin contraer la cara al inclinarse ni resoplar una sola vez. Cuando pasó por debajo del arco detector de metales, un pitido hizo que el guardia de seguridad se acercara a él con el detector portátil. Él explicó que tenía una placa de metal en el cráneo, una herida de guerra, dijo. El guardia lo miró socarronamente, como si no fuera capaz de imaginar a aquel anciano, setenta años antes, empuñando un arma o tumbado boca abajo en el suelo afinando la puntería para disparar. La batalla de Teruel, dijo el hombre. ¿Qué batalla, abuelo?, preguntó desconfiado el guardia. La de Teruel, y yo no soy su abuelo, respondió el anciano. Disculpe, hombre, sólo pretendía ser amable. Más que amable, me ha parecido usted condescendiente, pero no se preocupe, los viejos estamos acostumbrados a eso. Tengo una placa en el cráneo, justo aquí, dijo el viejo, compruébelo con la maquinita esa que lleva. El guardia de seguridad acercó entonces a su cabeza el detector portátil y éste comenzó a pitar con mucha intensidad. El guardia dijo entonces: Está bien, puede pasar. El viejo caminó un poco con sus zapatos y su cinturón en las manos y se los volvió a poner un poco más adelante.

El guardia civil no había advertido que el viejo no sólo tenía una placa en el cráneo —una mancha luminosa, que destacaba como coloreada de azul para la visión del hombre con rayos X en los ojos—, sino que también llevaba una tobillera con una pistola en ella. El hombre con rayos X en los ojos escrutó la expresión del viejo. No estaba nervioso ni alterado, le pareció que aquella no era la primera vez que burlaba la seguridad de un aeropuerto. Probablemente, gracias a su edad, ningún guardia civil lo contemplaría como una amenaza. Se preguntó que haría a un viejo cargar con una pistola tan grande, qué amenazas —reales o imaginarias— le harían andar armado por el mundo. No supo responderse.

El avión comenzó tomar velocidad para despegar. Las expresiones de los viejos intentaban aparentar tranquilidad pero el viejo de la pistola no dejaba traslucir ninguna emoción. Leía tranquilamente un libro, ajeno al traqueteo del avión, al sonido del motor alcanzado los seiscientos kilómetros por hora, a la fuerza que los mantenía incrustados en el asiento. Cuando el avión se despegó de la tierra, la ciudad apareció abajo como una maqueta de Lego, indistinguible de tantas otras ciudades desde esa altura.

El hombre con rayos X en los ojos pensó por un momento que el anciano armado tendría bastantes posibilidades de secuestrar el avión si se lo proponía. Se preguntó dónde querría que los llevaran en caso de que ese fuera su plan. Sentía curiosidad por saber dónde acabaría todo, en el caso de que el viejo se atreviera a hacerlo. Sin embargo, llevaba varios días sin dormir bien y había tomado un somnífero para el vuelo. Se quedó dormido pensando que tal vez la expresión decidida del viejo fuera lo último que recordaría en su vida.

Cuando el viejo se levantó y se dirigió a la cabina del piloto, él soñaba con la forma del avión, un esqueleto parecido al de una manta raya surcando los cielos en lugar de las aguas más profundas.

martes, noviembre 11, 2008

Molicie

Miro a través de una celosía y veo las paredes blancas y el empedrado del suelo. En la habitación hace calor y un ventilador de techo emite un zumbido suave. El sudor se seca poco a poco sobre mi espalda. A mi lado el cuerpo de una mujer se mueve imperceptiblemente debido a su respiración. Duerme con una expresión tranquila en la cara.
En la calle, un par de turistas con pantalones cortos y gorra caminan pegados a la pared, evitando el sol. El aire vibra por el calor que sale del suelo.
Me recuesto boca arriba en la cama y me acaricio el vientre mojado. Fumo un cigarrillo y el humo hace arabescos. Las partículas en suspensión se iluminan por los dos rayos de sol que consiguen pasar la barrera de madera. Recorro con los ojos la habitación y sigo las grietas en la pintura, el vuelo lento de un par de moscas, el recorrido de una gota de sudor que cae desde el cuello de la mujer, que se desliza blanda y espesa hasta alcanzar la mitad de su espalda.
Un perro ladra. Se oye a alguien llamando chistar. El murmullo de los aires acondicionados es como un sonido justo en el umbral de la percepción. Los muros de las casas dejan salir algunos diálogos de la primera telenovela de la tarde.
En este momento, la mujer me ha olvidado, ya no estoy con ella, ni dentro ni fuera de ella. Ahora ella está en otro sitio al que no puedo llegar. No me parece mal. Me gusta mirarla mientras duerme. Estará soñando. La miro una vez más y entonces hago algo sentimental: la beso en la mejilla, como si fuera la futura madre de mis hijos.
Observo desde la altura la suavidad de las piedras antiguas, redondeadas por el paso del tiempo y descolocadas por el movimiento de las raíces. En esta ciudad ni siquiera se pueden cambiar las losas de la calle sin llamar a un arqueólogo.
Me levanto de la cama. Me visto con ropa ligera y me voy. Cuando salgo a la calle una vaharada caliente y espesa me golpea la cara, así que busco una cafetería que esté abierta y entro. Pido un café solo y comienzo a leer un libro que compré por la mañana.
Cuando termino de leer han transcurrido dos horas y la temperatura ha descendido cinco grados. En la calle comienza a verse a gente que aún guarda en la cara rastros de la somnolencia de la siesta. Vuelvo a la habitación de mi hotel. La mujer ya se ha ido.

lunes, noviembre 03, 2008

Disparos

Al despertar vuelve a sentir la arena en la boca, el frío en los huesos tras una noche a la intemperie. Las pastillas que lleva dos años tomando no le sientan bien pero, como a todos, le son necesarias para mantener la concentración y no dormirse en combate. En una ofensiva no hay lugar para el sueño. En una batalla, un soldado con sueño es un soldado casi muerto. Por eso, cuando esa misma mañana el capitán los reúne a todos para contarles lo que espera de ellos, reparte las pastillas como un camello ante la puerta de una discoteca. Él también bromea cuando las recibe, igual que los demás. «¡¡Vitaminas!!» dice, vitaminas para una larga jornada sin sueño, para una larga jornada de miedo. Lo primero que se altera en la guerra es justo eso, el sueño. Cuando lo licencien va a pasar un mes metido en la cama sin salir, un mes completo entre sábanas.
Pasan las horas apostados tras un montículo vigilando un puesto enemigo. Los cabrones son duros. Se suponía que ya habían ganado esta guerra y, sin embargo, todas las semanas hay bajas en su unidad. Ahora hay una operación en marcha, quieren echarlos de veinte o veinticinco aldeas y aumentar la franja de seguridad en torno a la frontera. Las pastillas le dejan la boca seca. Sin embargo, todos saben que es un efecto que no se disipa con el agua, que deben soportarlo a cambio de permanecer despiertos y no arriesgarse a ser degollados por cualquiera de estos hijos de puta, convencidos de estar haciendo la guerra al mismo diablo. Cabrones. Pedregosos como el paisaje, así son estos hijos de puta. Él mismo vio una vez a un combatiente al que le faltaba el brazo izquierdo y un pie. Un puto lisiado disparándoles. Por el contrario, el setenta por ciento de los nuestros están aquí para conseguir los papeles y el treinta por ciento restante por inconsciencia, por no saber dónde se metían, por idiotas. Como él.
Entonces comienza el tiroteo y siente su hombro palpitando por el retroceso de su arma. Todos tiran. Llega el apoyo aéreo y estallan los gritos de júbilo cuando una defensa enemiga —un refugio excavado en el suelo y protegido por sacos terreros— salta por los aires. Ahora su columna se desplaza en zig-zag, con la cabeza agachada, tratando de conseguir una posición segura. Suenan ráfagas. El sol está empezando a calentar haciendo que la tierra adquiera un tono rojizo, como si recordara la sangre que ha absorbido durante estos siete años de guerra de mierda. Aquí y allá hay destellos, fragmentos de cristal suavizados por el tiempo que quedaron enterrados y que relucen al reflejar los rayos del sol. Sus compañeros se echan cuerpo a tierra y él los imita. Ahora hay demasiado ruido para saber exactamente de dónde vienen los disparos. Parece que les han atrapado entre dos fuegos, que les han tendido una emboscada. No sabe qué está pasando. Ve a Antonio, el dominicano, caer a su lado mientras se agarra el vientre. No cree que tenga ninguna posibilidad, ha podido ver sus ojos, su cara de miedo, su terror. Se arrastra sobre su estómago hasta una barrera natural. Ahora puede observar la situación con algo de distancia. Dos grupos de tiradores les atacan. A órdenes de su sargento, su columna se divide en dos. A él le toca el grupo de la izquierda. Todos cargan los fusiles con munición de mortero y comienzan a disparar. Cuando han transcurrido unos quince minutos, detienen el fuego. Ahora no se oye nada. Una alta columna de polvo se levanta a unos quinientos metros, parece que han neutralizado al enemigo. El famoso silencio tras la batalla no es más que sordera transitoria, demasiadas explosiones, demasiado cerca. Antonio yace con la mirada vacía, boca arriba, un hilillo de sangre la cae de la boca. Su mujer lo esperará en vano. Nunca tendrá hijos.
Cabrones, grita, cabrones... Y sale del refugio para rematar a los que hayan quedado vivos. En ese momento, siente una gran golpe en la espalda. No cree que haya sido nada. Si no duele, seguro que no ha sido nada. Y entonces se desploma como un títere al que hubieran cortado los hilos.