martes, noviembre 26, 2013

Memoranda III

Llevamos más de una década dejando un rastro escrito de nuestras preocupaciones y deseos y nos estamos convirtiendo en la generación más influida por el texto escrito de la historia (lo que no deja de resultar curioso cuando la mayoría de la gente no sabe distinguir entre “haber” y “a ver”). Hoy, por ejemplo, revisando mis correos del año pasado por motivos administrativos, me he visto de nuevo asaltado por el estado de ánimo con el que los escribí. De forma amortiguada, sin la urgencia y la preocupación aquellas, como un reflejo en la caverna que decía aquel filósofo, pero influido al fin y al cabo.

Yo tenía una librería en Malasaña (no era una granja en África pero los tiempos han cambiado y yo tampoco formo parte de una familia burguesa de daneses coloniales). La tuve que cerrar el año pasado, harto de echarme a temblar cada vez que un día 30 llegaban los recibos. Perdí parte de la barba por el estrés y hasta hace muy poco tiempo no he querido hacer balance. En realidad, sigo sin querer hacerlo (llegará el día, estoy seguro) pero el trámite administrativo de esta mañana me la ha traído de nuevo a la memoria.

Podría intentar recordar por escrito solo los buenos momentos, las gracias de los lectores cuando una recomendación les gustaba, la lectura de grandes libros (unos cinco en un año y medio, las novedades son las que son) en mi butaca, mirando a la gente pasar por la puerta (y no entrar, claro, si no fuera por aquello, ahora no estaría escribiendo esto), el taller literario del que era miembro y que se reunía en el sótano de la librería durante ese tiempo, el haber conocido a personas que aún siguen en la brecha, peleando y consiguiendo hacer una revista todos los meses, como la gente de Números Rojos o de Orsai, las sesiones de música que hicimos, el ajedrez de las tardes, las fiestas con los amigos, los cafés del sábado por la mañana. Pero entonces no sería totalmente sincero.

El pensamiento positivo es una mierda, ténganlo en cuenta. Hay que tener cuidado con él hoy en día: puedes descubrir que el culpable de que el cáncer no remita eres tú mismo, que no fuiste suficientemente positivo mientras te aplicaban la radioterapia. Con un fracaso empresarial sucede algo similar, hay que tener cuidado de acotar lo que sucedió en sus justos términos. Un fracaso es una fracaso es un fracaso. Ya está. ¿Se aprenden cosas? Por supuesto. ¿Es completamente achacable a uno mismo? Pues también. ¿Volverías a hacerlo sabiendo ahora lo que desconocías entonces? Sí, pero lo haría de forma muy diferente, la verdad.

No es bonito reconocer que pusiste tu empeño en una idea que no funcionó. Además, visto el trabajo que supone publicar un libro en una editorial (y me refiero al trabajo posterior a su escritura, trabajo de promoción y de organización y de presentaciones y demás), creo que se me quitaron las ganas de hacerlo con el libro de relatos que tengo por ahí en un cajón (un correo de Gmail, por supuesto). Y me da la impresión de que no volverán.

Dicho esto, también he de decir que me alegro mucho de haber fracasado en el intento porque eso significa que el intento fue cierto, que no se trató de soñar con hacer algo, sino que lo llevé a término, lo hice de verdad. Creo que eso tiene su importancia y su valor.

Y la barba volvió a salirme entera, por si se lo preguntaban.