jueves, marzo 25, 2010

Barrio VII

A veces, nos montábamos cuatro en un coche y hacíamos una excursión a otro barrio aún peor que el nuestro para conseguir sustancias de mejor calidad o más baratas. Daba igual una cosa que la otra. A mayor oferta, precios más bajos o mejor calidad del producto. Según parece, esa es una de las claves del capitalismo. Y ¿qué mejor expresión del capitalismo en estado puro que el contrabando? Allí donde no existe regulación, se imponen los tiros pero incluso los que mandan sobre los pistoleros saben que los negocios son mejores sin violencia, que se trata de competir por una cuota de mercado, que la guerra de precios reduce el tamaño del negocio para todos, que, como tal vez hagan los directivos de las grandes empresas energéticas o de telecomunicaciones, a veces es mucho mejor jugar nueve hoyos en el club (o compartir nueve putas en el club, es igual) y ponerse de acuerdo en un precio máximo y otro mínimo que perder parte de la tajada por la competencia.
Ahora ya he aprendido de economía y de marketing, ya he aprendido a interpretar el signo de los tiempos leyendo entre líneas en las páginas de economía, a advertir el signo torcido de los tiempos en las cuentas de resultados trimestrales de las multinacionales del IBEX. Entonces no. Entonces sabíamos otras cosas, por ejemplo que cuando llegaban las lecheras para hacer una redada en esos barrios peores (siempre nos preguntamos por qué ponían a todo volumen las sirenas cuando iban a hacer algo así, ni que estuvieran intentando que escaparan todos corriendo) los niños que parecían desocupados sobre los bancos iniciaban una cadena de señales, una cadena de señales cuyos ojos llegaban al mismo límite del barrio y que corría secreta, más rauda que los coches de la policía. También sabíamos cómo distinguir a un madero de la secreta intentado pasar desapercibido en un bar. En realidad, siempre nos preguntábamos por qué los policías de la secreta no hacían un curso que les ayudara a pasar desapercibidos. Por entonces casi todos tenían el aspecto de hombres de mediana edad en busca de jovencitas, con aquellos bigotes y aquellos vaqueros comprados en la tienda del barrio. También sabíamos apartarnos discretamente si había una bronca a nuestro lado, o caminar y mirar hacia atrás disimuladamente si alguien nos seguía.
Y aún nos queda algo de eso. Hay cosas que nunca acaban de irse.

martes, marzo 23, 2010

Metafísica

Todo es brillante y la niebla lo llena todo de una extraña luminosidad sobrenatural. Estamos muertos y Dios está ahí arriba y todos nos sentimos invadidos por el amor, llenos de amor, atravesados por él, como si los rayos de amor con los que el Espíritu Santo se coronaba penetraran en nuestro interior como una espada, como muchas espadas afiladas. Todo tiene ahora significado, como si la muerte no fuera nada más que disfrutar y seguir disfrutando de ese momento que otra veces conseguíamos gracias a los estupefacientes: sí, aquel momento epifánico, justo ese. Todo es cómico y trágico a la vez, todo está ahí, sin estar mediatizado por los pensamientos de nadie, sin que tengamos ningún apego a las cosas materiales ni a los pensamientos ni a nosotros mismos. El eterno círculo de la existencia gira sin parar en nuestro estómago mientras Dios sigue ahí, atravesándonos con sus rayos como espadas. Todo es brillante. Y doloroso. Pura felicidad.

jueves, marzo 18, 2010

Barrio VI

Solíamos frecuentar un bar en el que el humo apenas te dejaba ver la cara del amigo que se sentaba enfrente de ti. Un lugar de música atronadora, una constelación de ojos rojos y cazadoras de cuero. El dueño se llamaba Jose y había sido yonqui de heroína unos años antes. Aunque él se consideraba un ex yonqui, la verdad es que seguía drogándose habitualmente, tomaba anfetaminas, cocaína, LSD y éxtasis, fumaba hachís y marihuana pero, eso sí, la heroína ni la tocaba. Conocimos a más de un Jose en la época, alguien que ha estado enganchado al jaco y que si consigue dejarlo ya nunca más se considera un yonqui (aunque para ello deba encontrar otras maneras de ausentarse de sí mismo, ausentarse lo suficiente para no pensar en ponerse un pico, porque detrás del primero ya vendrá el segundo y el tercero, no pensar en ponerse un pico aunque haga falta estar colocado para ello, no pensarlo aunque resulte extraño vivir colocado para poder dejar de estar colocado). Y un buen día, tiempo después, vas caminando por la calle y te llaman, y oyes tu nombre a media voz y cuando te giras ves a Jose. Y pesa quince kilos menos. Y piensas: Ya está. Y te ofrece lo mismo que fueras a comprar a aquel bar. Y te dice que no le ha ido bien. Que el bar cerró. Que discutió con su hermano. Y tú dices: Me alegro de verte. Pero es mentira. No te alegras en absoluto.

Supongo que recordar así a alguien no es justo, ignorar conscientemente quién era y reducirlo a la pobre estampa de un yonqui necesitado, convertirlo en un estereotipo, un pobre desgraciado, un perdedor, un inconsciente, un enfermo. Sobre todo si recuerdas las conversaciones en su bar, los cursos que hacía de vez en cuando con la vana esperanza de cambiar de vida, recuerdas las veces que pagó la ronda, las miradas que le dirigía a su novia. No, no es justo. Y otra vez toma cuerpo en tu cabeza aquella imagen que no consigues olvidar, aunque no sepas muy bien por qué: dos yonquis que duermen abrazados en invierno en una plaza, muy deteriorados, en las últimas y abrazados, a punto de irse y abrazados, con un grado de compromiso que nunca tendrás con ninguna mujer. Porque a lo que se han comprometido es a acompañarse hasta el fin. Que está ahí el fin. Que se le ve venir. Y por eso se abrazan. No porque tengan frío, no.

lunes, marzo 15, 2010

Barrio V

—Dame el reloj —dijo el mayor de los tres mientras me presionaba ligeramente con un pincho en la garganta.
—Ni de coña, si quieres el reloj vas a tener que pinchar —contesté yo en un alarde de inconsciencia propio de la edad.
Siguió presionando hacia arriba y tuve que levantarme poco a poco para evitar el corte. El tipo, de unos veinte años, moreno y con cara de mal bicho, me miró a los ojos y creo que vi admiración aunque ya no estoy seguro, claro.
—¿Sabes por qué no te he quitado el reloj? Porque tienes cojones. Yo no quiero tener que ver con esto —dijo a los otros dos colegas justo antes de guardar el pincho y apoyarse tranquilamente en un bolardo verde a ver cómo acababa todo.
—Dame la cazadora —le dijo el más pequeño a mi amigo mientras le apoyaba un cuchillo pequeño en la barriga
—Lo que te voy a dar es una hostia que te voy a encender, enano. —contestó mi amigo sin dejar de mirarlo a los ojos.
Entonces el pequeño continuó intentándolo con el resto del grupo y consiguió que dos de los miembros del grupo, hermanos, les dieran un reloj y una cazadora. Nosotros dos, mi amigo y yo, envalentonados, empezamos a gritarles que si tenían huevos que soltaran las navajas, que si tenían huevos solucionaran aquello como hombres. Mi hermano me avisó de que aquello era una estupidez. Si los dueños no habían sido capaces de evitar que les robaran, si no se habían enfrentado a los dos tipos aquellos, era su problema. No íbamos a arriesgarnos nosotros por unas cosas que no eran nuestras.
Meses más tarde, nos enteramos de que el más pequeño —el enano— se llamaba Eufrasio y que con doce años había violado a un niño de diez, algo por lo que lo habían encerrado en el reformatorio. Tal vez se tratara de un rumor, no sé. Siempre era así: alguien contaba algo que le habían contado. Supongo que, a medida que las historias circularan de boca en boca, se irían cargando de tragedia, se irían enriqueciendo con detalles truculentos. Ahora parece difícil creer una historia así. Ahora los yonquis que quedan están muy mayores y muy delgados y siguen vivos de milagro y la mayoría de los que frecuentan las plazas son alcohólicos y mendigos. Entonces era diferente. Aunque todo parezca cubierto de bruma y no esté seguro del todo de que aquellas historias fueran ciertas. Tal vez todo solo fuera ambientación, parte de aquella mitología propia, de aquel folclore constuido con relatos apenas creíbles, con personajes míticos, con pequeñas historias del lumpen que por entonces llenaban nuestras conversaciones y que ahora parecen falsas. No lo sé. Pero sí sé que bastantes conocidos no llegaron a cumplir los cuarenta y ya siempre serán jóvenes, muertos pero jóvenes. Y que las fotografías con sus caras amarillean colgadas en las paredes de los bares que frecuentaban.

viernes, marzo 12, 2010

Sosiego

(con cariño, para Julia,
esperando que la gotita de miel no sea demasiado empalagosa)

Porque aunque las palabras no son de nadie, los poetas son los que mejor las moldean.

Mi homenaje

Vicente Gallego

Por cuanto ya he leído,
me permito afirmar que a nuestro gremio
le parece arriesgado dedicarte un poema.
Tememos un exceso de emoción
y nos asusta el tópico, sin reparar, tal vez,
en que es sentimental y tópica la vida,
y en que no hay sentimiento
más sobrio y menos huero
que aquel al que rehuye la cobarde retórica
de nuestra recelosa tribu.
Pocas veces encuentras, amistad,
el lugar que mereces en los versos de un hombre:
te lo usurpa el amor, ese afecto inconstante,
sentimental y tópico que se dice tu hermano.
No pretendo cargarte de adjetivos,
compararte con nada ni sumar tus virtudes;
solamente quisiera, aunque sea una vez,
certificar mi asombro ante tu gran ausencia
y rendirte homenaje.
Yo te canto, amistad,
sosegada pasión que bendices mi vida.


Y porque los principios siempre son emocionantes.

Somos un incendio sin control.
Sidonie

Y porque también ha habido muchas y muchas mañanas viendo amaneceres azules y muchos y muchos despertares en los que otra mirada ha despertado mi sonrisa antes que a mí.

jueves, marzo 11, 2010

Oceánico

El hombre de ahora mira al hombre de ayer y, aunque lo recuerda, ya no lo conoce. El hombre de ahora fue el de ayer durante mucho tiempo pero ya no. En construcción, siempre en construcción (como un poemario de Vicente Mora), con cada persona (maravillosas mujeres con ropa desperdigada por media ciudad), con cada teorema (¿quién podrá olvidar el Teorema de Rice?), con cada viaje (la dulce y verde Irlanda), con cada orgasmo (aquella cara arrobada por el agradecimiento) y cada libro: frases encima de frases encima de frases que poco a poco entierran al hombre de ayer, que lo sumergen en un océano de palabras, —oceánico, que adjetivo este, oceánico— y cada exposición (esta de Jaume Plensa, por ejemplo, una obra en la que te encierras entre ladrillos de cristal iluminados de rojo temiendo un calor que no existe y otra en la que gotas de agua caen aleatoriamente del cielo sobre platillos de metal que tienen frases grabadas en tres idiomas) y cada paseo, ese caminar perdido por ciudades que no conoces, caminar y observar los altísimos tejados, tan picudos, tan al norte («Al norte del norte» es una canción del ahora que te hace recordar Copenhague de otra manera cuando la oyes) y Francisco Rico (con aquella descripción que hizo de él Javier Marías, con zapatos elegantes de suela de cuero, se te quedó aquello grabado) influyendo en el Quijote y aquella que fue tu mujer con una cola de caballo, grandes gafas, unas zapatillas deportivas y vaqueros gastados, y tantas y tantas noches estudiando, tantos y tantos días escuchando completa la programación de radio de tu emisora musical preferida, y tantas y tantas tardes viendo atardeceres rojos y, mucho tiempo después, tantas y tantas noches llegando a casa y masturbándote triste ante el porno barato de los canales locales.

miércoles, marzo 10, 2010

Barrio IV

—Alucinante, tú, alucinante. No te imaginas la gente que se mete. Estaba el otro día en casa uno de los del bar, del Migue, y se puso unos tiros y una mujer (pero una mujer de mi barrio con niños y todo, no te vayas a creer que es una de las novias habituales) que había ido a la casa a no sé qué, no dijo que no tampoco. Le dijeron que si le apetecía y se metió una raya con una soltura... Yo flipé.
—Ya.
—Flipé, en serio.
—Bueno, no sé de qué te extrañas. En tu barrio se mete todo el mundo.
—Sí, pero como me iba a imaginar yo que hasta mi vecina se metía. Es que no pongo la mano en el fuego por nadie.
—Y tanto.
—Y luego sacaron una jeringuilla y me dijeron que si lo había probado en la vena.
—No me jodas. Espero que no hicieras ninguna gilipollez, tú.
—No, no. Dije que no.
—Menos mal. Era justo lo que te hacía falta, compadre.
—Sí. Y luego en mi casa me hinché de llorar. Porque, por un momento, me lo estuve pensando, amigo, por un momento estuve a punto de decir que sí.
—Venga, que no es nada. Tú no eres como ellos. Tienes una vida y tienes amigos. Mira como está el Jeromi, coño. Ya sabes dónde lleva eso. Pero tienes que dejar de salir tanto entre semana, joder, que cualquier día es bueno ya. Algo tienes que hacer.
—Sí. Algo tengo que hacer.

martes, marzo 09, 2010

Parpadeo

Desde aquí los coches son luces brillantes, meros reflejos a lo lejos, parpadeos en las autovías de circunvalación. Las ventanas azules están recubiertas de una fina malla de material que impide que los cristales se calienten en exceso y también que se perciban con claridad las cosas del otro lado.
Un parpadeo no es más que una interrupción de la vista que ni siquiera advertimos porque el cerebro se encarga de sustituir lo que no vemos, como hace siempre, extrapolando y engañándonos. Somos nuestro cerebro y somos sus esclavos y nuestro primer recuerdo lo ha inventado él por nosotros (¿él/nosotros?) o lo hemos inventado nosotros por él (¿nosotros/él?). Nuestro primer recuerdo (esa escalera empinada, esa habitación con trastos de la guardería en la que la profesora amenazaba encerrar a los más revoltosos) es mentira o no es mentira pero no tenemos posibilidad de comprobarlo, ni siquiera sabemos si existe una realidad objetiva más allá de la percepción, en el caso de que la existencia de una realidad objetiva fuera importante para algo, que no lo sé. Toda la realidad cabe en nuestra cabeza porque somos los que observamos y somos lo observado.
En esta cajita de cristal en la que estoy, en este edificio inteligente (parpadeo) de cristales azules, no hay moscas. Y las moscas son los mejores mecanismos de ingeniería. Las moscas son perfectas y se mueven siguiendo el mejor camino posible. Las moscas tienen un cuerpo pequeño que se consume rápidamente. Viven muy poco y siempre aceleradas. Un instante. Apenas nada. Los colibríes viven algo más pero también se consumen rápidamente. Los olmos duran cientos de años. Los tejos miles. Nosotros ochenta.

(parpadeo)
(entre dos eternidades)
(eso)

Barrio III

—¿Cómo quedó el partido?
—Uno a uno.
—Vaya mierda. Vaya vagos hijoputas que están hechos. No suben a primera porque no quieren, porque saben que la mitad se iría a la calle. Por eso no suben. Porque no les sale de los cojones.
—Tú, pasa eso, cabrón, que siempre haces lo mismo.
—Pero si acabo de encenderlo.
—¡Ea, y así toda la tarde…! Me voy a tener que liar otro. No se puede contigo.
—Porque no les sale de los huevos, lo que yo te diga. Y mira que íbamos ganando uno cero. Pero, nada, al final, como siempre, vamos y la cagamos. Por estas que un día me borro y que el abono lo pague su puta madre.
—Siempre con lo mismo. Me tenéis hasta los huevos. Daos de baja de una puta vez, coño.
—Hombre, de baja, de baja… ¿Qué quieres que te diga? Llevo toda la vida siendo socio. Mi padre me hizo el carnet cuando tenía once años.
—Pues entonces callaos la puta boca que me tenéis harto, siempre la misma historia los lunes, que no se puede quedar con vosotros hoy, coño.
—Haya paz, haya paz. Vayamos a enfadarnos ahora nosotros por culpa de esos cabrones.
—…
—Tengo la silla jodida, tíos. No me va bien, no sé que le pasa pero ya he estado a punto de caerme un par de veces.
—Pues ve donde el Rafa, a mi siempre me deja la mía que no veas, suave, suave…
—El Rafa, ¿qué Rafa?
—Sí hombre, el del taller de motos de al lado de mi casa.
—¿Y por qué no la llevas a la ortopedia, como hacen las personas normales?
—¿Normales? ¿Dónde tienes los ojos, idiota? Normales, dice…
—Ja, ja.
—…
—Niño, tráenos cuatro cervecitas más cuando puedas, anda.

lunes, marzo 08, 2010

Barrio II

(a David)


Las tardes desocupadas solíamos quedar en El bar de Carlos para tomar café y pasar horas y horas hablando de cualquier cosa, mirando a los parroquianos que bebían cubatas y vivían sentados a la barra, mucho antes de que nos diéramos cuenta de que pasar así la vida no era más que ir dejándola ir poco a poco sin pena ni gloria, dejarla deshacerse sin ruido. En cambio, entonces solo se trataba de gente que pasaba mucho tiempo en el bar, como nosotros, ni más ni menos. Bebían whisky a las siete de la tarde del martes con el oficio y la dedicación del que está acostumbrado a levantarse siempre con resaca y charlaban interminablemente con los dueños, Carlos y Rafa, sus amigos del barrio.
Antonio, uno de los habituales, siempre alardeaba de no tener que trabajar por haber quedado cojo en un accidente de coche y cobrar una pensión de invalidez. Había tenido suerte y no había muerto ni tampoco había quedado inválido sino solo ligeramente cojo y, como muchos otros, pasaba en el bar gran parte de su tiempo, siempre libre. Era un tipo gracioso el Antonio: ocurrente, rápido y orgulloso de vivir a costa del contribuyente, algo que no era ninguna vergüenza en un lugar en el que el trabajo siempre había sido un castigo y poder escaparse de esa cárcel, aunque fuera a costa de perder un poco de movilidad, no nos parecía el peor de los destinos, la verdad. Y fue Antonio el que nos contó la anécdota uno de los días que bajamos al bar.

—¿Sabéis lo que pasó ayer?
—No, ni idea.
—Pues a estos, que los atracaron.
—¿A quiénes?
—Coño, pues al Carlos y al Rafa, aquí en el bar.
—No me jodas, ¿y qué pasó?
—Pues por lo visto una movida...
—¿Qué movida?
—Entraron dos tíos con la cara tapada. Uno con una pipa y el otro con una fusca. Justo a la hora de cerrar.
—Coño, ¿y qué pasó?
—Pues que se equivocaron de bar —dijo el Antonio —. En el momento en el que los vieron entrar, el Rafa, que estaba detrás de la barra, empezó a tirarles botellas y Carlos les tiró un par de sillas y luego la emprendió a hostias con el de la pipa.
—Joder, qué huevos.
—Y tanto.
—¿Y qué pasó al final? ¿Les dispararon o algo?
—Qué coño. Acojonaos que se fueron. Por pies. Si se quedan, estos dos se los llevan para alante. Tenías que haber visto al Rafa en la puerta diciendo: «Eh tú, hijoputa, que sé quién eres, que tú eres el Canijo, que acabas de salir del talego, que te conozco del barrio de toda la vida, que sé quién es tu madre, que si te veo por ahí te reviento, cabrón. Es que te reviento.»

viernes, marzo 05, 2010

Barrio I

Siempre estábamos sentados en la puerta del Banco Popular, fumando cigarrillos, mirando a la gente pasar, hablando con el Negro, que limpiaba coches antes de dejarse la vida encima de un colchón viejo, tirado de cualquier manera en la parte de atrás de un cine abandonado, o en un solar en construcción, o en unos soportales que ya eran viejos cuando los construyeron, en cualquiera de aquellas intermitencias del urbanismo que tan comunes eran en los años ochenta. Era simpático y no le iba mal limpiando parabrisas y una vez nos enseñó un billete de mil pesetas mientras se santiguaba y decía mil pesetas, hostia, mil pesetas y otras nos mostraba las pastillas o los porros o los cigarrillos con los que le pagaban y a los que nunca decía que no porque el pago en especie también es pago, qué coño, como decía él. A veces nos contaba historias truculentas de cárcel y de huidas en coches robados y de chirlos en la cara y tajos tirados con toda la mala intención y nosotros le decíamos venga ya, poniendo cara de impresionados pero sabiendo en el fondo que casi todo lo que contaba era mentira, que incluso él necesitaba sentirse admirado y respetado de vez en cuando, infundir un poco de miedo, ofrecer un ejemplo ante alguien. Tenía dos hijas, según decía, y llevaba sus nombres tatuados en el brazo, algo que llamaba la atención en un tiempo en el que los tatuajes no estaban de moda y eran cosa de legionarios y gente de mal vivir.
Y un día, mientras charlábamos de cualquier cosa sentados donde siempre, dejó de venir y al día siguiente tampoco vino, ni al siguiente. Y pensamos lo peor, claro. Y llegamos a la conclusión de que habría muerto de sobredosis o que se lo habrían llevado por delante o que se habría dejado los dientes en un accidente de tráfico. La muerte siempre encuentra maneras innovadoras de llevarse a los que viven así, en el mero presente, en el hoy y el ahora del medio gramo y mañana ya veremos y si tuviera un millón me iba a dar un homenaje que se iban a enterar todos y entonces sí, entonces sí que podría pensar en mi vida sin preocupaciones, con un kilo (¿qué digo un kilo?, diez kilos por lo menos) de jaco bajo la cama. Algún tiempo más tarde nos llegó el rumor de que efectivamente había palmado, pero no nos sorprendió porque ya lo habíamos dado por muerto mucho antes, ya lo habíamos enterrado sin demasiada pena, con esa ligera conmiseración con la que la vida nos había enseñado a tratar a los yonquis, tristes pero no demasiado, como si en el fondo pensáramos que se lo había buscado, que se veía venir, que no podía acabar bien. Que tal y como estaba el hombre, quizá inyectarse una sobredosis fuera una buena manera de irse del mundo, transido de placer.
Desde mi ahora, sin embargo, creo que aquella muerte (que no fue la única pero fue la primera) nos enseñó algo valioso. Nos enseñó que había que mantenerse alejados de una droga así, tan poderosa como para convertir a cualquiera en un despojo, tan irresistible como para acabar durmiendo en un solar lleno de ratas con la jeringa clavada en el brazo. Por una vez todos escarmentamos en cabeza ajena.
Así que, bueno Negro, seguro que hacía tiempo que nadie te recordaba, pero quería darte las gracias después de tanto tiempo. Ya ves.