viernes, diciembre 13, 2013

Dobles



Asumir que los años han pasado y aceptar las consecuencias (todas) que las decisiones que tomaste en su momento hayan tenido, saber que ya no eres un proyecto de adulto sino un adulto hace ya mucho tiempo, que nadie te mira pensando en el hombre en el que te convertirás (tal y como muchos de mis coetáneos parecen esperar con su patético miedo a crecer, pensando que siempre hay tiempo, que siempre se está a tiempo de cualquier cosa, cuando no hay nada tan falso como eso, maldito pensamiento hueco moderno: siempre se puede cambiar de vida, siempre se puede cambiar de trabajo y de país, siempre se puede. Y no, no siempre se puede, por mucho que digan los psicólogos de suplemento dominical).

Los demás te mirarán y decidirán si has utilizado bien tu tiempo o no, si has vivido, si has hecho algo con él. Decía un escritor en su blog hace poco que no tener hijos era el único fracaso definitivo y no creo estar de acuerdo: todos los fracasos son definitivos a medida que pasa el tiempo, todas esas vidas posibles que podríamos haber llevado y no hemos llevado, todos esos caminos que podíamos haber tomado y no hemos tomado (aquel trabajo en el extranjero que no te atreviste a aceptar, aquella mujer con la que no quisiste estar o aquella otra que no quiso estar contigo, aquel ascenso al que te negaste), todas las decisiones, todas ellas, (tus compañeros de promoción con puestos de responsabilidad y tú no, otros con negocios propios que funcionan bien y tu no, otros con trabajos extenuantes y mal remunerados y tú no, otros muertos y enfermos, y tú no) 

¿Cómo no pensar en las vidas posibles, cómo no tener curiosidad por conocer a todos tus dobles que, en universos paralelos, están viviendo esas vidas que nunca llegaron a ser la tuya? Sus mujeres, doctas o prácticas, (casi siempre hay que elegir entre ambas cualidades);  y sus trabajos, en oficinas o en casa, en este desgraciado país o en otro más amable; sus aficiones y sus días, ocupados con niños o sin ellos.  ¿Cómo no imaginarlo, al menos?

martes, noviembre 26, 2013

Memoranda III

Llevamos más de una década dejando un rastro escrito de nuestras preocupaciones y deseos y nos estamos convirtiendo en la generación más influida por el texto escrito de la historia (lo que no deja de resultar curioso cuando la mayoría de la gente no sabe distinguir entre “haber” y “a ver”). Hoy, por ejemplo, revisando mis correos del año pasado por motivos administrativos, me he visto de nuevo asaltado por el estado de ánimo con el que los escribí. De forma amortiguada, sin la urgencia y la preocupación aquellas, como un reflejo en la caverna que decía aquel filósofo, pero influido al fin y al cabo.

Yo tenía una librería en Malasaña (no era una granja en África pero los tiempos han cambiado y yo tampoco formo parte de una familia burguesa de daneses coloniales). La tuve que cerrar el año pasado, harto de echarme a temblar cada vez que un día 30 llegaban los recibos. Perdí parte de la barba por el estrés y hasta hace muy poco tiempo no he querido hacer balance. En realidad, sigo sin querer hacerlo (llegará el día, estoy seguro) pero el trámite administrativo de esta mañana me la ha traído de nuevo a la memoria.

Podría intentar recordar por escrito solo los buenos momentos, las gracias de los lectores cuando una recomendación les gustaba, la lectura de grandes libros (unos cinco en un año y medio, las novedades son las que son) en mi butaca, mirando a la gente pasar por la puerta (y no entrar, claro, si no fuera por aquello, ahora no estaría escribiendo esto), el taller literario del que era miembro y que se reunía en el sótano de la librería durante ese tiempo, el haber conocido a personas que aún siguen en la brecha, peleando y consiguiendo hacer una revista todos los meses, como la gente de Números Rojos o de Orsai, las sesiones de música que hicimos, el ajedrez de las tardes, las fiestas con los amigos, los cafés del sábado por la mañana. Pero entonces no sería totalmente sincero.

El pensamiento positivo es una mierda, ténganlo en cuenta. Hay que tener cuidado con él hoy en día: puedes descubrir que el culpable de que el cáncer no remita eres tú mismo, que no fuiste suficientemente positivo mientras te aplicaban la radioterapia. Con un fracaso empresarial sucede algo similar, hay que tener cuidado de acotar lo que sucedió en sus justos términos. Un fracaso es una fracaso es un fracaso. Ya está. ¿Se aprenden cosas? Por supuesto. ¿Es completamente achacable a uno mismo? Pues también. ¿Volverías a hacerlo sabiendo ahora lo que desconocías entonces? Sí, pero lo haría de forma muy diferente, la verdad.

No es bonito reconocer que pusiste tu empeño en una idea que no funcionó. Además, visto el trabajo que supone publicar un libro en una editorial (y me refiero al trabajo posterior a su escritura, trabajo de promoción y de organización y de presentaciones y demás), creo que se me quitaron las ganas de hacerlo con el libro de relatos que tengo por ahí en un cajón (un correo de Gmail, por supuesto). Y me da la impresión de que no volverán.

Dicho esto, también he de decir que me alegro mucho de haber fracasado en el intento porque eso significa que el intento fue cierto, que no se trató de soñar con hacer algo, sino que lo llevé a término, lo hice de verdad. Creo que eso tiene su importancia y su valor.

Y la barba volvió a salirme entera, por si se lo preguntaban. 

lunes, octubre 14, 2013

Paranoia II

Como Philip K. Dick yo también creo que la paranoia es una herramienta válida para analizar el mundo. ¿Por qué hemos aceptado acríticamente la invasión de la tecnología? ¿Por qué hemos claudicado mansamente a la conversación constante que todo lo vacía de significado? Solo cinco años. Es sorprendente la naturalidad con la que hemos aceptado el juego. Ha cambiado la aceleración del mundo, no su velocidad. Cinco años atrás y nadie tenía un smartphone en el bolsillo que te permitiera estar conectado permanentemente a la red y ser un nuevo eslabón en la cadena de transmisión de esta gigantesca cacofonía constante. Diez años y las conexiones a internet eran algo que servía para buscar viajes más baratos. Quince años y solo los especialistas en tecnología sabían de qué iba: los tres raritos que salían en Expediente X. Hace 24 años que cayó el muro de Berlín. Cinco años, ya digo.

Paranoia, sí, pero no en el sentido de la existencia de una organización secreta que dirigiera los destinos del mundo en la sombra, no. Eso sería lo fácil. Eso es lo piensan aquellos a los que la complejidad del mundo les parece indigerible: es más fácil así; pensar que unos cuantos dirigen los destinos de todos, creerse sabio por haberlos identificado, aunque te tomen por loco. El protocolo de los sabios de Sión. Los francmasones. Sí, vosotros pensáis que yo estoy loco, pero yo sé que ellos se reúnen cada seis meses en el metro de París (¿qué necesidad había de un metro en el siglo XIX, cuando no había apenas tráfico rodado?, ¿qué necesidad de construir un tren subterráneo en aquella época? ¡Eh, contestadme a eso!) y allí, en una sala secreta, justo debajo de la catedral de Notre Dame, entre incienso y música de órgano, revisan los objetivos. Y siempre piensan a largo plazo. El surgimiento y la caída del comunismo estuvieron previstos desde el principio. Ahora Siria. Allí hay documentos en arameo que pueden cambiar el destino de la humanidad. O la otra versión. Doce personas con trajes a medida contemplan el skyline de Shanghái, toman whisky de malta envejecido en Escocia antes de la Revolución Francesa y miran pantallas con información que solo está a su alcance, envían mensajes a sus agentes, hacen inversiones, compran y venden, empiezan unas guerras y acaban con otras (los presidentes de los gobiernos reciben puntualmente sus llamadas con instrucciones), sin perder nunca de vista el objetivo final de su organización: una invasión extraterrestre o la construcción de una base en la cara oculta de la luna en la que poder esconderse para siempre, ajenos al hambre, la miseria y la superpoblación (eso es lo que pretenden, salvarse de la destrucción de los recursos del planeta, creando su propio mundo a medida. Nos necesitan para que seamos sus esclavos).

No, no esta clase de paranoia. El pobre Philip creía estar en contacto con una identidad divina que se comunicaba con él o ser un cristiano primitivo perseguido en la Roma imperial pero el pobre Philip consumió muchas drogas y, bueno, ¿quién no ha creído alguna vez ser un cristiano perseguido por un emperador? Solo fue un brote psicótico, podemos decir, era un pobre enfermo, podemos decir, fue el típico producto de su época, demasiada autoexperimentación cerebral en los años setenta, demasiados viajes de ácido, lo que sea, podemos decir. Todo eso es cierto pero el argumento sigue siendo válido: la paranoia es una buena herramienta de análisis.

¿Por qué pedimos créditos para comprar teléfonos móviles que nos permiten estar conectados permanentemente a una red repleta de productos que no necesitamos, de mensajes estúpidos que no necesitamos, de periódicos que solo nos ofrecen las noticias que no afectan a sus grupos propietarios? ¿Por qué hemos corrido mansamente a hacer cola ante la tienda de Apple cada vez que esa empresa decide sacar un nuevo aparatito? ¿Por qué hemos permitido que los fabricantes de los aparatitos y los que nos ofrecen la conexión a internet se queden con todo? ¿Por qué no nos extraña que Miley Cyrus sea trending topic por sacar la lengua y hacer gestos obscenos en un escenario? ¿Por qué?

Prefiero no decir nada. Por si están escuchando.

jueves, agosto 29, 2013

Razones

Ayer, por error, sobrescribí un archivo con unas diez mil palabras escritas. Podría haber sido el comienzo de algo, una novela, un relato largo, unas memorias inventadas, no sé, ahora que soy mayor y he vivido algunas cosas y tengo cierto estilo para escribir aunque ya esté convencido de no tener gran cosa que aportar. Pero no, esas diez mil palabras ya no serán nada.

Creo recordar que se trataba de impresiones sueltas sobre la vida, ejercicios de estilo, observaciones pretendidamente ingeniosas, alaridos viscerales contra este país, quejas por el (auto)engaño sufrido, quejas por el aburrimiento del trabajo, quejas por los políticos, quejas por la estupidez de la gente. Sí, creo que casi todo eran quejas. Así que doy por bueno el error (fíjense, el archivo se llamaba Inmaterialidad y mercado, ¿se puede ser más gilipollas?).

No me importa que se hayan ido al infierno informático, en serio (si es cierto que el universo conserva la información que existe en su interior, tal y como defienden algunos físicos, en cualquier caso sería mucho mejor escuchar de nuevo los gritos de la curia en el saco de Roma, o a Aristóteles enumerando todas las obras que escribió, o los gritos de placer de Ava Gardner, por ejemplo).

No me importa porque, aunque hace algunos años yo quería publicar un libro sobre todas las cosas y hacer una presentación en una librería a la que vinieran todos los amigos y los familiares y la prensa y los periódicos y representantes de Hollywood, ahora ya no me apetece mucho, la verdad. En general, supone demasiado esfuerzo y demasiado tiempo y, sobre todo, y esto es importante, una seguridad en uno mismo tremenda, un saber que uno ha escrito una novela porque está absolutamente seguro de tener cierta mirada sobre las cosas.

Y además hablar de ella todo el rato, con la vergüenza que da eso la tercera vez que se hace, hablar de lo que uno ha hecho, de lo que le preocupa, de por qué cree que eso que ha hecho es especial (a menos que uno se acabe de divorciar, entonces es normal hablar todo el tiempo de esas cosas). Y poner cara de humildad cuando uno de tus amigos la alaba en público y demás cuestiones. No es que yo no crea que tengo algo que decir, que quede claro (si no, ¿qué hago escribiendo aquí?). Es más bien una cuestión de pereza, ya saben.

La importancia que tienen los libros (la cultura en general) se aproxima a cero. Entendiendo importancia como influencia sobre el mundo real y entendiendo cultura como un revestirse las entrañas de cosas que ayudan a vivir. Como decía no sé qué crítico literario o escritor, o Manuel Vicent, no sé, la cultura es eso que queda después de leer dos mil libros y haberlos olvidado en su mayor parte. Y no sirve para gran cosa. Para vivir, ya digo, pero no para pagar las facturas, que es lo que a todo el mundo le importa.

No parece muy atractivo dedicar años de la vida de uno a escribir una novela, sabiendo que uno tendrá mucha suerte si consigue no tener que pagar para que la editen. Y en el caso hipotético de que lo hagan, soportar las reseñas negativas poniendo cara de que a uno no le importa, de que está por encima de esas cosas, de esas zarandajas. Es mucho trabajo, reconózcanlo.

Y los saraos literarios, y los movimientos grupusculares y las reseñas positivas a los amigos y negativas a los enemigos. Y hacer piña y decidir que alguien te cae mal solo porque a otro de tus amigos también le cae mal, como si tuvieras dieciséis años y fantasearas con un millón de de amigos que te comprenden, como en la canción de Roberto Carlos.

Pero.

Lees la última de Chirbes, un hombre que ha escrito una de las mejores novelas españolas en el siglo XXI (“Crematorio”, por si quieren saberlo) y Esteban, el protagonista, verdugo y víctima de su ambición y de sus circunstancias familiares, como casi todo el mundo, no se te va de la cabeza. Y estás deseando llegar a casa para terminar de una puta vez el libro y poder sacar la espina que se te ha clavado entre las uñas y no te deja estar tranquilo, quitarte de encima a ese personaje que es repulsivo a veces, y tierno otras y penoso la mayoría. Tan humano. Y piensas que, bueno, es cierto que este hombre no tiene en mucha consideración la naturaleza humana. Que sus novelas no son precisamente animosas. Que hay que afrontarlas con el mismo ánimo que el cine de Haneke. Que no siempre estamos de humor para que nos recuerden que somos “mal cosidas bolsas de porquería”. Todo eso es cierto.

Pero si para algo sirve Chirbes es para recordarte el por qué.
Que no es poco.

viernes, agosto 16, 2013

Cuarenta

Ya saben ustedes lo que los americanos gustan de las historias de redención. Yo era un pobre desgraciado de buena familia que bebía mucho y que iba con mujeres hasta que Dios se cruzó en mi camino y me dijo que debía ser presidente de Estados Unidos. O bien, fui adicto a la cocaína durante veinte años y esa adicción acabó con mi matrimonio y mi fortuna, tuve que vender mi casa y acabé en la calle vendiéndome en las esquinas. Aún recuerdo las noches en vela, intentando que no se despertara mi familia, esnifando un gramo tras otro delante del ordenador. Sin embargo, un buen día entré por casualidad en grupo de apoyo y heme aquí, impartiendo charlas a personas con el mismo problema que yo tenía.

Y ganando pasta, eh, ganando pasta. Eso es importante.

Me encantan esas historias, la simplicidad absoluta del mensaje que contienen: todo el mundo puede mejorar, todo el mundo puede convertirse en otra persona, todo el mundo puede cambiar de vida y agarrar la parte correspondiente del sueño americano (otra manera de llamar a la codicia). En realidad, no creo que sea exactamente así: todo el mundo, más bien, sigue siendo quien fue alguna vez y el pobre Bush aún se escapa de vez en cuando al bar de streaptease más próximo a su casa para poder ver esas tetas siliconadas desafiando la gravedad entre vodka tonic y vodka tonic (es una buena imagen, reconózcanlo). Pero. Todo el mundo continúa siendo quien fue alguna vez porque eso es lo que hacemos: seguir siendo (la clave de la frase anterior está en el gerundio, por cierto). Seguimos siendo porque nos seguimos construyendo todos los días. Paro aquí, no quiero que esto parezca todavía más confuso. Creo que se me entiende. O no.

Sin embargo, algo bueno tiene esa concepción simplista de la vida. La edad no es un obstáculo para casi nada. Ni para dedicarse a la escalada (ese pobre viejo medio artrítico infiltrándose y tomando vitaminas para poder seguir yendo al rocódromo) ni tampoco para buscar trabajo. Resulta esclarecedor que en España cesen por completo las oportunidades laborales alcanzada cierta edad. En Estados Unidos, es ilegal que una oferta de trabajo pida candidatos en cierta franja de edad, porque lo consideran discriminatorio. Pero somos un país antiguo, cuna de mitos y de familias de rancio abolengo y aquí si pasas de cuarenta es poco probable que cuenten contigo para una nueva labor. Bueno, a no ser que tengas cuatro apellidos y un patrimonio. Entonces te pueden contratar de asesor en una eléctrica. O si eres un expresidente, en ese caso también.

Bueno, que sepan ya lo he decidido. Me iré al monasterio budista que hay en La Alpujarra a hacer panecillos de coco y amor. Igual también algo de cerámica. Cuando sea número uno en youtube, pediré la ciudadanía norteamericana. Y no creo que esto sea la crisis de los cuarenta.

miércoles, agosto 14, 2013

Paternidad I

Hoy vamos a la tercera ecografía y viniendo hacia el trabajo me he preguntado por qué no había escrito nada sobre mi futura paternidad. Creo que tiene que ver con pertenecer a una cultura supersticiosa. Al igual que, por español, pertenezco a una cultura católica aunque no me considere creyente, por andaluz, pertenezco a una supersticiosa, por mucho que me considere un hombre racional con una formación de ciencias. Mal fario y esas cosas. En mi tierra no se regala nada a la futura madre antes de los tres meses para no atraer la mala suerte. Ni se deja que los niños se tiendan en las mesas. Abortos y niños amortajados en casa si se busca el motivo.

No quiero pensar mucho en ello para no llamar la atención de los dioses, aburridos como están allá arriba, pues sé que se divierten con las desgracias humanas. Cuando el tiempo es infinito, no hay plazo ni objetivos y todo es aburrimiento. Por qué si no han malmetido tanto con los humanos, por qué si no Atenea y Apolo, Zeus y Europa. A mí que me dejen, que no se acuerden, que no miren, que no se fijen. Que sigan con su ambrosía y sus extrañas costumbres sexuales, con su pan y con su vino, con su niño Dios y con sus madres vírgenes al morir. Pero conmigo no, que me ignoren. Como si no existiera.

Hay otra cosa, además. La sensación de que escribir sobre lo que estoy experimentando falsea de algún modo el sentimiento. Si escribo sobre ello, para recordarlo en el futuro, en realidad no hago más que ficcionalizarlo, lo doto de algo que no tiene, lo convierto en algo diferente. Está bien escribir un diario de viaje para recordar mejor (no con más precisión sino mejor, de forma más completa, y más mentirosa también) pero llevar un diario de paternidad, (o un diario de espera, más bien, que acabara con el nacimiento) lo falseará todo en el futuro. Mejor sin pensar demasiado, sin leer sobre ello y sin darle más importancia de la que tiene. Toda la vida los niños han venido al mundo por el mismo agujero, entre mocos y caca, que decía el poeta. También antes de que se inventara la escritura para llevar las cuentas de los rebaños y la literatura para explicar y justificar las instituciones humanas. Mejor en crudo. Sin pensarlo mucho.

jueves, julio 25, 2013

Memoranda

He estado en el mar y no he escrito nada. Me he limitado a escuchar el agua, a mirar a la gente, a leer unos cuantos libros y a disfrutar de la compañía. Esta vez no he llevado un cuaderno de notas, a diferencia de otras en las que sí lo hice con la intención de que el viaje permaneciera con más nitidez en la memoria. Esta vez solo quería descansar, que el tiempo pasara sin apenas dejar huella. Recuerdos que desaparecerán tarde o temprano y solo dejarán tras de sí una sensación (leve) de felicidad.

Me doy cuenta, eso sí, de que cuanto mayor me hago, más tentativa se vuelve mi memoria y por eso más extraño me parece el tiempo, más seguro estoy de su cualidad elástica. Ya había estado en ese pueblo gaditano muchas veces cuando era joven. Y me ha resultado imposible recordar el año en el que fui por primera vez, ni sus calles, ni sus negocios, ni lo que hicimos. Recuerdo un camping, unos amigos veinteañeros, alcohol, baños en el mar al amanecer, un par de chicas pero nada muy firme, la verdad. Solo he sido capaz de situar más o menos la época. Mis recuerdos se organizan en torno a varias etapas de mi vida bien delimitadas (ciudades, trabajos, matrimonios, direcciones) pero apenas tienen perfiles claros, apenas tienen bordes. No es que me preocupe, supongo que es algo que le pasa a todo el mundo a medida que los años y las vacaciones y los viajes se acumulan. Simplemente no tengo clara la cronología exacta de las cosas que me han sucedido. Tengo una memoria tentativa, como decía.

Precisamente por eso, últimamente me han fascinado las novelas autobiográficas de dos escritores diferentes: Siete años, de Peter Stamm y La muerte del padre, de Karl Ove Knausgård, uno alemán y el otro noruego. Ambas me han parecido muy buenas pero lo que más me ha gustado es que ambos autores sean capaces de evocar los sentimientos que experimentaron años atrás ante una situación u otra con esa precisión. Yo apenas puedo recordar cómo me sentía hace tres años respecto a las grandes cuestiones que todos nos hemos planteado alguna vez: quiénes somos, si somos o no personas familiares, si queremos hijos, si nos gusta lo que hacemos. Claro, estoy seguro ahora de cómo me siento ante esas cosas pero creo que intentar recrear lo que yo pensaba hace solo tres años estaría, inevitablemente, mediatizado por mi percepción actual. Por eso me fascina la técnica de ambos escritores. Creo que ambas novelas son buenas porque los autores son capaces de afilar sus recuerdos infantiles, de volver a sacarles lo cortante que el tiempo ha limado. A pesar de estar basadas en hechos reales (como los telefilmes de la sobremesa), en realidad escriben de un personaje que, casualmente, resulta ser ellos mismos.

Si yo intentara recordar, por ejemplo, mi primer fracaso amoroso, mi primera ruptura, recordaría caminar con una tremenda presión en el estómago y pensar que toda la vida que había conocido hasta el momento no tenía ningún sentido. Escribo esto y empiezo a recordar un paseo hacia mi casa sin poder fijarme en nada, con un pensamiento obsesivo en mi cabeza rebotando una y otra vez y varios días sin hablar con nadie y… Pero lo que me interesa de esto es: ¿lo recuerdo porque lo estoy escribiendo o lo escribo porque estoy recordándolo?

En fin, no es que tenga demasiada importancia, como otras veces. Lo importante de estas novelas es que están bien escritas y que te crees los personajes que las cuentan. Sean ellos quienes sean.

viernes, junio 28, 2013

Películas

Ayer recordé la impresión que me había causado una película, A tumba abierta — de 1994, la primera película de Danny Boyle antes de Transpoitting—, en la que, antes de que el dinero se llevara por delante la amistad y el buen rollo y lo llenara todo de sangre, la manera de vivir de los treintañeros protagonistas me había llamado mucho la atención. Recordé vivamente haber deseado tener una vida parecida alguna vez. Yo no tenía pareja, era estudiante por entonces y la expectativa de acabar viviendo como aquellos jóvenes ingleses, en una casa compartida, llena de detalles primorosos, con una banda sonora de blues suave todos los días a la hora de la cena, me agradaba particularmente.

Lo curioso es que a la película de Boyle me llevó otra película, muy alejada en todo de ella, El pájaro de la felicidad, de Pilar Miró, del año 1993, más o menos de la misma época. Me vino a la cabeza que la primera vez que la había visto me había gustado mucho, a pesar de ser una de esas películas españolas intensas, de sentimientos y pérdidas. Salía El cabo de Gata antes de que el reflejo metálico del mar de plástico pudiera verse desde el espacio pero no me gustó por eso sino porque creo que no me costó trabajo imaginar para mí una madurez parecida a la de los protagonistas, con varias ex parejas y buscando la soledad en una casa frente al mar. Casi todos los protagonistas de la película eran profesionales liberales —una restauradora, un antiguo médico que se dedicaba a criar perros, un profesor universitario que vivía en Estados Unidos— y supongo que no me costó trabajo imaginarme de esa guisa en un par de décadas.

Ambas películas son de una época similar y ambas son muy diferentes. Ambas me hicieron desear un cierto tipo de vida entonces —treintañero urbanita en casa compartida y maduro solitario en casa frente al mar— y no entiendo por qué. Ahora han pasado las dos décadas y no he cumplido con casi nada de esas dos vidas previstas, excepto en lo de la ex esposa. No sé si significa algo. Cada vez entiendo menos cómo funciona el tiempo. Aparte de algunos detalles, ni siquiera puedo recordar cómo era yo por entonces.

martes, junio 18, 2013

Biespaña

Disculpen la chapa. Avisados quedan.

Vivimos en un país de chiste. Niños pasando hambre y Rubalcaba dice que el pacto que ha alcanzado con Rajoy es como cuando Ramos se pone de acuerdo con Iniesta en la selección. Esa afirmación se parece a esos anuncios en los que resulta más interesante analizar el subtexto que el anuncio en sí, como aquel de coches en el que dos hermanos compiten desde pequeños, sin importarles qué trampa utilizar para ganar, o los de Coca Cola, que ahora se muestran preocupados por que la gente haga ejercicio, como si no fueran ellos responsables en gran parte de que los norteamericanos sean inmensas masas de carne.

Lo interesante de la afirmación de Rubalcaba, ese hombre especializado en pasillos que nunca ha trabajado en nada que no sea la política es, precisamente, el subtexto. La política en España es justo así, una cuestión de fútbol, de aficiones, de banderías.

Hay mucha gente que jamás dejará de votar al PP, por mucho que estén desmontando, no ya los servicios públicos —puedo entender que haya gente con dinero que se niegue a pagar los servicios a los demás, pensando que no se los merecen, que son unos vagos, que deberían haber trabajado tan duro como ellos, (o al menos tener cuatro apellidos), y no chupar de la teta del Estado, esas cosas que piensan estos liberales nuestros, a pesar de ser los primeros en tirar de subvenciones— sino el Estado en sí, el Ejército y la propia idea de país —y esas cosas sí que interesan mucho a las personas rectas y decentes—, sin hablar de la famosa marca España.

Hay mucha gente que jamás dejará de votar al PSOE por mucho que no ofrezcan alternativa o no propongan nada que pueda sacarnos de esta injusticia, por mucho que su ex presidente preferido esté cobrando de una energética. Gente que, aunque mostraran un vídeo de Rubalcaba devorando un niño pequeño y sin ninguna duda fuera cierto y, además, la policía lo detuviera —más tarde, claro, saldría de la cárcel por cualquier cuestión de forma y se volvería a presentar a las elecciones porque, claro, dónde va a ir alguien que nunca ha trabajado en otra cosa— seguirían votándole y aclamándole y afirmando que el vídeo es un montaje de la derecha y que, bueno, que tampoco es para tanto, que para malo, malo, el otro.

Por eso es imposible debatir de política —bueno, la verdad es que en España es imposible debatir de casi nada—, por eso todo se contamina de ideología—los colores del forofo— y, por eso, es imposible alcanzar acuerdos en nada, a pesar de que hay algunas cosas en las que podíamos empezar a trabajar.

A mí me parece claro que el poder debe ejercerse por un máximo de ocho años, porque el poder tiende a pensar que es imprescindible cuando lo imprescindible es que se vayan cuando hayan cumplido. No sé por qué no se discute de ese tema, que no creo que sea ideológico: a ambos partidos les parece mal, qué curioso.

Me parece claro que los partidos políticos deben organizarse en torno a la democracia y que las elecciones primarias deberían ser obligatorias en su organización. Obligatorias. No se puede pretender defender la democracia cuando la organización de la que emanan los dirigentes es como el partido comunista chino —pero con menos sonrisas—. También están de acuerdo ambos partidos en que eso es imposible: qué curioso.

También me parece claro que hay que reformar la ley electoral. No es justo que los partidos minoritarios nacionales estén penalizados de esta forma y que con el doble de votos que los partidos nacionalistas, consigan la mitad de escaños. Tampoco están de acuerdo, cómo no, los dos partidos.

Y eso para empezar. Y sin hablar de ideologías. Solo medidas que reforzarían la democracia.

Así que creo que, como principio general, lo que habría que hacer en España sería intentar casi, casi, casi cualquier cosa —legal, claro— en la que ambos partidos políticos se mostraran en desacuerdo. De esa manera, casi, casi, casi seguro que acertábamos.

miércoles, junio 12, 2013

Lagartos

Cuando era pequeño quería ser arquitecto, no sabía por qué, pero sus padres siempre se lo recordaban. En el caso de haberse dedicado a esa profesión y según el destrozo de la costa española en los últimos treinta años, por una mera cuestión de estadística, probablemente se hubiera convertido en un arquitecto de los que construyen urbanizaciones clónicas en segunda línea de playa para venderlas a un montón de jubilados del norte de Europa, que esperarían a la muerte aquí, al sol, como lagartos con cáncer de piel. Todas las casas estarían construidas en un estilo falsamente español, con arcadas y pórticos, como si las viviendas coloniales de Latinoamérica hubieran sido reinterpretadas por arquitectos californianos, pues ese es el estilo reconocible en las series de televisión que marcan tendencia y un jubilado es un jubilado, por mucho que sea danés. Por la mañana, los mayores, activos y juveniles, irían a la playa a primera hora y ocuparían con sus toallas cuatro metros de arena. A la hora del aperitivo comprarían camisetas divertidas, con lemas como “FBI”, Female Body Inspector, y tomarían mojitos a media tarde. Por las noches, de sus apartamentos idénticos, surgiría el ruido de las discusiones estúpidas o las deliberaciones de los jurados de los programas de televisión por satélite de sus respectivos países. Un pequeño murmullo, miles de consonantes fricativas sonando al unísono, sustituiría a los grillos. Lo más probable, de nuevo según la estadística, es que el arquitecto que pudo haber sido, el responsable de diseñar esos planos, ese montón de nichos espaciosos en los que esperar la muerte, hubiera estado además implicado en algún lío de recalificación de terrenos, pues es normal hartarse de ver a gañanes sin preparación ganando dinero a espuertas y considerarse digno de algo mejor, después de tanto trabajo y estudio. Así que, por mucho que a sus padres les gustara imaginarlo con dinero y construyendo un proyecto señero —uno de esos edificios que la gente visita en las ciudades para comprobar que el futuro por fin ha llegado—, lo más probable, en el caso de haber triunfado en la profesión y, de nuevo según las estadísticas, hubiera sido acabar contribuyendo a la cementación del litoral español. O peor aún, llenándolo de rotondas. Así que, bueno, tampoco estaba tan mal ser científico, al fin y al cabo. Eso les decía a sus padres mientras hacía la maleta. Además, ahora tenemos Skype.

martes, abril 23, 2013

Embarazo

Hijo de puta hay que decirlo más.
Joaquín Reyes

El ministro de las cejas blancas y el pelo oscuro, el de las gafas, el de la pinta de ser el más empollón de la clase y de no haberse nunca levantado al lado de una desconocida, y muchísimo menos de un desconocido, el que pasó lo mejor de su alocada juventud en su cuarto, en casa de sus padres, preparándose para ser el primero en sus oposiciones, mientras sus amigos salían de juerga por ahí, por los bares del barrio de Salamanca y conocían los placeres del sexo con señoritas de familia bien, el que era capaz de recitar todos los artículos de la Constitución de memoria porque su padre le había dicho que esa era la ley que debía saberse de memoria si quería progresar en la nueva época; ese ministro que, como muchos de sus amigos, había unido los dos apellidos de su padre en uno solo, para que todos supieran que era hijo de alguien importante, ese ministro, en fin, llevaba unos días con náuseas por la mañana.

Se levantaba de la inmensa cama que compartía con su mujer con el cuerpo revuelto, como si hubiera comido algo por la noche que le hubiera sentado mal y eso era imposible, la verdad, pues llevaba más de veinte años comiéndose un yogur, una fruta y unas nueces para cenar, veinte años corriendo diez kilómetros todas las mañanas y haciendo estiramientos por las tardes, mirando por su corazón, veinte años de disciplina y deporte, que solo había que ver a muchos de sus compañeros de promoción de la facultad para darse cuenta de lo diferente que era él, que daban pena, ancianos, débiles, gordos, ajados, sin fuerza de voluntad. El caso es que no sabía por qué pero se levantaba revuelto, con la sensación de tener el estómago en la boca y se preguntaba, casi sin ser consciente de hacerlo, si no estaría incubando algo.

Su mujer le preguntaba solícita por su salud y todos los días le decía que tenía que ir al médico, sobre todo por las náuseas, sin expresarlo claramente, sin atreverse casi a pensarlo, pero preocupándose por la gran enfermedad que últimamente estaba atacando a tantos de sus conocidos, que si quimio que si radio, que si confía en Dios, que si todas las familias con el corazón en un puño, maldita sea, que parece un castigo del Señor, la enfermedad esta. En cuanto se daba cuenta de que esos pensamientos la atravesaban, los apartaba rápidamente, y ellos, obedientes, se alojaban en una zona recóndita de su cabeza para aparecer de nuevo cuando menos los esperaba.

Un día, su mujer le dijo al ministro-ceja: “Deberías ir al médico. Estoy preocupada. ¿Y si tienes lo mismo que la ministra-buitre?” Y él, claro, le hizo caso. Fue al médico, una bonita consulta en la zona norte de la ciudad, con maderas nobles y el Época y La Razón entre las publicaciones de la sala de espera y esperó, porque no quiso hacer uso del privilegio que le ofrecieron de pasar por delante de los pacientes que ya estaban allí. Él era así, aunque los pacientes hubieran estado encantados de cederle su posición en la cola, él era así, nada de privilegios, por favor, él no estaba en política para forrarse, como algún otro gañán, cuyo nombre todo el mundo ha olvidado, sino porque desde pequeño le inculcaron en su casa el gusanillo del servicio público. Era un orgullo servir a los demás españoles de bien, era un orgullo para él llevar un apellido tan ilustre y sentirse parte de la maquinaria del estado. Si trabajaba catorce horas al día era precisamente por gente como aquella, que esperaba pacientemente su turno en la consulta del médico.

El médico lo reconoció y le dijo que, aunque pareciera increíble, porque él mismo tampoco acababa de creérselo y hubiera hecho las pruebas varias veces para descartar cualquier tipo de error, la verdad era que estaba embarazado. Ni más ni menos, embarazado. Y que, a su edad, él recomendaba una interrupción del embarazo porque, de seguir adelante, pondría en peligro su vida. El ministro-ceja no daba crédito y solo lo creyó cuando el médico le mostró una ecografía en la que se veía un movimiento espasmódico sin explicación. La preocupación que afloró en su cara hizo que sus cejas se pusieran completamente blancas. Ahora precisamente no era un buen momento para tener ese niño, ahora que casi había conseguido hacerse con un hueco para postularse a presidente, ahora que casi se había aupado a lo más alto, era profundamente injusto verse en esa situación. Preguntó al doctor si no estaría exagerando, si no podría llevar a cabo algún tratamiento para llevar el embarazo a término pero el doctor se lo quitó de la cabeza: demasiado arriesgado e inviable para un hombre como él, con tantas ocupaciones. La única posibilidad pasaba por un reposo absoluto y, con tantas obligaciones, no era un tratamiento posible.

Cuando se le hizo evidente al ministro que no tendría otra opción que abortar, lamentó haber modificado la ley que lo regulaba, lamentó haber hecho más restrictivo el acceso y no poder ir a su clínica privada favorita, en la que habían nacido todos sus hijos y allí acabar con el problema de manera segura. Ya era tarde, lo sabía, no podía hacer nada y, pensándolo bien, tendría que haber tenido más en cuenta casos como el suyo, seguro que había algunas mujeres que se habían visto en un caso parecido, mujeres de bien, claro, con carreras directivas importantes, con cargos de responsabilidad, con un supuesto así de complicado, no como esas casquivanas que van a la clínica a las primeras de cambio, no como esas perdidas, sino españolas de bien que se veían ante un caso como el suyo. A su mujer no le dijo nada, no estaba seguro de que lo comprendiera, tan estricta como era en cuestiones de moralidad, pero a su secretaria sí que la llamó para que le reservara un viaje relámpago a Londres.

Los miembros de los servicios diplomáticos aún recuerdan el tremendo lío que tuvieron durante tres semanas en la embajada inglesa. No había manera de que los ingleses creyeran que el hombre de las cejas blancas que habían encontrado desangrado en aquella clínica regentada por médicos indios era un ministro del gobierno español, el mismo que había modificado la ley española al respecto. Afortunadamente, en los periódicos se habló de un ataque al corazón y su mujer pudo llorar con la cabeza bien alta en el entierro, detrás de la mantilla negra y transparente, mientras todo el gobierno le daba el pésame.

lunes, abril 01, 2013

Expediente de Regulación de Empleo

Hijo de puta hay que decirlo más.
Joaquín Reyes

El hombre que se encargaba de la gestión de los dineros públicos para subvenciones apuró el quinto gin tonic con arándanos antes de decir a su chófer que medio más, Antonio, que esto se va volao…, como todas las tardes. Antonio se levantó con cierta pesadez y corrió al coche para volver a hacer el camino que esa semana ya había hecho un par de veces, a las Tres Mil y volver, y cuidadito con quién mira el coche y con los muertos vivientes que van de un lado con la vista en el suelo. En el bar lo conocían bien y sabían que invitaba casi siempre que entraba un conocido y, de hecho, estaban a punto de colgar un foto suya justo encima de la cafetera, como en esas casas nobles en las que hay fotografías de los dueños con los reyes, de tan buen cliente como era, que daba gusto verlo despachar con unos y con otros, siempre con los ojos brillantes y el verbo rápido, pues era verdad eso que decía de que no se había emborrachado nunca, que era bebedor, sí, pero que borracho no se había acostado nunca, por estas.

El hombre siempre tenía un chiste en la boca para el primero que le diera pie, o que le dijera eso de “el otro día me contaron uno buenísimo”. Los camareros, además, los festejaban con ganas, por lo de acabar con el tedio y, sobre todo, porque, según se desprendía de sus expresiones cuando subían los ojos al cielo del bar como diciéndose que aquel hombre no tenía remedio, el ser andaluz está hecho así. Es inevitable. Los chistes forman parte de su idiosincrasia y basta que alguien abra la boca con acento del sur para que en el resto del país estén esperando una cuchufleta. El hombre despachaba todas las tardes, entre ida y venida al baño, que hay que ver qué jodido es el tema de la próstata para los hombres con cierta edad, con gente muy variada, gente con trajes italianos de temporada y zapatos hechos a mano y gente con trajes viejos y gastados por los codos, ya anticuados cuando se compraron; con mujeres de perlas, maquillaje y bótox y con señoras de arrugas en la cara marcadas como con cincel; con unos y con otros.

Y siempre que uno de estos personajes ajados se iba del bar, deshaciéndose en elogios, contaba una historia trágica: fíjate en esta pobre mujer, toda la vida trabajando sin cotizar y, ahora, que tiene 67 años no tiene ni para irse a vivir debajo del puente… Yo, como digo siempre, si puedo echar una manita… Y luego decía que había conseguido apuntarla para que le quedara una jubilación decente, qué menos, hombre, si además era la portera del edificio en el que vivía su hija mayor y, a veces, hasta se había quedado con la nieta. Nada, nada, si puedo echar una manita… Después de estos momentos en los que parecía enjugarse alguna lágrima, le decía a su chófer: “esta noche acabamos tú y yo por todo lo alto, por estas, que me han hablado de un nuevo sitio que vas a alucinar. Te lo juro.”. Y luego decía que al poder le faltaba el contacto con los electores, coño, que parece mentira que vivamos de la política y los miremos por encima del hombro, si son nuestra gente, decía. Y los camareros festejaban las ocurrencias de este hombre tan llano y tan cercano, que tan bien relacionado estaba con la Junta y que tanto trabajo parecía sacar adelante acodado en la barra de aquella coctelería.

El día que murió había soñado que una fotografía suya saliendo de los juzgados aparecía en un periódico de Madrid y que sus palabras citadas eran: “yo soy ningún putero ni ningún drogadicto”. Ese día tuvo una visión en la que aparecía sin barba, tapándose la cara con vergüenza y también otra en la que la gente le increpaba y le llamaba chorizo. Incluso le pareció ver a alguno de los que había ayudado tiempo atrás, hay que joderse, cómo es la gente, pensaba, encima de que los ayudas, a la mínima te la clavan por la espalda. Pero lo que, definitivamente, empujó el coágulo hasta una zona letal de su cerebro fue la llamada de la consultora de su mujer, que le decía que había decidido dejar de pagarles el sueldo, que estaban oyendo cosas muy raras y que no se podían arriesgar a salir en los papeles.

Murió con la cara torcida y un hilillo de baba cayendo de su boca, mojando poco a poco los azulejos limpísimos del cuarto de baño del bar, con la expresión del que está seguro de estar haciendo lo correcto. 

viernes, marzo 08, 2013

Otoño

Hoy me he levantado con tal estado de ánimo que estoy seguro que hace diez años hubiera despotricado en mi interior y roto los muebles imaginarios de mi cabeza, pero como han pasado diez años, solo he suspirado, he mirado la imagen del espejo con algo de conmiseración, algo de resignación y algo de simpatía, me he vestido y he salido a la calle camino del trabajo, reflexionando durante el camino sobre lo que cambia tu actitud hacia ti mismo a medida que el paso del tiempo lima los bordes de las cosas y puedes recordarte cuando eras ese tipo que se cabreaba desde por la mañana porque algo no hubiera salido como él esperaba por la noche.

Y luego he pensado lo curioso que resultaba todo, lo extraño que me parecía haber reaccionado como lo hice durante tantos años y lo ajeno que me resultaba yo mismo hace solo una década y entonces he vuelto a tener una de mis ideas recurrentes (“todos somos contingentes pero tú eres necesario” que decían en Amanece que no es poco), que tampoco es mía claro, aunque le haya dedicado bastante tiempo y eso haya sido suficiente para apropiármela un poco, esto es, que nada permanece, que cabalgamos la ola del tiempo como podemos, creyendo tener el control, creyendo ir de forma lineal hacia delante y que no tenemos ni la más remota idea de hacia dónde nos movemos, de si hay algún objetivo.

Y más tarde he pensado en España A. C., antes de la crisis, y me he sorprendido de que solo hayan pasado cinco años y de cómo hemos vuelto a mirar el precio de las cosas, me he sorprendido al ver que otra vez hemos asumido la pobreza con naturalidad, como siempre (mucho menos que la de nuestros padres, pero pobreza), que hemos vuelto a mirar al suelo con culpa por querer ser europeos y participar del bienestar occidental (ay, ese catolicismo) y que hemos empezado a pensar en el futuro como algo que hay que trabajarse todos los días en lugar de pensar en él como en una bonita casa frente al mar, con su pensión y su sueldo y una jubilación a la noruega. Cinco años. Nada si lo piensas.

Y he recordado un cuento de una amiga en la que todo el mundo se despide en el mismo bar por última vez, antes de emigrar, y he pensado que es triste, que estamos mal, que no hay trabajo, que tardaremos años en volver a tener dinero, si es que volvemos a tenerlo. Que este desánimo tiene mal arreglo y que la lluvia y el cielo encapotado no ayudan. Sí, lo he pensado. Pero al final me he dado cuenta de que no es tanto la situación del país, no es tanto el paro y la lluvia, no son las constantes noticias hirientes y la desvergüenza y el robo y el insulto diario a nuestra inteligencia. Es todo eso, pero no solo eso. Es también la nostalgia de saber que me hago viejo y que sigo sin haber aprendido prácticamente nada a pesar de haber pasado muchos días y muchas noches delante de un libro, intentándolo.

Y al final, me he dado cuenta que esto tampoco tiene ninguna importancia.

martes, febrero 12, 2013

Sonrisas

Hijo de puta hay que decirlo más
Joaquín Reyes

Yo, he de confesarlo, colaboro alegremente con el mantenimiento del orden social. Más me vale, porque me han dicho en el trabajo que si dejo de sonreír, es posible que tengan que activar la última cláusula del convenio colectivo, la que habla de la alegría permanente por trabajar en esta magna empresa y de las sanciones aplicables por violación de este principio fundacional: acude al trabajo con optimismo pues el trabajo libera y construye la senda del Señor. O algo así. El caso es que como se me ocurra dejar de dar las gracias, de asentir con la cabeza, de mirar al suelo , de callar y, sobre todo, de sonreír, me voy a enterar. Que conste que lo intento. Seguir sonriendo, quiero decir. Claro que, como con cualquier cosa que se me da mal, para mejorar me fijo en los maestros, en esos compañeros cercanos que siempre dicen que sí y que dan cabezazos de aquiescencia cuando un superior les informa de algo. Siempre quedo admirado por su sonrisa sincera, por su convencimiento. Imbéciles, me digo, pero luego rectifico y pienso: no, imbéciles, no, maestros en estos tiempos que corren. Gente que sonríe y que siempre está de acuerdo con las medidas que toma su propia empresa. Aunque sea contra ellos. Les gustaría ser accionistas mayoritarios pero no tienen un solo euro invertido en la empresa. Da igual. Ellos dicen que sí. Siempre dicen que sí y confirman las razones de los directivos, siempre comprensivos con los poderosos, como si eso pudiera garantizarles un futuro entre sus filas. Aunque acaben gaseados con un pijama a rayas muy parecido al de sus pobres compañeros de campo, por mucho que hayan hecho de kapos para los jefes; aunque acaben en el paro, esperando en una cola la comida de caridad que las monjitas han conseguido reunir de la última recolección de fondos en el Palace; aunque sean demasiado bajos, demasiado morenos, demasiado feos para aparecer nunca en una foto de la sección de Sociedad del periódico y parezcan la tía solterona del pueblo, amiga del cura, que siempre pone cara de asco cuando ve a una mujer guapa, imaginándole goces sin cuento. Ellos sonríen. Siempre sonríen. Pobres. Como niños buscando el reconocimiento de sus mayores. Así que aprendo de ellos y sonrío y bajo la cabeza y digo ¡claro!, ¡por supuesto!, cuando nos dicen que nos bajan el sueldo, que nos aumentan las horas, que nos quitan una paga, que nos sodomizarán los lunes, que nos encadenarán a la mesa de trabajo los martes y los jueves. ¡Claro! ¡Por supuesto! ¡Me parece bien! ¡Me parece lógico! ¡Fíjate cómo están las cosas por ahí fuera! ¡Tenemos suerte! ¡Señor, sí señor!

martes, enero 22, 2013

Metálico

Hijo de puta hay que decirlo más
Joaquín Reyes

Lo encontraron rígido, con una mano engarfiada alrededor de un pequeño taco de billetes de quinientos euros y una sonrisa lobuna en el rostro, como si en los últimos instantes de consciencia hubiera saboreado placeres innombrables. Un caso extraño, dijo la policía, pero no investigaron mucho. A quién cojones le importaba la suerte de un camello como aquel. Ojalá todos los hijos de puta como este reventaran, pensó el agente de la banderita en la culata de la pistola. Días más tarde encontraron a otro, mucho más gordo, con los mismos síntomas: la mano, la sonrisa y, en este caso, un hilillo de baba reseca en la comisura. Un chulo de putas conocido en el barrio que controlaba a un par de pobre chicas rumanas. Que le den, volvió a pensar el agente, un hijoputa gordo menos.

El gesto de los agentes, sin embargo, cambió al encontrar al siguiente muerto. Llevaba un traje cortado a medida y una corbata de seda, un maletín de lujo y unos zapatos hechos a mano. Una pequeña insignia de plata con las siglas de uno de los partidos políticos más importantes del país destelló durante un momento bajo la luz fluorescente del aparcamiento, poniendo sobre aviso a los agentes, que se miraron con comprensión. Antes de seguir con la investigación tendrían que llamar al comisario para que se acercara a echar un vistazo. Los síntomas eran los mismos que en los casos anteriores, aunque el taco de billetes de quinientos euros era algo más abultado en este caso. Ambos policías no tuvieron que decirse nada en voz alta. Esta vez ni un billete. A saber si el hombre trajeado no llevaba micros o cualquier otra cosa.

El comisario llegó poco más tarde y tardó apenas un segundo en identificar al hombre trajeado. En otro tiempo, cuando había trabajado de escolta y se había encargado de la seguridad de los miembros del partido, había intercambiado con él algunas palabras. Todo el mundo lo trataba con respeto e incluso con algo de miedo. Se decía de él que era la persona que cortaba el bacalao, que no se firmaba una sola factura sin que él lo supiera, que evitaba salir en los papeles porque, como él decía, a la gente verdaderamente importante no la conocía ni Dios y los que salían todo el rato en las portadas luego tenían que pedir permiso a los que no lo hacían. Era campechano y ahora estaba muerto y su mano se contraía alrededor de los billetes como en los dos casos anteriores. Su última sonrisa parecía sugerir la existencia de un mundo pútrido y reluciente, imposible de concebir para la gente corriente.

El equipo forense hizo fotos, tomó huellas, espolvoreó el cuerpo y la ropa y metió el taco de billetes de quinientos en una bolsa transparente, después de fotografiar cuidadosamente los números de serie de todos ellos. Más tarde, vino el juez y el equipo de la funeraria y se llevaron al hombre del partido al anatómico forense. La noticia no tardó en llegar de forma nebulosa a los medios de comunicación y cuando los principales periódicos llamaron interesándose por el caso, el comisario ya tenía preparada una respuesta lo suficientemente vaga como para conseguir algo de tiempo para preparar un comunicado oficial. El senador y hombre del partido había sido encontrado muerto en un aparcamiento en lo que, en una primera impresión, parecía un ataque coronario. Habría que esperar a los resultados de la autopsia para confirmar las causas de la muerte.

Un mes más tarde, el reguero de cadáveres se había extendido a otras ciudades. Camellos, narcotraficantes, gente sin oficio conocido, paquistaníes con locutorios muy frecuentados, chinos con naves industriales llenas de objetos importados, promotores inmobiliarios, concejales y ediles de toda laya y condición, policías de incógnito, políticos que nunca habían hecho otra cosa que moverse entre líneas en los aparatos de los partidos, senadores, señoras con el pelo cardado y el rostro lleno de botox, actores porno, futbolistas y presentadoras de televisión, todos ellos con la mano rígida y aquella sonrisa inquietante en el rostro, todos ellos con el taquito de billetes de quinientos euros entre los dedos deformados.

El primer cadáver no español lo encontraron en Gibraltar, un hombre nacido en Malta de madre gibraltareña y el segundo en el sur de Francia. Cuando empezaron a morir alemanes e ingleses en sus propios países, Europol se hizo con el control del caso y los servicios de inteligencia de los miembros de la OTAN comenzaron a intercambiar correos de forma frenética. Lo único que sabían era que los billetes estaban impregnados de una sustancia venenosa, que solo parecía reaccionar cuando alcanzaba cierta cantidad. Comprobaron además que, en todos los casos, se habían preparado los billetes para que aquello comenzara a actuar cuando se reunieran al menos diez de ellos. Siempre más de cinco mil euros en metálico, en billetes nuevos.

Los chinos tuvieron que retractarse de unas declaraciones en las que achacaban la enfermedad a la codicia occidental —la peste española, tal y como un joven y dinámico periodista en prácticas de la BBC la había bautizado— cuando encontraron muerto al primer hombre de negocios de Shanghái con un taco de cincuenta mil yuanes en la mano. Después vinieron miembros del Partido Comunista bien relacionados, dueños de cadenas de hoteles, encargados de fábricas, incluso un premio Nobel, sensible al leve aleteo de la belleza como las golondrinas a los primeros síntomas del verano. Se produjeron disturbios en Hong Kong cuando una multitud enfadada reclamaba la vuelta a la libra esterlina para los negocios.

Los billetes grandes y nuevos comenzaron a acumular polvo, metidos en las cajas de los bancos, en cajas de seguridad, en maletines de cuero de gacela joven, en bolsas de basura, en cajas de zapatos, en pequeñas oquedades que no se advertían a primera vista, en zulos en medio del monte, bien envueltos en bolsas de plástico para evitar que la humedad acabara con ellos, en cajas fuertes con millones de combinaciones diferentes, en cinturones diseñados para llevar bajo la ropa y poder evitar a las aduanas. Los optimistas afirmaban ilusionados que aquello era una señal, que, si éramos capaces de hacerlo bien, podía ser el final del dinero negro, que ahora sería mucho más difícil esconder operaciones moralmente reprobables.

Los americanos y los ingleses fueron los últimos en verse afectados. Después de aquel reportaje de la CNN, la ONU solo tardó un día en decretar el secreto bancario internacional. 

jueves, enero 10, 2013

Godzilla

Hijo de puta hay que decirlo más.
Joaquín Reyes

La señora se despierta y cuando mueve una de sus piernas nota un leve crujido. También se oye el ruido lejano de los gritos. Su cara tiene un brillo grasiento, como todas las mañanas, sus carnes se aposentan sobre su cuerpo en oleadas, como si ella misma fuera la desembocadura de un río de materia corporal, un corriente de grasa licuada. Advierte, aún con el sueño nublando a medias su entendimiento, que no debería estar viendo el cielo desde la cama de su residencia oficial. Sacude rápidamente la cabeza pensando que tal vez no ha acabado de despertarse pero los gritos aumentan de volumen. Cuando se incorpora, comprueba estupefacta que está dentro de su ciudad, sí, pero que todo se ha visto reducido al tamaño de una maqueta algo grande. La temperatura de la ciudad es la misma —un calor húmedo y supurante que viene del interior— y el olor también —mitad marisma, mitad vertedero— pero las dimensiones no son las correctas. Mira hacia abajo y descubre un montón de gente minúscula corriendo despavorida. Parpadea de nuevo y al moverse ligeramente una lluvia fina de lo que a ella le parece polvo cae desde su posición hacia los pequeños hombres allá abajo, que intentan esconderse de los fragmentos de cristal y hormigón que se desprenden de una estructura blanca, similar a un barco vuelto del revés. Se levanta con esfuerzo, trastabillando ligeramente —demasiado peso para unas rodillas cansadas y viejas, piensa brevemente— y nota como golpea algo con el talón. Cuando baja la vista de nuevo a sus pies puede observar como los diminutos ciudadanos huyen como pueden ante la visión de su inmenso cuerpo en camisón, que ya casi ha destruido el Hemisfèric. Se encontraban viendo una película en tres dimensiones de monstruos prehistóricos submarinos cuando lo que les pareció el gigantesco dedo de un pie entró por una de las paredes, produciendo un descomunal estruendo. Los cascotes caían y la gente, aterrorizada, se agolpaba en las salidas. En el exterior descubrieron a su alcaldesa, mirándolos con cara de sueño desde una altura de más cien metros.

Su excelentísima señora mira sin comprender el paisaje que tiene alrededor. Desde esa altura, puede ver una extensión larga y verde salpicada aquí y allá de estructuras blancas y redondeadas, con cristaleras inmensas, que no consigue identificar. La sensación onírica se hace más fuerte y vuelve a parpadear con fuerza, incluso se pellizca para comprobar si está realmente despierta. La visión de sus dos dedos pellizcándose el brazo desde abajo es sobrecogedora, dos morcillas colosales acabadas en dos uñas con manicura francesa pellizcando una extensión de carne del tamaño de una pequeña colina. Todo el mundo grita y corre, excepto dos hombres y dos mujeres, tan fascinados con el espectáculo que sacan el móvil sin pensar y comienzan a grabar. Ninguno de los cuatro está bastante lejos como para captar el cuadro con perspectiva pero los cuatro vídeos aparecerán en el telediario de la tarde mostrando el gigantesco pie de la munícipe sobre uno de los edificios en los que más empeño había puesto. En ese momento, mientras ella sigue tratando de encajar la situación en un marco lógico de pensamiento —por Dios, si lo único que hice fue tomarme un whisky de más ayer, piensa—, el zumbido de las hélices de los helicópteros comienza a oírse a lo lejos, acercándose, hasta que una voz amplificada y metálica le habla.

—Señora alcaldesa…
—¿Sí?

—Como puede comprobar, nos encontramos en una situación peliaguda. Debido a su tamaño está provocando un caos en la ciudad. Debe retirarse a las afueras para que podamos encargarnos de este asunto.
—¿Asunto? ¿Qué asunto? ¿Dónde pretenden llevarme? —contesta ella con expresión altanera.

—Estamos decidiéndolo. —contesta la voz metálica desde el helicóptero militar.— Hemos tomado las riendas porque los satélites nos han mostrado un caso potencialmente peligroso para la seguridad nacional.
—Yo soy la primera es interesarme por la seguridad nacional, se lo aseguro, pero tienen que decirme el lugar al que van a llevar. Soy la alcaldesa, por Dios, y he ganado más veces por mayoría absoluta de lo que muchos otros pueden decir. Esta ciudad la he hecho yo y no me pueden tratar de esta manera. Y mucho menos aquí. En mi tierra.

—Alcaldesa, sea razonable. Sin advertirlo ya ha derribado el Hemisfèric y parte del Oceanografic. La gente está aterrorizada.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer? ¿Dimitir? ¿Para que puedan hacer conmigo lo que quieran? Tal y como yo lo veo, soy un activo para esta ciudad. Y si mi tamaño se ha multiplicado por cien, mi importancia como activo también se ha multiplicado por esa cantidad.

—No nos corresponde a nosotros tomar esa decisión, señora. —contesta la voz metálica —Debe usted salir del centro de la ciudad para no provocar más destrozos. Hemos despejado dos avenidas para que pueda salir sin causar más daños.
—Yo no me muevo de aquí, le digo. Soy la alcaldesa y esta es mi ciudad. ¡Mi tierra! ¿Entiende? Aquí es donde quiero quedarme. Yo no aspiro a un ministerio si eso supone tener que vivir en la capital. He consagrado mi vida a esta ciudad, a hacerla grande. Traje la copa América, y las carreras de coches, rehíce esta ciudad de pescadores, por el amor de Dios.

—Señora, tenemos órdenes. Si no viene con nosotros por las buenas, tendremos que hacerlo por las malas. Le advierto que los helicópteros están artillados con misiles y que tenemos orden de disparar a la primera señal de peligro para la población civil.
—¿Disparar? Pero, ¿cómo se atreve? ¿Se atreve a amenazarme? ¿A mí? ¿A la alcaldesa? —contesta la señora mientras de un manotazo derriba el helicóptero más cercano. —Mire, se me ocurre que se me podría construir una residencia de mi tamaño en las afueras y que podría seguir llevando las cuestiones de la alcaldía desde allí. Seguro que sería un motivo más para visitar esta maravillosa ciudad... —continúa la señora mientras los primeros misiles comienzan su vuelo.