jueves, octubre 30, 2008

Llorar

Cuando una de las tías de la familia se echa a llorar, los demás ríen para quitarle hierro al asunto y, sobre todo, porque la tía siempre ha tenido la costumbre de derramar lágrimas por cualquier nimiedad y es famosa entre sus hermanos por eso. De hecho, comentan con una sonrisa que ahora lo hace todas las tardes, que cuando menos lo esperan la miran a la cara y tiene los ojos rojos y se los está secando con un pañuelo.

Todos los hermanos bromean sobre las manías de la abuela (porque todo es risible, porque todos somos dignos de misericordia, pobres humanos resignados ante nuestro destino), una señora siempre acostumbrada a controlar el devenir de la familia y ahora relegada, por necesidad, en las decisiones relativas a su propia vida. Todos se quejan de su tozudez, de su empecinamiento en ser partícipe de acontecimientos a los que ya no puede asistir por sus problemas en las piernas y su falta de movilidad. Todos se hacen gestos de inteligencia entre ellos cuando la abuela llama por décimotercera vez a uno de sus seis hijos protestando por tener que esperar en casa el resultado de la operación de uno de ellos. Y comentan sus últimas ocurrencias, su resistencia a ser ayudada por una señora ("yo no soy una vieja chocha". dice), sus manías de anciana acostumbrada a la rutina, aferrada a ella un día tras otro, sus lapsus de memoria que la llevan a preguntar ya por la noche, tras un día en el que ha realizado más de veinte llamadas, qué ha pasado esa tarde para no haber recibido la visita de ninguno de sus hijos. Y cuando le cuentan de nuevo que uno de ellos se ha operado y que por eso no ha recibido las visitas habituales, entonces comienza otra vez con una cantinela de protestas, una sarta de lamentaciones. Hasta que vuelve a olvidarlo.

No es que los motivos que la tía tiene para llorar no sean importantes, no es que ver a la abuela perder la cabeza y no recordar el día anterior sea agradable (cuando sin embargo recuerda nítidamente, como en un programa nostálgico de televisión, escenas de un par de décadas atrás). No. Simplemente es que ver a alguien de casi noventa años difuminarse lentamente es muy triste pero también algo que forma parte de la vida, algo normal, es irse yendo poco a poco con dulzura, como en un arabesco de tiempo, como desvivir las horas, desleirlas en agua, hacer que todo alcance el lugar exacto que le corresponde respecto al eje de simetría que fueron sus 87 años, el momento a partir del cual su vida comenzó a ir hacia atrás. Algo triste pero perfecto a su manera, la primera etapa de un viaje que concluye en el mismo lugar del que partió, en el mero mirar y saborear, en el mero deslumbramiento ante los colores y las sensaciones del cuerpo sin la ayuda de un cerebro que moldee esa información o la clasifique en categorías.

Eso es acabar como se empieza, como un niño que, en lugar ir llenando la cabeza de cosas, se fuera desprendiendo de las que ya no le son necesarias. Eso sí, hacia atrás, desandando el camino, haciendo el viaje inverso.

viernes, octubre 24, 2008

Gregorio

No soy, al igual que todas las manzanas, más que un proyecto de árbol. Conscientes de que, en realidad, sólo somos pequeños cigotos lustrosos y brillantes que esperamos enraizar en la tierra para continuar con la cadena de la vida, nos resignamos a ser lo que somos, piezas insignificantes en la estrategia de reproducción de un organismo. Tenemos existencias silenciosas y así debe ser.

Pero si alzo mi voz y deseo hacerme escuchar es porque yo no soy una manzana cualquiera, no. Yo soy la manzana incrustada en la espalda de Gregorio Samsa, ya convertido en insecto y repudiado. Me arrojó contra él su propio padre y, a diferencia de mis hermanas, todas lanzadas con rabia por su propia familia, me incrusté en su caparazón. Mis hermanas rodaron por el suelo —como si estuvieran electrificadas, dice K.—en la historia en la que aparezco.

El dolor fue increíble e insoportable, según parece. Yo no lo sé, claro. Yo me limito a pudrirme poco a poco en su espalda. De hecho, sé que me quedan pocos días para desaparecer por completo, fundida para siempre con el pobre Gregorio. Según K., tardaré un mes en desaparecer del todo porque nadie se molestó en retirarme. También está escrito que el pobre Gregorio quedó lisiado para siempre desde mi intervención en el cuento. El pobre Gregorio se arrastraba como podía por la habitación para contemplar la estampa de su familia charlando en el salón. Sin dejarse ver, claro, sin exponer a la familia a la contemplación del monstruo.

Me siento un poco culpable, es cierto. Pero yo sólo soy una manzana . Me limito a dejar que las bacterias hagan su trabajo, a desaparecer poco a poco, a notar como mis tejidos pierden consistencia y se deshacen ante el trabajo de la naturaleza. Cuando haya desaparecido del todo, el pobre Gregorio seguirá arrastrándose sobre sus patas, seguirá mirando con envidia la vida familiar, seguirá sintiéndose solo y profundamente desgraciado. Pero eso no es de mi incumbencia, la verdad. Yo he hecho lo que debía hacer. Alzar la voz. Eso es todo.

jueves, octubre 23, 2008

Domingo 2.0

Cuando llegué a casa, no necesité abrir la puerta con cuidado para no despertar a nadie porque nadie duerme en mi casa cuando yo no estoy. No necesité recorrer el pasillo atento a los muebles colocados en la pared ni esquivar la mesa del salón para que el ruido no despertara a mis padres o a mi esposa o a mis desprevenidos y durmientes hijos. Tampoco concentrarme ante la puerta intentando que la llave no rascara la madera antes de abrir. Así que entré sin demasiado cuidado y me senté en el sillón. Encendí la televisión, fui a la cocina y volví con un trozo de chocolate que me comí mientras miraba la pantalla. Emitían un publirreportaje de esos en los que el público aúlla cuando sale al plató un actor de tercera completamente desconocido en España.

El mundo es un lugar extraño, escribí en mi cuaderno. La noche está llena de lugares alojados en los huecos de la realidad, continué. Lo releí. Lo taché. Odio encontrar frases así en las notas que tomo. Me hacen sentirme como un gilipollas pedante cuando las releo. Cerré el cuaderno antes de comenzar a anotar cosas que en aquel momento me parecerían deslumbrantes pero que estarían ajadas y rotas cuando las leyera por la mañana. Nadie me lo reprocharía, pero ya es bastante malo levantarse con resaca como para descubrir además que por un momento has pensado, bajo el influjo de los fármacos y el alcohol, que lo que escribías era bueno.

El anuncio presentaba un aparato que servía para endurecer la musculatura de la barriga. Veinticuatro personas dispuestas en cuatro filas de seis ejecutaban una danza rítmica subiendo y bajando con una plancha ergonómica de plástico encajada en su zona lumbar. Todos sonreían. Miré mi barriga. Descarté que aquel aparato me sirviera de algo. Descarté una sociedad en la que veinticuatro personas sonrientes pretenden venderte un aparato para moldear tus abdominales a esas horas de la mañana. Descarté más tarde la importancia de los abdominales. Cambié de canal y descubrí que era tan tarde que incluso las cadenas locales que emiten pornografía toda la noche habían cambiado de programación y empezaban de nuevo con los videntes. Al mirar por la ventana distinguí una línea luminosa detrás de los edificios.

Un gradiente de color que variaba del azul celeste hasta el índigo más oscuro, estaba apareciendo poco a poco. Pensé que el centro de las grandes ciudades parece una fotografía tomada hace ochenta años, con todos esos edificios de tejados rojos amenazados por los rascacielos. Sabía que en aquel momento me rodearían miles y miles de vecinos, todos durmiendo o despertando en ese momento, filas y columnas de personas a la derecha y a la izquierda, arriba y abajo. En torno a mí mis vecinos se desplegabarían en todas direcciones, como si yo, en ese momento mirando por la ventana, fuera el origen de un sistema de ejes cartesianos. Miles de esas personas estarían desperezándose a la vez, abriendo los ojos justo en este momento, despertándose entre caricias, palabras susurradas y roces; o contemplando a sus hijos dormidos. Otras maldecirían su mala suerte, lamentando tener que levantarse y hacer un trabajo odioso y más en domingo. Así es, la vida nos pasa por encima sin tenernos en cuenta. Al igual que el gradiente de azules de la ventana, también existía un gradiente en las emociones de los que despertaban en aquel momento.

Me lavé los dientes y decidí no acostarme. Era demasiado tarde para intentar conciliar el sueño. Durmiendo solo conseguiría levantarme tarde, tener resaca y sentirme mal por haber desperdiciado otra noche. Bajé a la calle y caminé diez minutos hasta llegar al quiosco que vende prensa las veinticuatro horas del día. Por el camino me crucé con algunas personas en retirada que parecían haber batallado durante toda la noche contra el invasor. Compré dos periódicos y les eché un vistazo. Nada digno de mención. Las noticias de una semana parecen reciclarse en la siguiente, como si estuvieran producidas por un ordenador que ha entrado en un bucle del que no sabe salir. Crisis internacional, hambrunas, incidentes raciales en África, políticos europeos sonriendo a la cámara.

Llamé por teléfono y me contestó una máquina. Pulsé el uno y luego el tres y la voz de una mujer sonó al otro lado. La voz de la mujer me preguntó mi número de teléfono para comprobar si era la primera vez que llamaba. No era así. La voz de la mujer comprobó si los datos de los que disponía eran correctos, sobre todo los referentes a la tarjeta de crédito. Sí que lo eran. Me preguntó si seguía interesado en el servicio habitual o quería introducir algún cambio. Sí, lo mismo de siempre. Afortunadamente, me ahorró el texto publicitario que tenían disponible para nuevos clientes. Afortunadamente también, la mujer reconoció mi voz y no insistió en las ventajas de la tarjeta de fidelización del club. La visita tardaría una hora y media.

Me senté a esperar. Cambiando de canal, encontré una televisión local que comenzaba con la emisión de una misa evangélica. El público de la iglesia parecía compuesto exclusivamente por inmigrantes. Parecía más divertida que las misas católicas, la gente sufría espasmos de vez en cuando y gritaba aleluya como si estuviera poseída. La música sacra también era más divertida, incluso más que la música de iglesia de los sesenta. Cuando sonó el timbre de la puerta, yo estaba dormido. A pesar del café que me había preparado y de los periódicos, no había conseguido mantener los ojos abiertos. Abrí la puerta y una mujer de piernas largas y pechos pequeños me sonrió. La hice pasar.

Ella se desnudó, desprendiéndose de la ropa que llevaba, una falda y una blusa discretas y se puso delante de mí un conjunto de ropa interior negro lleno de encajes que realzaba su figura. Tal y como hacía siempre que la llamaba. Siempre se demoraba al ponerse las bragas negras y al colocarse las chinelas de tacón. Me gustaba así y ella lo sabía. Más tarde, yo también me desnudé y nos metimos en la cama. La besé con cariño y le acaricié la cara y los lóbulos de las orejas mientras la miraba a los ojos. Como casi siempre, me quedé dormido en sus brazos mientras me acariciaba el pelo.

Cuando me despertó su beso pude notar el olor del café recién hecho y el del pan tostado, aún caliente. Me senté en la mesa y admiré el mantel perfectamente puesto, los huevos revueltos en su punto y las tostadas doradas. Los periódicos estaban doblados y crujientes a un lado. Había flores frescas en un jarrón en el centro de la mesa. El sol de media mañana entraba en la habitación a través de la ventana, iluminando el suelo de madera. La radio estaba puesta en el programa que suelo escuchar los fines de semana. Entonces, Iliana me dijo: hasta la próxima, cariño, me besó en la frente, me revolvió un poco el pelo, abrió la puerta y se marchó.

domingo, octubre 19, 2008

Terapia 2.0

Mi terapeuta es un tipo amable y profesional que sabe transmitir confianza. La consulta está en su propia casa y es bastante acogedora, con paneles de madera y grandes estanterías donde guarda libros. No todos los libros están relacionados con la psiquiatría, también se pueden ver muchas obras clásicas de la literatura. A mí eso me tranquiliza. No sé por qué, pero me tranquiliza. Tampoco hay diván. Él suele decir que el diván es sólo decorado. Que lo importante es que seamos capaces de comunicarnos. Me gusta el tipo y creo que venir aquí todas las semanas me está ayudando mucho. Aún así, he tardado casi seis meses en tener el ánimo suficiente para hablar de las cosas que me preocupaban. No es fácil remover cosas que llevaban escondidas tantos años. El dolor se suaviza con el tiempo y andar hurgando dentro, despojarlo de todas esas capas que lo cubren, no es agradable. Es como meter un palito en un avispero y esperar que sea una buena idea

En una de nuestras últimas sesiones, el psiquiatra me ha dicho que avanzaré más rápido si escribo sobre mi pasado, sobre las cosas que pretendo resolver. Yo nunca he hecho nada parecido antes, que conste. Ni siquiera fui un adolescente escritor de cartas. Las largas cartas adolescentes siempre me parecieron pueriles. Tantas palabras para qué. Pero ahora todos los días a media tarde, cuando llego de trabajar, tengo que enfrentarme con el famoso miedo al papel el blanco. Una metáfora como otra cualquiera porque queda poca gente que escriba en papel, creo yo. Pero vamos. El terapeuta no me ha dado ninguna indicación concreta sobre cómo debo hacerlo así que he elegido lo más cómodo y he empezado a utilizar el ordenador para llevar un diario. Bueno, no es exactamente un diario, me limito a dejar que las ideas surjan casi al azar de mi cabeza. Miro hacia un punto lejano, vacío la cabeza y escribo. Me dejo llevar.

Según las instrucciones que me ha dado el terapeuta, debo dejar reposar las ideas una semana. Cuando el plazo se ha cumplido, tengo que releer las entradas y anotar en una libreta aquellas ideas que me llamen la atención, que me sorprendan. Y vaya si lo hacen. No sé de dónde salen, de qué recovecos ocultos afloran cuando me dejo ir. De todas maneras, supongo que esa es la idea, que justo por eso él me ha dicho que lleve un diario y que nunca lo relea el mismo día que lo escribo. También me ha advertido de que no me preocupe por la corrección o el estilo de las palabras. No estoy haciendo literatura, los textos que escribo sólo son una forma de terapia. El médico lleva razón, noto que estoy mejorando. Escribir así te obliga a conocerte mejor, a explorar tus sentimientos y recuerdos, a recrear épocas de tu vida que te parecían tan lejanas que no sabías que estaban ahí. La memoria, además, funciona de tal manera que en el momento en el que aparece el primer recuerdo, parece como si un hilo invisible tirara de muchos otros que no pueden separarse de él. Desde que llevo el diario, estoy recordando cosas que había olvidado hace mucho tiempo.

Pero además, según mi terapeuta, escribir te permite imaginar escenas que no ocurrieron pero que debieron haberlo hecho. A través de la escritura puedes mirar hacia atrás y detectar esos momentos en los que tu vida cambió de forma irreversible. Si en esos momentos reescribes tu propia historia, si consigues que la ficción se adueñe de tu pasado, tal vez puedas contemplar tu vida actual de otra forma. Al menos, eso dice él. Yo creo que no lleva razón, porque las cosas ocurrieron tal y como ocurrieron y pretender inventar un pasado inexistente no conduce a ningún sitio. Pero él insiste en que fantasear con algo que no hiciste en la vida real pero que deberías haber hecho es una manera de conjurar todas las consecuencias que vinieron después, una catarsis en su sentido original, tal y como decía Aristóteles.

La semana pasada yo era pequeño y tenía algo de miedo porque tenía que confesar. No había hecho nada malo, nada impropio para un niño de once años pero me esforzaba en encontrar pecados dignos del sacramento. No había hecho caso a mis padres, me había pegado con mi hermana, había mentido a mi profesora. Minucias que se agrandaban a mis ojos, pecados merecedores del castigo y, por tanto, de la absolución. La semana pasada yo llevaba unos vaqueros y una camisa de cuadros roja y blanca y entraba en la iglesia con el resto de la clase, en silencio. La iglesia no era muy grande pero sí esbelta. Olía a incienso y a cera de vela. Aún no se habían puesto de moda las velas electrónicas que se pueden ver hoy en día en muchas iglesias. Mi madre me había pedido que encendiera una vela en memoria de mi tío, que había muerto de meningitis mucho antes de que yo naciera. Eso hice. Recuerdo el sonido que hizo la moneda al caer en el interior de la hucha metálica. La llama de la vela, pequeña al principio y más tarde alta como las demás. El sonido amortiguado de los pasos de los niños, todos vistiendo zapatos con la suela de goma.

La fila iba avanzando y yo no quería entrar en el confesionario, no quería hacerlo. No me gustaba estar allí, no quería mentir para tener algún pecado que confesar. Envidiaba a los niños malos que debían mentir en sentido contrario, que no podían contar que entraron en la escuela por la noche, cuando no había nadie que pudiera atraparlos y robaron cuadernos y bolígrafos, que se habían peleado con la pandilla del barrio de enfrente, que habían fumado por primera vez o habían probado la cerveza. Qué estupidez estar allí imaginando pecados. Recuerdo pensar en aquello como en una especie de competición, en la que lo importante era tener algo medianamente importante que contar. Pero también recuerdo haber pensado que sólo los pardillos tenían que inventar sus pecados en el confesionario. Qué ganas de ir al instituto, de crecer, de hacer las cosas que hacían los chicos mayores.

La semana pasada yo me retorcía las manos, nervioso porque ya me tocaba, porque era mi turno y tenía que ser convincente. No podía decir que no tenía ningún pecado que confesar porque siempre hay pecados, aunque sean de pensamiento, siempre hay cosas malas en nuestro interior, como me había dicho el cura la vez anterior. Pero yo tenía ganas de salir de aquella iglesia, de correr por el cementerio que había fuera con el resto de niños que ya habían acabado. Una de las tumbas tenía la estatua de un ángel cuyos ojos alguien había pintado de rojo y nos gustaba jugar al escondite por allí. Nos gustaba pasar miedo imaginando que el ángel cobraba vida de repente y nos perseguía enviándonos al infierno con los rayos de sus ojos, como si fuera un superhéroe.

La semana pasada entre en el confesionario y confesé que había matado a mi profesor de catequesis. Apreté su cuello hasta que dejó de respirar, como si no importara tener once años y las manos pequeñas y frágiles, como si de repente hubieran crecido, se hubieran endurecido y llenado de callos, las manos rasposas de un hombre habituado al trabajo físico anudándose alrededor del cuello blanco y algo flácido de aquel cabrón melifluo y delicado. Me gustó apretar y notar como la sangre dejaba de latir bajo mi fuerza, notar como aquel hombre dejaba de debatirse contra lo inevitable y ver sus ojos inyectados de sangre horrorizados por una muerte sin confesión —ya inservible el comodín del arrepentimiento católico— ahora que comprendía que no habría una segunda oportunidad, ahora que comprendía que aquello que nos había hecho no iba a quedar sin castigo.

Dejó de debatirse en cinco minutos. Los mejores cinco minutos de mi vida.

martes, octubre 14, 2008

Piscina 2.0

Al principio, apenas podía pensar en nada que no fuera mi cuerpo, sólo en mis músculos y mis tendones latiendo, estirándose, sólo podía sentir la máquina desperezándose, calentándose. Siempre duele al principio. Los pulmones queman y la cara se pone roja por el esfuerzo pero después de una media hora, el cuerpo se relaja, se acostumbra a estar haciendo ejercicio, toma conciencia. Entonces empiezas a sentir el deslizamiento en el agua, empiezas a nadar de verdad y a disfrutar. Yo apenas era humano, yo era un pez, un delfín que había aprendido el secreto para bucear a toda velocidad con un esfuerzo mínimo. Yo era parte del agua que me rodeaba, un ser que no era sólido del todo, alguien con la consistencia de una medusa al que apenas era posible distinguir a dos metros de distancia. Una brazada y otra, una brazada y otra, respirar, no dejar que los pies se paren, mover toda la pierna desde la cadera, observar el borde de la piscina desplazándose hacia atrás, hundir la cabeza en el agua con determinación, deslizar, estirar, deslizar, estirar.

En cada brazada sacaba la cabeza del agua para respirar. En cada brazada dejaba salir el aire de mi boca, dejando así un rastro de burbujas que apenas duraban un instante, bandadas de pájaros inmediatos e instantáneos que desaparecían después de ascender a la superficie. Se había levantado viento, un viento de verano agradable pero intenso, cada vez mayor. Incluso dentro del agua, podía notar el rumor sordo de los árboles, ese sonido tan parecido al del mar que hacen las hojas agitadas por el viento. Los árboles se balanceaban, la costumbre de podarlos los había convertido en largas columnas de madera que se movían suavemente, las ramas de las copas confundiéndose unas con las otras. Infinidad de veces he mirado las hojas agitadas por el viento desde una toalla, pensando en la elegancia de los olmos cuando el aire pretende desplazarlos hacia un lado y ellos apenas mueven sus copas, pensando también que los árboles viven más años que los animales porque no se mueven, porque, de alguna manera, son capaces de mantener la energía durante más tiempo. Como si todos los seres vivos dispusieran de una energía limitada que emplear en la vida. El colibrí muere muy pronto comparado con una tortuga. Pero la tortuga es un ser fugaz frente a un tejo. Los árboles son como santones budistas que miran el mundo sin actuar, limitándose a estar ahí, ignorándonos.

Como en una película experimental, noté como las hojas caían en la piscina, su movimiento ralentizado por la densidad del agua (slow motion con filtros virados al azul, como un anuncio de televisión de finales de los años 90). Una imagen extraña: la piscina convirtiéndose en un estanque y llenándose de restos vegetales. Cada vez que sumergía con fuerza la cabeza en el agua (mi cuerpo tenso, mis músculos contraídos, mis manos entrando en el agua como un cuchillo en la mantequilla) podía observar desde muy cerca las grandes hojas amarillas flotando a un metro de profundidad. Las hojas amarillas contrastaban con el azul del agua de piscina, sus bordes claramente marcados, como si todo lo que estuviera viendo fuera en realidad un fotograma digital tratado con el software adecuado para aumentar la nitidez de la imagen. Noté también como el aire se cargaba de electricidad y como, cada vez más, era mucho más placentero estar dentro que fuera. Sentí el sabor y el olor eléctrico del aire en la boca, la energía ajustándose a las líneas del campo electromagnético, como una leve manta sobre el agua.

Las ramitas flotando me provocaron una ensoñación: flotaba en el agua como en el cuadro prerrafaelita de la muerte de Ofelia. Me deslizaba en el agua boca arriba, tranquila y en paz al fin, después de todo el sufrimiento, después de tomar la decisión de acabar con mi vida, con las manos abiertas sobre el pecho y los dedos unidos como después de arrancar esas flores que, rojas y azules, estaba recogiendo cuando me tiré al agua desesperada por la muerte de mi padre y que ahora nadan junto a mi cadáver. Con el pecho cubierto de brocado y la cara de una persona que no se siente culpable, ni siquiera en el suicidio, tal vez sólo un poco sorprendida del final. En un entorno verde y ocre, sobre el agua habitada por algas verdosas que parecen cabellos. Voy deslizándome muerta hacia el fin de la corriente, hacia el río Lete para diluirme en la eternidad, para olvidarme de lo que he sido, de lo que he amado. Voy al otro mundo y al fin no tengo miedo porque el olvido es la felicidad.

Sentí entonces una descarga, un frío intenso que se convirtió en un instante en un calor abrasador que se movía desde mi interior, como si fueran mis órganos los que estuvieran produciendo la electricidad. Mi estómago y mi corazón desintegrándose como el uranio bajo los electrones, una fuerza cada vez mayor que aumentaba de forma exponencial, del centro hacia fuera. Todo fue tan rápido que no tuve tiempo de sentir dolor. Tampoco recordé mi vida como si se tratara de una película, no hubo túnel con luz blanca al final ni paseo temeroso rodeado de sombras ni espectros, no hubo ascenso ni me sentí inundado por el amor, no atisbé la felicidad eterna, ni tampoco la condena y el sufrimiento, no me sentí juzgado después la oscuridad blanca. Yo no era consciente de estar sufriendo, de estar desvaneciéndome, de estar perdiendo mi conciencia, mi individualidad, yo simplemente estaba pasando a ser otra cosa, algo que no está vivo pero que, sin embargo, sigue formando parte del mundo, sigue existiendo.

Aún sigo aquí. Una brazada y otra, una brazada y otra, respirar, no dejar que los pies se paren, mover toda la pierna desde la cadera, observar el borde de la piscina desplazándose hacia atrás, hundir la cabeza en el agua con determinación, deslizar, estirar, deslizar, estirar.

lunes, octubre 13, 2008

Confidente

—Mírame, ¿tengo cara de psiquiatra o qué?
—Hombre, pues no sé que decirte. No tengo ni idea de la cara que tienen los psiquiatras pero eso sí, tienes una cara que inspira confianza. Pareces una buena persona.
—Pues esa es mi maldición. Parecer una buena persona. Todo el mundo me cuenta sus problemas. Me utilizan y luego me ignoran. Ni siquiera pretenden que les dé un consejo (algo que, por otra parte, yo no me atrevería a hacer) sino que se desahogan delante de mí y más tarde se van y no vuelvo a verlos en semanas. Sobre todo las mujeres.
»Yo no existo para casi nadie cuando las cosas van bien. La gente sólo se acuerda de mí si tienen un problema, si algo les preocupa, si necesitan hablar con alguien. Eso sí, todos me lo agradecen mucho, todos me dicen que sé escuchar, que no es fácil encontrar a alguien que sepa hacerlo.
»Además, lo peor es que casi toda la gente que habla conmigo se conoce entre sí y, claro, al final sé demasiado sobre las personas a las que quiero. No me interpretes mal, no es que me importe, a mí me gusta ayudarles. Simplemente desearía no saber tantas cosas sobre algunos de ellos, en serio. No quiero saber lo que X hace en la cama, que a su pareja le gusta tan poco. No quiero saber lo que Y opina de Z, ni que Y está teniendo un lío con G, ni que E está pensando seriamente en la separación, sin que su mujer sospeche nada. Simplemente no quiero saberlo.
»Cuando eres joven, no acabas de entender que dos personas con las que te llevas bien, no lo hagan a su vez entre sí. Si tienes la oportunidad, intentas mediar entre ellos, intentas que tengan entre ellos la misma relación que tú tienes con cada uno por separado. Cuando te haces mayor, cuando eres una persona madura (qué expresión esa de «madura», ¿no?, parecemos todos a punto de caer de un árbol) comprendes que cada uno elige sus amistades y que tú sólo debes preocuparte por la relación que tú tienes con la gente y de nada más, que no puedes ser responsable de ninguna otra cosa aparte de ti mismo.
»De pequeño, estás ansioso porque cualquiera te cuente su vida, por los detalles. De mayor no. De mayor lo que desearías a veces es que te «descontaran» cosas que ya sabes, no haberlas sabido nunca. En fin...
—Sí, la gente le da muy poca importancia a las cosas que cuenta cuando, en realidad, hay frases que cambian para siempre la imagen que tienes de alguien.
—Eso es, frases que, una vez dichas, ya no tienen arreglo, a pesar de eso de que las palabras se las lleva el viento. Si tu mujer te dice «ya no te quiero» o «te he sido infiel»; si un amigo te cuenta que le dio una paliza a una pobre prostituta porque perdió la cabeza; si otro te dice que se alegra de que a Fulanito le vaya del culo porque siempre pensó que era un idiota cuando Fulanito es uno de tus mejores amigos... ¿Cómo seguir tratando a esas personas de la misma manera, cómo seguir teniéndolas en la misma estima?
—Pues no tengo ni idea. Supongo que no es fácil.
—No, no lo es. Por eso te digo que estoy harto de esta situación. Harto. No puedo más. Que se paguen un psicólogo. Además, ya sabes que para mí éste es un trabajo temporal. Lo hago mientras espero algún papel importante. Voy a pruebas y mientras tanto hago esto para poder pagar las facturas. Pero a mí me pagan por poner copas, no por aguantar los problemas de los demás. Que les den por el culo a todos, hombre.

jueves, octubre 09, 2008

Kawabata

Takako se acerca a mirar a través de la cerca de los vecinos ausentes y ve un macizo de flores, un poco agreste y desordenado. Y entonces, aparece esta frase en el relato: “Parecía un milagro que, estando ausentes tanto Chiba como Ichiko, su esposa, todas esas flores permanecieran así, tan silenciosas en ese día de otoño”. Y yo me quedo maravillado, pensando en cómo hacer tanto con tan poco, envidiando profundamente al autor: Yasunari Kawabata, Nobel en 1968, y también, cómo no, a su traductor: Jaime Barrera Parra. Hay que ser un maestro para convocar con 24 palabras el silencio, el otoño, las hojas moviéndose gracias al viento en el porche de la casa vacía y la belleza de las flores, esos órganos sexuales de las plantas que los japoneses convierten en poesía.

Y en la primera página está escrito:

Yasunari Kawabata

Primera nieve
en el monte Fuji


Traducción directa del japonés de Jaime Barrera Parra

martes, octubre 07, 2008

Duelo

Es el lugar del barrio que no cierra nunca. La entrada siempre está oscura y la música suena demasiado alta. Aunque discretas, por los alrededores siempre hay dos personas que dan el aviso si se acerca la policía. Todos los lugares así son similares, por eso el nombre da igual. El humo es espeso y los ojos de la gente están enrojecidos. El camarero es simpático pero tiene una cara de esas que te hace desear tenerlo de tu parte si se monta una bronca. La gente dice: hey, qué tal, hola, cómo andas, quillo, qué.
Cuando voy siempre pido una cerveza bien fría y siempre digo que no al Negro, que pretende invitarme a una raya en el servicio, solo por tener una excusa para meterse él otra, aunque solo hayan pasado cinco minutos desde la última. El Negro ha perdido parte de la dentadura pero se lo toma con filosofía. Casi no queda gente en el barrio que se meta caballo, solo el Arnold, que no consiguió dejarlo cuando tenía que haberlo hecho y ahora se arrastra de un sitio a otro como un espectro. Ya ni aquí lo dejan pasar porque le da el coñazo a la gente pidiendo dinero. Recuerdo un tiempo en el que el Arnold bromeaba con el tema de su adicción, a la gente que decía "tengo que hacer deporte, que me estoy poniendo fondón", él siempre les aconsejaba: "haz como yo, la heroína adelgaza mucho". Entonces era gracioso.
El barrio siempre será el lugar en el que te criaste aunque tengas una historia de esas que le gustan tanto a los americanos, una historia de superación personal gracias a las becas y el trabajo duro y toda esa mierda. No es mi caso, que conste. Yo apenas logré montar un taller y ganarme la vida como mecánico. Tuve suerte al casarme con Toñi tan joven, aquello me mantuvo con los pies pegados al suelo. Los hijos también ayudaron, supongo que cuando ves sus caras se te quitan de la cabeza muchas tonterías. Aunque no por eso he dejado de divertirme, eso también quiero dejarlo claro. Cuando eres joven, aunque seas padre, siempre encuentras la manera de salir por ahí de juerga. Ahora ya casi ni apetece, ahora ya es el tiempo de los críos, son ellos los que salen y te dejan preocupado en casa cuando vuelven tarde. Ya no suelo venir mucho por aquí, desde que nos mudamos, mi mujer y yo pisamos poco el barrio.
Hoy, de todas formas, es diferente. He venido por aquí a tomar una cerveza a la salud de Jose. Hemos venido los colegas que quedamos. Bebemos y charlamos, fumamos y, de vez en cuando, alguien propone que nos demos un homenaje en honor del Jose, qué cabrón. Ya he dicho dos veces que no. Hoy me bastará con las cervezas y la maría, no quiero llegar a casa completamente borracho a las cuatro de la madrugada y arrastrar la resaca durante toda la semana. Pero al final digo que sí, qué coño, por qué no, si los seis estamos a gusto recordando y charlando. Además, no hay que ir a ningún sitio a buscar nada. Lo bueno de este lugar es que para eso solo hay que levantarse y avisar. Alguien viene y dice: son veinte pavos cada uno. Le damos el dinero y a los tres minutos, alguien me pasa una bandeja con cinco líneas blancas. No está mal. Bebemos. Recordamos aquella de cuando el Jose tenía catorce años y se cagó encima y en lugar de ir a cambiarse a casa pasó de todo y siguió por ahí en la calle hasta la una de la mañana. O aquella vez con quince que robó una moto solo porque estaba cansado y la moto no tenía candado y cuando llegó al barrio le prendió fuego para que no la reconociera la policía, con tan mala suerte que las malas hierbas del descampado en el que estaba comenzaron a arder y los bomberos se presentaron en el barrio a las dos de la mañana y acabó pasando más miedo por el fuego que por el robo. Lloramos de risa recordando. O la otra en la que estaba con otro colega, arriba en el puticlub, follando con tres colombianas cuando aparecieron dos maromos con pistolas y tuvo que escaparse de allí tapándose solo con una toalla de manos. Esa es mítica y tiene tantas variantes como personas la recuerdan. Qué cabrón el Jose. Qué cabrón. Va por ti, decimos, y brindamos con los whiskies que todos estamos tomando ya. Y todos pensamos en el que tiempo que ha pasado y nos sentimos un poco viejos.

viernes, octubre 03, 2008

Moto

Las hojas amarillas vuelan en remolinos a mi alrededor mientras vuelvo a casa en moto desde el trabajo. Es un día de viento, lo noto cuando rachea de costado. Debo tener cuidado con la dirección, debo concentrarme en conducir con cuidado. Miro los retrovisores y observo los coches de delante para prever posibles cambios de carril, para predecir cuando un conductor va a decidir ocupar el hueco hacia el que voy a ochenta kilómetros por hora. Estoy atento al tráfico y nunca miro hacia arriba, recorro calles antiguas mirando la línea discontinua del asfalto, estoy concentrado en moverme de un sitio a otro y en nada más. Es rápido y es aburrido. No sólo sé el camino, conozco cada bache en la carretera, donde debo reducir la velocidad para no correr riesgos cuando llueve, donde frenar mucho antes de lo que parece. Los coches me pasan a gran velocidad y la ciudad se mueve hacia mí mientras pienso en lo que tengo que hacer en casa, mientras organizo la tarde en mi cabeza, siempre atento a los coches brillantes. Y un taxista pone el intermitente y pitas en seguida porque sabes que tienes menos de un segundo para evitar que cambie bruscamente de carril hacia la izquierda, justo hacia el tuyo, pero aunque pitas el taxista lo ignora y entonces debes frenar con fuerza. Cabrón.

La irritación viene veloz y se va enseguida cuando se está conduciendo. La atmósfera emocional de la hora punta, que imagino como un campo electromagnético en tres dimensiones, está llena de pequeños picos de mal humor que duran apenas un instante. Ese es el latido de la ciudad: bocinas y gestos obscenos.