sábado, noviembre 28, 2009

Limpiabotas

Tuve una idea para un cuento esta mañana, un limpiabotas iba convirtiendo a sus clientes en adictos mediante una pequeña punción, que apenas podían advertir, a través de la que les inyectaba una sustancia en la dosis necesaria para hacerlos sentir perfectamente tranquilos, pero sin ser conscientes de haber sido drogados, sin somnolencia pero sí lo suficientemente en paz para limpiarse los zapatos todos los días en aquel pequeño trono de madera de colores, sin saber realmente qué les impulsaba a hacer cola, una larga cola de señores trajeados, con trajes algo anticuados, con cortes del siglo pasado, con corbatas buenas pero no mucho, afeitados pero no muy bien, con vello en las orejas y el entrecejo que tal vez usarían ropa interior no demasiado limpia, hombres a un paso de perder la dignidad, de cruzarse de brazos ante el inevitable deterioro de todo, que pensarían estar retomando el anticuado gesto de limpiarse los zapatos como muestra de resistencia, como una forma de lucha ante estos tiempos desquiciados.
Enfrente de su cola habría otra diferente formada por los centenares de personas que aguardaban a comprar un décimo de lotería en una famosa administración de lotería del centro de Madrid, hartos de la espera y probablemente del sinsentido de desperdiciar una mañana intentando comprar la suerte, esa suerte que no suele aparecerse mucho, qué gesto más estúpido y a la vez más inocente, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, de todos los colores, con todo tipo de ropas, como una cata sociológica de esta ciudad, moviéndose nerviosos, charlando para entretener esa espera que, en el fondo, todos sabían absurda pero cómo luchar contra la tradición de comprar un décimo en la puta administración de lotería y de llevar a los niños a que vean los muñecos animados de Cortylandia y qué gesto tan mágico creer que las leyes del azar tienen sentimientos y prefieren inclinarse por un lugar u otro.
Y, tal vez, por qué no, si en el cuento puede pasar lo que yo quiera, tal vez, decía, ambas colas se mirarían con hostilidad y alguien insultaría a alguien y comenzarían los golpes y los turistas huirían asustados de la trifulca y los coches de la Gran Vía se detendrían a mirar el espectáculo y camionetas rebosantes de policías hasta las cejas de estimulantes derraparían en la calle y las puertas se abrirían como grandes bocas y lloverían los golpes y los gritos y el tumulto sería ya incontrolable cuando los turistas ingleses hartos de cerveza se unieran a él, y aquello parecería uno de los signos del apocalipsis, el inicio de algo mayor, como si la locura se hubiera apoderado de todos y los animales que siempre llevamos dentro se abrieran paso, como superhéroes que se despojaran de sus trajes, y todo parecería arder en algo así como un altar de sacrificio azteca.
Y en mi cuento, si existiera en él algo parecido a una cámara que pudiéramos enfocar donde quisiéramos, podríamos ver perfectamente la sonrisa que se dibuja en la cara del limpiabotas que observa la escena, acodado en una mesa con vistas a la calle de la acera de enfrente donde el pequeño trono de madera sigue en su sitio, incólume, impasible ante la destrucción que está ocurriendo justo ante él.

jueves, noviembre 26, 2009

Literatura

Sabido es que la publicación de la segunda parte del Quijote en 1615 se debió a la aparición de una obra de la que aún hoy desconocemos el autor: El Quijote de Avellaneda. Cervantes, suponemos que furioso por lo que él consideraba una apropiación indebida de su personaje y por el uso que el tal Avellaneda había hecho de él, se puso a escribir —con el mérito añadido de hacerlo con una sola mano— la segunda parte de las aventuras de Alonso Quijano, o Quesada, con su fiel escudero, Sancho Panza, o Sancho Zancas, que de esas maneras se designa a ambos personajes en la obra.
El tal Avellaneda consiguió así pasar a la posteridad con una carambola del destino y logró —suponemos que de forma involuntaria—que cientos de estudiosos se devanaran los sesos en los siguientes cuatrocientos años intentando dar con su identidad.
La teoría más famosa —en filología casi todo son teorías— es la defendida por Martín de Riquer. Según el estudioso, existen varios indicios —tics de escritura, incorrecciones y torpezas de estilo, repetidas alusiones al rosario, esas cosas de filólogos— que indican que el autor de la obra fue un tal Jerónimo de Pasamonte, soldado y escritor que fue contemporáneo de Cervantes y que combatió en Lepanto, como él. De hecho, este soldado pudo inspirar al personaje Ginés de Pasamonte, el galeote que apalea al Quijote cuando este hace el único acto verdaderamente heroico de todo el libro, liberar la cadena de presos que se cruza en su camino.
Otra teoría, no conforme con que un soldado del siglo XVII pudiera haber escrito una obra de estilo tan depurado, apunta a Lope de Vega y su entorno. Se cree que el Fénix fue el autor del prólogo del Quijote falso , que un amigo suyo, Pedro Liñán de Riaza, la comenzó y que fue terminada por el propio Lope y otro colega, Baltasar Elisio de Medinilla.
Hay más teorías, pero, dado el espacio del que dispongo, me ceñiré a estas dos. Y puestos a aceptar una u otra, prefiero la primera, claro está.
En la primera teoría una persona con existencia real y documentada, que tal vez conoció a Cervantes, aparece como personaje en una obra suya y quizá despechado por considerar que su retrato de rufián no correspondía con su persona, se sentó a escribir una segunda parte con la intención de menoscabar la dignidad del personaje principal de la novela en la que él aparecía como personaje. Y al escribir sobre un personaje que no era suyo, entendemos que como una suerte de venganza por su retrato en la obra, consiguió realmente que ese personaje, don Quijote, despertara de nuevo en las páginas de otro autor —el verdadero— con ganas de salir por España a hacer el idiota, vestido con las armas de sus abuelos
A mí, claro, esto me parece fascinante. Las conexiones que se establecen entre realidad y ficción, entre supuestos personajes con existencia real y supuestos personajes con existencia ficticia hablan muy bien de lo que significa la literatura. Tal vez Pasamonte existiera alguna vez y escuchara los sonidos de los cañones de los barcos turcos, temiera por su vida y atravesara el pecho de algún infiel. No lo niego. Pero casi cuatrocientos años después que se escribieran esas palabras, la existencia de Jerónimo de Pasamonte, se me antoja más brumosa aún que la del propio Quijote. Ambos quedaron para siempre ligados a las palabras de Cervantes en su primera parte de la novela y ambos, desde entonces, han corrido un destino parecido.
Gracias a la existencia de la novela —ya que ningún estudioso se hubiera dedicado a rastrear la vida de un anónimo soldado español de la época de no haber tenido relación con el Quijote—, Pasamonte ha pasado a la historia. Gracias a la novela, un personaje sinvergüenza y ladrón se ha encarnado en una figura histórica, en alguien que tuvo existencia real. Esta es la primera parte del viaje.
Pero tal vez si ese alguien no se hubiera sentido despechado por el retrato que se hacía de él en esa misma novela, no se hubiera puesto a escribir su libro propio ni hubiera hecho que Cervantes tuviera que escribir la segunda parte de un libro por el que, según parece, no sentía demasiado aprecio. Esta es la segunda parte.
Si imaginamos dos legajos en papel viejo acumulando polvo en un antiguo archivo olvidado y que uno de ellos es el original del primer Quijote y el otro un conjunto de documentos que hablan de la vida de un anónimo soldado de Lepanto que se llamaba Jerónimo de Pasamonte, casi podemos ver al personaje, o la persona ir de un legajo a otro.
Y ambos, tanto tiempo después de los que huesos de Pasamonte se hayan confundido con la tierra, son reales. O ambos, el Pasamonte rufián y el soldado despechado, son ficción. Elijan ustedes. Es lo bueno de la literatura.

lunes, noviembre 23, 2009

Humor

En España hay 23.059 parroquias; 10.615 no tienen sacerdote titular. Lo peor es que la situación lleva camino de empeorar, a juzgar por este dato que Rouco subrayó: la media de edad de los curas en activo es de 63,3 años. «En alguna zona alcanza los 72,04 años», añadió. Tampoco es mejor la media de edad de los obispos.
Extraído de El País.

A veces, cuando uno tiene un mal día, al final mejora. En treinta años se ha pasado en España de que las mujeres necesiten el permiso del marido para firmar un contrato al matrimonio gay, de que fuera necesario el certificado bautismal para casi todo a la estadística anterior. Si esta no es un buena noticia, que venga Dios y lo vea. :-P

Sentado II

Estoy sentado mirando al techo, intentando no pensar en nada, intentando vaciar mi cabeza de ruido de fondo, intentando ser un hombre sentado en una silla y, no sé por qué, he mirado hacia atrás y he visto un páramo extenso, de seis meses más o menos (el espacio y el tiempo son la misma cosa), un páramo en el que no hay demasiada vegetación, salpicado aquí y allá de cactus espinosos que dan una flor bonita una vez al año, con esquirlas que parecen el resultado de una erupción. Me he dicho entonces que esos paisajes quedan muy bien en las fotografías, en las estampas postpoéticas de ciertos autores con fascinación por los deshechos, en los párrafos de escritores que describen los accidentes de tráfico de forma hermosa, con todos esos hierros retorcidos y esos miembros astillados, pero que eso no es suficiente. Más tarde he pensado que, tristemente, parece existir una fuerza centrífuga que empuja las vidas de los demás lejos de mí y que paso demasiadas horas (¿cuántas serán en total?) comprobando de forma absurda el correo electrónico, pulsando una y otra vez "Comprobar correo", como si la redención dependiera de las palabras de alguien, como si la redención fuera posible. Y que algunos días pasan tan lentos y dolorosos que se acumulan a la espalda y van cargando los hombros poco a poco, doblando el espinazo, venciéndome.

jueves, noviembre 19, 2009

SF

Si alguna vez ha sido necesario alzar la voz es precisamente ahora cuando nadie espera escucharla. Nadie lo hace porque nadie queda capaz de entender el antiguo lenguaje de los hombres, que está hecho de palabras, de sonidos que se unen unos a otros, que se trenzan y recrean el mundo. Desde que se generalizó el implante en el momento del nacimiento, los hombres solo son capaces de pensar en imágenes, la memoria ha dejado de tener sentido y el conocimiento ha dejado de avanzar. Generación tras generación, los hombres se limitan a repetir los datos almacenados sobre cualquier cosa. De vez en cuando surgen algunos capaces de innovar, de crear algo diferente, pero la sociedad los orilla, los ignora y suelen renuncian a esa creatividad en pos de una vida larga, como suele ser habitual por aquí.

Yo soy de los últimos que aún resisten y no me queda mucho tiempo, tengo un problema de corazón que impide que se me renueve el próximo año, cuando, objetivamente me correspondería la sustitución de órganos. No me importa. Creo que ha llegado la hora de abandonar el mundo, que ha llegado el momento de despedirse. La gente con la que hablo no lo entiende, siempre me sugiere alguna otra opción: refúgiate en el sistema, espera a que la ciencia médica —¿qué posibilidad de ciencia nos queda ya a los humanos?— sea capaz de resolver tu problema de corazón, aguanta, busca una solución. Todos tienen miedo del final, no se dan cuenta de que la vida se ha convertido en tener miedo. Miedo a que la energía termine por acabarse en este planeta exhausto, miedo porque aparezca un fallo en el sistema que los convierta a todos en poco más que muñecos sin voluntad, miedo a tener hijos, al amor, miedo a todo lo que constituya un compromiso. La dilatación del tiempo ha conseguido desnaturalizarnos. La dilatación del tiempo nos ha convertido en otra cosa.

Cuando me preguntan por qué no estoy dispuesto a luchar por mi vida, siempre les cuento la historia de la Sibila de Cumas, ya escrita por Ovidio en sus Metamorfosis hace tantos siglos: «El dios Apolo cortejó a la Sibila pero la doncella no accedió a sus ruegos hasta que el dios estuvo dispuesto a concederle el deseo que ella pidiera; tendida en la playa, la doncella tomó un puñado de arena y le rogó vivir tantos años como granos de arena le mostraba en la mano. Mil años de vida, los granos de arena de su puño, le fueron concedidos. Sin embargo, emocionada por la promesa del dios, olvidó pedirle a Apolo la juventud para esos mil años de vida. Setecientos años después, Eneas la encontró y la Sibilia confesó melancólica y dulcemente, que aún le faltaban por vivir tres siglos más y que se tornaría cada vez más pequeña, tan pequeña que nadie la reconocería, ni siquiera el dios que llegó a amarla. Cien años más tarde, la Sibila vivía dentro de una botella y cuando los niños que jugaban con ella le preguntaban qué deseaba, ella siempre respondía: "Quiero morir."»

Y todavía se atreven a decirme que la diferencia es que nosotros nos mantenemos eternamente jóvenes, que ese no es un problema para nosotros, que no existe comparación posible entre una cosa y la otra.

viernes, noviembre 13, 2009

Copas

(a David)

La mujer debía de haber sido guapa en algún momento, pero ahora su cara estaba arrugada y sus ropas descuidadas. Estaba borracha en el bar, con otros dos borrachos tan destrozados como ella, un hombre de pelo blanco y la cara arrasada por el alcohol y otra mujer que lloraba de vez en cuando y que apenas se podía tener en pie. Una de ellas fue una actriz famosa en los setenta. Treinta años más tarde, era fácil encontrarla por los bares, a veces mendigando comida, pidiendo a los camareros que la invitaran a un bocadillo, otras mendigando solo alcohol. Según parecía, no se podía echar del bar a alguien que una vez bailó con un vestido corto en la televisión en blanco y negro, ni resultaba raro que alguien en la sesentena se comportara de esa manera ni que pidiera una calada de un porro ni que coqueteara con hombres treinta años más jóvenes. La norma era comportarse con ella como con una tía un poco extravagante.

Yo ya la había visto en otras ocasiones pero aquella vez me deprimió más de lo normal, como si la escena estuviera desarrollándose para mí, para que contemplara uno de mis posibles destinos, para que reflexionara sobre si estaba haciendo lo que realmente debía, como una especie de visión desquiciada de mi futuro. Yo sabía que mantenerme sobrio solo dependía de mí. Ya eran casi siete años y solo había tenido una recaída. Aquella noche, sin embargo, lo único que me apetecía era tomarme una copa. Hay días así, en rehabilitación te advierten sobre ellos. Te dicen que esos días lo único que puedes hacer es aguantarte las ganas, irte a casa, buscar el consuelo de algún amigo, intentar no pensar en ello. También te dicen que si consigues superar ese momento, te vuelves más fuerte para seguir sobrio. No te dicen, en cambio, que nunca acabas de lograrlo, que nunca dejas de ser un ex alcohólico. De vez en cuando, como aquella noche, vuelve el ansia y miras con ojos demasiado fijos la fila multicolor de botellas.

Opinen, ustedes que están al otro lado: ¿Se bebió una copa el protagonista o no se la bebió?

miércoles, noviembre 11, 2009

Curso

(Notas encontradas bajo la mesa de un curso de formación)

Simplificación. Esquema jurídico. Segundo marco regulatorio.
El hombre desgrana conceptos y relaciones y mi cabeza va y viene, aquí y allá: recuerda una escena de sexo, advierte el cansancio del cuerpo, recrea una escena en un bar de Barcelona. Aparece en la pantalla una palabra: Trifásico y me trae a la cabeza una bebida.
Es difícil escribir:
  • Si estás fingiendo tomar notas del curso.
  • Si la gente mira por encima del hombro lo que apuntas.
  • Si tu cuaderno no es el cuaderno habitual que utilizas en el trabajo.
  • Si no te interesa el curso y aún así tu cara debe reflejar interés.
Pero eso no es lo importante. El contexto en el que se crea un texto no importa:
  • Es propio de fetichistas.
  • No explica el texto.
  • No ilumina nada.
Supongo que lo que importa es el propio texto: «Cuando abrió los ojos, no consiguió distinguir nada. Intentó moverse pero, extrañamente, sus manos y sus piernas no tenían apenas hueco. Si levantaba las manos hacia arriba podía notar el tacto de la madera.»

John Cage intentó probar el silencio y concluyó que el silencio solo es posble en la palabra silencio y siempre que esa palabra aparezca en un verso (esta es una reflexión propia, no de John Cage). Cuando grabó durante media hora en una habitación insonorizada, comprobó que la crepitación de la estática lo cubría todo. Si lo intentaba con su propio cuerpo, tapando con cuidado sus propios oídos:
  • Sus sentidos se volvían hacia sí mismos.
  • Escuchaba su propio vello poniéndose de punta.
  • Los sonidos de su cuerpo lo inundaban todo.
El silencio es imposible porque mientras haya energía, existen partículas vibrando que, de alguna manera, causan el zumbido del mundo, uno de tono muy bajo, casi imperceptible. Si existiera un punto en el universo a 0º K, el cero absoluto, sería un punto sin energía, sin movimiento, sin vida, sin sonido. En este universo eso es imposible.

Ahora aparece una mujer a dar una charla. Tiene un poco de:
  • barriguita
  • Pero es mona y habla con soltura
  • Tiene una bonita voz.
Silencio. Cállate. Me atoras de información inútil.

«El concurso de belleza infantil se celebraba en el instituto de secundaria del pueblo. Las niñas sonreían, con su cara congelada en una mueca. Niñas perfectas, guapas, sonrientes y limpias, vestidas como pequeñas adultas y que competían en belleza, ingenio y simpatía. El horror, el horror, que dijo Kurtz.»

49 centrales de tránsito malladas entre sí encaminan las llamadas que se hacen casi diecisiete millones de personas.

jueves, noviembre 05, 2009

Ayala

Voy a hablar de Ayala. La pretensión de originalidad es una pulsión adolescente que hace tiempo dejé atrás y por eso no me importa hablar de un tema tan tratado estos días. Qué quieren que les diga. Será la falta de imaginación la que me lleva a hablar de Ayala. Pero, eso sí, no pienso hablar de su literatura. Su literatura me da igual. No me importa porque no la he leído y aunque sería fácil hablar de ella aquí —tal y como nos enseñaron a hacer a todos los que estudiamos una filología, quiero decir hablar de libros que no hemos leído— no estoy dispuesto a la impostura. Ya ven, reparos morales a estas alturas. El caso es que si no he leído sus libros, para mí sus libros no existen. El mundo cabe por completo en mi cabeza, el mundo es mi cabeza, el mundo no existe si no hace su trabajo el homúnculo que tras mis ojos encadena los recuerdos y los pasajes en el hilo argumental de mi propia vida. Esas cosas. Y por eso me da igual su literatura.

En realidad, lo que yo quiero contar es que el Ayala que ha muerto es un impostor. Una fuente fidedigna me ha dicho que el que volvió con 70 años a instalarse en España ya no era Francisco Ayala. Murió, olvidado por todos, en una ciudad del medio oeste americano y su familia eligió a un primo suyo del pueblo, con un sorprendente parecido físico para sustituirle. Su familia era consciente de que el destino de Paco no era muy diferente al de la última oleada de intelectuales expulsada de España —no crean que la última fue la única, este país es excepcionalmente bueno en arrojar fuera de sí a todos aquellos heterodoxos que piensen de forma algo original, las oleadas comenzaron ya en el siglo XVIII— pero pensó que, como en una especie de desagravio para todos aquellos que sí murieron olvidados en ciudades americanas, lo lógico sería continuar la vida de Francisco Ayala para que superara en muchos años al dictador de las heces en melena, aunque fuera utilizando un truco, un doble, tal vez un impostor. Lo hermoso —o lo más triste de todo— de esta sustitución es que cuando Francisco Ayala volvió y comenzó a recoger el reconocimiento y los premios que la puta España le había escamoteado durante cuarenta años — miembro de la Academia a los 77, el Nacional de las Letras a los 82, el Cervantes a los 85 y el Príncipe de Asturias a los 92—, el impostor olvidó que lo era. De ahí el agradecimiento en el que vivía, su serenidad y falta de rencor.

Mi fuente fidedigna tiene que llevar razón. En caso contrario, no me explico como no prefirió seguir viviendo en la inmensa campiña de trigo americana y tener descendencia en un país que lo trató mucho mejor que el suyo propio.

martes, noviembre 03, 2009

Región (homenaje)

Aquel pastor, aquel temible pastor que no dejaba a ningún viajero con vida de los que se atrevían a pasar por el valle, que protegía el paso a Región lo suficiente para que nada socavara los cimientos de aquella vieja sociedad rural, no contaba con la artimaña ideada por el ingeniero japonés.
El pastor escudriñaba el paso en los montes, movía en círculo el cayado y mataba de vez en cuado alguna oveja para tener algo de carne que llevarse a la boca. Nunca prestaba atención a los sonidos que venían del cielo, sabiendo que los modernos autogiros y aeroplanos no eran capaces de aterrizar en aquellas montañas llenas de aristas. Permanecía en cambio atento a los caballos, las carretas, los raros automóviles que se atrevían a enfilar por entre aquellas montañas endiabladas. Aquel era su trabajo.
De ahí que nunca pudiera sospechar que el japonés, volando en un ultraligero, dejara caer desde su aparato pequeñas antenas UMTS autosuficientes, capaces de cargarse de energía utilizando la luz solar y de conectarse a la inmensa red desplegada por su compañía. De hecho, era imposible que lo sospechara porque la telefonía móvil era un invento que aún no había aparecido por la comarca y los vecinos todavía hacían cola en el casino para poder poner una conferencia.
Cuando, tres meses más tarde, un grupo de operaciones especiales de la Guardia Civil lo detuvo, tuvieron que enseñarle las identificaciones varias veces. El pastor no podía creer que aquellos mocetones vestidos de camuflaje, que irrumpieron en sus dominios a lomos de motos todoterreno, pertencieran al mismo cuerpo que el Benito, el guardia a quien había perdonado la vida a cambio de no ser molestado. Pero mucho menos pudo entender que hablaran en voz alta con Dios, llamándole Señor y diciendo: A sus órdenes.

lunes, noviembre 02, 2009

Parapsicología

Cuando vio que en el telediario aparecía un señor con alzacuellos cuyo pie de foto era «Cura y parapsicólogo», en primer lugar pensó: ¿Cómo es posible que un cura, que cree en Dios, sea a la vez parapsicólogo y crea en psicofonías? Afortundamente, apenas tardó un instante en advertir que, muy al contrario, ambas palabras eran absolutamente sinónimas.
Y más tarde pensó: ¡Mierda de educación católica!