martes, febrero 27, 2018

Viejo



Hoy Elia ha pasado una noche terrible. Un herpes le ha ocupado la boca y se le han hinchado las encías, además de que le han aparecido pequeñas pústulas alrededor de los labios. Ayer también pasó una noche terrible. La despertaba el dolor y se rascaba, que es lo que no debe hacer, pero cómo explicárselo a alguien que solo tiene dos años. No se puede. Supongo que uno aprende a aguantarse el dolor a medida que crece, como a comer alimentos que no sean dulces (no todos lo consiguen, hay una verdadera epidemia de adultos que no saben comer y que parecen niños de cinco años a los que solo gusta el arroz con tomate). Todavía es pequeña. Es muy frustrante no poder hacer nada inmediato (¡inmediato!) que acabe con el dolor (podemos darle un calmante natural y un antiinflamatorio, que nos ha recetado el médico), pero supongo que esa sensación no es nada nueva para cualquiera que haya tenido niños. No se puede hacer nada, nada más que verlos llorar y quejarse y abrazarlos y acariciarlos. Y tener paciencia, sabiendo como sabemos que no es nada grave y que se le pasará en un par de días. 

Frustración. Paciencia. Cansancio. Resignación. Disciplina. Rutina. Algunas de las palabras que orbitan en torno a la crianza no son precisamente alegres, ni creativas, ni divertidas. Esa es la puta verdad. Y esa verdad incomoda a muchos. Pero, si reflexionamos, tal vez tenga que ver con la supuesta facilidad que todo debe de tener ahora en la vida, como si vivir no fuera aguantar a pie firme (que no significa ni mucho menos tener que vivir penando, a qué tantas fatigas). Una supuesta ligereza que todo lo impregna con sus bracitos musculados. Aparatos para aprender inglés mientras dormimos. Programas de ordenador capaces de incluir párrafos enteros en tu próxima novela. Dispositivos que contraen los músculos para que no haya que hacer esfuerzos. Startups que buscan rondas de financiación para crear batidos alimenticios con todos los nutrientes que necesitan aquellos que pronto olvidarán cómo masticar. 

Y así. Nos guste o no, y digan lo que digan los cuatro listos que nos quieren convencer de que el universo conspira para hacernos felices, las cosas que merecen la pena en la vida requieren tiempo, esfuerzo y dedicación. Y ahora, amiguitos, tras este sermón, solo me falta gritar a los cuatro vientos que como los clásicos, nada, y que desde Joy Division, ni un solo grupo que merezca la pena.

 Me hago viejo. Lo que no significa que no tenga razón. Piénsenlo.

lunes, febrero 19, 2018

Loco



Ayer, mientras esperaba en la cocina a que mis guisos estuvieran estuvieran terminados y fumaba un cigarrillo, comencé a escuchar el disco Nuevo día, de Lole y Manuel, (un disco de 1975 que marcó a más de una generación de andaluces, entre ellas, la mía) y se me pasó por la cabeza leer algo en el periódico mientras tanto. Sin embargo, me obligué a escuchar el disco sin más, a disfrutar de las letras. Me alegré de hacerlo, porque, de ese modo, estuve escuchando música conscientemente, no como un ruido de fondo que se limita a ocupar un espacio (si es que puede decirse así), sino prestándole atención (y la llevó a su museo de breves bellezas muertas, dice una canción, refiriéndose a una colección de mariposas), permitiendo que la música también ocupara mi conciencia. Fueron diez minutos maravillosos. Diez minutos que me llevaron a pensar en que ya ha transcurrido más la mitad de mi vida y que debo esforzarme en prestar atención, contra todo aquello que la reclama y que carece por completo de importancia. 

Cada vez me parece más evidente que no podemos limitarnos a rellenar las horas del día con los pasatiempos que nos propone la tecnología. Me reafirmé, por tanto, en mi intento de no dejar que el teléfono móvil se inmiscuya más de lo necesario en mi día a día. Y en mi pretensión de escribir más, no con la intención de llegar a publicar lo escrito, sino como manera de conjurar hasta cierto punto la flaqueza de nuestra memoria. Recordé entonces los dos o tres diarios de viaje que tengo por casa desde hace unos años, en cómo puedo rememorar con mucha nitidez los momentos y las ciudades en los que escribí los textos y en que, en el futuro, me gustaría contar con algo similar para recordar mi vida actual (congelando de alguna manera la etapa en la que se encuentran mis hijos, sabiendo como sé que la olvidaré). Escribir es recordar mejor. Pensar mejor.

Román esta mañana ha recordado que hace unos meses recogimos una hoja de los plátanos de Indias de la plaza de Puerta de Moros por la que pasamos a diario camino de su colegio y que aquella hoja no era buena porque se rompió. Yo lo he dicho que sí, que claro, pero me ha sorprendido cómo sus recuerdos parecen hacer acto de presencia de forma azarosa. Luego ha dicho que tenía que recordarle a Gema que había que cambiar las pilas del reloj que le prestaron ayer sus amigos. También le he dicho que sí. Que son de las redondas, de las pequeñas, que se lo ha dicho Javi, el padre de Eneko y Óliver, que se lo diga a mamá, que quiere el reloj (esto lo ha dicho varias veces). Luego ha dicho que tiene mucho sueño y que cuando Enrique, su profesor, le vaya a despertar de la siesta de hoy no se pensaba levantar. Y varias cosas más. Varias veces. 

Habla mucho mi niño. 

Más tarde, me he metido con la moto en un atasco monumental (había un accidente de tres coches en la autovía de circunvalación), he llegado al trabajo y el atasco era tema de conversación de los compañeros (suele suceder: a la gente solo le importa verdaderamente lo que le afecta de forma personal: el tráfico, el tiempo, la restricción de circulación de vehículos por la contaminación, el día que pagan la nómina, cosas así). He bajado a fumar y he visto a un loco sin zapatos, con una paja en la boca, que caminaba por la sede de mi empresa hablando a grandes voces. Me he sorprendido, porque nunca había visto a nadie comportarse de esa manera aquí, lo que me ha llevado a pensar en lo raro que es pasar el tiempo en un lugar así, en el que no hay niños, ni perros, ni mendigos, ni locos. Un guardia de seguridad le ha preguntado que a dónde iba y lo ha acompañado fuera del recinto. El loco gritaba algo que no he podido entender. He seguido pensando en lo poco que me hubiera sorprendido en cualquier otra situación y aquí, sin embargo, estaba tan absolutamente fuera de lugar que no he podido evitar acabar concluyendo que lo que verdaderamente está fuera de lugar es trabajar en un sitio construido para aislarse del mundo exterior. Tan ajeno a todo, tan metálico (como una gigantesca urbanización a salvo de las amenazas de los vecinos, como una burbuja inserta en el tejido de la realidad, en la que la gente es más homogénea, pero también menos real, porque solo pasa ocho horas al día aquí, en la burbuja, trabajando, es decir, actuando en una obra de teatro).

Y nada, como dicen los faltos de imaginación en Facebook: a por el lunes. Que ya está ahí el fin de semana.

martes, febrero 13, 2018

Neblina



He bajado a fumar sin el teléfono móvil (algo que hago mucho últimamente) y me ha dado tiempo a pensar un rato cosas sin importancia. 

He visto a un compañero con un torso demasiado grande, un hombre feo, medio calvo que, no obstante, se machaca en el gimnasio sin advertir que, por mucho que siga levantando pesas, seguirá siendo feo y teniendo el aspecto de alguien salido de la entraña del país, con las manos callosas y agrietadas de un aparcero. Signo de los tiempos: nos dicen que puedes ser quien desees. Y no. 

Se ha cruzado con otro hombre, este alto y blando, pero con la piel, los dientes y el pelo de los pertenecientes a buenas familias, con un corte de cabello horrible y unos zapatos amorfos y cómodos (unos zapatos que odio especialmente), al que alguna vez he oído comentar lugares comunes con una voz cultivada. Con la falta justa de originalidad que es necesaria hoy en día para no llamar demasiado la atención y hacer carrera laboral.

He llegado a la calle y he venido a recordar una lista de libros que recomendé hace años, cuando tenía la librería y los vendía (El día del Watusi, de Casavella; Crematorio, de Chirbes; Dog Soldiers, de Robert Stone; Sangre de mi sangre, de Alistair McLeod; Perro come perro, de Ed Bunker; Hombres salmonela en el planeta porno, de Tsutsui, y algunos más) porque tras leer una entrevista de Antonio Muñoz Molina, he recordado que fue de los pocos que siempre defendió a Chirbes, a pesar de que su realismo no encajaba demasiado bien en la supuesta vanguardia formal de muchos de los autores de su época. 

He pensado en el paso del tiempo, en cómo el sexo va perdiendo sus capas externas incandescentes y comienza a irradiar calidez desde el interior, como si fuera una esfera radiactiva con un isótopo en su interior que, a medida que vas cumpliendo años, perdiera su inquietud y se calmara. 

Fugazmente, una idea recurrente ha vuelto a mi cabeza: aquellos que, como yo, llevan décadas leyendo todo lo que cae en sus manos (sea en el formato que sea), tenemos un problema con los teléfonos, con internet, con las redes sociales. Nuestro apetito nos lleva a leer cosas estúpidas, innecesarias, que solo ocupan el tiempo sin dejar poso alguno. Y lo mismo ocurre con lo audiovisual: casi todo es solo material de relleno. 

He pensado después en la rutinaria felicidad de la familia, en la facilidad con la que la consideramos normal, cuando nada hay más anormal que eso. 

Y luego he vuelto a trabajar.