martes, mayo 31, 2011

Recortes

Y cuando llegaban a cierta edad había gente que salía del barrio y que montaba un taller y gente que empezaba a trabajar en el negocio de su padre, sabiendo ya que no se movería de allí jamás, que allí compraría un piso cuando encontrara una novia o cuando dejara embarazada a su chica del instituto, otro piso en un bloque de ladrillo visto con las terrazas cerradas con persianas de aluminio. Algunos, los menos, estudiaban en la universidad, otros se hacían aprendices de cualquier cosa y otros dejaban pasar el tiempo con la mirada ausente y fija en el río de coches, casi todos blancos, que pasaba día tras día más lleno, allá abajo en las vías de circunvalación.
Y los años caían con saña encima de la espalda de los que se quedaban, los chavales, ahora con sus barrigas cerveceras y sus hígados un poco afectados por los pelotazos de whisky de después de trabajar, con su colesterol y sus transaminasas altas, con sus incipientes calvicies y sus capilares rotos en la cara y en la nariz. Y uno tras otro iban abandonando los vicios más juveniles y solo se metían una raya en alguna boda y solo fumaban marihuana los fines de semana, justo después de acostar a los niños y antes de poder gemir algo más alto de lo habitual con la mujer. Y acababan por abandonar del todo el hábito cuando eran los propios chavales los que salían a darse una vuelta de noche y los que venían con los ojos rojos del parque, seguro que con demasiada hambre. Y envidiaban a los que no lo hacían, a los que seguían comportándose como si tuvieran veinte años, pero solo superficialmente porque, a pesar de los chistes, a pesar de las bromas sobre la última mujer que pasó por la cama del amigo soltero, sabían bien que sus domingos por la mañana habían sido mejores, al menos mientras los críos fueron pequeños.

jueves, mayo 26, 2011

Evolución

Existen varias ideas que se repiten dentro de mí desde hace tiempo y que siento como ciertas. Aquí utilizo siento con pleno conocimiento de su significado, lo que quiero decir es que, de forma intuitiva, sin explicación racional, las creo verdaderas.
Una de ellas es que el funcionamiento del mundo debe de estar regido por muy pocas leyes muy básicas, tal vez una única ley. Esta idea se ha ido decantando dentro de mí a lo largo de los años, la he ido extrayendo poco a poco de aquí y de allá, del estudio de la gramática realizado por Chomsky, por ejemplo, en el que su teoría minimalista no es sólo más elegante y más avanzada que su teoría original sino que, de alguna manera, más verdadera (otra vez la intuición) o de las opiniones de investigadores (recuerdo un par de entrevistas con físicos teóricos) en las que afirmaban que, cuanto más conocimiento acumulaban, más advertían que las leyes más simples son las que son capaces de explicar más cosas. Ya digo que de aquí y de allá, no pretendo ser sistemático. Solo se trata de intuición.
La otra idea tiene que ver con esta primera y consiste en que esa ley fundamentalmente simple que explica el mundo, o que lo explica en la medida en que los humanos podemos entenderlo, tiene que ver con la cantidad. Creo que el aumento de la cantidad cambia la cualidad. Me explico. Creo que existe un límite numérico a partir del cual, la combinación de elementos iguales genera algo nuevo. Por ejemplo, creo que a partir de un número de reacciones químicas entre elementos surge la materia que se autoorganiza y se replica, es decir, la vida, y que, a partir de la combinación de elementos vivos, en algún momento surge la inteligencia y a partir de la inteligencia, la conciencia de ser inteligentes, el yo, por así decir. Creo que, simplemente, el mundo se comporta así, es cuestión de aumentar la cantidad.
No es que tenga la menor importancia todo esto, la verdad, pero esas ideas se repiten dentro de mí de una manera extraña. He vuelto a recordarlas observando a alguien que se sienta cerca en el trabajo. Me sorprende y me fascina la capacidad de algunos de no plantearse nada profundo, nada que les lleve a contemplar, siquiera un instante, las dos eternidades que flanquean nuestra vida, ese breve paréntesis. Nada que les haga reflexionar sobre el tejido de la realidad, sobre la trama del mundo. Seres ligeros, de conciencia alada, que pasan por la vida sin entender nada y, lo que es mejor, sin necesitarlo. Personas de risa fácil a menudo, de ánimo liviano, personas que se sobreponen con más facilidad que los demás a las desgracias. Hombres y mujeres más preparados para el futuro, más evolucionados.
Si la evolución de la humanidad fue primero física y más tarde cultural, si existen los genes y los memes, si, en realidad, la historia del ser humano es la historia de un aumento progresivo de la complejidad de nuestro conocimiento, un conocimiento que a su vez cambia la propia esencia de esa humanidad (de nuevo esa idea: la cantidad cambia la cualidad), a veces me pregunto si la curiosidad y la necesidad de conocimiento no son en realidad sino una tara genética. Si los dos primeros párrafos no son la prueba de mi absoluta incapacidad para evolucionar como humano en la dirección hacia la que humanidad parece encaminarse. Si, en realidad, el futuro de la humanidad es la estupidez.

A fin de cuentas, todos tenemos derecho a ser felices.

jueves, mayo 19, 2011

Acampadas

Algunas palabras dan la impresión de no decir nada: democracia, unidad, pueblo, libertad, justicia, dignidad. Y la verdad es que poco dicen porque nos las han quitado, nos las han robado los genios del marketing que han convertido cualquier cosa en una revolución, aunque sea un descuento en las tarifas del teléfono móvil o un nuevo bronceador, porque la democracia que conoce más la gente es la del teléfono móvil a 1,5 euros el mensaje, porque el pueblo es el lugar donde siempre has pasado las vacaciones tú que eres de Madrid, porque la justicia es un suplicio de años que ojalá no te toque nunca (pleitos tengas y los ganes), porque la dignidad se ha olvidado cuando tanta gente está dispuesta a vender su intimidad a cambio de cuatro perras y a su madre porque la sacaran en la televisión. Así que parece que lo primero que tenemos que hacer es recuperar el valor de las palabras. Ya ves, a mí que me decían que estudiar letras no servía para nada, a mí que me decían que por qué no estudiaba un máster de administración de empresas.
No quiero caer, a mis años, en la alabanza fácil de lo que está sucediendo en las plazas. El cínico que me habita y que se ha ido construyendo tras muchos años trabajando en una gran empresa y dedicándome a la vez a muchas otras cosas, me lo impide. Y hay muchas cosas criticables: la reunión de intereses dispares, la dificultad de articular un discurso, y también los malabares, las flautas y los perros, a qué negarlo. Pero yo no quiero ser cínico, yo quiero pensar que la avaricia alguna vez dejará de ser el motor que mueve nuestro mundo aunque esto suene pueril. Los genios del marketing también han conseguido que suene pueril cualquier discurso que hable de cambio. En Occidente el único cambio que se mira con buenos ojos es el cambio de teléfono móvil.
He vivido como adulto los últimos 20 años en España y lo he visto, he trabajado y estudiado con ellos, los que son diez años más jóvenes que yo, y los entiendo. Los últimos para los que se cumplió aquello de que estudiando tendríamos un futuro mejor que el de nuestros padres tenemos cuarenta años. Fuimos la primera generación española verdaderamente europea, los primeros Erasmus, aprendimos idiomas, viajamos, trabajamos desde jóvenes, estudiamos. Para algunos de nosotros sí que funcionó aquello que nos decían, funcionó y tenemos buenos trabajos aunque hayamos ido viendo cómo nos aprietan cada vez más, como nos hacen pensar en un futuro de viejos desamparados, como nos meten miedo. Pero tenemos buenos trabajos. Somos la generación del poder, los que militamos en partidos políticos, los que nos sentimos más o menos protegidos por los sindicatos, los que conseguimos llegar.
Decimos que la crisis provocada por la inflación mundial de la codicia la hemos acabando pagando nosotros, los que no nos enriquecimos, los que tenemos una nómina y pagamos la cuarta parte en impuestos, no los que gestionan su patrimonio a través de sociedades, esos no. Nosotros. Es cierto. Pero para una persona con un puesto de trabajo estable lo único que ha hecho la crisis es reducir su cuota de la hipoteca. Así que no nos quejemos tanto. Para una persona con un puesto de trabajo estable lo único que ha pasado es que ya no nos sale tan barato viajar a los Estados Unidos. Tenemos miedo, sí, y gastamos menos, pero hay mucha gente como yo. Repito: no nos quejemos tanto.
Los que vienen detrás, sin embargo, hablan más idiomas que nosotros, han viajado más y se han preparado más, y tienen un muro delante, un muro o una mochila y un adiós a este país miserable que gasta miles de euros en formar a gente que tiene que emigrar para conseguir un sueldo digno. Dignidad. Otra de esas palabras.
Los conozco bien, ya digo, he trabajado con ellos, he estudiado con ellos y ha sido una suerte haberlos conocido y tenerlos como amigos. No porque sean más jóvenes sino porque han conseguido que la esclerosis de las ideas que acompaña a la edad (esa mirada de conmiseración que se nos pone a las personas maduras cuando los jóvenes proponen cosas idealistas) se me haga más ligera.
Y creo que llevan mucha razón en los motivos de su protesta, creo que están consiguiendo algo que ningún partido había conseguido en los últimos años, que es hablar de política sin que esa palabra suene pringosa y sucia. Otra palabra recuperada más.

Yo no sé ustedes pero yo preferiría que se quedaran aquí. Que no se fueran a Alemania o a los Estados Unidos. Aunque los vuelos sean baratos.

lunes, mayo 09, 2011

Minimalismo

He vuelto a escuchar hoy música minimalista, que me gustaba cuando era adolescente y escuchaba a Wim Mertens y a Michael Nyman, iba a sus conciertos, llevaba traje, fumaba tabaco negro y hablaba de filosofía con amigos que aún siguen siéndolo tantos años después, ya ves.
Cuando era adolescente mi profesor de Ética, en una época en la que aquello de la Ética todavía era algo novedoso, se burlaba de mí por llevar traje al instituto y me decía si ahora llevas traje qué harás cuando trabajes, lo que no deja de ser gracioso porque a mi primera entrevista de trabajo fui con un aro en la oreja y larga melena recogida en una cola, con unos pantalones de faena con muchos bolsillos y unas botas Doc Martens negras de costuras amarillas.
Cuando era adolescente tomaba cervezas de litro sentado en un sitio que se llamaba La pochinga, en un banco que era nuestro porque siempre estábamos allí después de clase, y después recogíamos los cascos de las cervezas y los tirábamos a una papelera metálica de color verde que por entonces no tenía el logo del ayuntamiento, ni siquiera el escudo antiguo de Córdoba con leones y castillos, antes de que fuera la albolafia del río la que ocupara su lugar, y charlábamos interminablemente sobre la vida y el amor y la libertad y la muerte.
Cuando era adolescente veíamos pasar a los yonquis en sus afanes, en sus largas caminatas a toda velocidad de un lugar a otro, moviendo droga o buscándola o qué se yo, aunque sabíamos que cuando se ponían demasiado nerviosos eran peligrosos porque podían hacer cualquier cosa, incluso pincharte porque estaban con el mono y un yonqui con el mono era capaz de todo. Veíamos caminar a los adictos mientras hablábamos de Sartre sin tener ni idea, sin haber leído un libro, sin saber nada, mientras perorábamos sobre el determinismo o la libertad. Ya ves qué petulante y estúpido fui y menos mal que la vida me ha hecho saber después que creerse especial y original es, precisamente, una pulsión adolescente que se supera con el tiempo.
Siempre he tenido buenos amigos que no han tenido empacho en reírse de mí, lo que ha sido un remedio contra uno de los muchos que me habitan y que resulta ser un tipo estúpido, ridículo, pretencioso y pagado de sí mismo que se cree más listo que los demás y que tiene tendencia a mirar por encima del hombro. Ese que escuchaba música minimalista en la época de Mecano.
Y sin embargo, al escuchar un tema de Wim Mertens con 25 años de antigüedad, The Fosse, en el que las notas se repiten obsesivamente y que consigue transportarme a aquel tiempo en un parpadeo, todavía me emociono. Un tema perfecto para la nostalgia. Ya saben, esa tristeza suave y satisfecha que sentimos cuando evocamos las buenas épocas de nuestra vida, signifique eso lo que signifique.

martes, mayo 03, 2011

Descanso

No podríamos apreciar lo que nos gusta estar en casa si no tuviéramos que pasar días y días a la intemperie, buscándonos la vida, ni disfrutaríamos de un paseo sin prisas por el Rastro si no hubiéramos tenido que trabajar los domingos durante tantos meses a las doce de la mañana, ni tampoco nos gustaría tanto ver una película, incluso española, acompañados y sin ningún plan posterior. Nada para apreciar el tiempo libre como no tenerlo nunca. Nada para apreciar la tranquilidad amable de los días que haber vivido un período turbulento durante una temporada. Supongo que, en realidad, lo que quiero decir es que todo es cuestión de contraste. Que necesitamos vivir a un lado y otro de la línea para hacerlo intensamente.
Y que no necesitamos mucho más.